jueves, 27 de septiembre de 2007

La rosa de cuatro picos

Desde el día en que tuvo su primer sangrado, Soledad supo que los años de la infancia habían quedado atrás.

No es que su infancia hubiera sido liviana y despreocupada. Como todas las niñas, apenas levantaban cuatro palmos, Soledad había aprendido el duro trabajo, en los campos y en el hogar. Sabía del azote del sol y del cierzo, sus pies conocían piedras y espinos, sus manos eran amigas del cayado de pastor, de la rueca y de la lana, de las duras trenzas de esparto, de las cáscaras crujientes, que a veces la hacían sangrar. Nada de eso cambiaría. Pero atrás quedaban los juegos, robando horas al tiempo; las canciones bailando en corro, saltar a la comba en la era, la rayuela y el escondite, hacer rabiar a los niños, persiguiéndose a matar…

Se miró en el espejo del armario de su abuela, aplastando el camisón contra su cuerpo. El azogue picado le devolvió la imagen blanca y alargada. El rostro pálido, el pelo trigueño y los oscuros ojos de terciopelo. Ya no era una niña. “Eres una mujer”. ¿Dónde estaba la mujer?, se preguntó, mordiéndose los labios. Se volvió de lado. Los senos apuntaban, audaces, provocadores. Y sus caderas se ensanchaban. Parecía un ánfora, de talle estrecho y bajo redondeado. Se preguntó si bastaba eso. Aún no tenía quince años. Dentro de aquel cuerpo de mujer todavía aleteaba una niña.

Y, sin embargo, nunca como aquel día se había sentido tan vieja.

Habían tenido invitados a comer. Doña Prudencia y su hijo, Don Nuño Cordero. Sus padres se habían esmerado, la comida se había revestido de solemnidad, igual que cuando venía Don Pedro, el cura, por Pascua o por Navidad. Don Nuño era un cuarentón fornido, alto y garboso, viudo y con tres hijos, y una nada desdeñable fortuna en su haber. Se había afincado en el Val de San Lorenzo y había abierto un telar. Ganaderos de toda la comarca le llevaban su lana, el negocio prosperaba y, se decía, sus mantas se vendían por toda España, incluso allende el mar. Soledad temía a Prudencia, mujer enjuta y severa, como estaca de roble, y miró con aprensión al imponente Don Nuño, su rostro moreno bien afeitado, sus calzas anchas, la rica armilla bordada, las polainas y las botas. Sentados a la mesa, mientras su madre servía el cocido, ella repartía el pan. Cuando llegó junto al huésped, sintió sus ojos escrutadores. El hombre la observó, como quien evalúa una cabeza de ganado, y ella se sintió desnuda. Bajó la mirada, modesta, reteniendo su temblor. Una moza recatada jamás debe levantar los ojos. Así la habían enseñado. Don Nuño hizo un gesto aprobador y la conversación entre él y su padre se animó. Charlas de arrieros y pastores, asuntos de hombres adultos. Pero Soledad no se engañaba. Detrás de las palabras dichas había otras ocultas, sobreentendidas. Bien sabía, de sobras, de qué trataban.

Aún le duraba el frío en la piel. Aquella noche, mientras se peinaba ante el espejo de su abuela, lloró. Silenciosa, no fueran a oírla. Cuando la abuela entró, ella ya estaba acostada, recogida como un caracol, bajo las mantas. La abuela se tendió a su lado y Soledad respiró su olor a leña quemada, a caldo y a rancio. Escuchó el murmullo de oraciones bajo el edredón. Luego, leve ronquido. Suspiró. Echaba de menos el otro lecho, la otra alcoba. La habitación de los niños y la enorme cama revuelta donde, cada noche, ella y sus hermanos peleaban por su territorio, tironeando la colcha, revolviendo las mantas. Echaba de menos los codazos, las uñas y dientes, las risas; las patadas de pie menudo, el olor a orina y a sudor de niño. Sobre todo eso. El olor de niñez.

* * *

-Madre, déjame ir, te lo ruego. Déjame hacer el Camino y besar al Santo. Quiero ofrecerle mi futuro matrimonio…
La madre movió la cabeza, dubitativa.
-No, hija, no. ¿A dónde vas a ir, tú sola? Además, empieza la primavera y hay mucha faena.
-Iré con los peregrinos. Ayer pasó un grupo, pronto vendrán otros. ¡Tan sólo serán veinte días! Madre, por favor…
-A ver qué dice la abuela.

La abuela era la autoridad en aquella casa de arrieros. En el campo mandaban los hombres, en el hogar la mujer. Sin inmutarse, y sin dejar de retorcer los copos de lana, la matriarca escuchó a su hija y a su nieta.

-Déjala ir –dijo, y su hija enarcó las cejas.
-¿Sí, madre?
La abuela levantó los ojos y los clavó en Soledad. Los abuelos entienden mejor a los nietos, había oído ella. Pero, aquel día, lo que vio en la mirada de la anciana fue distinto. Complicidad escondida, de mujer a mujer. ¿Acaso leía la abuela los entresijos de su corazón? ¿Podía adivinar su anhelo, su hambre de libertad? ¿Podía ver aquel nudo que la asfixiaba por dentro? ¿Podía vislumbrar su temor?
-Lo hablaré con Don Pedro –decidió la madre.

Soledad tembló. La palabra del cura era ley. Pero Don Pedro, para su sorpresa, vio con buenos ojos la petición de la muchacha. Las recibió a ambas, madre e hija, en la sacristía, de gruesas paredes encaladas, vetusta y helada como una tumba.

-Ayer estuve en Astorga. Conocí a un grupo de peregrinos que pasará por aquí, a lo sumo en dos días. Podría ir con ellos. Son gente honesta y viajará protegida. Es buena cosa, sí, que vaya a venerar al Santo. Que rece y medite en su vida, antes de convertirse en mujer casada.
La madre suspiró, resignada.
-Y tú, hija –añadió Don Pedro, tomándola de la barbilla y mirándola con atención-. Ofrece al Santo tu matrimonio y tu virtud de doncella. Reza por tus padres y por la familia de tu esposo. Y pide que haga de ti una mujer santa y piadosa.

Soledad asintió, bajando la vista hasta el suelo. Sintió los dedos fríos del cura bendiciéndola, rozando su coronilla. Besó su mano con respeto y reprimió su sonrisa. Pero dentro de su pecho volteaban las campanas.

* * *

El Camino. Días de sol, ancho horizonte. El mundo desplegado a su alrededor, los campos desnudos y pardos, moteados de encinas; las rocas albas, asomando como huesos en la vieja piel de la tierra adormecida, desperezándose bajo el sol de primavera. El cielo, tendido sobre ellos. Soledad besó a los suyos, tomó su bastón y su morral, y corrió hacia las afueras del pueblo. Sus zapatos repicaban en la calle empedrada, su manteo volaba. No miró atrás. No quería. Le apenaba dejar a los niños. Su hermano menor lloriqueaba. Su hermana la envidiaba, seguro. La madre agitó su pañuelo, la abuela murmuró sus bendiciones. Doña Prudencia también estaba allí, plantada como una estaca. No quería ver su cara ceñuda.

El Camino. Soledad se incorporó, alborozada, al grupo de peregrinos. Dejando atrás el pueblo, la sonrisa se adueñó de su rostro.

Iba la peregrina
con su esclavina,
con su cartera y su bordón;
lleva zapato blanco,
media de seda,
sombrero fino que es un primor.


Las mujeres del grupo la acogieron con cariño. Era la más joven del grupo, ellas la protegerían. En total, sumaban una veintena, todos adultos y, algunos de ellos, matrimonios. Pero Soledad se fijó especialmente en uno. En Gonzalo.

Fue saliendo de Santa Colomba de Somoza. El sol apretaba, habían llenado las calabazas de agua y reponían fuerzas, almorzando pan y cecina a la vera del camino. Soledad se sentó en un tapial de piedra y él se acercó, tendiéndole un botijo.

-Bebe, peregrinita, que peor que el hambre es la sed.

Ella aceptó, levantó el botijo y bebió. El hilo de agua le salpicó el rostro, antes de alcanzar la boca, y ambos rieron. Cuando le devolvió el botijo, él estaba sentado a su lado.

Sus miradas se enzarzaron como la hiedra en el roble. Ella aún tenía los labios mojados. Una ráfaga de viento le agitó un mechón rubio, escapado del pañuelo. Los rizos de Gonzalo eran negros. Negros y relucientes, como sus ojos.

Lleva rubio el cabello,
tan largo y bello,
que el alma en ello se me enredó;
En la su fina ceja,
de oro madeja,
su amor y el mío se aprisionó;

Pasaron Foncebadón y remontaron el monte Irago. Allí, junto a la vieja ermita, en la cima batida por los vientos, los peregrinos depositaron sus piedras a los pies de la Cruz de Fierro.

Soledad dejó su laja de pizarra, elevando los ojos. El poste se le antojó inmenso, irguiéndose en el azul. Arriba del todo, coronando el madero, pequeñita y negra, la cruz arañaba el cielo. “Aquí dejo mis faltas”, se dijo, para sí, y se arrodilló sobre la pirámide de piedras, depositadas siglo tras siglo por miles de peregrinos. “Una montaña de pecados, al pie de la cruz. ¿Llegará algún día al cielo?”

Descendió, con el corazón ligero. Una piedra juguetona rodó bajo sus pies y se alejó del montón. Gonzalo la esperaba, sonriente. Siempre sonreía. Ella le devolvió la sonrisa, limpia, libre.

-Dejamos atrás nuestras culpas –dijo ella. El sol danzaba bajo sus pestañas.
Gonzalo le tendió la mano.
-Dios perdona siempre –contestó, con su voz risueña. Y ella sintió que le brotaban alas.

De los ásperos montes maragatos, descendieron a los verdes valles bercianos. Pernoctaron en Ponferrada. Jamás había visto Soledad ciudad tan grande, tan bulliciosa. Había estado en Astorga, la capital de su comarca, y había contemplado, impresionada, la catedral grandiosa, las casonas nobiliarias, el Ayuntamiento. Ceñida por su muralla, Astorga era adusta y señorial. En cambio, Ponferrada era alegre como una feria, esparcida junto a las riberas del Sil. Gonzalo la llevó a ver el castillo y ella soñó, mientras admiraba las esbeltas torres, los muros desiertos, las almenas airosas que en otros tiempos habían contemplado la gloria de los señores templarios. El hablaba, desgranando leyendas, y ella correteaba como una niña, explorando las ruinas. De pronto, él la detuvo.

-¿Sabes, mi peregrina? Hoy, ahora, aquí… yo soy tu caballero, y tú eres mi dama. Mi dueña y señora.

Ella se sonrojó mientras él la tomaba de la mano, galante. La condujo hasta el muro y la reclinó contra la piedra. Soledad sintió su sombra y su aliento. La mano que quitaba el pañuelo, el pelo deslizándose. Y después sintió sus labios.

-¡No…! -se apartó-. Gonzalo, eso no está bien. Vamos, vámonos de aquí.

El se mordió los labios, contrariado, pero no rechistó. La siguió en silencio, mientras ella se anudaba la pañoleta en la nuca y corría hacia el puente, buscando el casco urbano, la seguridad reparadora de las calles, de las gentes, del ruido. Cuando se volvió a mirarlo, él no sonreía.

En los prados y flores
de mis amores,
a los pastores les pregunté
quién vio a una morenita
peregrinita,
que al alma irrita con su desdén.

Remontaron de nuevo los montes que los separaban de Galicia y se detuvieron a hacer noche en el Cebreiro. Allí oyeron misa, a la caída de la tarde, apretujados en la pequeña ermita, junto con muchos otros peregrinos. Los ecos de los cantos resonaban bajo la bóveda románica de piedra y a Soledad le faltó aire. Con la espalda apretada contra la pared, el pecho rozando los cuerpos extraños, se volvió hacia Gonzalo, de pie a su lado. Él la tomó de una mano y se la estrechó. Ella estaba fría, él ardía. Su calor la reconfortó.

Cuando salieron de la iglesia, en medio del jolgorio y el vocerío, el sol declinaba sobre los montes.

-¿Quieres venir conmigo? –le preguntó él.
-¿A dónde?
-Vamos al alto. Si está lo bastante claro, aún veremos el mar.

Ella no se hizo de rogar. Deseaba reconciliarse. Pero, sobre todo, y aún sin querer confesárselo, deseaba estar con él.

Dejaron abajo el pueblo y caminaron hacia la cima redondeada, abriéndose paso entre las urces. Las sombras invadían los valles pero allí, en la corona del monte, aún era de día. Gonzalo señaló con el dedo. Atrás, los fértiles valles del Bierzo, las grises montañas, los páramos maragatos. Ante ellos, la verde Galicia. Frondosa, dulce, brumosa. No se veía el mar. El sol se engalanaba en chales de oro y violeta.

Sobre ellos, sólo el cielo. Y el viento susurrando entre los brezos. Soledad se quitó el pañuelo. Abrió los brazos y respiró. Su último sorbo de infancia. O quizás de libertad. Gonzalo la observaba, inmóvil, mientras el aire le rizaba el rubio cabello, hinchaba el manteo como vela y jugaba a enroscarse en su cintura de niña.

…en la oscura maraña
de una montaña
mi peregrina se me perdió


-Soledad…

Soledad. Sí. Soledad inmensa del monte. Donde nadie los podía ver. Nadie, salvo Dios. Pero Dios, aquella tarde, se acostó con el sol poniente.

Se tendieron sobre la yerba. Ella contempló el cielo arrebolado, cayendo sobre sus cabezas. Y luego lo contempló a él. Gonzalo llenó el cielo.

Rieron un poco. Las ropas los aprisionaban. Ella se desabrochó un botón, él continuó. Los dedos hábiles abrían la camisa, rozaban la piel, apretaban su talle. Sintió el lametazo del viento frío y extendió las manos hacia Gonzalo. Se aferró a su faja, y la estiró. Forcejearon y rieron de nuevo, mientras la tela se desenrollaba. Gonzalo se despojó de la camisa, de un tirón, y se inclinó sobre ella. Soledad lo acarició, primero cauta. El torso era suave y firme como madero de nogal pulido. Palpitante. Lo enlazó contra sí. Y las manos de él descendieron, arremangando las medias, desatando los zapatos, ascendiendo por sus muslos, buscando el calor oculto bajo el manteo.

Su peso sobre ella. El cielo. Los rizos negros cosquilleando sobre su tez. “Dios mío, ¿qué estoy haciendo?”.

-Gonzalo…

El la besó.

Y ella derramó lágrimas, gimiendo por el dolor, incrustado en el deleite. Lágrimas por el gozo prohibido, por el deseo manchado, por la inocencia perdida. La cordura se hizo añicos, deshilachada en los matojos. Él oyó sus gemidos, y los creyó de placer. Se adentró más en ella, con ahínco. No vio su lágrima, como perla, deslizándose por su mejilla.

Aquella noche, los peregrinos que se alojaban en las pallozas esperaron, en vano, el regreso del alegre Gonzalo y la dulce mocita trigueña. Durmieron bajo el techo del cielo, alumbrados por los luceros, arrullados por el susurro de los brezos.

* * *

Al cabo de dos días, Gonzalo desapareció.

Nadie supo dónde había ido. A nadie dejó aviso. Los peregrinos apenas sabían nada de él. No conocían su origen, ni su familia. Lo habían acogido, como un compañero más, sin hacer preguntas vanas. Apenas llevaba equipaje, su morral y su bastón. Y su interminable alegría. “Se fue sin dejar rastro”. “Sinvergüenza, ¡gitano había de ser!”. “Ni siquiera dijo adiós”. Soledad escuchó, una y otra vez, las palabras hirientes, clavándose, como hachazos, en su interior.

Entrados en tierras gallegas, comenzó a llover. Los pies de los peregrinos chapoteaban en el fango y la marcha se hacía penosa, bajo el peso de la lluvia y las capas mojadas. Llovía sobre los prados, sobre los bosques frondosos, sobre los helechales. Y llovía dentro de ella. Sentía hielo en el alma. El resto del trayecto fue sendero de llanto y espinas.

Y mi pecho afligido,
preso y herido,
por esos montes suspiros dio
.

Apenas descendieron el monte do Gozo, el pequeño grupo se disolvió en la marea de peregrinos que se arremolinaban en los caminos para entrar en Santiago. El cielo aún era gris y Soledad no vivió la emoción de la llegada. Tenía el corazón yerto y había agotado el llanto. “Esa niña”, decían las peregrinas, compasivas, “esa niña perdió la sonrisa en el monte”.

La sombra del regreso la acechaba. La aguardaba algo aún peor. Volvería a su casa deshonrada. Nunca lo podría ocultar. Aunque sus labios callaran, aunque su vientre no engendrara el fruto de aquel amor fugaz, no podría escapar a la noche de de bodas. Y el deshonor de la familia sería pregonado a los cuatro vientos. ¡Su familia! Todos lo sufrirían. ¿Acaso la repudiarían? Ah, antes que eso, pensaba, más le valiera morir.

* * *

El Botafumeiro surcó el aire, sobrevolando sus cabezas. Con sordo zumbido, el gigantesco incensario pendido del techo basculó, recorriendo la nave del templo, de un extremo a otro. Se alejó, trazando un arco perfecto, y volvió. Soledad se estremeció, mientras el incienso se esparcía por el aire, mezclándose con el aliento y el sudor de miles de peregrinos.

Llegó a los pies del Santo y se arrodilló. El pedestal estaba gastado, como pica de lavadero, pulido bajo el peso de miles de rodillas. Besó los pies de piedra y elevó la mirada. El Santo parecía sonreír, beatífico, con su túnica, su bastón y su mitra, su hermosa barba y sus ojos enormes, contemplando la multitud a sus pies.

-Santiago peregrino, oh Santiño… ¿Qué puedo pedirte yo, que he perdido la virtud? Que Dios me perdone, si puede… Perdóname, y ayúdame…
Inclinó la frente sobre la piedra y lloró de nuevo. Los ojos le escocieron. Hacía días que se le habían secado.
-Oh Santiago, Santo Patrón… No permitas que mi familia caiga en la deshonra. Si es verdad que obras milagros… devuélvenos el honor.
Cuando levantó los ojos, el Santo seguía impávido, con los ojos de piedra perdidos en la hilera. Detrás de ella, una mujer la empujaba con rudeza.
-Anda, niña, aparta ya y deja pasar. Que no tienes todo el día…

Soledad obedeció, sorbiendo las lágrimas, y se incorporó. Entonces vio algo a los pies del Santo.

Era un pañuelo. Fino y planchado, con puntilla de encaje. Sin duda, alguna señora distinguida lo había perdido allí. Soledad parpadeó. No recordaba haberlo visto antes… Sin pensarlo dos veces, lo cogió y se lo metió en el refajo.

* * *

A su regreso, algo consolaba el corazón raído de Soledad. Al menos, se decía, al menos, no me he quedado embarazada. En el alto de Manzanal había sangrado de nuevo. Y decidió no pensar, esperar lo imposible, olvidar lo inolvidable, para enfrentarse, con pie firme, a su futuro.

Un futuro, lo sabía, en otro pueblo, lejos de los suyos, a la sombra del telar y del severo Don Nuño, el esposo que podía ser su padre, cuidando de una casa que hacía tres veces la suya y atendiendo a unos hijos, sus hijastros, que casi la igualaban en edad. Hilaría lana, organizaría la matanza y prepararía cocidos. Y un buen día su vientre se hincharía y comenzaría a parir hijos. Sus hijos… Se preguntó si llegaría a quererlos tanto como a sus hermanos pequeños.

La boda se iba a celebrar en Castrillo, el pueblo de la novia. Al anochecer, los mozos echaron el rastro de paja, como era la tradición, entre la casa del novio y la novia. Como Don Nuño no vivía allí, lo hicieron desde la casa de Doña Prudencia, la madre del futuro esposo. Soledad lo observó con reparo, forzándose a sonreír, entre sus primas y amigas, que la jaleaban. De una cosa se alegraba: de no vivir con su suegra. Confiaba, rezando para sus adentros, que la temible mujer no frecuentara su hogar, una vez estuvieran casados.

Pero aquella mañana fatídica, Doña Prudencia tenía el poder.

Al amanecer, la futura suegra se desplazó a casa de la novia. Soledad permanecía en su alcoba, ya peinada y aseada, en ropa interior. Su abuela y su madre la habían ayudado a ponerse las enaguas y a ajustarse el corpiño. Se miró en el espejo. Sentada en la cama, pálida como las prendas que la cubrían, sus ojos la agujereaban, como abismos sin fondo. La abuela le acarició el pelo, cariñosa. Su madre contenía la emoción. Sobre una silla, reposaban el rico manteo, el dengue bordado y cubierto de abalorios, el mandil, la toquilla. Lanzó una mirada a la enorme tiara, que habían llevado todas las mujeres de su familia, hasta seis generaciones atrás, y que su abuela había vuelto a decorar, con mimo, cosiendo perlas y cuentas de cristal. Nada se había escatimado para su atuendo de novia. Soledad aparentaba calma. Pero en su interior el miedo retumbaba, golpeando su pecho, atenazándola.

Tomó aliento. El corpiño le apretaba. Sobre el tocador, al lado de las joyas y junto a la tiara, yacía el pequeño pañuelo de encaje.

El pañuelo…

Doña Prudencia llegó, con su manteo negro, su dengue y su pañuelo de seda, tiesa y severa. Todos en la casa la recibieron con ceremonia, inclinándose a su paso como si de una diosa se tratara. La abuela y la madre la condujeron a la alcoba.

En el patio, parientes, vecinos y amigos se agolpaban, en bulliciosa multitud. En la calle sonaban ya los compases del tamborilero. El novio se acercaba, con su cortejo, y todos los chiquillos del pueblo correteaban detrás. En la sacristía, Don Pedro se colocaba la casulla y se atusaba el pelo ralo y canoso. El monaguillo preparaba el incienso y las viejas beatas ocupaban ya los reclinatorios a un lado de la iglesia. Las mozas del pueblo aguardaban, ataviadas con sus galas coloridas. Aquel día, el rojo y las lentejuelas, los bordados y el oro, habían desterrado el negro y el pardo deslucido. En el cielo, el sol jugaba con las nubes.

Soledad se tendió en el lecho y cerró los ojos, al tiempo que oía chirriar la puerta. Dos pasos enérgicos, cloc, cloc. Doña Prudencia. Cuatro más, suaves, cautelosos. Madre y la abuela. Entreabrió los párpados. Doña Prudencia se inclinó sobre ella y, de nuevo, se sintió como ganado sometido a examen.

-Déjame que te vea, niña –la voz de Doña Prudencia siempre sonaría así, estridente y rugosa, como el graznido de una urraca.

Incorporándose, la muchacha dejó que los dedos huesudos de su futura suegra apretaran sus pómulos, se posaran sobre su abdomen y estrujaran sus senos. Al cabo, Prudencia se apartó, asintiendo con la cabeza. “He pasado el examen”, pensó Soledad, “Soy lo bastante buena. Lo bastante mujer para su hijo. Pero pronto se dará cuenta de que…”

Tragó saliva, mientras Doña Prudencia sacaba su pañuelo blanco de hilo, almidonado, y lo extendía ante ella. Soledad sintió pánico. Ah, si pudiera volar… Romper el cristal de la ventana, saltar al vacío, huir lejos de allí… El pañuelo.

-Doña Prudencia, quisiera pedirle que utilice ese de ahí.
La mujer se detuvo, sorprendida. Soledad se oyó decir a sí misma, con audacia impensada, señalando el tocador:
-Es un pañuelo que traje de Santiago, expreso para la boda. Está bendecido por un canónigo, a los pies del Santo Patrón… Le ofrecí mi matrimonio al Santo y lo guardé para este día. Se lo ruego, úselo hoy.

Doña Prudencia frunció el ceño y murmuró algo entre dientes, mientras tomaba el pañuelo. Lo desdobló, lo palpó y, también debió juzgarlo lo bastante bueno. Soledad respiró cuando la vio besar el pañuelo. Lo creía bendecido, sí.

Meticulosamente, bajo la atenta mirada de las otras dos mujeres, Doña Prudencia dobló el pañuelo. Un doblez, dos, tres. El cuarto afilado, con el pico. Soledad se tendió de nuevo en el lecho y abrió las piernas. Su madre y su abuela, una a cada lado, le apartaron las enaguas, con delicadeza.

Soledad ahogó el gemido. El miembro de Gonzalo era duro y grande, pero suave. Había llegado a añorar su calidez, hiriente y dulce. El pañuelo era áspero, como rama seca. Le rascaba la piel, desgarrándole las entrañas. Cuando Prudencia lo estiró hacia fuera, se sintió violada.

La mujer desdobló el pañuelo, mientras Soledad se sentía morir. Esperaba el grito, esperaba el horror. No era virgen. Deshonrada. Su familia, mancillada. Cerró los ojos.

Silencio. Cuando los abrió de nuevo, le faltó aire.

A través de un velo de lágrimas, vio los rostros de su madre y su abuela, enternecidos, y la faz severa de Prudencia, asintiendo aprobadora, con el pañuelo abierto entre las manos. Sobre la fina batista Soledad vio cuatro pétalos de sangre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Eli, ya me estoy pasando por tus escritos...

Un cuento en varios planos superpuestos. Uno, la historia de Soledad. Otro, el relato de las costumbres (¿ancestrales?): de familia, de sociedad, de religión. Otro, los paisajes y caminos. Los tres, se entrelazan con suavidad, en un único texto que se lee sin fisuras ni quiebres. Se puede palpar el mundo de Soledad, un mundo de deber y obligación, un mundo donde una joven se analiza, se trata y se vende, casi, casi, como al ganado. Ese mundo también está hecho de paisajes agrestes, de peregrinajes enfervorizados, de ríos a cruzar y lluvias a soportar. Y de milagros. El santo, más humano que los humanos, le perdona faltas que sus propios parientes no le perdonarían.

Si fuese a extraer las líneas que más me gustaron, debería casi copiar todo el cuento. Pero no puedo no mencionar ésta, que siento única, en concepción, en imagen, en significado:

“Pero Dios, aquella tarde, se acostó con el sol poniente.”
Uno, lector, se queda detenido en esta línea, y sabe –sin ningúna otra cosa que se lo diga, y no es necesario ninguna otra cosa que se lo diga - que las murallas que las reglas morales levantaron alrededor de Soledad, se acaban de derrumbar.

Un saludo admirado y admirativo, Elisabet.

Cariños
Esther

Montse de Paz dijo...

Gracias, Esther, por leer y comentar de nuevo. Me haces reflexionar aún más sobre mis propios textos, sacándoles tanto jugo... Bueno, ahora te debo una visita. Hay cuentos de tu blog que no he leído, ¡y eso no puede ser! :)

Un abrazo,
Eli