lunes, 20 de octubre de 2008

Estirpe Salvaje

El día 7 de octubre ha salido a la luz Estirpe Salvaje, mi primera novela publicada por una editorial clásica, Espasa. Estará a la venta en las principales librerías de toda España, FNAC, La Casa del Libro y el Corte Inglés.

A los futuros lectores interesados en comentarla y cambiar impresiones, os invito a visitar el hilo de discusión del Rincón del Autor, en el portal en el portal http://www.sedice.com.
Quiero compartir con los visitantes a este blog mi alegría y la emoción de ver cómo un sueño largamente acariciado se convierte en realidad. Publicar un libro es el fin de un largo trayecto y también la punta del iceberg. Tras esas tapas se esconde una gran montaña, no de hielo, sino de pasión, lucha y perseverancia. Si las letras os encienden el corazón, ¡os animo a todos a emprender esta escalada!

Mis relatos


Sal y Canela es mi menú de relatos, con sabores varios. Esperando que los disfrutéis, os invito a su lectura:

La aparición
El mal de ojo
El rayo
El fantasma
Los supervivientes
La caza de gamusinos
Píramo y Tisbe
Jasmine I - Jasmine II - Jasmine III - Jasmine IV
Virgen
El amo del habitaco
24 de diciembre 1959
El puñal árabe
La hermana del cura
La garra del diablo
Que baje el Espíritu Santo
Nunca tengas piedad
Seducción
Uluru
Pascua de sangre
El monje y el bandolero
Alumbramiento
El croissant
Ishtar
El chocolate y yo
Seducción 2
El Seiscientos
Bellydance
...y el cisne desplegó sus alas
El ojo celeste
Las raíces del corazón
Contigo pan y cebolla
El síndrome monstrual
Dolce Roma
Castigo
Cara de foto
Madonna de Montigalá
Chandella
La escopeta y las rosas
Perucho, Xan y la bruja Rosalía
Añoro el fuego
Las cosas tienen patitas
Piropos
Censura
Dios de la lluvia
Cinco noches
La rosa de cuatro picos
El desatascador
La silla del obispo
La venganza
El jardín
Amante reemplazado
La leyenda de la reina mora

Pan de ángeles

Me fascinaba entrar allí. Me fascinaban las rechonchas columnas salomónicas, los cirios y las flores, los dorados. Sí, sobre todo los dorados, y el brillo del cristal de roca, de la plata y de los cálices. La inmaculatez de los manteles almidonados, los encajes, el olor de cera, incienso y de madera vieja. Desde muy pequeña, me llevaron a la iglesia. Sabía que era un lugar santo, importante, muy serio… Conocí muchas iglesias. Pero ninguna despertaba en mí aquella conmoción, aquella excitante mezcla de respeto, temor y curiosidad, que me provocaba la vieja iglesia de nave irregular, artesonado picado por la carcoma y muros torcidos, del pueblo de mis abuelos.

La abuela nos llevaba a la iglesia. Y nos gustaba. Ella iba a diario, a Rosario, a novenas y a misa. Mi hermana Mel y yo siempre estábamos dispuestas a acompañarla. Regocijadas, correteábamos a su alrededor, mientras ella, abuela orgullosa luciendo nietas, se paraba cada dos por tres a saludar a alguna vecina en el largo periplo desde su casa en una punta del pueblo hasta la parroquia, casi en la otra. El pueblo se alargaba como rosario deshilachado a los pies de la sierra, formando tres racimos de casas. Casa de mis abuelos estaba en el más extremo, casi a las afueras, de manera que la caminata se convertía en una peregrinación por caminos embarrados y prados.

A Mel también le fascinaba. Creo que nos atraía como un imán aquella aura de espacio sagrado, el encanto de lo prohibido, de lo enigmático, de lo que no se puede ver ni tocar… La oscuridad de las bóvedas, el silencio denso preñado de bisbiseos, crujidos de reclinatorios y pasar de cuentas entre los dedos. ¡Ah, los reclinatorios! Todos diferentes, con su color y su forma, se alineaban como tropa silenciosa a uno de los lados del altar. Era el lado de las mujeres. Enfrente, al otro lado, estaban los bancos de los hombres. Que, casi siempre, los días de diario, estaban vacíos. La abuela, como cada feligresa devota, tenía el suyo. Cuando sobraba alguno, y si no era domingo siempre sobraban, Mel y yo ocupábamos otros dos, a su lado. Nos sentíamos como nobles damas, revestidas de dignidad y decoro, arrodillándonos sobre los cojines forrados de raso y terciopelo ajado. Apenas llegábamos al reposabrazos y, en vez de erguirnos para alcanzarlo, nos sentábamos sobre los tobillos y asomábamos las manos para unirlas por debajo, entre los listones que lo sostenían. Como dos princesas orantes, elevábamos el rostro hacia arriba y nuestra imaginación volaba, mientras la vista se nos perdía en medio de aquel paraíso de angelotes rubios, santos de rostro virginal y flores de plástico que competían con las uvas doradas de las ondulantes columnas del retablo.

Pero había algo que nos cautivaba más, mucho más que los retablos, los cálices y el silencio trepidante. En misa había algo prohibido, reservado sólo para los mayores, y Mel y yo nos moríamos de intriga.

Sabíamos que dentro de unos años podríamos. Pero no ahora. Tendríamos que prepararnos. Y nos estrujábamos los sesos cavilando qué ocurría, a qué sabía, qué se sentía por dentro, cuando se tomaba aquella forma sagrada de nombre impronunciable que despertaba tanta adoración.

Un día, el cura del pueblo nos invitó a la sacristía al acabar la misa. La abuela nos llevó, y nosotras temblábamos de emoción. La sacristía… ¡sólo la palabra, tan sacra y solemne, nos resultaba imponente! Era un paso más hacia lo desconocido, una antesala del reino vedado al que nosotras, niñas ignorantes, aún no teníamos acceso. Apenas entramos, comenzamos a devorar con los ojos todo cuanto alcanzábamos a ver. Las albas y las estolas, colgadas en sus perchas, las estanterías con los librotes litúrgicos, la cómoda con decenas de cajones larguísimos y estrechos… ¿Qué había en aquellos cajones? Y, sobre todo, ¡ah! el armario entreabierto por donde asomaban los cálices relucientes y las vinajeras de cristal tallado. Allá se nos fueron los ojos.

El cura era afable. Nos dejó mirar, nos dejó preguntar… Y entonces, ante nuestras caritas admiradas e incrédulas, sacó un copón dorado, lo destapó… y nos ofreció dos formas. “Es pan de ángeles”, nos dijo, sonriente.

Mel y yo no podíamos creerlo.

No habíamos hecho la comunión, aún no éramos mayores… Tomamos las blancas obleas y nos las metimos en la boca. Se nos pegaron en el paladar. Tuvimos que forcejear con la lengua, al final recurrimos a los dedos. La abuela y el cura reían. Nosotras degustábamos aquella fina masa con la emoción de estar catando un alimento dotado de mágico poder.

Entonces pregunté.
―Si comes de esto, ¿vas al cielo?
El cura sonrió y me pellizcó los mofletes.
―Sí, bonita. Así es.

Supongo que añadió algo más sobre ser buena, rezar e ir a misa… Ya no lo escuché. En mi mente quedó grabada una idea. Quien toma el pan de ángeles va al cielo. Nosotras lo habíamos tomado. Con la lógica aplastante de mis seis años, llegué a la conclusión de que, puesto que habíamos tomado el pan sagrado, ya nada había que temer en esta vida mortal: ¡teníamos el cielo asegurado!

Me sentí ligera, pletórica y liberada. Ah, realmente, aquel pan causaba un impacto profundo… De vuelta a casa, no dejaba de pensar. Y, ese verano, algo se desató en mí. La niña modosita que había sido, con sus esporádicos brotes de genio y vanidad, engendró una criatura indómita de imaginación salvaje, capaz de cualquier desafuero imaginable.

El pueblo y los campos eran nuestro universo. Capitaneando la cuadrilla formada por mi hermana Mel, nuestra amiga Lita, hija de la vecina de calle abajo; los nietos de la vecina de calle arriba, a quienes sus padres tuvieron la genial idea de bautizar como Julián y Julio; nuestro primo Lucas, que era un dechado de perfección infantil, y algún otro rapaz que reclutamos en el barrio, me lancé a vivir las vacaciones más enloquecidas y transgresoras de mi infancia.

Nos revolcábamos en la hierba, pisando los montones de heno segado, saltábamos vallas de los campos vecinos, desafiando las alambradas electrificadas de los pastores, espantábamos a las vacas, nos metíamos a alborotar en gallineros ajenos, chapoteábamos en el río, cazando ranas y culebras, y explorábamos buscando tesoros perdidos en el vertedero del pueblo. Nos escabullíamos de la siesta, deambulábamos por los escombros de una vieja casa en ruinas, robábamos masa cruda en el obrador del panadero y librábamos batallas con los aperos de la huerta, ¡cuanto más peligrosos, mejor! Y cuando no se nos ocurría nada más, jugábamos a médicos y a trapecistas al oscuro amparo de los pajares… Mi cabecita no dejaba de idear qué nueva aventura nos podía ofrecer aquel mundo prodigioso, lleno de lugares por descubrir y erizado de normas a infringir, porque, como las malas yerbas, nuestra naturaleza agreste sólo esperaba un obstáculo para saltar, o un muro para trepar por él.

Cuando el campo nos cansaba, siempre quedaba la casa. Los recodos oscuros, el salón cerrado que nadie usaba, la silenciosa biblioteca, repleta de libros antiguos, con el escritorio señorial, su tintero y sus plumas. Más incitante aún: el desván. “Niñas, no subáis, que ahí hay garduñas”, nos decía el abuelo. Garduñas… otro monstruo acechante en las sombras del reino prohibido. El desván nos atraía tanto como una sacristía oculta. Y en cuanto podíamos, subíamos al trote las viejas escaleras que crujían a cada paso. Allí, bajo las vigas de madera inclinadas, caminando con tiento sobre el entarimado y sorteando las fragantes manzanas tendidas a secar, desempolvamos antiguallas, viejas cámaras de fotos, cajones con puñados de cartas, escritas en tinta china, que ya amarilleaban… Decenas, cientos de cartas, ¿de quién? Botas militares, galochas en desuso. Destapamos un baúl atestado de vestidos antiguos, doblados entre bolas de alcanfor. Y un lote bolsos de los años cincuenta. Nos disfrazamos. El desván se convirtió en una decadente pasarela de moda, hasta que alguien oyó nuestras vocecitas chillonas y el rechinar de las maderas bajo nuestros pasos. Vieron el desbarajuste de vestidos arrugados y cartas esparcidas por el suelo, entre zapatos y bolsos charolados, y nos sacaron de allí por las orejas.

Las broncas se sucedieron. “No tenéis bastante con el patio, ¡que tenéis que ir a los de los vecinos!”, “No os basta con el prado, ¡que tenéis que enredar en la casa!”. Para colmo, estábamos corrompiendo a los niños del vecindario y al primito de conducta intachable. Mel y yo bajábamos la cabeza, sumisas y sonrojadas. Callábamos. No teníamos intención alguna de enmendarnos. Si acaso, debíamos perfeccionar nuestras técnicas de disimulo, huída y camuflaje.

“No seáis malas”. Lo oímos una y otra vez, de las bocas bienintencionadas de mamá, abuela, tías y tíos. No seáis malas. Eso no me preocupaba. Mel a veces se angustiaba un poco. “Ari, nos van a castigar”. “No tengas miedo”, le decía yo. “Hemos comido el pan de ángeles, ¡iremos al cielo!” Aquella galleta de harina sagrada se nos había adherido hasta el alma, nos reconfortaba y nos daba alas. La tranquilizaba. Me tranquilizaba y, apenas digeríamos la bronca, ya pensábamos en la próxima trapisonda.

“Estas niñas se están volviendo rebeldes”. “¿Qué le pasa a Ariadna? ¡Antes no era así!” Lo achacaban a los aires del campo, a la influencia de los niños del pueblo, al exceso de libertad… Nadie podía adivinar que la verdadera causa, la razón por la que una nena buena de ciudad se había transformado en un auténtico diablillo con coletas, era el pan de ángeles.

La balada del Pato Loco

Ai las, tan cuidava saber
D'amor, e tan petit en sai,
Car eu d'amar no’m posc tener
Celeis don ja pro non aurai.
Tout m'a mo cor, e tout m'a me,
E se mezeis e tot lo mon!
E can se’m tolc, no’m laisset re
Mas dezirer e cor volon.

Bernart de Ventadorn

Me vuelven loco esos ojos. ¡Esos ojos! Verdes y luminosos, como dos faros en la tez morena y huesuda… ¡Divina tez! Desde el primer día que me lanzó una mirada… Fulminado. Caí fulminado.
Lo confieso. Estoy enamorado. Pienso en ella noche y día. No pienso, no… Ella ha conquistado mis pensamientos. Me invade el cerebro y enerva mi cuerpo. Me ha tomado al asalto, sin piedad. Y yo me he rendido… ¡gustosamente rendido!

Estoy loco por ella.
Estoy loco.
Loco… Loco, ¡loco! Un fou d’amour.

Recuerdo aquella vez. Lanzó una pregunta a la clase, ciento cincuenta alumnos atestando la gradería, boquiabiertos y absortos, pendientes de su voz, del menor de sus gestos. Se quedó en silencio y recorrió el aula con mirada interrogante. Creo que al menos una veintena de manos se alzó. Entre ellas la mía.

Llegó mi turno. Tenía preparado el discurso… ¡quería causar impacto! Puedo hacerlo, lo sé. Cuando me invitó a hablar, me puse en pie. Proyectó hacia mí su mirada… Esa mirada. Entonces me temblaron las piernas. Me sudaban las manos, el corazón me trepó a la boca y toda mi retórica se esfumó. Me quedé en blanco. Balbuceé. Deslumbrado y aturdido, comencé tartamudeando.

―O… opino que los tro…trovadores occitanos…

Ella no dejaba de mirarme. ¡Dios, me estaba perforando! Con esos ojos. No sonreía, pero me animó a seguir. Y poco a poco, fui arrojando a borbotones mi perorata sobre los bardos provenzales.

Al final salí airoso. Ella asintió levemente. Seguía mirándome. Recogió una frase mía… ¡Una frase! Y continuó. Creo que le gustó. Dijo, “Gracias. Ha sido una buena aportación”. Me senté de golpe. Ya no me sentía el cuerpo. Sólo la fiebre. A mi lado, Gelo me dio un codazo.

―La has impresionado, tío ―susurró.
Yo hice un mohín desdeñoso.
―Quita.

Hemos formado un pequeño club. A media mañana, nos reunimos en el Pato Loco, un bar cutre y concurrido a la vuelta de la esquina, saliendo de la facultad. Allí, entre clase y clase, tomamos nuestros cafés y nuestras magdalenas proustianas mientras desgranamos críticas feroces y paridas pretendidamente geniales. Lo comentamos todo. Clásicos y contemporáneos, todos pasan por nuestro cedazo implacable. Aventuramos teorías y criticamos a Joyce, a Borges, a Hemingway o a Kafka con la misma libertad que osamos emular a Larra o ensayamos versos imitando a Bécquer o a Baudelaire. Devoramos libros, vamos al teatro, trituramos la prensa y saqueamos bibliotecas. Somos una peña curiosa, sí. Paco, el camarero del Pato Loco, nos llama los Literatos. Somos siete. Todos hombres, menos dos. Tenemos nuestras musas. Beatriz, que va en camino de convertirse en la Beatrice de nuestro diletante profesor de Crítica Literaria. Es encantadora, siempre ha leído lo último y nos trae todas las novedades del teatro. Y es guapa. Alta y morena. Creo que, de no ser por ella, todos estaríamos enamorados de Beatriz. La otra es Helena. Ella es el alma de las tertulias. Madre soltera, trabaja por las tardes y cualquiera de nosotros podría ser su hijo. Cultivada y elegante, desde hace meses, hemos trasladado a su casa nuestras fiestas de fin de semana. Cada uno lleva algo, gambas, canapés, pizza. Ella pone el vino, cada vez uno distinto. Con ella hemos aprendido a beber. Catamos el aroma, apreciamos el bouquet… Sentados en el sofá, envueltos en la bruma del vino y los cigarrillos, conversamos hasta la madrugada. Diálogos platónicos, disputas literarias, ¡poemas! Helena habla poco y escucha mucho, como buena anfitriona. Reclinada en el sofá, cuando toma la palabra nos asombra y nos provoca. Ella es nuestra Diotima.

En el Pato Loco, continuamos la discusión del fin de semana. Pero, cuando nuestras musas no están, acabamos hablando de mujeres. Mejor dicho, de una mujer.

Todos estamos enamorados de ella.

Buscamos formas de asediar su castillo. Es altiva e inexpugnable. Acaba sus clases y se va, con su paso de bailarina, dejando atrás una tropa de estudiantes con la mente ebria de lirismo y el corazón devastado. Hemos ido en grupo a verla a su despacho, en el Departamento de Literatura Medieval. Le hemos hecho consultas, presentado trabajos… Sabemos que es una autoridad y nos sentimos privilegiados. Ella nunca sonríe, pero siempre nos escucha con atención. Y mientras habla nos mira, a uno tras otro, subyugándonos con esos ojos. Todos caemos rendidos. Todos.

Hemos comenzado a escribir un poema. Es un experimento absurdo, pero está funcionando. Comenzamos en el bar, garabateando en una servilleta de papel, y así hemos seguido. Ya hemos llenado doce. Cada cual escribe unos versos. Uno continúa los del otro. Entre todos, queremos componer nuestro gran romance. Una elegía amorosa, dedicada a la Dama que nos roba el aliento. Nos sentimos como trovadores.


Un día, se lo conté a Gelo. Estaba eufórico. “Tengo un plan”. Cuando se lo expliqué, me dijo que estaba chiflado. Pero yo iba dispuesto a todo.

Al final de la clase, bajé las gradas atropelladamente y me acerqué al estrado. Algunos días, ella se quedaba a responder consultas. Esperé, pacientemente, a que el corro de chicas acabara. Las chicas… Ahora, ni me fijo en ellas. Ahí estaban Beatriz y sus amigas. Creo que todas la imitan. Pero ninguna tiene esa clase… Ni siquiera Helena. Es la única profesora que luce tacones altos. Y ese día llevaba una falda corta, por encima de las rodillas. Tiene las piernas largas y angulosas, como su cara… como su cuerpo. ¡Divinas piernas! Gelo bromeó un día. “Debajo de la ropa, no hay nada”. Casi me ofendió. ¡Qué me importa eso! Dijo que no había donde agarrar… Y a poco le propiné un puñetazo. Aunque así fuera. Hasta el aire que desplaza es bello.

Hablé con ella y me saqué el prospecto del bolsillo. Lo alisé sobre la mesa, nervioso, y la miré a los ojos.

Y, por primera vez, ella sonrió.

¡Dios, y qué sonrisa!

Sí, estaba al corriente. Había oído anunciar el concierto, tenía el programa ―lo sacó de su bolso. Por supuesto, asistiría. Era una ocasión única. Pocas veces un grupo de música medieval tan afamado visitaba nuestra ciudad. Darían su recital en el Palacio de la Música… ¡el marco perfecto! Y las entradas estaban prácticamente agotadas. Yo tenía dos.

Ella, por supuesto, ya tenía la suya. Posiblemente no iría sola. Y entonces me quedé en silencio. Creo que ella leyó el mensaje agonizante en mi rostro.

―Si quieres, puedes venir con nosotros. Iremos dos o tres del Departamento. Trae a tu amigo.
Me volvió a sonreír y yo le devolví la sonrisa desde las esferas celestes.
―Sí… Es… estupendo. Muchas gracias.
―Quedamos en la entrada a menos cuarto ―dijo ella, recogiendo su portafolios―. A la salida, podemos tomar algo y comentarlo.

Se fue, con su leve paso de danzarina rusa. Me dejó en llamas.

Fui con Gelo. Él se reía. También está enamorado, eso dice, pero no como yo. No como yo. Me esmeré en mi atuendo. No soy un galán, pero sé que puedo llamar la atención. Soy alto, tengo buen cuerpo. Peiné una y otra vez mi cabello ralo y negro. Me perfilé cuidadosamente la barbita, fina, y atusé la perilla. Limpié el cristal de las gafas. Pequeñas y redondas, de intelectual, como dice Paco. Esa noche, me puse mi traje. El negro. Creo que sólo lo había usado una vez, en la boda de mi hermana.

Apenas recuerdo nada… Fueron el profesor de Crítica Literaria, ¡con Beatriz! y dos más del departamento. Gelo estaba tan nervioso como yo, incómodo en su americana a rayas. Recuerdo en una nebulosa el brillo del palacio modernista, las butacas de terciopelo, la platea a oscuras… La luz crepuscular sobre el escenario y los artistas, ataviados con túnicas medievales. La música era hermosa, las voces herían el alma. Recuerdo el trinar de las liras, como cascada luminosa. Los melódicos lamentos, desgranando versos en dulce provenzal. No sé cómo, me senté a su lado. La música era hermosa… Pero yo estaba embriagado de ella.

La vi emocionarse. Una lágrima vacilante, gruesa y transparente, atrapada en sus pestañas. Alargué la mano sobre el brazo de la butaca. La posé sobre la suya, delgada, huesuda. Ella no la movió. Se giró levemente hacia mí y pude atisbar sus labios. Entonces la lágrima cayó y ella retiró la mano.

A la salida fuimos a tomar algo en una cafetería. Gelo y yo escuchábamos, cohibidos, las animadas disquisiciones de nuestros insignes maestros. Pero, en realidad, yo no escuchaba. Ni bebía. Dejé mi vaso casi intacto.

Sólo la bebía a ella.

Era tarde y las calles estaban desiertas. Nuestra Beatriz había desaparecido con el flamante profesor de Crítica. El resto, compartimos un taxi berlina para regresar. Uno tras otro, todos fueron apeándose… ¿Fue el destino, o una jugada de los dioses? Al final, quedamos ella y yo solos. Cuando bajó del taxi, yo también salí. Quería despedirla… No sabía cómo. La voz me fallaba.

―¿Quieres subir?

No podía creerlo. La miré, aturdido. Me sonreía, cálida, insinuante. Quizás sólo quería hablar. O invitarme a una última copa. O comentar aquel poema…

Temblando, vacilé ante ella. Mi hermosa Dama, mi adorada, mi luz. Alta y erguida, con el abrigo negro entallado, sus largas piernas y sus zapatos de tacón. El cabello de volutas cobrizas nimbaba la tez morena, ahora pálida, bajo el farol. Sus ojos centelleaban. Dios.

De pronto lo comprendí, ¡tan claro! Moví la cabeza, al tiempo que algo se desbordaba dentro de mí.

―No… gracias.

La vi desaparecer tras los cristales de la portería, sacudido por el temblor. Me desangraba por dentro, pero me sentí inmensamente lleno.

Permanecí largo tiempo allí, ante la fachada dormida del elegante bloque neoclásico. Plantado junto al farol, arropado por el silencio y la noche, comprendí que hay algo más ardiente, más sublime e infinitamente más inspirador que la felicidad colmada.

Y entonces, después de meses febriles volcándome en el estudio de la lírica medieval, desentrañé el secreto de los trovadores. Me sentí uno de ellos. Cantando, sin esperanza, con el alma sedienta bajo la ventana de su amada.

Esa noche, la poesía me penetró. Al día siguiente falté a la primera clase. Solo, en el Pato Loco, cogí un puñado de servilletas y comencé a escribir. Llevado por un súbito rapto, acabé mi balada.

Sin adjetivos

Érase una vez un escritor al que sus mentores habían insistido con ferocidad que jamás debía abusar de los adjetivos. Su obsesión por librarse de estas palabras fue tal, que se propuso prescindir de ellas para siempre. Tras años de esfuerzo y trabajo, logró publicar una novela de más de quinientas páginas sin emplear un adjetivo.

Para su sorpresa y deleite, la novela obtuvo la aclamación no sólo de la crítica, sino de los lectores. En la cúspide de la fama, el escritor decidió emprender una cruzada para erradicar del mundo de las letras aquellas palabras contra las que había combatido sin cuartel. Se introdujo en los círculos de escritores y comenzó a participar en debates y tertulias sobre literatura, desafiando a los autores de mayor reputación. Así, poco a poco, logró implantar una tendencia que hizo estragos. La competencia entre escritores se redujo, pues autores sin cuento decidieron renunciar a escribir, ¡les era imposible hacerlo sin echar mano de los adjetivos! A medida que se diezmaba la competencia, el escritor veía acrecentarse su fama y su autoridad. Los libros publicados eran cada vez menos, los escritores que lograban aproximarse al estilo “sin adjetivos” gozaban del favor del público y de los críticos y se convirtieron en una élite. La prensa redujo el volumen de sus publicaciones, al transmitir noticias y opiniones evitando la adjetivación hasta extremos que nadie había imaginado.

Entonces el escritor decidió dar un paso más y se propuso eliminar la adjetivación también del lenguaje oral. Esta tarea resultó un fracaso, pues no se pudo evitar que las gentes continuaran empleando aquellas palabras que, con frecuencia, constituían la médula de la conversación. Pero sí logró que hablar sin adjetivos comenzara a imponerse como una moda entre las clases de mayor influencia, hasta el punto de convertirse en señal de distinción, intelectualidad y educación.

Convertido en una celebridad, el escritor fue entrevistado en televisión. La presentadora, esforzándose por evitar aquellas palabras que sabía mortificaban a su invitado, le preguntó cómo se sentía tras haber logrado cambiar el lenguaje del mundo, desnudándolo de adjetivos e imponiendo una forma de escribir sin precedentes.

Se produjo un silencio. Todos en el plató esperaban una respuesta que revelara el ingenio del escritor o su mordacidad. O algo así como “He alcanzado la meta de mi vida”… Pero el hombre se arrellanó en el sillón de brazos, suspiró y sonrió con suficiencia, paseando la mirada a su alrededor. Por fin respondió.

―Ah… Es, sencillamente… ¡maravilloso!

A la sombra de los dioses

Mamá Toya

Los veía cada día. Al amanecer, cuando las calles polvorientas despertaban, los pequeños salían de sus guaridas. Pasaban la noche escondidos, bajo cartones, planchas oxidadas o al abrigo de las cañerías secas. Durante las horas de sol pululaban entre la muchedumbre variopinta de vendedores ambulantes, bicicletas, mujeres cargadas de bultos y hombres más o menos ociosos. Unos mendigaban, otros se afanaban ofreciendo pequeños servicios, algunos se convertían en momentáneos porteadores de cualquier mercancía. La mayoría, robaban.

Mamá Toya los contemplaba, con las entrañas encogidas, las manos en jarras alrededor de su cintura dilatada. “Ah, cuántos niños… Cuántos. ¡Y en esta casa no queda ninguno!”

Echó un vistazo a su hogar. De las tres hornadas de hijos que había dado al mundo, los últimos ya se habían emancipado. Con quince años, el muchacho trabajaba en los cafetales, para los franceses. La chica, de catorce, se había casado. Hacía unos años que su vientre ubérrimo había caído en la ruina. Tras semanas de dolorosos sangrados, el médico del dispensario la envió a la capital a operarse. Fue el viaje más largo, y el más penoso, que recordaría en su vida. Fue sola. El tiempo se ocupó de diluir en su memoria las horas de recorrido traqueteante, en un autobús descalabrado; la espera angustiosa, los dolores atroces, el olor a formol y a muerte en las salas del desportillado hospital, las hileras de termitas que escalaban las paredes, cayendo sobre las camas –cientos de camas—todas grises, todas iguales, alineadas en aquella sala ventilada por tres aspas, que el calor y la humedad se resistían a abandonar. Sólo recordaba el veredicto final, que se le clavó en la mente: “Ya no podrá tener más hijos”. Apenas recordaba la cara del médico. Llevaba bata blanca. “Está usted vacía”. Eso sí lo recordó.

¡Tan vacía! Los hijos habían sido una gran carga, que se había llevado por delante su juventud, su belleza y sus fuerzas, pero también habían sido su gozo, y casi su motivo para vivir. Eran, también, lo único que podía mitigar la otra presencia… la de él.

Él bebía. Como tantos otros. Trabajaba poco, y mal pagado. ¡Eso era mal de muchos! La pegaba. Como les sucedía a tantas. Pero, con el paso de los años, Mamá Toya había aprendido a endurecerse y a pertrecharse tras un batallón de niños y adolescentes bulliciosos. “Me han salido callos en el alma”, se decía, en las escasas ocasiones en que se miraba a un pedazo de espejo, sorprendiéndose de toparse con el rostro de una mujer cada vez más desconocida. Más vieja, más gorda. “Yo no era así”. Algún día, muy lejano, estuvo enamorada… “Pero ahora soy más fuerte, y más sabia”. Y se sentía orgullosa. “Quince hijos he entregado al mundo. Todos vivos. ¡Ni uno solo he perdido!” Y se ufanaba ante sus comadres, palpándose su vientre enorme, ahora vacío y estéril, cargado de grasa y recuerdos.

Y, sin embargo, la soledad le pesaba, más aún que los golpes. Y los niños, aquellos niños de la calle, ¡Dios santo, no había uno solo que no fuera hermoso!, pese a sus costras, sus piojos, sus chorretones. Los niños la llamaban, con sonrisas de granuja zalamero y ojazos melosos.

Un día, se decidió. Sacó la marmita a la puerta de la casa, humeante y a rebosar de puré de mandioca, y llamó a dos que estaban cerca.

―Eh, vosotros dos, ¡venid!

Los diablillos se acercaron, con la desconfianza pintada en el rostro. Mamá Toya, con su delantal apretado bajo el seno inmenso, su gruesa barriga y sus brazos elefantinos esgrimiendo cazuela y cucharón, los intimidaba.

Les ofreció de comer. Al poco, eran ya media docena, y luego se les sumaron tres más. En minutos, vaciaron y rebañaron, hasta el fondo, la cacerola. Mamá Toya los contemplaba con ojos húmedos. Por primera vez, en muchos días, sentía el corazón cálido y el sosiego en el vientre.

Cuando su marido lo supo, se enfureció. La pegó más. Pero a ella no le importó. Al día siguiente, fueron doce los niños que se acercaron. Y al otro, más de veinte. Tuvo que hacer dos ollas. Y después, le pidió prestada otra a su vecina. Las comadres de la calle echaron el grito en el cielo. “¡Se ha vuelto loca!”. “¡Está dando de comer a esos ladronzuelos, como si fueran chuchos!”

Los niños iban ganando territorio. Al cabo de una semana, algunos se quedaron a dormir en la casa. Ella barrió el suelo e hizo espacio para prepararles unos jergones. Cuando su marido regresó, el vocerío se escuchó en medio arrabal y los chiquillos salieron corriendo, despavoridos, para regresar a sus planchas, a sus cartones y a sus albañales. Pero Mamá Toya no se amedrentó. Pasado un mes, los niños tampoco temían las palizas y los gritos del furibundo esposo. Por fin, tras una borrachera monumental y una filípica desaforada, él descargó sus puños, por última vez, y se fue.

Nunca volvió a su casa. Y Mamá Toya respiró.

Papá Marcel

La iglesia no era mucho mayor ni más sólida que cualquiera de aquellas chabolas de adobe y planchas de zinc. Pero las cuatro paredes encaladas, con sus hornacinas para la Virgen y el Sagrado Corazón, vibraban con el fervor de los cantos y las danzas a ritmo de palmas, cada domingo.

El Padre Marcel pensaba. Era joven, recién llegado de la capital, y ardía en deseos de hacer algo nuevo. Le habían dicho que la ciudad estaba protegida por los dioses. En realidad, había nacido a la vera del ferrocarril, construido por los alemanes un siglo atrás. Embutida entre los cráteres de dos volcanes dormidos –los dioses―, se desparramaba por la llanura a ambos lados de la carretera, un batiburrillo de cabañas rodeando media docena de añejos edificios coloniales. Era una ciudad provinciana. Las gentes se conocían. Almacenes modernos, un hospital, colegios, talleres de coches, copisterías callejeras y hasta un McDonalds convivían con los puestecillos de frutas ambulantes, las aglomeraciones de desperdicios y la más flagrante miseria, genuinamente africana. El Padre Marcel pensaba mucho y observaba, caminando por las calles del arrabal. Deseaba alimentar a sus feligreses con algo más que esperanza. A él también le habían embrujado los ojos. La mirada tierna y oscura de los hijos de la calle.

Mamá Toya pidió auxilio a sus vecinas. Su huerto estaba esquilmado, su casa reventaba de niños y sus cacerolas ya no daban abasto para dar de comer a tantos. Lo que había comenzado como un gesto benévolo amenazaba convertirse en una pesadilla. “Son tantos, tienen tanta hambre… ¡Ángeles de Dios!”. Las comadres la reprendían. “Mujer, nunca podrás alimentarlos a todos”. “Crecen y se multiplican como las ratas, ¡un día te echarán de casa!”

Unos la llamaban loca. Otros comenzaron a llamarla santa. Alguien le dijo: “Ve a ver al Padre Marcel”.

Una mañana, al acabar sus oraciones, el Padre Marcel se encontró con aquella mujer enorme, vestida de verde y rebosante de maternidad, seguida de una ristra de gamines andrajosos que rebullían a sus espaldas.

―Padre, vengo a hablar con usted.

Él ya la conocía. No faltaba a las misas dominicales y su vozarrón rico y potente destacaba tanto como su ingente humanidad de diosa nativa.

―Pasa, hermana. ¿En qué puedo ayudarte?
Ella miró hacia atrás.
―Son los niños, padre. Tenemos que hacer algo.

Hicieron mucho más que algo. El apremio de Mamá Toya era la única chispita que faltaba para poner en marcha el imparable motor que albergaba el Padre Marcel. Un motor revolucionado que llevó a la persistente matrona a acompañarlo arriba y abajo, de un despacho a otro por toda la ciudad. Se sumieron en una vorágine de papeleos, colas ante burócratas impasibles, gestiones interminables y noches insomnes redactando documentos con la vieja máquina de escribir que les prestó un maestro del barrio. Mamá Toya no salía de su asombro, y no entendía muy bien el porqué de todo aquel embrollo.

―¿Para qué necesitamos todo eso, Padre? ¡Si sólo queremos cuidar a los niños!
El Padre Marcel sonreía, paciente, y le explicaba, paso a paso, el intrincado proceso de crear lo que él llamaba una “asociación benéfica”.
―Hermana, hemos de hacer las cosas bien. Todo esto es necesario.

Mamá Toya sólo lo comprendió cuando, un buen día, el gobierno decidió cederles un edifico entero para que instalaran allí su hogar de niños “desfavorecidos”, tal como figuraba en el documento oficial.

El edificio era una antigua villa colonial abandonada. Amenazaba ruina y tuvieron que reclutar un escuadrón de voluntarios, armados con escobones, palas y fumigadoras, para desalojar las miríadas de hormigas, termites y escolopendras, amén de culebras, monos y otros especímenes que se habían adueñado del lugar. También hubo que tapar goteras, poner puertas, instalar cañerías, construir letrinas… Fueron meses de trabajo febril hasta que, por fin, el Hogar pudo inaugurarse y los primeros veinticinco niños, los retoños de Mamá Toya, se instalaron allí. Con ellos fueron la feliz matrona, que se convirtió en cocinera, un maestro y dos jovencitos estudiantes, que el Padre Marcel reclutó entre su cuantiosa parentela.

El Padre tuvo que comenzar a pedir ayuda. Faltaba dinero para todo y los niños llegaban a puñados, empujados por las oleadas de hambre. En los meses de la estación lluviosa siempre venían más. Llegaron a pasar de cien. Mamá Toya hacía prodigios culinarios, sacando de las piedras panes y multiplicando las lentejas en sus gastadas perolas. Gaston, el maestro, impuso a los niños una disciplina marcial. Quería llevar un registro ordenado e insistía en conocer el origen de los pequeños, pues muchos tenían familia y no podían acogerlos a todos. Pero la tarea resultaba ímproba, pues las familias se desentendían de los chiquillos sobrantes y ellos mismos eran los primeros en ocultar su origen. Nada les haría cambiar la seguridad de las paredes húmedas de la vieja mansión, los amorosos guisotes de Mamá Toya y sus achuchones, por un hogar desvencijado, azotado por la bebida y las tundas.

Impelido por la necesidad, el Padre Marcel acudió a los misioneros blancos. Ellos se sorprendieron. Era poco habitual que un sacerdote negro se ocupara de obras sociales y, mucho menos, que fundara una oenegé. Pero se brindaron a ayudarle. Le pagaron el pasaje en avión y así fue como comenzó a viajar por Europa, recorriendo parroquias y visitando a familias pudientes, pidiendo ayuda para su obra de caridad. Los niños del Padre Marcel conmovían corazones y bolsillos y el dinero de padrinos y benefactores comenzó a llegar. Mamá Toya y Gaston respiraron. La amenaza del hambre quedó atrás. Pintaron las paredes, compraron camas, ¡construyeron duchas! y contrataron a una educadora, Cécile, para atender a las niñas. Comenzaron a vivir tiempos de mayor bonanza. El dinero blanco era lluvia benévola. Con él, también, llegaron los cooperantes.

La hermana blanca

Un día, el Padre Marcel llegó de París acompañado de una muchacha alta y espigada, de piel descolorida y cabello pajizo, muy corto, vestida en shorts y calzada con un par de botas militares. Lo primero que pensó Mamá Toya al verla fue, “Qué lástima de pelo, tan bonito y tan mal cortado”. Y lo segundo: “Qué botas tan grandes para unas piernas tan flacas”.

Se llamaba Leonor, pero la llamaban Nora. Venía a pasar un mes y luego decidió quedarse. Era enfermera y maestra, y había llegado cargada de ilusiones, ávida de naturaleza salvaje, de sonrisas y de niñez. Se quedó y, en pocos meses, el Padre Marcel la hizo directora del Hogar.

Nora trajo la revolución. Los niños la adoraban, como adoraban a todos los blancos que los visitaban, y ella se hizo querer. Puso orden en aquel hogar cálido pero desmadrado. Mamá Toya refunfuñó cuando vio los primeros guantes de látex y el dispendio desmesurado, a su juicio, en productos de limpieza. “Eso es de médicos… ¡de hospitales!” Con sonrisa condescendiente, Nora intentó inculcarle las primeras nociones de higiene a la occidental. Le habló de la importancia del lavado, de hervir el agua, de usar lejía y desinfectantes… “¿Para qué queremos todo eso?”, pensaba ella, removiendo enérgicamente sus pucheros. “Siempre hemos fregado con agua y arena, y nunca hemos caído enfermos”.

Se peleó con Gaston, queriendo convencerlo de la bondad de suavizar su drástica disciplina de boy scout. Se peleó con él, una y otra vez, hasta que acabaron siendo amigos y, una noche de lluvia torrencial, ella lo arrastró hasta su mosquitera.

También introdujo las nuevas tecnologías. Instaló un ordenador en su dormitorio, organizó el caótico despacho de Gaston y acometió, con éxito, la proeza de llevar el archivo al día. Visitó las escuelas y el hospital, hizo planes de estudio para cada niño y los puso al día con sus vacunas. El Padre Marcel, encantado, bendecía al cielo una y otra vez y no cesaba de aleccionar a sus colaboradores. “Escuchadla, ella sabe cómo hacer las cosas profesionalmente”.

Nora había caído víctima del hechizo africano. Cada año, marchaba durante un mes a Europa, con una agenda de vértigo. Rezumando pasión, se lanzaba a visitar colegios, clubes selectos, parientes y conocidos. Les hablaba de los niños de piel chocolate, de su miseria y de su alegría desbordante, y les pedía ayuda para su oenegé. Y regresaba, cargada de palos de fregar, cheques y regalos, presa de un violento síndrome de abstinencia que la precipitaba en brazos de los niños –sus niños– en la húmeda calidez del que ahora era su hogar.

Nora hizo exactamente lo que le habían dicho que no debía hacer. Se dejó embriagar por el país de alma negra y piel verde, que invade con el instinto voraz de la selva hasta el menor resquicio de civilización. Ya no era la cooperante, ni siquiera la directora del Hogar. Se convirtió en la mamá de los niños, en la hija de Mamá Toya, en la hermana del Padre Marcel y en la amante de Gaston. Se dejó crecer el cabello y se hizo trenzas africanas. Aparcó las botas militares y enterró los shorts en un cajón, para vestir faldas coloreadas y chancletas de goma. Olvidó echarle pastillas de cloro al agua, un día la mosquitera se rompió, y no se molestó en coserla. Las píldoras antipaludismo caducaron en su neceser.

Y entonces comenzaron los problemas.

Todo empezó con los cooperantes. Nora pisaba fuerte. Imponía sus ideas, sus normas, su voluntad. Mamá Toya ya se había plegado a sus exigencias, Gaston estaba rendido a sus pies y el mismo Padre Marcel no hacía nada sin consultarle. Pero los cooperantes, cada vez más formados y con criterios propios, no estaban dispuestos a dejarse avasallar. Y el buen sacerdote comenzó a ver, con desolación, como aquellos jóvenes serios y voluntariosos, que él y sus amigos misioneros se esforzaban en reclutar, chocaban con su Nora, una y otra vez. Más de uno abandonó, indignado, el Hogar. Otros, familiares de padrinos y donantes, amenazaron con cortar sus ayudas. La situación se tornaba insostenible… ¿qué hacer?

A continuación, estalló el conflicto con Cécile. A la llegada de Nora, ambas fueron uña y carne. Pero con los años llegaron a ser acérrimas enemigas y Mamá Toya no tardó en adivinar que, en el fondo de sus continuas fricciones, latía una feroz competencia por el lecho de Gaston.

Los niños se convirtieron en armas involuntarias de la contienda que se desató entre ambas mujeres. Mamá Toya, escamada e indignada, comenzó a tomar partido por Cécile –que, finalmente, era de las suyas ― y, por primera vez, Nora se sintió traicionada. El Padre Marcel se debatía, enredado sin quererlo en la madeja inextricable de las rivalidades entre mujeres celosas, y ora defendía a la una, ora daba la razón a la otra, incapaz, con toda su experiencia como sacerdote y ser humano, de descifrar la oscura psicología femenina.

Nora se irritó. Comenzó a sentirse sola, a deprimirse y a perder los estribos. Gritaba a los niños, se encerraba largas horas a trabajar, tecleando furiosamente su ordenador, jugaba con Gaston, provocándolo para luego rechazarlo. De pronto, sintió que todos conspiraban contra ella y la amargura la invadió. Ella, que tanto había dado… Ella, que tanto había trabajado, que tantas cosas había conseguido por los niños –sus niños―; ella, que lo había dejado todo por África, por el Hogar, por los pobres… ¿Así se lo agradecían? Se sintió agraviada e injustamente rechazada. “Ah, ingratos… ¡Nadie ha hecho tanto por vosotros!”

Para acabarlo de rematar, ocurrió el accidente.

Fue un día en que se llevaron a los niños de excursión al monte. De regreso, comenzó a llover. Gaston dijo que podían continuar caminando. Nora se opuso. En cuanto llegaron a la carretera, insistió en que esperaran al autobús, que debía pasar de un momento a otro. “¿Cómo puedes permitir que los niños se empapen de esa manera?” Discutieron. “A los niños no les hace daño la lluvia”. El autobús llegó, y Nora logró embutir a bordo a no menos de treinta críos, los más pequeños. Subió con ellos y marchó, comprimida entre los nativos que se apretujaban en la guagua desvencijada. Gaston se quedó con los mayores, en compañía de Cécile, y continuó a pie.

Llegaron al Hogar mucho antes que Nora. La lluvia y el barro provocaron un deslizamiento de tierras y el autobús volcó. Hubo cinco muertos. Entre ellos, un niño.

La muerte del pequeño Bruno sumió a Nora en la desesperación. Los reproches y las culpas volaron entre ella y Gaston. Pero el hecho era innegable. Todo el mundo en Camerún sabía que, en días lluviosos, los transportes por carretera eran un riesgo. Fue entonces, durante aquellos días de duelo y confusión, cuando el Padre Marcel insinuó suavemente a Nora que necesitaba tomarse un descanso y, tal vez, marchar unos meses a su país.

Nora se fue. Regresó a su París natal con el alma rasguñada, ardiendo en resentimiento y culpa. Llegó enferma, palúdica, con la muerte en los ojos y una persistente infección vaginal que la torturó durante meses. Nunca volvió a ver a sus niños.

Muchos años más tarde, en la calma de la distancia, Nora pudo mirar hacia atrás con suficiente lucidez como para comprender que ella había ido a África, no para dar, sino para tomar. Y quien arrebata una presa a una madre salvaje siempre acaba pagando un precio muy alto.

El milagro de la calle Moungo

La partida de Nora dejó un agujero negro en el Hogar. Los niños pequeños lloraban, llamando a su Mami blanca. El caos y la suciedad se enseñoreaban de las habitaciones, los niños faltaban a escuela, Gaston y Cécile discutían y no lograban organizarse. Los donativos comenzaron a escasear, no llegaba el dinero de los padrinos y tuvieron que racionar la comida. Sólo Mamá Toya, ya envejecida, con su pelo rizado y canoso, continuaba cocinando con el mismo entusiasmo, y si cabe aún más, supliendo el cataclismo reinante con su creatividad forjada en la miseria, con sus besos de abuela y su imperturbable humor.

El Padre Marcel, abrumado, lloraba en silencio, arrodillado ante la imagen de la Virgen. “Santa Madre, socórrenos.” Veía su gran obra, su hogar, su familia de niños hijos de Dios a punto de derrumbarse. Tantos esfuerzos, tantos años dejándose la piel y el alma… ¿Habría sido todo inútil? No se percató del chirriar de la puerta, ni de los pasos tímidos, hasta que una voz a su espalda lo sobresaltó.

―Papá Marcel.

Se volvió, y el corazón le dio un vuelco. Allí estaban, serios y erguidos, los niños mayores del Hogar. Los que ya no eran niños, y un día u otro tendrían que marchar, para aprender un oficio o, quizás, seguir estudiando. Delphine, Toinette, Mathieu y Jean Luc. Fue Delphine, la mayor, la que tomó la palabra.

―Papá Marcel, nosotros podemos ayudarte.

Y poco a poco, a medida que las jovencitas hablaban y los muchachos asentían, la luz se fue haciendo en el nublado corazón del Padre y, de pronto, comprendió que el milagro que tanto había pedido al cielo ya se había producido.

―Nosotros podemos hacerlo. Podemos cuidar de los pequeños. Hemos aprendido con Gaston y con Cécile…
―Nora nos enseñó a usar el ordenador. Nos ocuparemos de la secretaría, y de las cartas, y de los padrinos.
―Haremos turnos y nos repartiremos el trabajo. ¡No necesitamos a nadie más!

El Padre Marcel los abrazó, uno por uno, y los bendijo, antes de despedirlos y volver a llorar, esta vez de gratitud. Y ellos regresaron, alborozados y con la cabeza bullendo de planes, junto a los fogones de Mamá Toya.

―Tenías razón, Ma’ Toya, ¡se ha alegrado mucho!
―¡Entre todos podremos hacerlo!
Ella los escuchó mientras removía el arroz, sonriente y orgullosa.
―Ah, mis niños ―les dijo, levantando un cucharón en alto―, se acabó el vivir del dinero blanco.

El dinero blanco volvió a llegar, con el tiempo. Pero ya no lo necesitaban. Gaston y las chicas mayores organizaron el Hogar, sin ayuda de nadie más. Con la precisión de un campamento scout, los niños volvieron a sus hábitos, a su escuela, y también a sus juegos y a sus danzas tribales. Toinette estudió Magisterio y ensayó con ellos los más modernos métodos pedagógicos. Jean Luc montó un improvisado taller de reparación de bicicletas y trastos que hizo las delicias de los chiquillos más mañosos y que, con el tiempo, se convertiría en un taller de electrodomésticos. Y Mamá Toya y sus muchachos abrieron una casa de comidas en la esquina del Hogar con la calle Moungo. Al principio, sólo acudían unos pocos vecinos, recelosos, y los mendigos y los borrachos que se arrastraban por la calle. Pero no hay mejor altavoz que un olor delicioso y un paladar satisfecho, y los guisos y fritangas de Mamá Toya comenzaron a hacerse célebres. Más tarde, instalaron mesas y bancos, montaron cobertizos, ampliaron el patio y, finalmente, construyeron un restaurante. La cocina de Mamá Toya dio de comer a muchos y sostuvo el Hogar durante años.

Y cuando era ya vieja, reumática, casi impedida, y Delphine se ocupaba del próspero negocio, casada con Mathieu, y el Padre Marcel ya había fundado cinco orfanatos más y viajaba por todo el mundo dando conferencias y recogiendo donativos a espuertas, Mamá Toya, la que había entregado al mundo quince hijos y la que alimentó y dio amor a otros doscientos, ¡sin perder ni uno!, aún continuaba removiendo pucheros, encaramada a un taburete, sazonando los estofados con sal, pimienta y su incomparable mixtura de especias, para darles el toque secreto que ella decía, riendo con su boca desdentada, que no consistía en otra cosa que en guisar la comida con amor.

domingo, 19 de octubre de 2008

La recogepelotas

¿Saben ustedes lo que es eso? Pues bien, eso soy yo. Me he pasado la vida recogiendo pelotas… aunque debo reconocer que no me ha ido tan mal. Y si no, juzguen por si mismos.

Las primeras pelotas que recogí fueron las de mi papá, que, después de dejar embarazada a mi mamá, desapareció literalmente del mapa, sin que jamás se supiera de él. Con lo que mis primeros años de vida fueron la triste infancia de una “hija de madre soltera” que nunca conoció a su padre.

Como mi mamá no llevaba bien la soltería, no tardó en emparejarse con otro señor, el papá de Kevin, mi hermano menor. Y digo “el papá de Kevin”, porque nunca llegó a ser mi papá, ni se preocupó por serlo. Mamá, llevada de su amor por él, volcó todo su cariño en el nuevo bebé, supongo que por ser hijo del hombre que entonces amaba, mientras que yo debía recordarle demasiado a aquel capullo que la abandonó… El caso es que mi hermanito se convirtió en el rey absoluto del hogar, acaparando mimos, halagos y caricias, mientras que yo sobrevivía con las migajas de afecto que caían de su opulenta mesa.

Ignoro si el cariño engorda, pero el caso es que, mientras yo era una niña flacucha y desmedrada, Kevin crecía a ojos vista, y no sólo en altura, sino en anchura. De manera que, a los ocho años, su papá decidió que el niño tenía que hacer deporte, y lo apuntó a fútbol en el colegio.

Como no quería que su retoño hiciera el ridículo, cada tarde lo sacaba a la plaza junto a nuestro bloque, para entrenar. A instancias de mamá, también yo iba con ellos.

El entrenamiento consistía en lo siguiente: el papá dirigía, lanzando la pelota e iniciando la jugada; Kevin tenía que pararla y chutar de nuevo, y yo… recogía las pelotas que se salían de campo o iban a parar demasiado lejos. Como Kevin no era muy ducho en esto de darle al balón, ya podéis imaginar que eran muchas. Así, me pasaba las tardes corriendo de un lado a otro, como un cometa, intentando que la bola no llegara a la calle. Me convertí en una experta parando pelotas, y si bien Kevin no logró adelgazar, en mi caso, creo que mi corazón se convirtió en una bomba incansable, y mis piernas flaquitas adquirieron unos graciosos musculitos que se marcaban al correr.

Kevin comenzó a jugar en un equipo del colegio. Para no volver sola a casa, me quedaba a sus entrenamientos. Tampoco faltaba a los partidos que jugaban cada semana, y en los que me convertí en la recogepelotas oficial. La verdad, ya no me importaba, incluso me divertía. Mis pies se habían hecho amigos del balón. Tanto que, un día, el entrenador se fijó en mí y habló con mis padres. “Esta niña tiene madera… ¡Tenéis que apuntarla al equipo de chicas inmediatamente!” El papá de Kevin torció el morro y a mamá no le hacía mucha gracia, pero el entrenador insistió e incluso logró que el colegio me becara para asistir a los entrenamientos. Por supuesto, yo puse todo mi entusiasmo y empeño para convencerlos.

Así, mientras Kevin seguía creciendo y engordando, y comportándose como un auténtico sátrapa en casa, yo me convertí en la estrella local del fútbol femenino juvenil.

Ah, mi racha no podía durar. Cuando acabé el bachillerato, me hacía mucha ilusión entrar en la universidad. Pero el presupuesto en casa sólo daba para una carrera y, claro está, mamá y el papá de Kevin reservaban esa partida para el futuro profesional de mi hermano… Que no era una lumbrera para los estudios, la verdad sea dicha. Iba trampeando sin pena ni gloria pasando de curso por pura clemencia de los profesores. Pero mamá y su papi estaban convencidos de que el chico era muy inteligente, oh, sí. Tan sólo faltaba que le pusiera un poco de ganas y acabaría estudiando lo que quisiera: ingeniería, arquitectura, medicina…

En fin, que no me quedó más remedio que apuntarme a unos cursos ocupacionales subvencionados, y por no tener mucho donde elegir, estudié un grado medio de administrativa.
Apenas acabé, tuve la oportunidad de incorporarme a un empleo inmediatamente, en una importante empresa en expansión. Yo quería estudiar más, pero había que contribuir a la economía familiar, así que olvidé mis sueños estudiantiles y me puse a trabajar.

En la empresa aprendí mucho. Como era la novata, sin experiencia alguna en lides laborales, y llegué muy dispuesta a obedecer para no perder el trabajo, pronto tuve oportunidad de regresar a mi viejo oficio. Acabé siendo la chica-para-todo que se ocupaba de los trabajos más machacas e ingratos, esos que nadie quería hacer. Y sí, también recogí las broncas y las iras del jefe, un hombre autoritario que, de puertas afuera, era un lince para los negocios, pero puertas adentro, en su cubil, se convertía en un tiranosaurus rex de cuyas iras todos intentaban zafarse. Todos menos yo, la recogepelotas.

De tal manera que, un día, cuando la secretaria de dirección se largó para ir a trabajar con la competencia, el jefe me eligió a mí –sí, a mí- para reemplazarla. Como había hecho prácticamente de todo, conocía todos los departamentos de la empresa y estaba sobradamente capacitada para mi nuevo trabajo. Para lo que no estaba preparada era para recoger otro tipo de pelotazos. Las envidias, las pullas y las zancadillas que recibí por parte de mis compañeras, especialmente de “ellas”, llovieron sobre mí durante los siguientes meses. Pero, como persona curtida en el arte de parar balones, supe aguantar el chaparrón y el jefe no tardó en confiarme cada vez mayores responsabilidades.

Por aquel entonces, yo ya vivía en mi apartamento, sola y feliz, pagándome todos mis gastos y disfrutando de mi libertad. Aunque esa felicidad no duró mucho. Después de aguantarlos tantos años, mamá se separó del papá de Kevin y de su obeso retoño y tuve que acogerla en mi casa, hacer de paño de lágrimas y ayudarla a buscar empleo.

Nuestro tiránico jefe se jubiló y su hijo pasó a ocupar su lugar. Yo temí ser desplazada de mi puesto… pero no fue así. El nuevo jefe intentó acoplarse a la empresa y puso toda su voluntad en conocer a su equipo y continuar la línea emprendedora de su antecesor.

Este cambio supuso una revolución, especialmente entre el personal femenino de la empresa. Porque el jefe no sólo era encantador. ¡Era guapísimo! Sólo tenía una pega… ¡estaba casado! Y felizmente casado, con una esposa ideal y unos hijos de anuncio de revista. Aunque amable, era inaccesible, y jamás se supo que cometiera un desliz con una sola de sus empleadas.

Desde ese día, yo viví y me desviví por la empresa –y, para qué negarlo, por él. No tenía vida privada. Me llevaba trabajo a casa, apenas aprovechaba mis vacaciones, no me importaba hacer horas extra… Todo, por recoger las pelotas de la empresa cuando se salían de órbita, o para centrar las que iban bien enfocadas y dejar que el jefe marcara unos goles impresionantes. Porque los marcó, sí. La empresa subía como la espuma y yo aguanté a pie firme los ataques furibundos de quienes intentaban echar por tierra los méritos de la incansable secretaria de dirección.

Pasaron los años, y mamá se volvió a casar. Me dejó de nuevo en casa, sola y feliz, aunque debo decir que apenas paraba allí, más que para tomarme una tila, escuchar sus confidencias ante la tele y echarme en la cama, muerta de cansancio. Mami siempre me reprochaba que, con el dinero que ganaba y lo guapa y delgada que me mantenía, aún no me hubiera casado. No podía entenderlo, y se empeñó en buscarme partido. Esta vez, le eché todas las pelotas fuera de campo. ¡Qué poco imaginaba ella la verdad!

Y pasaron unos añitos más. Mi jefe ya tenía algunas canas y le habían salido patas de gallo. Mis compañeras también aflojaron en sus envidias y ataques contra mi persona. Como dice el refrán, no hay mal que cien años dure, y el tiempo, bien cierto es, todo lo cura… Aunque no todo. Yo seguía fielmente enamorada de él, trabajando con devoción noche y día para mantener la empresa a flote, durante unos años de crisis que sobrevinieron, y que obligaron a despedir a la mitad del personal. Como podéis imaginar, yo resistí sin dudar, ¡nada me haría abandonar el barco! Ni siquiera la reducción de salario, ni la necesidad de trabajar más horas… Muchos de mis colegas se fueron por su propio pie, otros me echaron en cara que aceptara aquellas rebajas. Para una recogepelotas, los vaivenes de la fortuna nunca resultan excesivamente penosos.

Una noche me encontraba en mi despacho, trabajando concienzudamente hasta muy tarde, como solía hacer demasiado a menudo, en los últimos tiempos. Estaba completamente sola y me sobresaltó un ruido que oí en la puerta de la planta. Alguien entraba. Oí los pasos vacilantes, un tropezón, la luz del vestíbulo que se encendía… Salí con cautela y vi a mi jefe, mi adorado jefe, con el traje arrugado, sin corbata y la camisa desabrochada, los bonitos bucles canosos cayendo en desorden sobre la frente… Estaba visiblemente bebido y corrí hacia él, le ofrecí mi brazo y lo conduje hasta el sofá de la sala de visitas, brindándome a prepararle un café. Pero él me pidió que me sentara a su lado. Obedecí, temblorosa, y se echó a llorar en mi regazo. Su esposa, después de tantos años de feliz matrimonio, lo había dejado para largarse con su mejor amigo.

Lloré con él, lo escuché, lo consolé como pude… Me ofrecí a conducir su coche, aceptó y lo acompañé hasta su casa. Y luego, he de confesarlo, lo acompañé hasta la cama.

Pero… hoy lo puedo decir, tras un año de penalidades y litigios, de luchas por la empresa y por defender nuestro amor. Ese fue el mejor par de pelotas que jamás he llegado a recoger.