sábado, 1 de marzo de 2008

La leyenda de la reina mora

El pueblo brotaba sobre la roca, espolón de piedra que se erguía como gigante solitario en medio de los montes y los valles umbríos. Allí donde ni tan sólo las águilas anidaban, un puñado de gentes de raza agreste resistía un embate más temible que el aliento del cierzo y el azote de la tempestad.

Algún rey lejano, muchos años atrás, había cedido aquel feudo perdido a un capitán de su tropa, hombre bravo y audaz, venido del desierto. Acostumbrado al sol implacable y a la sequedad de las arenas, la fragosidad del peñasco y la sombra frondosa de los valles aparecieron ante sus ojos como un retazo del soñado paraíso terrenal.

El capitán trocó su sable por un hacha, y sus hombres abandonaron los puñales por azadas. La sangre guerrera de la medialuna se mezcló con la sangre oscura y densa de los ásperos hijos de la tierra.

Tras echar raíces en aquella tierra, el capitán quiso levantar un monumento bajo el cielo, y así fue cómo el solitario pilar de roca fue coronado con una espléndida muralla y un alcázar de piedra, traída a peso desde las canteras de las cercanas sierras hasta su inhóspito nido de gavilanes.

El bastión de Siurana se convirtió en emblema de una gloriosa conquista.

Pero la cambiante Fortuna y hizo girar su rueda con el paso de las generaciones y llegó el día en que los orgullosos condes del norte decidieron tomar las tierras antaño perdidas. Uno tras otro, los baluartes de la medialuna fueron cayendo bajo el embate implacable de los señores de la cruz y la espada. Y muchos fueron los que, antes que la muerte, prefirieron rendirse.

Siurana permaneció intacta, como islote en medio de mar turbulento. Pero el acoso enemigo no tardó en arreciar a sus pies. Y una tropa de guerreros armados asedió la fortaleza inexpugnable.

Transcurrieron soles y lunas. El sitiador confiaba, sabía que el hambre vence más batallas que las armas. El hambre, y la desesperanza.

¿Qué fuerza alentaba la resistencia de aquel puñado de hijos de la roca? No era un rey, ni un profeta, ni un guerrero quien les insuflaba tal coraje, sino una mujer: la hija única del último señor de la medialuna.

Ella reunió a su pueblo y les ofreció su amparo. Les dio el pan, el agua y el vino. Quemó la leña de su hogar para ahuyentar su frío. Y, cuando todo faltó, les dio aún la esperanza.

Pero una madrugada clara, también la esperanza huyó, volando como golondrina errante. Los enemigos iniciaron el ascenso al risco.

La reina reunió a los supervivientes. Escasos, débiles y enfermos, aún ofrecieron resistencia, arrojando piedras y lanzando saetas. Pero la tropa enemiga avanzó, como negra invasión de hormigas. A golpe de clava y destral abatieron las puertas del muro.

Dicen que los habitantes, depauperados y exhaustos, cayeron, postrados, ante los invasores. Dicen que los que no murieron, se rindieron sin condiciones.

Cuentan, también, que el capitán del batallón cristiano se persignó, sobrecogido, tras hollar el rudo suelo de aquel pueblo devastado, y que prohibió a sus hombres ensañarse con las gentes.

Pero exigió la rendición, y el castillo no se entregaba. Lanzó a sus mejores guerreros, que irrumpieron en la solitaria alcazaba. Nadie salió a recibiros. ¿Dónde estaba la reina mora?

Salieron al patio de armas, rodearon los torreones. Y allá, en la desnuda era, lienzo de roca lisa que moría en el abismo, ella los aguardaba.

Erguida sobre su alazán los vio llegar, ataviada con seda y púrpura, la negra cabellera ondeante.

-¡Rendíos, señora! La fortaleza ya es nuestra.

Ella los miró con desdén desde lo alto del caballo.

-Llamáis vuestro a un palacio de roca, pero jamás será vuestra su reina. ¡Antes que vivir esclava, prefiero morir siendo libre!

Y espoleando al corcel, emprendió veloz carrera, galopando hacia el vacío.

Saltó sobre el pico de roca. Y las águilas, chillando, acompañaron su vuelo.

Amante reemplazado

Se frotó el rostro y suspiró, antes de volverse en la cama. El otro cuerpo yacía a su lado, en medio de un revoltijo de sábanas. Las apartó lejos de sí y se puso en pie, lánguida, penosamente. Arrastró los pies hacia la ventana y atrapó, de camino, el pequeño celular plateado que descansaba en la mesita.

La noche avanzaba. Era aquella hora de insólita quietud, antes del alba. En otra ocasión, Gail hubiera permanecido en pie, desnuda, ante la ventana abierta, dejando que la calma de la noche cayera sobre ella. El foco de luz exterior se había apagado hacía horas, tal como lo había programado, y la única claridad que bañaba el jardín era la de la luna.

“Menguante”, pensó, mirando la media sonrisa luminosa en lo alto del cielo. Pero aquel día la calma no llamó a sus puertas, y la mueca lunar se le antojó burlona e impertinente. Contrariada, marcó un número en el celular. Más que contrariada, estaba vivamente enojada.

-Buenas noches, señorita Hillman –la voz sonó jovial y despierta como si fuera en plena mañana-. ¿En qué podemos ayudarla?
-Se ha estropeado –contestó Gail, con voz agria-. Más bien… ¡se ha muerto! Justo ahora. Siento llamar a estas horas, pero…
-No se preocupe –la voz masculina era imperturbablemente cortés, casi seductora, y Gail sintió un inoportuno pinchazo en las ingles, que sólo consiguió aumentar su irritacion-. ¿Desea que lo reemplazemos ahora mismo?
-Si es posible… Es un modelo avanzado.
-Veamos… -oyó el leve tecleo de su interlocutor, debía estar consultando su ficha de cliente-. Oh, claro, ya lo comprendo. Tiene razón, señorita Hillman. Es el modelo Ayax. Si desea otro igual… me temo que no podrá ser hasta mañana. ¿Quiere que le traigamos otro, mientras tanto? Podemos servírselo esta misma noche, en menos de una hora.
-No, gracias –repuso ella, con voz hastiada-. Esperaré. Sí, quiero ese mismo modelo. No me importa esperar hasta mañana.

Cuando colgó, Gail se volvió hacia el lecho, suspirando. Apartó el nido de sábanas y lanzó una larga mirada, casi compasiva, hacia el espléndido cuerpo de curvas helénicas. Yacía inerte, con los ojos cerrados y un leve resplandor rojizo en el tórax, que se apagaba por momentos. Gail arrugó la nariz cuando sintió el olor a quemado.

* * *

-¡Qué mala suerte! –exclamó Nora, sin abandonar su semblante risueño-. ¡A eso se le llama sacarte el caramelo de la boca!
Lois y Ruth se echaron a reír y Gail acabó riendo con ellas, de mala gana. Tomaban sus refrescos tropicales en las hamacas del ático. Era su breve descanso del mediodía y el sol caía a plomo sobre la terraza entarimada de teca, decorada con palmeras.
-Lo peor es que no podrán traerme el mismo modelo hasta mañana –repuso Gail, después de tomar un sorbo de su vaso-. Dicen que esta tarde me enviarán un técnico. Parece que hay algún problema con el sistema de recarga.
-¡Eso te ocurre por pedir modelos tan rebuscados! –le espetó Lois-. Esos nuevos siempre dan problemas, y lo sabes. Demasiado cuerpo, demasiadas funciones… Y tú que lo quieres probar todo. ¡Los circuitos no resisten!
Sus compañeras rieron de nuevo.
-Los clásicos son los mejores –afirmó Ruth-. Yo tengo un Paris desde hace años y jamás me ha fallado. Sólo he tenido que cambiar el cargador un par de veces.

Gail hizo un ademán molesto. Detestaba los modelos clásicos, que también eran los más vendidos. Paris era el preferido por la mayoría de mujeres entre veinte y cuarenta, mientras que las adolescentes y las más maduras se decantaban masivamente por el modelo Adonis, dorado y grácil, casi andrógino, de curvas perfectas y sonidos dulces. Algunas románticas elegían a Tristán, que, además, podía cantar. Sólo las mujeres excéntricas, intelectuales y contradictorias como ella se atrevían a experimentar con modelos como Ayax, Ubuntu o el refinado Shiva.

Lois sacó una revista de su bolso y la abrió sobre sus rodillas. Todas se agolparon a su alrededor.

-Mirad. Aquí tengo el último catálogo… Se lo robé a mi esteticien.
Risas bulliciosas.
-¿Por qué no pruebas éste…? –dijo Lois, señalando una fotografía. También es nuevo, ¡lo último! Es el Idomeneo. Dicen que combina el vigor de Ayax pero con ciertos refinamientos exquisitos… Mira qué cabellera, qué pectorales…
Sus amigas la miraron, maliciosas. Gail movió la cabeza.
-Me gustaba mi Ayax. Pediré otro igual.
-Eres fiel a tus elecciones, ¿eh? –Ruth la miró con intención.
-Ya sabes que sí.
-Nuestra Gail es una conservadora –una voz sonó tras ellas y todas se volvieron, sobresaltadas-. Aparenta ser una intelectual avanzada, pero en el fondo le encanta todo lo antiguo.
Ellas fingieron enfadarse y abuchearon al recién llegado.
-Henry, no tiene gracia –dijo Gail, aburrida. Se puso en pie e imitó el gesto de apuntar con una pistola.
Henry soltó una carcajada. Era el único hombre de su planta y jugaba a hacerse el simpático, explotando su físico impecable, su rubia melena lisa y sus pequeñas lentes ultrafinas, que le daban un aspecto de hombre interesante y profundo. Nada más lejos de la realidad, pensó Gail. Henry era vano y superficial como el humo. A ratos era divertido, pero en ocasiones, como ésta, lo encontraba repelente.
-¡Ey, chica salvaje! No me mates, ¡no ha llegado mi hora! –rió él.
-Pero sí ha llegado la hora de irse –dijo Nora, mirando su brazalete reloj-. ¿Has venido a avisarnos, Henry? Vamos, chicas… se acabó el recreo.
Se pusieron en pie y dejaron los vasos vacíos sobre la mesa de bambú. Se dirigieron a la cabina acristalada del ascensor y descendieron al interior del rascacielos del Ministerio de Economía.
-¿De veras te gusta el Ayax? –le preguntó Henry, mientras el ascensor contaba pisos.
Gail enrojeció, indignada. Sabía que era estúpido, pero nunca le había gustado hablar de su intimidad con otros hombres. Con mujeres era distinto, pero…
-Eso no es asunto tuyo.
-Eres una mujer original –continuó Henry, y ella comenzó a impacientarse. Sus amigas no les quitaban el ojo de encima. ¿Por qué tenía que sufrir ese interrogatorio, justo ahí, en el ascensor… a escasos centímetros uno del otro? Henry proseguía-. ¿Sabes? A mí tampoco me van los modelos más comunes… ja, ja, ja. Nada de Afroditas o Dianas… La mía es una Perséfone.
Lois no pudo evitar una exclamación.
-¡Una Perséfone! ¿Tú? Nunca lo diría…
Henry sonrió con una mueca.
-Las Afro están bien para tíos ordinarios… ¡Son las que quieren todos! A mí me gustan diferentes. Perséfone es como una niña, pero perversa… Un ángel retorcido, ¡ah, es lo mejor de ella!
Gail giró el rostro, contrariada, y respiró con alivio cuando la puerta del ascensor se abrió suavemente en su planta.

* * *

La vida de una funcionaria estatal no era un sueño dorado, pero en muchos sentidos estaba cerca de serlo, pensó Gail, mientras conducía su ligero deportivo por la amplia avenida. Con un buen salario y un horario de trabajo cómodo, podía permitirse vivir en aquella urbanización de calles limpias flanqueadas por árboles frondosos. Su casa, como las del resto de vecinos, no era lujosa, pero sí moderna y con todas las comodidades. Alimentada por energía solar y geotérmica, con su jardín, su terraza con piscina y su programación domótica, constituía un pequeño paraíso donde refugiarse cada atardecer. La conexión a la gran red virtual y a la televisión le permitía un ocio variado y seguro, así como establecer múltiples amistades y relaciones que la distraían en sus horas de retiro. Y, cuando la soledad acechaba, siempre lo tenía a él… Siempre a punto, siempre obediente, amante y generoso en sus favores. Aunque ahora debería reemplazarlo, pero tan sólo serían dos días. Gail pensó, con un estremecimiento, cómo debía haber sido la vida de las mujeres generaciones anteriores a ella. Cargadas de hijos, atadas a esposos que podían llegar a ser insoportables, carentes de intimidad, de silencio, de libertad… Sí, la civilización había dado un paso de gigante y la tecnología permitía vivir mucho mejor que en décadas pasadas. Cada cual, hombre o mujer, podía ser dueño de sí mismo y de su pequeño universo personal. No era necesario esclavizarse con vínculos familiares. Ya no más sumisiones y ataduras. Si alguna mujer quería tener hijos, tan sólo debía ir a un banco de inseminación y, aconsejada por un médico, elegir los genes adecuados. Los hombres que también deseaban hijos tenían la opción de engendrarlos in vitro y solicitar una madre de alquiler. Finalmente, tanto para los que procreaban como para los que decidían vivir solos, la ciencia había diseñado aquel maravilloso avance, que saciaba los deseos más hondos y combatía la solitud. Los Amantes.

Aparcó el vehículo en el cobertizo lateral de la casa y caminó por el jardín, aspirando la fragancia de la madreselva, que trepaba por la valla de madera. Suspiró. Por fin en casa. Ella no quería hijos, ni complicaciones. Era feliz así… Nada le faltaba. Sólo que… Apartó una idea inoportuna de la cabeza y sacó su tarjeta magnética para abrir la puerta.

Apenas entró en el apartamento, sonó el teléfono. Dejando su bolso y su chal sobre el sofá, tomó el auricular.
-Gail Hillman.
-Señorita Hillman, la llamo de LoveTech. La hemos intentado localizar antes, pero no hemos podido contactar con usted.
-Lo siento. Estaba trabajando y he desconectado mi celular.
-No se preocupe. Quería avisarla. El técnico vendrá a su casa sobre las cinco y media.
¡Las cinco y media! Apenas faltaban unos minutos.
-Vaya…
-Sí, lo sé. Si no le va bien, podemos cambiar la hora.
-No, no. Está bien. Muchas gracias.

Cuando colgó, oyó el leve burbujeo del baño y una suave melodía que comenzaba a fluir por los amplificadores del hilo musical. Era jueves. “Mierda, el jacuzzi… Ya debe estar a punto. En fin”. Fue al panel de control y pulsó varios botones. “Supongo que en una hora estará”. Programó el baño a las seis y media y se descalzó. Arrellanándose en el sofá, tomó el mando a distancia, conectó la pantalla telemática y se dispuso a esperar.

* * *

El técnico llegó puntual. Era un hombre de mediana edad y aspecto ordinario, vestido con vaqueros y una camiseta deportiva. La saludó tímidamente, sin mirarla a los ojos, y Gail lo condujo hasta el cuadro de controles eléctricos de la casa. Abrió la puerta camuflada en el pasillo, a medio camino entre la cocina y el salón, y le señaló el laberinto de botones, terminales e interruptores.

-Verá –el técnico se volvió hacia ella y la miró por primera vez-. La avería que sufrió su modelo se ha producido en más casos. Hemos estado estudiando el fallo y hemos descubierto que puede ser debido a un problema en los cargadores de las casas. Si están gastados o se calientan mucho, pueden fundir algunas piezas internas, y esto afecta al robot.

Gail asintió y, sin saber por qué, un escalofrío le recorrió las vértebras. ¿Era la fijeza con que la miraba… o era aquella forma de hablar, tan calmada, tan aséptica? Robot, había dicho… Era un robot, sí, pero ella jamás hubiera sido capaz de pronunciar la palabra. No para referirse a él.

-Bueno, son cosas técnicas –continuó el operario-. Me han enviado de la compañía para que revise su sistema de recarga y compruebe su funcionamiento. Si encuentro algún fallo, se lo cambiaré y le pondré un dispositivo que evite ese calentamiento. Así no tendrá más problemas con el nuevo.
-Muy bien –repuso ella, grave.

Se alejó hacia el salón, pero no fue capaz de relajarse en el sofá. Ignoró la televisión, cogió una revista, pero al cabo de unos minutos la dejó, después de leer cinco veces el mismo párrafo sin tener la menor idea de qué trataba.

Se puso en pie y caminó hacia el pasillo. El técnico había abierto su maletín de herramientas y un sinfín de pequeñas piezas se esparcían a sus pies, mientras manipulaba el cuadro eléctrico. Gail lo observó, en silencio. Con el cabello canoso, al menos debía tener cincuenta años… ¿Tendría hijos? Los brazos eran fuertes y musculosos. Pero no era delgado. Tampoco grueso. ¿Era atractivo? Gail se reprendió a sí misma. ¿Qué idioteces te pasan por la cabeza? Se acercó.

-¿Ha encontrado algo?
Él se volvió y de nuevo le clavó aquella mirada. Azules. Los ojos eran azules. Lucían bien en la tez morena.
-Sí –dijo, con sencillez-. Efectivamente, está a punto de quemarse. Se lo voy a cambiar por otro nuevo. Serán sólo unos minutos, llevo recambios.
Se inclinó sobre su maletín y sacó una pieza. Gail lo miraba con interés.
-Así, ¿no tendré más problemas?
-Con este nuevo, no. Además, ahorrará energía. Es un nuevo prototipo, pensado para…

Sin dejar de trabajar, el técnico fue explicando, pausadamente, las bondades y prestaciones del nuevo artefacto. Gail dio un paso más junto a él, hasta que acabó tendiéndole las herramientas y sujetándole los utensilios que no empleaba. Fingía escucharle, pero las palabras le resbalaban. Sólo miraba, bebía con los ojos aquel perfil cincelado, los bucles canosos, el marcado bíceps… Intentaba adivinar. "Seguro que tiene el vientre fláccido. Y debe ser velludo". Nada que ver con el torso esculpido y terso, infinitamente suave, de su amado Ayax. "Huele… Huele a sudor. Y no es nada sexy. Nada".

-Y ya está –dijo él, cerrando la tapa del cargador, con cuidado. Atornilló con habilidad los dos visos y dejó caer el destornillador en la caja de herramientas-. Gracias, ha sido muy amable.

Se agachó para recoger el resto de piezas inútiles y herramientas, metiéndolas en la caja sin mucho esmero. Gail observó sus muslos mientras estaba en cuclillas, tensando el pantalón. "Es robusto". Sintió los latidos de su sangre entre las piernas.
Cuando él se puso en pie, a ella le ardía el rostro.

-¿Quiere… quiere tomar algo?
Él movió la cabeza.
-No, gracias. Tengo otro trabajo, me esperan.
-Bien. Muchas gracias… ¿Debo pagarle a usted?
-No. La compañía le pasará un recibo por su cuenta.
-De acuerdo –Gail buscó las palabras, desesperadamente, para no dejarlo ir. No tan aprisa. Finalmente, le tendió la mano.
-Me llamo Gail. Gail Hillman.
El vaciló un poco, antes de tomársela. Pero no dijo nada. Fue ella quien habló de nuevo, forzando una sonrisa.
-Y usted es…
-Brian.
-Brian –le estrechó la mano-. Brian… encantada.
El también se la estrechó, por fin. Caliente y fuerte. El calor la hizo temblar.
-Gracias por venir tan… tan puntual –dijo ella, sin soltarle la mano.
-Si tiene algún problema, sólo tiene que llamar a la compañía –replicó él, con rostro inexpresivo-. Vendremos en seguida.

Le soltó la mano y se volvió para coger su maleta. Gail lo acompañó hasta la puerta y lo siguió un trecho, en el jardín. Brian se despidió sin mostrar emoción alguna y se alejó hacia su furgoneta, a paso ligero. Tenía los glúteos respingones, pensó ella, y permaneció en pie, sobre el camino de grava, hasta que el vehículo se alejó por la avenida.

De pie, ante el espejo de cuerpo entero, velado por las brumas del baño, Gail se contempló desnuda. No estaba mal, pensó, para sus treinta y muchos años… Aún era esbelta, tenía los senos firmes y su cuerpo era proporcionado. Con su larga melena castaña, sus amigas le decían que era atractiva. ¿Lo era? Con los Amantes, ninguna mujer debía preocuparse. Ya no importaba sufrir por estar bella o agradar a un hombre, el placer siempre estaba garantizado. Incluso, se decía, las mujeres gruesas disfrutaban más de sus efebos, pues los pliegues de grasa permitían ciertos juegos voluptuosos que en cuerpos flacos eran imposibles. Pero Gail no pensaba así. Había descubierto que estar delgada aumentaba su sensibilidad, y que el ejercicio y la agilidad incrementaban su potencial erógeno. Se giró ante el espejo y contempló su cintura, mientras una idea inoportuna la asaltaba. ¿Qué amante debía usar Brian? Seguramente se recreaba con una Afrodita… quizás con una Ninfa. Rubias y curvilíneas, los modelos más corrientes y preferidos por los hombres simples. Bien alejados de su estilo. “Y yo… ¿Qué clase de modelo soy?”

Avanzó hacia la bañera rebosante. El dispensador automático ya había derramado su dosis de aceites y un velo de vapores fragantes flotaba sobre el agua coloreada de ámbar. Gail se sumergió y se dejó envolver.

Aquella noche, en sueños, gimió. Gimió y se retorció sobre la cama, hasta despertar sudorosa y jadeante. Era como si hubiera estado con él… Aferró las sábanas con los dedos, arrugándolas sobre su cuerpo, y luego las apartó bruscamente lejos de sí. Se llevó una mano al pecho, y la otra al sexo. La luz de la luna entraba por la ventana, atravesando la cortina transparente.

Respiró hondo. Dios, otra noche así y no podré… No podré… Se obligó a cerrar los ojos. Relájate. Relájate… No pienses más en él… Mañana estará aquí. Mañana…

De pronto, Gail se incorporó, asaltada por una certeza alarmante. Oh, Dios, no, no… ¿qué me sucede? Las mejillas le ardían, tanto como le ardía la pelvis. No era su Ayax quien había ocupado sus sueños. No. No era él. Era Brian.

* * *

Qué vergüenza. Si sus amigas imaginaran, tan sólo, que había abrazado a un hombre real en sueños… Y un hombre tan ordinario, tan basto. Un simple técnico de mantenimiento. Dios, qué bochorno. Gail intentó ocultar su rubor cuando saludó a Nora y los pensamientos revolotearon por su mente, insidiosos e inoportunos. Las relaciones entre hombre y mujer eran algo tan… tan zafio, tan primitivo, tan del pasado. ¿Para qué mantenerlas, cuando eran fuente incesante de conflictos y cada cual podía disfrutar de un perfecto amante, diseñado expresamente para el placer? Ni siquiera eran necesarias para procrear… ¡Qué absurdo era todo! ¿Por qué, entonces, sentía aquella fiebre?

Henry debe tener razón, pensó Gail, mientras se sentaba en su mesa, lanzando una mirada furtiva a su compañero. Soy una conservadora, una arcaica. Peor que eso. Alimento en mí pulsiones primitivas… Oh, Dios.

En todo el día, no pudo apartar a Brian de su mente.

* * *

Cuando sonó el timbre, Gail se puso en pie de un salto y corrió hacia la puerta. Allí estaban, dos operarios con su impecable uniforme blanco y la enorme caja de dos metros de alto. Cuando los vio, tuvo que reprimir su decepción. Había esperado… Pero no seas estúpida. Brian sólo es un electricista, ¿cómo puedes pretender que sea él quien te traiga el nuevo modelo? Forzando su sonrisa, Gail los recibió y los hizo pasar al salón. Los empleados de la empresa entraron el sarcófago en el apartamento y comenzaron a abrirlo meticulosamente, siguiendo el protocolo técnico.

Alto, musculoso y de rostro cincelado, el torso perfecto y la piel de silicona color marfil… Gail lo acarició con la mirada, mientras los operarios daban los últimos retoques a su corazón, el pequeño ordenador central que regía la vida del robot amante.

-Conservamos los datos del anterior –le explicó uno de ellos-. Los hemos copiado en su sistema y lo hemos programado tal como a usted le gustaba. La misma voz, los mismos movimientos y gestos. De todos modos, en el manual encontrará las instrucciones para incorporar todas las novedades que quiera.

El otro operario cerró el corazón, tomó un bote de spray y le aplicó una capa de esmalte dérmico. El cierre quedó totalmente oculto bajo los poderosos pectorales.

-En media hora, estará listo para su uso –dijo el operario-. Si quiere, podemos dejárselo conectado al cargador. Pero ya lleva una batería cargada. Le funcionará perfectamente durante toda la noche.
-No es necesario –respondió ella-. Muchas gracias.

Los dos hombres de blanco se despidieron, dándole la mano. Mientras los veía alejarse por el jardín, cayó en la cuenta de que no había sentido nada. Ni emoción, ni rubor… ni calidez en el apretón frío y cortés. Eran hombres, pero en aquel momento se le antojaron más fríos y asexuados que el espléndido robot que la aguardaba, mientras sus circuitos entraban en calor, plantado en medio de su salón.

* * *

No funcionaba. Dios, ¿qué le ocurría? Jamás le había sucedido… Ayax la buscaba y se movía, sinuoso como su anatomía artificial le permitía, enredándose entre las sábanas. Y ella lo apretaba desesperada, sin sentir más que la fría piel, frío metal interior, frío, frío…

Saltó de la cama, enfurecida.
-¡No! ¡No, no, no! ¡No quiero esto! ¡No!

Ayax tardó en reaccionar. Mientras ella contenía las lágrimas, los puños cerrados y la mandíbula tensa, el amante logró ponerse en pie y caminó hacia ella. Sus labios irisados se entreabrieron, desprendiendo vapor templado. Abrió sus brazos y se acercó a ella.

-Gail… -susurró su voz, casi humana.
-¡No! –gritó ella.
El robot no comprendió y dio un paso más, dispuesto a abrazarla. Gail se encontró aprisionada entre aquellos brazos fornidos que tantas veces la habían hecho temblar. Forcejeó y chilló, fuera de sí.
-¡Basta! ¡Suéltame! No… ¡esto no funciona! ¡No!
-Gail, te amo –susurró la voz.

Ella se revolvió y lo rechazó de un codazo. Pero Ayax era fuerte y pesado, y apenas se movió. Entonces ella comenzó a darle patadas.

El Amante no estaba programado para peleas. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Qué? De repente, Gail se vio invadida por una furia incontenible. Lanzó una carcajada y comenzó a propinar puñetazos al robot. Ayax movía los brazos, intentando acariciar su rostro, y ella descargó su ira contra él, gritando, riendo, llorando, lanzando puntapiés, hasta que lo hizo retroceder y lo derribó en la cama. Ayax permaneció inmóvil. El corazón despedía un leve resplandor rojizo y su boca y su nariz exhalaban vaho metálico. Gail se irguió, triunfante. La luna asomó por la ventana y arrojó sobre él su larga silueta desnuda.

-Maldita sea… ¡maldita sea!

Cayó de rodillas junto al lecho y estalló en sollozos.

* * *

Fue Nora la primera que lo percibió.
-¿Qué te pasa? ¿No has dormido bien?
-Mmmm. No mucho. ¿Por qué?
Como si no lo supiera. Ni su mejor maquillaje podía ocultar las ojeras y la palidez acusadora.
-Pareces enferma. ¿No te han traído aún…?
-Sí –la cortó ella-. Ya me lo trajeron. Y funciona de maravilla. No es eso. Es que…
-¿Qué? –Gail la miró, echando fuego por la mirada. A veces Nora, la dulce Nora, podía llegar a ser irritante.
-Nada –Nora se dio por avisada-. No es nada importante. Hace un par de días que me llevo trabajo a casa y duermo poco. Eso es todo.
-Descansa –susurró Nora, antes de ganar el refugio de su mesa.
-Lo haré –murmuró Gail, entre dientes

Y perdió la mirada en las cifras de la pantalla. “Maldita sea”. Era incapaz de concentrarse, y el informe y las estadísticas que cualquier día le hubieran llevado un par de horas, aquel día le llevaron toda la mañana.

En la terraza, Henry se reunió con las cuatro amigas.
-¿Qué le pasa a nuestra bonita Gail? –preguntó, en tono galante.
Lois sonrió aviesa.
-Su nuevo amante no la deja dormir.
-¿De veras?
Gail resopló, intentando contenerse. “Mejor no hacer comentarios”. Tomó su vaso de zumo y lo sorbió, lenta, distraídamente. Ruth dijo algo y comenzaron a hablar… Hablaban de algo, sí. Gail se distrajo mirando las hojas de una palmera.
-¡Eh! –de nuevo era Henry quien la llamaba-. Es por ti, princesa. ¿Se puede saber qué te ocurre? Dios, parece que estés enamorada…
Gail se sonrojó violentamente y se puso en pie.
-Basta.

Miró a Henry y a sus amigas, indefensa, enojada, incapaz… Incapaz de explicarles por qué hacía dos noches que no dormía, por qué su mente volaba lejos y ni ella misma podía reconocerse. Incapaz de explicar que deseaba a un hombre, un hombre de carne y hueso, con toda la voracidad que su cuerpo le reclamaba.

Lois, Ruth y Nora la miraron, atónitas y desconcertadas. Gail dio media vuelta y se dirigió hacia el ascensor.
-Debería ir a un médico –dijo Lois, cuando desapareció.
Los demás asintieron.

* * *

Cuando llegó a casa, Gail se desmoronó. Jamás salía sin hacer la cama, limpiar los platos de la noche anterior y ordenar el salón… Aquel día, el desorden cundía en la casa. Ni siquiera se había molestado en recoger los restos del desayuno de la mesa… Dios, ¿qué me ocurre?

Debería haberse cambiado de ropa. Debería recoger la mesa, pasar el aspirador… Debía hacer la cama, ventilar la casa y sentarse, tranquilamente, en el sofá, para relajarse ante sus programas favoritos. Debería… El solo pensamiento de la cama, arrugada, con el cuerpo de Ayax tendido en ella, la sacó de quicio.

Se encontró marcando un teléfono, con dedos trémulos y la fiebre ardiendo en su frente.
-LoveTech, buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarla?
-Es… soy… Soy Gail Hillman, cliente suya. Mi número es…
-¿Qué desea, señorita Hillman?
-Tengo un problema… No, no es el amante. No. Se trata del cargador… Me pusieron un prototipo nuevo, creo que… -intentó contener el temblor de la voz-. Creo que no funciona bien. Verá, vino un técnico… Brian, creo que se llamaba. Sí, Brian… Eso es. Me parece que dejó algo suelto. Si pudiera volver… a arreglarlo, sí. Sí, se lo agradecería… Claro. Muchas gracias. Sí… ¿Cuándo? Esta misma tarde… ¡Perfecto! Sí, le espero. Muchas gracias, muy amable…

Colgó y se dejó caer en el sofá, aún temblorosa. Se llevó las manos a la frente y cerró los ojos, intentando olvidar.

De pronto, se puso en pie y corrió a la mesa. Esto no puede estar así… no puede… Corrió frenéticamente a la cocina, llenó un cubo de agua, se puso los guantes de látex y buscó el spray limpiahogar y una bayeta.

Cuando Brian llamó a la puerta, Gail aún estaba en el baño, intentando recogerse la melena. Se había duchado apresuradamente, se había perfumado… Sin pensar, había elegido aquel vestido. El de viscosa blanca y líneas simples, que caía sobre su cuerpo, ciñendo suavemente sus formas. "Debo estar loca". ¿Qué hacía, acicalándose así? Jamás lo había hecho más que para sí misma… o para impresionar a sus compañeras, o por pura diversión. Jamás se había vestido para…

Para un hombre, sí, se espetó a sí misma, lanzándose una mirada al espejo. "Te estás arreglando como una puta prehistórica, sólo porque ese hombre viene a tu casa… Oh, Dios, y ahora llaman... ¡Debe ser él!" Los prendedores rebeldes no se querían cerrar. Por fin, los arrojó al suelo y decidió dejarse el pelo suelto. Ahuecándose los bucles, corrió hacia la puerta.

Brian estaba en pie, con el mismo atuendo, la misma camisa y el mismo maletín, su expresión impenetrable y los grises cabellos encrespados. Miró a la mujer de cabellera exuberante, con el vestido blanco y el escote húmedo por el vapor del baño. En seguida apartó la vista, lanzando una ojeada alrededor. La casa resplandecía. Y ella… iba descalza.

-Me han avisado de que algo no funciona –dijo él.
-Sí… sí. Pase, por favor. Brian, ¿no es así?
Él no respondió y avanzó unos pasos, sin decidirse a seguir.
-¿Qué le ocurre? Quedó bien instalado. ¿No le ha funcionado bien, con el robot?

"No. Maldita sea, no", se dijo ella, para sí. Pero lo había previsto todo. Cuando Brian abrió la caja de comandos, contempló sorprendido los hilos retorcidos que Gail había estirado frenéticamente, rompiendo la tapa del cargador.

-¿Qué ha sucedido? –preguntó él, abriendo mucho los ojos. Ah, aquellos ojos azules… azules como piscinas. Dios, qué ojos.
La miró.
-¿Lo ha hecho usted?
Gail sonrió inocente, encogiéndose de hombros.
-Me temo que sí… Soy un poco… un poco bruta, ¿lo ve? Quise probar una cosa. No conecté bien el cargador, me impacienté y… Lo siento, de veras. Me temo que voy a darle más faena.
Brian movió la cabeza.
-Ese es nuestro trabajo –dijo, y se agachó para abrir su caja de herramientas.

¿Lo había dicho resignado? No, pensó ella. No, resignado no… Pero, ¡tan frío! ¿Dónde escondía sus emociones? Porque las tenía, estaba segura… Las tenía. Y algo en su interior le decía que un hombre que entierra tan bien sus emociones es porque las tiene muy poderosas.

Brian cambió pacientemente el dispositivo. Ella lo observó a distancia, en pie, apoyada en el sofá, mientras trabajaba concienzudamente, en silencio. Esta vez, no le ayudó. Tan sólo lo miraba, sorbiendo cada uno de sus movimientos, cada gesto minúsculo, cada ademán.

-Ya está.
Se acercó a ella, frotándose las manos contra los pantalones. Tenía las uñas mordidas y ennegrecidas, observó Gail, y seguro que sus pies eran aún peores… ¿Cómo puede atraerme alguien así?
-Por favor –ella se acercó, casi suplicante-, por favor, no se vaya. Déjeme que le invite a un refresco. Sólo serán unos minutos… ¿Quiere sentarse? Por favor…
Brian miró su reloj digital de pulsera y movió la cabeza.
-No debería… Ya lo sabe usted. Los clientes son clientes.
-Se lo ruego –insistió ella, bajando la voz, hasta llegar a un tono grave y aterciopelado. Dios, ¿cuántas veces se lo había pedido? Ella, que se jactaba de no pedir favores a nadie, de no ceder a las súplicas… ¿Cuántas veces le había dicho “por favor”?
El volvió a mirar su reloj.
-Está bien –y se sentó en el sofá, con torpeza. Gail corrió a la cocina y regresó con una bandeja y dos vasos.

Cuando Brian quiso reaccionar, ella lo había envuelto en sus brazos. Antes, ya lo había envuelto en su voz. Y él la había desnudado con la mirada, primero furtivo, abiertamente al fin.

Gail lo condujo al dormitorio, al lecho impecable, cubierto con sábanas de raso, recién estiradas. Y se libró a su cuerpo, un cuerpo imperfecto y maduro, con arrugas y vello, con pecas y zonas blandas, entre los duros músculos palpitantes. Un cuerpo de piel, húmedo y rezumando calor, con olor de virilidad.

La piel… La piel, la piel, la piel. La hubiera devorado entera, y aún no se habría saciado. Los labios. El cabello crespo. El miembro duro y vibrante. Vivo. Se hundió entre sus brazos y, mientras Brian la penetraba, lo aferró violentamente contra sí. Había traspasado el límite. ¿Qué ocurriría después? De pronto, decidió que no le importaba. Podría morir de gozo enredada, ligada, aprisionada en su cuerpo. El cuerpo de alguien real. Nada podría igualarlo. Nada. Gimió, exhausta y todavía hambrienta, y besó nuevamente su piel, tierna y cremosa, tensa y jugosa a la vez.
Bajo el lecho, el Ayax de anatomía perfecta dormía, olvidado y frío, con el corazón apagado, tristemente abandonado en su sarcófago de porexpán.