jueves, 27 de septiembre de 2007

Cinco noches

La primera

Los pasos resonaron sobre el mármol del pasillo. Largos, enérgicos, presurosos. “Shamir”, se dijo ella, cubriéndose la cabeza con el velo. Y se puso en pie, silenciosa como un gato. Casi podía sentir el temblor del suelo y el aire que desplazaba al caminar.

Los reconocía, antes de verlos, por sus pasos. La cadencia pesada del Primero, regular, segura. El paso sutil del Tercero, ligero y tenue a la vez. Las pisadas vigorosas del Cuarto. Y el trote danzarín del más joven, el Quinto. Éste era el Segundo, no se equivocaba. Raudo y potente, como un corcel al galope. Le salió al paso a la entrada del vestíbulo, recubierto de oro y mosaicos. ¿Dónde estaba Dayita?, se preguntó, con leve estremecimiento. A la hora de enfrentarse a Shamir, hubiera preferido no estar sola.

Él se detuvo y ella también lo hizo, parándose ante él. El príncipe no llevaba la cabeza cubierta, y lucía simples bombachos y un jubón abierto. Respiraba aceleradamente. No, jadeaba, le pareció a ella, tal vez venía de montar… ¿O era la premura? Podía oler el deseo rezumando en su piel.

-Vengo a ver a Amita.
Ella unió las manos e inclinó respetuosamente la cabeza. Qué inútil era el velo, pensó para sí, cuando la había visto desnuda en otras ocasiones. Pero ahora no era una sierva del amor. Era una centinela.
-La reina ha dicho que no se encuentra bien. Está indispuesta y no puede recibir a nadie esta noche. Lo siento, mi señor.

Shamir bufó, contrariado, y lanzó una mirada a la puerta de dos hojas. Dioses y criaturas se entrelazaban con guirnaldas y filigranas de madera dorada. El cerrojo estaba echado.

-Comprendo –dijo, sardónico.
Ella apenas se atrevió a mirarlo, y rezó en su interior para que no oyera. Que no oyera los suspiros, los requiebros, los gemidos. Ambos lo sabían. La reina Amita tenía cinco esposos, los bravos hermanos Padmayani, herederos de la estirpe más noble del reino, y a los cinco recibía en su lecho. No podía rechazar a ninguno y debía respetar la jerarquía entre ellos, otorgando su preferencia siempre a un hermano mayor por delante de los menores. Pero las doncellas de la reina sabían que su favorito era el cuarto. Y, contraviniendo las leyes sagradas del matrimonio real, esquivaba sus deberes y buscaba horas, días y excusas, para perderse en los brazos de aquel que robaba su corazón, Kabir, el predilecto.

Shamir no se movía y ella levantó la mirada. Sus ojos se cruzaron. Shamir era agraciado, pensó ella, aunque diferente a sus hermanos. Y su mente voló, en un instante. No era delicado como Devin, el Tercero, el más exquisito en las artes de amar. Ni poderoso como Asad, el Primero, fuerte como un león. Se parecía a Kabir el hermoso, sin ser tan tierno, y al delgado Ishayu, el joven Quinto, grácil como un guepardo. Pero era distinto. Amita a menudo bromeaba, cuando se confiaba a sus doncellas. “Shamir es un semental salvaje”, decía la reina, mientras compartía con ellas vasos de hidromiel y frutas dulces, reponiéndose de sus agotadoras sesiones amorosas. “Asad es un toro bravo. Pero acaba pronto y cae dormido como un oso perezoso”. Las doncellas reían. “Shamir es la furia desatada. Es como si un huracán me penetrara… Él abre mi cuerpo hasta el fondo, como una riada del monzón, despierta mi deseo y me prepara para las delicias que vienen después…” Y sonreía, maliciosa. Se sonreía a sí misma, rememorando las húmedas caricias del Tercero, Devin, los escarceos acrobáticos con Ishayu, el fuego incesante anidando en el cuerpo de Kabir. A veces invitaba a sus doncellas y tres mujeres compartían lecho con los cinco hombres que el destino había convertido en consortes de Amita y príncipes de su pueblo. Pero las centinelas sólo podían retozar y dar placer. Jamás debían dejarse penetrar por los esposos de la reina. Podían ofrecer su cuerpo, sumándose a sus juegos, pero no debían ofrecer su semilla. Los herederos del reino sólo podían ser engendrados en el vientre de Amita, la bendecida por los dioses, la hija única del glorioso Chidatma, forjador de un imperio.

Tragó saliva. Shamir sostenía la mirada. La estaba perforando con los ojos. Y bajó el rostro. Era, de todos, el que más temía. El que siempre evitaba, en las refriegas sobre el lecho real. El que la turbaba y la hacía temblar… como ahora. Sintió la piel erizada bajo el sari de seda azul.

-Mi señor… -musitó-. Debéis iros.
Él se acercó un paso, hasta casi rozarla.
-No.
Se acercó más. Frotó su rostro contra las mejillas suaves de la doncella, olfateando su piel. Y le quitó el velo.
-Mi señor…
Las manos encallecidas por la rienda y la espada se posaron en su cuello. Los alientos se mezclaron.
-No, mi señor… Os lo ruego…

Los labios de Shamir taparon su boca. La cerraron y la llenaron, mordiendo y paladeando, ansiosos. Y rápidamente las manos del príncipe se deslizaron por sus hombros, descubriendo sus senos, arrastrando el sari hacia su cintura.

Intentó protestar. No podía. Su mente se nublaba y su piel se derretía, como cera, mientras un relámpago estallaba entre sus piernas. El príncipe la arrastró hacia una de las dos columnas, mudas custodias del umbral. Ella intentó apartarle las manos. Entonces Shamir se las tomó, con violencia, y las apretó contra sus propias caderas.

-No… Mi señor, no…

Pero sus manos obedecieron otro mandato. Ávidas y asombrosamente veloces, despojaron al príncipe de sus pantalones, mientras el sari caía en el suelo, a sus pies. Él la tomó en brazos y la apretó contra el pilar. Y de nuevo los muslos de ella, enlazados a la cintura del hombre, siguieron otra voz desconocida e implacable. Cerró los ojos, con el cuerpo aprisionado entre el tallo de mármol y el torso humano, ahogando el quejido, deseando y al tiempo temiendo, queriendo en vano contener la culpa y el hambre de placer, que se entremezclaban dolorosamente en su mente, mientras su cuerpo se desbordaba y Shamir, el potro salvaje, el segundo rey consorte, la embestía hasta rasgar sus entrañas.

Cuando el príncipe salió de su cuerpo, ella se dejó deslizar por la columna. Pero él la sostuvo en pie. El mármol estaba mojado y su sexo aún palpitaba. Se agachó y recogió el sari.

-Mi señor…

El se puso rápidamente sus bombachos y la ayudó a vestirse. Le sujetó un extremo del sari, mientras ella ceñía la tela a su cintura y ascendía, cubriendo los senos, anudando ambas puntas junto al cuello. “Oh dioses”, pensó ella, aturdida. “Acabo de saciar a mi rey…” ¿Había obrado mal? Sólo sabía que había cometido un acto prohibido. Ambos lo habían cometido. Tomó aliento. Shamir le alisaba el cabello. Le quitó una aguja del pelo y se la colocó de nuevo, recogiendo la melena tras la oreja. Le acarició el rostro y la miró, sosteniéndole la barbilla con una mano.

-¿Cómo te llamas?

Ni siquiera recordaba su nombre, pensó ella, con tristeza. De repente, un abismo se abría en su interior y sintió ganas de llorar.

-Nilaruna, mi señor.
-Nilaruna… -susurró él-. La luz del amanecer.
Y ella pensó que jamás había oído susurrar al belicoso Segundo, ni jamás había creído posible en él pronunciar una palabra dulce.
-Has servido bien a tu rey –dijo él, con voz tenue.

Dio media vuelta y se alejó a paso ligero. Sus pisadas resonaron hasta el final del pasadizo, como el trote de un alazán de guerra.

Nilaruna se sentó en el poyo de ébano labrado. La fuente en el cercano patio cantaba. Nadie los había visto. Suspiró. Y, casi como un eco, la reina Amita lanzó un aullido de placer que atravesó las puertas doradas de su alcoba.

La segunda

Un pecado prohibido es secreto duro de guardar. Nilaruna sentía pesado el corazón, y ni tan sólo su furtiva visita al templo de la diosa Parvati, su ofrenda de flores, el incienso quemado y la ferviente plegaria, de rodillas ante la estatua de la deidad, pudieron aligerar su carga.

“Me ha poseído”, pensaba, y al instante se reprendía con furia. “Olvídalo. Olvídalo”. “No pronuncies las palabras siquiera”. Pero aquella voz resonaba, insistente, en su interior. “Me ha poseído. Y yo lo he deseado”.

Un peligro aún mayor que la culpa la acechaba. Al día siguiente, apenas anocheció, mientras Dayita y su compañera Tara custodiaban la cámara de la reina, Nilaruna se excusó, dijo que se sentía enferma y acudió a la anciana Uma.

Uma había sido la nodriza de la reina, y también de muchas de las doncellas. Aya, curandera, confidente y consejera, su corazón era depositario de todos los secretos de aquel palacio… O de casi todos.

-Dame un remedio, madre –pidió Nilaruna-. No debo quedarme embarazada.
Uma la miró escrutadora, sentada sobre su almohadón de lino.
-¿Qué has hecho, criatura?
-Ha sido con un soldado de la guardia –murmuró ella, bajando la voz, y mirando temerosa a su alrededor-. Él me acosó cuando iba al templo de Parvati. Me dejé llevar… era un hombre apuesto. Lo siento –bajó la cabeza, contrita-. Estoy muy avergonzada. La reina no debe saberlo…
Uma asintió, sin sonreír. Le dio una poción y unas hierbas.
-Tómatelo durante diez días, y no engendrarás hijo alguno. Pero… -añadió, clavándole sus ojos escrutadores- no pienses que esto te librará de tu imprudencia. Guarda tu cuerpo, como guardas tu lealtad. Eres una elegida, compartes el lecho de la reina. No lo olvides.

Nilaruna asintió, conteniendo su temblor, y se alejó apresuradamente. La mirada de Uma era serena, pero fría. ¿Podía adivinar algo?

Mientras se arrebujaba en su lecho, con el sabor de hierbas amargas aún en la boca, Nilaruna intentó conciliar el sueño, pensando, vana ilusión, que podría olvidar aquel día.

Al anochecer siguiente, los cinco reyes consorte se dirigieron a los aposentos de su esposa. Venían hablando y riendo entre ellos, ataviados con sus túnicas ligeras de lino y seda, y cuatro eunucos los seguían, cargados con bandejas de frutas y ampollas de dulce licor. Las doncellas los recibieron, inclinándose ante ellos, y Tara y Niraluna les abrieron las puertas del aposento real, de par en par. La reina esperaba en el lecho, sentada como una diosa, el cuerpo desnudo y ungido de aceite por sus diligentes sirvientas, los cabellos recogidos en caprichosas volutas y el sexo perfumado de sándalo y jazmín. Amita era bella, pensó para sí Nilaruna. Y sus doncellas, aún elegidas entre las jóvenes más hermosas, no podían igualarla. No podían competir sus cuerpos con las curvas perfectas de color canela, ni sus rostros con la faz oval y delicada, ni sus bocas con aquellos labios carnosos y redondos, como dos conchas de nácar rosa. Pero lo más extraordinario eran sus ojos. Ninguna mujer de la corte poseía aquella mirada incomparable. Pues los ojos de la reina eran verdes, verdes como las aguas del lejano mar, como la luz de la selva virgen. Nadie sabía de quién podía haber heredado Amita aquellos ojos, siendo su estirpe antiquísima y pura, y muchos decían que aquella mirada esmeralda era una señal de los dioses.

Aquella noche las sirvientas aguardaron afuera, pues su señora quería holgar con sus esposos a solas. Nilaruna quiso apartar la vista, pero no pudo. Sus ojos se encontraron con otros, y se estremeció. Shamir le lanzó una mirada furtiva, clavándole sus saetas de obsidiana. Ella contuvo el aliento, tan sólo fue un instante. Las puertas de oro se cerraron y el silencio se alojó en el vestíbulo. Las doncellas se sentaron en los poyos y compartieron con los eunucos un plato de dátiles y almendras. La noche cayó y el patio quedó en tinieblas. La fuente manaba y las gotas que caían del surtidor centelleaban bajo las estrellas. Dayita prendió dos candelas.

-¿Quién se queda en vela esta noche? –preguntó Tara.
-Me quedaré yo –se oyó decir Niraluna, y de nuevo sintió que su mente se enturbiaba y otra voz hablaba por ella.
-¿Seguro que quieres quedarte? ¿Te encuentras bien?
-Sí, gracias. Ayer pude descansar mucho… Podéis ir tranquilas.

Nilaruna oyó los pasos de sus compañeras, ligeros pies descalzos, hasta que se desvanecieron. Y se quedó a solas.

¿Por qué había elegido quedarse? ¿Por qué? Se adormeció, luchando contra sus recuerdos, mientras un calor doloroso oprimía sus senos y anidaba allí, bajo su vientre. Allí donde aún le dolía. Donde aún lo sentía.

La puerta se abrió y se cerró de golpe. Nilaruna se irguió en el banco y abrió los ojos. Era él.

¿Con qué excusa, con qué pretexto, había abandonado la alcoba? Iba desnudo, sus prendas arrugadas, liadas bajo un brazo. Nilaruna quiso desviar los ojos, para no mirar el cuerpo reluciente, aceitado y magro, las formas viriles, su miembro… Pero Shamir se acercó y alargó una mano hacia ella.

-Ven conmigo –susurró.

Ella movió la cabeza. “No… No, mi señor, no me pidas eso, ¡no!”

Él la tomó de la mano y la obligó a ponerse en pie. Ella lo siguió, cruzando el pasillo, hasta salir al patio porticado. El jardín crecía voluptuoso, estirando sus ramas y esparciendo sus hojas carnosas entorno al estanque de piedra. Las flores exhalaban su aliento en la noche. Nilaruna aspiró la fragancia de la madreselva y los jazmines.

Shamir dejó caer su ropa y se sentó en un banco de mármol, a horcajadas, apoyando la espalda en una columna de los pórticos. No la había soltado, y sostuvo sus manos mientras ella se detenía, plantada ante él.

-Desnúdate.
-Mi señor, no puedo… No debo...
-Sí puedes. Sí.

Sus manos la recorrieron, de cintura abajo. Ella obedeció y se despojó del sari. Aquel día llevaba el de color azafrán. La luna asomó sobre el atrio y aún pudo ver un destello anaranjado en el suelo, en el muñón de seda arrugada. Nilaruna se sentó en el regazo de Shamir, abrió las piernas y se recostó sobre su pecho, entregándose a sus brazos.

De nuevo la culpa se abatió sobre ella, y de nuevo la rechazó, con violencia, mientras se estremecía de gozo y su cuerpo buscaba el placer, frotándose ansiosamente contra el torso nervudo del segundo esposo de la reina.

Cuando ambos estuvieron ahítos, ella cayó sobre él, exhausta. Shamir le acarició la espalda y la besó.

La tercera

Por la mañana, tras su aseo y sus horas de acicalamiento y peinado, a manos de sus esclavas, la reina salía de sus aposentos y no regresaba a ellos hasta el anochecer. Durante el día, despachaba con sus ministros, se reunía con los consejeros, recibía embajadas e impartía justicia. El gran Chidatma no podía haber tenido más digno sucesor. Fuera del lecho, la fogosa Amita era fría como el hielo e implacable como la espada. Por eso la temían.

Nilaruna la temía. “Debo negarme”, se decía. “No puedo aceptarlo”. Mas, ¿por qué pensar que el Segundo volvería a requerirla, y no creer que aquello no había sido más que un capricho fugaz, destinado al olvido?

Intentó convencerse a sí misma. Era un delito, y el príncipe lo sabía tan bien como ella. No se repetiría.

Mientras colocaba flores, distribuyéndolas en los aposentos de Amita, entrelazando hábilmente los tallos para formar artísticos ramos, un ruido la sobresaltó. De nuevo estaba sola, y su pecho latió como tambor. Los pasos…

-Mi señor.

Movió la cabeza. No era la hora. La reina aún no estaba allí. La noche no tardaría en caer, pero el sol aún besaba, lánguidamente, los cortinajes de seda tornasolada que se agitaban con la brisa.
Sus ojos respondieron por él. “Lo sé”. No venía por ella. “Te quiero a ti”.

-¡No! Os lo ruego… ¡No podéis!
Él ignoró sus palabras. Tomándola de la cintura, le hizo dar la vuelta y la empujó hacia el lecho de Amita.

Las flores que aún llevaba en las manos cayeron, desparramadas, sobre el suelo. Las pisaron, mientras ella caía de bruces, extendiendo los brazos sobre el lecho. Aquel lecho sagrado y prohibido como un altar de los dioses… En un breve instante de lucidez, Nilaruna recordó. La voz de la reina resonó en sus oídos, coqueta. “Al Segundo y al Cuarto les gusta tomarme por atrás… En esto son muy parecidos. Como corceles desbocados”.

Shamir la desnudó a tirones y cabalgó, con ahínco, adentrándose en ella. Nilaruna ahogó los gemidos y las lágrimas sepultando el rostro en el blando colchón. Temía el dolor. Pero descubrió algo nuevo. Su cuerpo se cimbreó como fusta desatada al vuelo y un placer intenso y desconocido se expandió dentro de ella, como ondas de un estanque. Creyó enloquecer y se encontró a sí misma deseando que nunca acabara.

Pero Shamir acabó. Se retiró de ella, jadeando. Cuando Nilaruna se incorporó y lo miró a los ojos, él también la observaba.

-No debimos hacerlo –musitó ella. Una lágrima rodó por sus mejillas.
-Nadie lo sabrá –respondió él, y le secó la lágrima con los dedos.

Se apartó bruscamente, se ciñó la ropa y salió. Nilaruna cayó de rodillas y permaneció inmóvil, hasta que el último rayo de sol se extinguió y la penumbra carmesí del crepúsculo invadió la estancia. Entonces se puso en pie, se vistió apresuradamente y recogió las flores.

“Nadie lo sabrá”, se repitió. Respirando hondo, se irguió y se dispuso a alisar el lecho profanado. Intentó no pensar. No pensar y olvidar, de nuevo, el crimen imperdonable que acababa de cometer. Debió negarse. Debió gritar. Pero se trataba de un rey… ¿Podía hacerlo? Lo peor, se torturaba, lo peor es que ya no quería negarse.

La cuarta

Tenía la mente confusa. Pensaba obsesivamente en él, noche y día. Durante la jornada tenía que hacerse violencia a sí misma para olvidarlo, para concentrarse en su trabajo, para escuchar las voces de sus compañeras, sus charlas. Para escuchar a la reina y mirarla sin ruborizarse, sin delatar la culpa flagrante. Por las noches intentaba dormir, pero Shamir había invadido sus pensamientos y también su sueño. Daba vueltas en su lecho, ansiando que llegara el día. Y de día ansiaba la noche, el sueño que escapaba de ella, el olvido.

Era un delito, lo sabía. El primer día, quizás tan sólo había sido un consuelo. Despechado por el rechazo, Shamir había volcado en ella su apetito. Lo había saciado. La segunda vez fue peor. Había abandonado la alcoba regia, desdeñando a la reina, su esposa, para solazarse con la doncella. Pero la tercera era imperdonable. Su deseo no había podido esperar a la noche y había acudido a ella fuera de hora, fuera de lugar, fuera de toda cordura. Era ella a quien había buscado. ¿Era ella a quien deseaba?

Recordó los sabios dichos de la vieja Uma. “Los hombres son veleidosos e impredecibles… No lo olvidéis, muchachas. Su pasión es como el monzón. Devastadora durante tres lunas, muere con la última lluvia.”

¿Era realmente así? Tres noches… sólo habían sido tres veces. ¿Podía siquiera llamarlo pasión?
Aquella tarde, Nilaruna pretextó de nuevo sentirse indispuesta y se retiró temprano, excusándose ante la reina. Amita la miró con atención.

-Descansa, lucecita –le dijo, cariñosa. Así la solía llamar, aludiendo a su nombre-. Te veo desmejorada. Pídele un remedio a Uma.

La reina no sospechaba. Mejor así. Con ligero alivio, se refugió en su alcoba. Pero el sueño se negaba visitarla. Ni las hierbas de Uma podían adormecerla. Su cuerpo protestaba, hambriento. Le escocía el deseo. Se envolvió en sus propios brazos, y sus manos se movieron sobre su piel, hasta perderse entre los muslos. Con los dedos apretados sobre su flor húmeda, soñando caricias prohibidas, intentó sumirse en la inconsciencia.

Los cinco reyes partieron de caza tres días, a los montes. A su regreso, la reina requirió a todas sus doncellas para prepararles una digna recepción. Y de nuevo Nilaruna tuvo que enfrentarse a aquellos ojos. Los ojos negros y anhelantes del Segundo, que la taladraban. Y, de nuevo, fue ella quien se quedó en vela, custodiando la cámara real, mientras Dayita y Tara compartían los juegos amorosos de su señora.

Se estaban divirtiendo. Podía oír las risas, a través de la puerta de oro. Los dioses esculpidos también parecían sonreír. Se asfixiaba, y caminó hacia los pórticos. Salió al jardín y se recostó en una columna.

De nuevo oyó la puerta abrirse y cerrarse de golpe. Y, esta vez, Nilaruna no necesitó adivinarlo. Lo sabía.

Shamir la abrazó por la cintura y la llevó al borde del estanque.

Descendieron y caminaron por la alberca, mojándose hasta las rodillas. Él jugaba y ella rió, tenuemente, mientras chapoteaban. Entonces Shamir la arrastró consigo hasta el pilar de roca central, esculpido por el agua y el cincel, donde un Vishnú pacífico brotaba de la piedra, dejándose bañar por el surtidor que se derramaba desde la cima del pedestal. La empujó contra la estatua mientras la fuente la rociaba, empapándola. El sari se pegó a su cuerpo y Shamir la desnudó. El agua corría por su cuerpo y la lengua de él se deslizaba, bebiendo de sus labios, descendiendo por el cuello, sorbiendo los senos goteantes, lamiendo su abdomen, su ombligo, el vello empapado. Nilaruna se recostó sobre el vientre mojado del dios de piedra, ardiendo y temblando a la vez. Shamir se arrodilló ante ella y le separó las piernas. Un hilo de agua fluyó hacia su sexo y él hundió la cabeza entre sus muslos. Nilaruna se balanceó, agitándose su cuerpo como bandera flotando en el viento, mientras sus manos intentaban aferrarse y resbalaban por los brazos de piedra de Vishnú. Entonces él se detuvo.

Se incorporó, deslizando su cuerpo sobre el de ella. Nilaruna aún temblaba y abrió los ojos. Dos gotas titilaron sobre sus pestañas, en la pálida luz nocturna. Shamir la tomó en sus brazos y la poseyó.

Y mientras la atravesaba, vertiéndose en ella como torrente, Nilaruna gimió, y sus labios audaces fueron más lejos que ella misma.

-¡Más…!
Shamir se detuvo un instante y tomó aliento.
-Repítelo –susurró, con voz ronca.
-No… ¡No!
-Repítelo… repítelo. No has dicho eso. Quiero oírlo.
Ella volvió el rostro. Enloquecía. No importaba. Nada importaba ya. Tan sólo ellos. Tan sólo él. Él, dentro de ella. Él, llenándola, haciéndola estallar en pedazos, fundiéndola y recreándola de nuevo.
-Quiero más. Más, más… ¡Más!
Espoleado por sus palabras, la acometió con brío, una y otra vez.

Salió del estanque cogiéndola en brazos y la depositó en la orilla. Nilaruna se abrazó las rodillas y Shamir se sentó frente a ella. De nuevo le separó las piernas y enjugó el agua de su cuerpo, pasando los dedos por su piel, suave, lentamente. Escurrió sus cabellos empapados y, tomando su rostro entre las manos, la miró bajo la luz de la luna, sondeando los ojos negros. Ella quiso apartar la mirada, pero no pudo. Cuando se inclinó sobre ella, deseó que la poseyera de nuevo. Pero Shamir sólo la abrazó y la besó largamente, mientras las estrellas palidecían.

La quinta

Amita alargó su mano y le hizo levantar el rostro. Demacrada, con oscuros cercos bajo los ojos, Nilaruna había adelgazado visiblemente. Pero su mirada refulgía y su piel desprendía luz.

-¿Qué te ocurre, lucecita? Hace días que te observo, creo que tienes fiebre.
- No me encuentro bien, mi señora… Creo que tomé algo que me sentó mal.
La doncella bajó la mirada y Amita movió la cabeza.
-Ve a ver a Uma. Te lo ordeno. Debes cuidarte. Hasta que te encuentres mejor, te dispenso de velar por las noches. Descansa en tu alcoba, Dayita y Tara se ocuparán de tu trabajo.

Nilaruna asintió y salió, obedientemente, hacia las estancias de las mujeres, donde se alojaba Uma. Cuando hubo marchado, la reina miró a sus restantes doncellas.

-¿Qué tiene Nilaruna? Vosotras lo sabéis…

Los envenenamientos no eran raros en los palacios, y Amita lo sabía. Ya fuera por celos entre mujeres, o por deshacerse de una rival, de tanto en tanto alguna doncella o esclava caía inexplicablemente enferma y moría a los pocos días. Pero las centinelas de la alcoba real eran sagradas para la reina. Y Amita frunció el ceño. Quería a Nilaruna. Las quería a todas. Y detestaba pensar que alguien, a sus espaldas, quisiera librarse de ella.

Dayita se acercó a su señora, sonriendo confidente.
-Creo que está embarazada…
-¿Embarazada? ¿De quién?
-Señora, dicen que de algún soldado de la guardia… Me lo comentó Samil, quien, a su vez, lo ha sabido por Uma. Parece que Nilaruna fue a pedirle un remedio, hace pocos días.

La reina enarcó las cejas, más sorprendida que enojada. Era frecuente que las sirvientas y las mujeres de la corte tuvieran sus lances amorosos. Pero no las doncellas selectas de la reina. Cuando las eligió, Tara, Dayita y Nilaruna eran vírgenes. Y debían mantenerse así, hasta que obtuvieran su permiso para contraer matrimonio y su lugar fuera ocupado por otras muchachas, vírgenes también. Sin embargo, los deslices ocurrían y Amita hacía la vista gruesa, confiando que Uma podía proporcionar pronto remedio.

Nilaruna sabía que el rumor corría en palacio. Samil el eunuco, esparcidor de voces y susurros, se complacía aún más que las mujeres en desentrañar los secretos de la corte. Frecuentaba la amistad de Uma, concedía favores, mediaba en conflictos y guardaba celosamente su información, dispensándola en el momento adecuado y a los oídos oportunos. Así, el fiel y discreto eunuco, de palabras dulces y ademanes serenos, se convertía en uno de los hombres más poderosos del reino. Más poderoso, se decía, que los mismos hermanos Padmayani.

Esta vez, la doncella dejó que las voces corrieran. La historia que había relatado a Uma era su mejor escudo. Acató la orden de la reina y permaneció varios días confinada en su alcoba. Arrebujada en el lecho, buscó en vano el descanso. Aturdida por la adormidera, intentó desnudar su memoria. Tal vez si no la veía en varios días él la olvidaría. Pero ella no podía olvidar. Antes de caer inconsciente, lo único que recordaba era él. Y dormía agitada e inquieta, temerosa de sus propios sueños, temerosa de que algún suspiro, escapado de sus labios, pudiera delatar su amor oculto.

¿Era amor? No, no era amor. Era pasión. Era deseo. Era sed. Sólo eso. Y en cuanto hallara otra fuente, Shamir la olvidaría. Pero ella… Ella no podría. ¿O sí? ¿Podría mirarlo de nuevo, cuando acudiera a la reina, sin temblar como hoja tierna? ¿Podría borrar la culpa?

Se encaminó al templo de Parvati, con una guirnalda de flores y un puñado de incienso. Arrodillada, rezó. La tarde cayó y el crepúsculo la bañó de paz. El templo iba quedando desierto. Rezó por su reina. Rezó por él. Pidió serenidad para su espíritu. Rogó a la diosa que él la olvidara. “Aléjalo de mí”. Y entonces un pensamiento la hirió, abatiéndose sobre ella, como ave rapaz. ¿Quién, cuando él la olvidara, quién saciaría su sed?

Regresó al palacio, caminando encogida bajo el velo apretado, sintiendo frío.

Fue un mediodía, mientras cosía con las mujeres, en las estancias de Uma, cuando un chiquillo moreno de pies descalzos entró y se acercó a ella. Era el hijo de una de las esclavas del palacio y susurró unas palabras a su oído.

Nilaruna palideció y estrujó el paño de lino que tenía entre las manos. Asintió, en silencio, y miró al niño.

-Está bien. Dile que iré esta tarde, antes del anochecer.
El rapazuelo esperó, impaciente, hasta que Nilaruna sacó una moneda de cobre del pliegue de su sari y se la dio. El niño partió veloz.

Las otras mujeres la miraban, interrogantes. Ella tuvo que explicarse.
-Perdí un brazalete en el templo de Parvati. El guardián del templo lo ha encontrado y me avisa para que vaya a buscarlo.

Diez pares de ojos la miraban. Volaron los comentarios, murmullos y algunas muestras de simpatía antes de volver al trabajo, a los chismorreos y a los secretos a voces. Nilaruna se concentró en su labor. Apenas osó mirar a Uma, que la observaba, escrutadora. Era la única, estaba convencida, que no había creído una sola palabra.

Mentira. Se asombró de la facilidad con que las palabras habían fluido hasta su boca. Mentirosa. Falsa. Traidora. Pero en su mente no había lugar para lamentarlo, pues otro pensamiento la invadió, arrollando los reproches.


El sol declinaba tras la calima y el templo de Parvati parecía teñido en sangre. No había nadie, ni siquiera el monje guardián. Dos varillas de incienso humeaban ante la diosa. Nilaruna caminó, oyendo sus propios pasos, sobre el pavimento de mármol. Se arrodilló ante la estatua y esperó.

Los cascos de caballo resonaron fuera del templo. Ella se volvió, al tiempo que una sombra alargada la cubría.

-Ponte esto y sígueme.

Le tendió dos telas enrolladas y un cinto de piel. Él también iba cubierto. La cabeza bajo el turbante, envuelto en una capa, sus botas de cuero golpeaban el suelo. Nilaruna se ocultó bajo el manto de algodón grueso, y se cubrió la cabeza. Era el atuendo de los jinetes de la guardia real. Se ciñó la cintura y siguió al príncipe. Dos caballos esperaban, detrás del templo.

-¿Sabes montar?
-Sí, mi señor.
-Hazlo como un hombre –dijo él, y saltó sobre la grupa.

Ella obedeció. Durante unos instantes, recordó su breve infancia en aquella pequeña aldea, perdida en las faldas de los montes de nieves eternas. Su padre criaba caballos, con él había aprendido. Montó a horcajadas y estiró el manto, para cubrir sus piernas. Alcanzó los estribos con los pies descalzos y emprendió el galope, tras él.

Pocos minutos después, el monje del templo divisó a dos jinetes de la guardia real alejándose de la ciudad, hacia las praderas.

Cabalgaron hacia el sol poniente, buscando el horizonte desnudo. Allí donde el mar de hierba se extendía y se fundía con el cielo. Nilaruna dejó que el aire le descubriera el rostro y sintió su azote en la piel. De pronto, pensó que todo, todo cuanto había sucedido, valía la pena por haber podido cabalgar de nuevo. Las manos del viento revolvían su cabello. Bendita locura. Hermosa locura. ¡Ah, si fuera eterna! Eufórica, embriagada de aire y de luz, sonrió al infinito y se burló de sus miedos. El corcel devoraba el camino y su corazón exultaba.

Se detuvieron en medio de la nada. El sol se había ocultado. El cielo desnudo los cubría, cúpula inmensa de azul incendiado. La pradera se extendía a sus pies. Desmontaron y dejaron que los caballos se alejaran, paciendo en la hierba. Un lucero se prendió en lo alto, único y mudo testigo.

-Mi señor…
-No me llames mi señor. Llámame Shamir.
-Shamir.
La abrazó.
-Dioses, qué dulce suena en tu boca…
-Shamir –repitió ella.
-Desnúdame.

Él montó sobre ella, encendiendo su deseo, y después se tendió en el suelo de espaldas y la invitó a cabalgar sobre él.

-Sé que tienes sed… Bebe de mí, embriágate de mí.

Aquella noche, ella era la reina. Ella, la señora. Shamir contuvo su placer hasta que Nilaruna se sació de su piel. Entonces ella liberó su ímpetu y gritó, dando rienda suelta a su gozo. Lo aprisionó entre sus muslos y lo poseyó con furia desatada.

-Toma cuanto desees… tómalo.

Galoparon el uno en el otro, ligándose y desligándose como dos serpientes en celo, mientras la noche se adueñaba del mundo y el cielo se cubría de estrellas.

“Cinco noches… ¿Bastan cinco noches para amar? ¿Me ama él? Oh, dioses… Yo le amaré siempre. Siempre… siempre.”

Pasaron la noche enlazados, los cuerpos desnudos liados bajo el manto.

Nilaruna durmió profundamente por primera vez en muchos días. Se hundió en un letargo blanco, espeso, sin sueños. Sólo sentía un latido. Latido de dos corazones, a la par, y el miembro caliente de él, metido en sus entrañas. Calor placentero. Y silencio.

La despertó un soplo frío. Los grillos habían enmudecido y la noche callaba. La hora silente antes del alba.

Shamir se removió a su lado. Se deslizó de entre sus piernas y ella sintió el roce, deleitoso, y luego el vacío. Murmuró soñolienta.

-Mi luz… La luz de mi aurora –susurró él, besándole la frente.
Ella abrió los ojos y vio su silueta inclinada sobre su rostro. El cielo palidecía.
-Hemos de regresar.

Cabalgaron en silencio. Mecida por el trote del corcel, sentía la resaca del reciente placer. Tembló bajo el manto. El viento había cesado y la hierba exhalaba rocío.

Se despidieron junto al templo. Shamir había pensado en ella. Debía estar en palacio antes del amanecer para poder regresar a su alcoba y levantarse con las mujeres, sin despertar sospechas. El devolvería los corceles a las caballerizas. Le pidió el manto. Cuando se hubo desprendido de él, Nilaruna se sintió desnuda. Más que desnuda, en carne viva. Y sola.

Shamir la contempló desde lo alto de su caballo. La vio pequeña y frágil, el negro cabello revuelto y la mirada perdida. Descendió de un salto.

-Dímelo otra vez.
-Shamir –murmuró ella.
El la abrazó hasta hacerle daño. Y la besó, mordiéndole los labios.
-Mi luz –susurró, antes de soltarla.

Saltó de nuevo a lomos del caballo y se alejó al galope. Cuando fue una sombra lejana, Nilaruna emprendió el camino de vuelta. Largo, triste, gris.

Aquel día amaneció nublado. Nublado como el corazón de Nilaruna, la doncella que había arrebatado a su reina el amor del más fogoso de sus consortes. Nublado como los vientos de guerra que se abatieron sobre el reino. Nublado como el ceño de Amita, la esposa de cinco reyes, cuando tomó su decisión irrevocable, aquel mediodía, en el consejo de nobles.

-¿Quieren la guerra? ¡La tendrán! Armaremos nuestras tropas. Sabrán qué significa medir sus fuerzas con un imperio gobernado por una mujer.

Los cinco esposos de Amita abandonaron el palacio para dirigir la tropa y se instalaron en el campamento militar que, como monstruosa marea de hormigas, se extendió junto a la ciudad. Mensajeros fueron despachados para dar las nuevas al poderoso rival. La guerra fue declarada. Y el país se agitó, convulso, bajo el paso atronador del ejército.

Nilaruna regresó con sus compañeras. Encerró en su pecho, como perla, el recuerdo de cinco noches ardientes. Doblegó sus sentimientos y volvió a la dulce rutina, al ritmo cotidiano, al deber. La guerra sacudía el reino, mientras ella, tras los muros del palacio, reencontraba la paz.

No volvió a ver a Shamir hasta pasadas cinco lunas.

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