jueves, 14 de diciembre de 2006

24 diciembre 1959

Detestaba la Navidad. Aborrecía las calles invadidas de gente, las luces de los centros comerciales, la cantinela estridente de los villancicos repetidos hasta la saciedad... Odiaba los christmas, las guirnaldas, los Santa Claus apostados en cada esquina, el frenesí loco de unas fiestas que, para él, apenas significaban un recuerdo lejano y agridulce de la infancia.

Hundió las manos en los bolsillos de su garbardina y apretó el paso. El cielo incoloro languidecía y una ráfaga de viento gélido le azotó el rostro. En otros lugares nevaba. Pero en Texas rara vez se veía la nieve. El invierno era frío y gris, y los vientos helados peinaban las praderas desnudas y pardas. Se alejó del centro urbano y pronto se encontró bajo el cielo raso, solo con su silencio y sus pensamientos, caminando sobre la ancha avenida de cemento. Y se acercó al que era, casi, su hogar. Las fachadas lisas y familiares de los módulos de la universidad parecían darle la bienvenida.

Era Nochebuena. Apenas quedaba nadie en la facultad, salvo el bedel, que se consolaba en su solitaria guardia escuchando la radio. Se saludaron. “¿No hace vacaciones, doctor?”. “No, Jimmy, esta noche no. Tengo un trabajo que me trae de cabeza... ¿Está abierto el laboratorio?”. El bedel sonrió y abrió las manos. “Todo suyo, doctor. Feliz Navidad”. “Feliz Navidad”, gruñó él, perdiéndose en el pasillo.

La universidad aparecía inmensa y vacía. Sus pasos resonaban en los brillantes pasillos desiertos. Se encerró en el laboratorio. Hacía días que apenas salía de allí. Estaba solo, pero no sentía frío. Las brillantes redomas, los microscopios, las pilas de papeles desordenados, los portaobjetos... Y su taburete giratorio, su mesa y su flexo. Lo esperaban, como viejos amigos. Se enfrascó en su trabajo.

La noche caía. Tras horas de ardua tarea, silenciosa, concentrada, levantó la vista. Los ojos le escocían y se puso en pie. Dio unos pasos hacia la ventana y miró afuera. Debía ser cerca de medianoche. Estiró los brazos y respiró hondo. Las estrellas lucían enormes, guiñándole los ojos, casi provocadoras. ¿Será porque es Navidad?, pensó. Y le vino a la memoria el verso de un viejo villancico, “esta es la noche más clara...”. No pudo evitar una punzada de nostalgia. Pero atrás quedaba su niñez, el calor del hogar y del horno de pan familiar, sus juegos infantiles en la calle, cargando a los niños del barrio en el carrito de panadero de su padre, sus años universitarios en la ciudad provinciana, y su gran sueño, ya cumplido. Había querido ser un científico, y lo había logrado. Había querido ir a Estados Unidos, y allí estaba, arraigado en su patria adoptiva, sin desear volver, sumergido en la que sería su mayor pasión.

El origen de la vida. Desde chiquillo, contemplando los cielos estrellados de su pueblo natal, se había hecho la misma pregunta. ¿De dónde viene todo? La religión no le había dado respuestas. Y sus estudios sólo despertaron más preguntas. Ahora, consumía sus horas en el laboratorio investigando cómo en un pequeño planeta azul se llegaron a formar aquellas cadenas microscópicas, pequeños collares de perlas, en cuyas cuentas se contenía la fórmula secreta para engendrar la vida. Mirando los astros relucientes, se sonrió para sí, y repasó los versos de su poema favorito: “has hecho las cosas a mis ojos tan bellas / has creado mis sentidos para ellas...”

Sí, la ciencia también era poesía. En un pedazo de ADN había tanta belleza como en aquellos rosarios de estrellas desparramadas en el inmenso telón de la noche.

Volvió al trabajo y encajó los ojos, de nuevo, en el microscopio. Y entonces el corazón le dio un vuelco. Allí, sobre el portaobjetos inmaculado como una luna transparente, una pequeña serpentina azulada acababa de formarse. Dio un grito alborozado.

Agua y cianuro. Era una hermosa y fascinante paradoja, que llevaba días gestándose en su mente. Y por fin había estallado. El elemento vital y el veneno mortal, fundidos en una misma reacción, eran capaces de generar los compuestos primigenios de los seres vivos. Dio varias vueltas por el laboratorio. Era la primera vez que aquella fusión, preludio del surgimiento de la vida, se producía en un laboratorio. Y había sido allí, sobre su mesa, entre sus manos. Sintió vértigo y una emoción muy honda. ¡Tenía que contarlo a alguien! Y entonces pensó que aquella era la noche de Navidad. Todo el mundo estaría en sus casas, con familiares y amigos, celebrando el nacimiento de un niño –de un Dios- en el que él había dejado de creer, mucho tiempo atrás. Natividad. Nacimiento. Vida. Sí. Aquella noche clara y luminosa él también tenía algo que celebrar.


Dedicado a la memoria de un gran científico y excelente persona, a quien tuve el privilegio de conocer y con quien compartí deliciosas conversaciones y los versos de su poema favorito, recitado de memoria bajo la luz de las estrellas.

lunes, 11 de diciembre de 2006

El amo del habitaco

Perucho Correcaminos llegó al pueblo por el camino real. La aldea era, en realidad, una calle torcida como una hoz, rodeada de casas y festoneada de huertas y prados. El muchacho se llegó a lo que podía considerarse la plaza del pueblo, un ensanche de la calle principal, donde los rebaños se reunían y los lugareños se detenían a charlar o a tomar un vino en el tugurio que llamaban café. Varios pares de ojos, entre curiosos y desconfiados, repasaron de arriba abajo al recién llegado. Ni corto ni perezoso, Perucho se dirigió al primero que vio.

-¿No habrá trabajo en este pueblo?
- ¿Andas buscando faena, rapaz? Pues mal lo tienes.
- No corren buenos tiempos... ¿Qué sabes hacer?
- De todo, señor. Tampoco pido gran cosa. Me conformo con un plato en la mesa y un catre para dormir.

Uno de los aldeanos se rascó la hirsuta barba de dos días y frunció el ceño bajo la boina. Miró a sus paisanos antes de hablar.

- Pues el Lunático anda buscando mozo para servir.

Los aldeanos se miraron entre sí, haciendo muecas cuyo significado Perucho no supo descifrar.

- Anda, rapaz. Si quieres probar suerte... El Lunático es un hombre rico, a lo mejor te paga bien. Vive en la última casa del pueblo, por ahí. La más grande, está en medio de un prado, con tapia de piedra.
- ¡Gracias, señor! Voy ahora mismo.
- Pero ándate con cuidado, chaval. Ese hombre es un poco... Ejem, como el nombre lo dice.

Perucho se encogió de hombros. No le importaba cuán raro fuera el tal Lunático. Había pasado por otros amos, a cual peor, y a sus doce años tenía una experiencia de la vida lo bastante amplia como para que un dueño malcarado y gruñón lo pudiera amedrentar. Perucho Correcaminos era un galopín, un trotamundos. Huérfano y solo en el mundo, desde muy chico había aprendido a sobrevivir, ya fuera trabajando o hurtando; a copia de limosnas o de timos. Su hogar era el camino y su techo el cielo raso. Su escuela, la dura, hermosa e implacable vida de quienes trampean en el arcén.

El Lunático abrió el portón de la casa. Una mansión inmensa, pensó Perucho, levantando los ojos hasta el alero del tejado, dos pisos de piedra por encima de su cabeza. El dueño era un hombre hosco e imponente, de gruesas mandíbulas y cara ceñuda.

- ¿Qué andas buscando, rapaz?
- Busco trabajo, señor. Me han dicho que usted necesita un mozo de servicio y... bueno, ¡aquí estoy! Perucho Correcaminos, para servir a Dios y a usted.

Hizo una graciosa inclinación de cabeza, que hizo caer sobre la cara pecosa sus mechones lacios de pelo caoba. El Lunático gruñó pero lo hizo pasar dentro.

-Escucha bien, chico. En esta casa, yo pongo las normas, y todo el mundo las obedece. ¿Entendido? Lo primero que debes aprender es cómo se llama cada cosa.
- Sí, señor.
- Vamos a ver. ¿Cómo se llama esto? –preguntó, y señaló el hogar, donde ardía una alegre lumbre.
- Eso es el fuego, señor.

El Lunático levantó su brazo, macizo como un leño, y lo descargó con fuerza sobre los hombros del pobre Perucho. El muchacho se tambaleó, aturdido. Esperaba golpes... ¡pero no tan pronto, sin haber hecho nada!

- Eso, rapaz, se llama “Altamira”, para que lo sepas. Y dentro de estas paredes, siempre será Altamira, ¿lo entiendes?
- Sí... sí, señor. Altamira –balbuceó Perucho, reponiéndose.
Entonces el Lunático le mostró un barreño lleno de agua.
- ¿Y esto? ¿Qué es esto?
- Señor, es agua... Agua clara.
Apenas lo vio venir, y el Lunático le arreó una sonora bofetada en plena cara.
- Pues aquí no es agua, ¡es “Abundancia”! Apréndelo de una vez, porque no voy a repetirlo.
- Sssí..., señor. Abundancia.
- Y esto, ¿qué es? –dijo el hombre, señalando la escalera de madera que subía al piso superior.
Perucho se estrujó los sesos, ¿qué podía decir?

- Es una escalera, señor.

Ahora lo esperaba. Perucho se encogió e intentó esquivarlo, pero el Lunático era un hombretón fornido y rápido, y el pobre muchacho no pudo librarse de un nuevo mamporro que le asestó entre las costillas.

- ¡Eso es la “Altiquera”! Y no se te ocurra llamarla de otra manera. Aquí soy yo quien dice cómo se llaman las cosas.

Así, el Lunático fue mostrando diversos enseres y partes de la casa, enseñando al perplejo Perucho cómo debía nombrar a cada cosa. El chico ya se arrepentía de haber ido a parar ante aquel amo loco de remate, cuando la vista de unos suculentos chorizos y un par de buenos perniles que vio colgados de unas vigas le hizo reconsiderar su situación. Al fin y al cabo, pensó, por un buen bocado de aquellos manjares y un rincón junto a aquel bien nutrido hogar bien valía la pena aprender cuatro palabrejas. ¡Se acostumbraría!

Finalmente, el Lunático tomó en brazos a un gato. Un gato siamés, gordo y flemático, que había observado impávido toda la escena, tendido junto al fuego del hogar. Perucho observó, asombrado, que aquel pedazo de bruto acariciaba la barriga del animal y le hacía carantoñas, con inusitada ternura.

- ¿Y qué es esto, rapaz?
- Señor –dijo Perucho, desesperando de encontrar palabras-. Es un gato... un gato muy... muy bonito, eso es.

El Lunático soltó al gato para atizar un nuevo puñetazo al magullado chiquillo. El minino dio un bufido y cayó sobre el suelo, a cuatro patas, para volver a su plácido rincón junto a la lumbre. El Lunático lo señaló.

- Ese es el amigo más útil y valioso... ¡Y se llama “Piscalrato”! No lo mientes de otra manera, o te caerá un sopapo.

El pobre Perucho pensó que ya no podía recibir más coscorrones después de aquella inesperada tunda. Pero aún quedaba algo más. El amo lo arrastró casi por las orejas hasta llevarlo fuera de la casa, en medio del prado. Entonces le señaló la mansión.

- ¿Qué es eso?
- Señor, es su casa...
- ¡Eso es el “Habitaco”! –tronó el Lunático, tras la correspondiente zurra–. Y que no se te olvide jamás, muchacho, si quieres servirme como criado.

Perucho se quedó. El hambre, que no la fe, mueve montañas, pensaba el zagal, y las jugosas morcillas y la cecina del amo eran poderosos disuasorios cuando le venía la tentación de largarse y dejarlo todo. Pero convivir con el Lunático no era fácil. No bastaba con aprender los nombres de las cosas. Perucho descubrió que predecir sus cambios de humor y averiguar qué podía complacer a su amo era ciencia harto difícil y posiblemente reservada a mentes privilegiadas, o más versadas en el arte de la adivinación. Así que el infeliz muchacho andaba afanado de aquí para allá, trajinando en la casa y en el corral del amo, haciendo recados por el pueblo, llevando y trayendo las vacas y las ovejas, con la piel pecosa cubierta de moratones. Las gentes del lugar lo miraban con compasión y se admiraban de que pudiera durar tanto. “Pobre rapaz”, decían. “En mala hora le dijimos que fuera a casa el Lunático. Un día lo matará a palos”.

Los buenos bocados no pudieron evitar que se despertara el gusanillo del odio. Aún más que al amo, Perucho detestaba al minino, que poco honor hacía a su nombre, pues ratones cazaba bien pocos, y en cambio se regodeaba comiendo del plato de su señor, sorbiendo tazones de nata y deambulando perezoso y altivo como un maharajá por toda la casa. Con sus ojos de cristal verde, partidos por aquella rayita negra y malévola, el sibilino animal parecía vigilarlo. “El tarugo del amo me las pagará un día”, pensaba Perucho. “Y al Piscalrato ese que no se come una mosca le daré pa’l pelo”.

Y un día, Perucho vio llegada la hora de la revancha. Piscalrato dormitaba junto al hogar, en su hueco favorito. El amo estaba fuera de casa, tardaría en llegar. Todo era silencio en la casona. Perucho alimentó la lumbre y escuchó el crepitar de los troncos, mientras el fuego lamía la leña seca. Le gustaba mirar el fuego. “Altamira”... se dijo, burlón. Entonces miró al gato. Echado en el suelo, ni se había inmutado. Y Perucho tuvo una idea perversa.

Dicho y hecho, tomó un sarmiento seco, lo untó en manteca y lo prendió en el fuego. Cuando estuvo encendido, lo acercó con cautela a la cola del minino.

¡Miarramauuuuu! El gato se arqueó, pegó un bufido y saltó despavorido. Su cola plumosa ardía como la yesca. Y el pobre animal huyó escaleras arriba, agitando el rabo como un tizón encendido, maullando desesperado. Perucho se desternillaba de risa. Pero el fuego se esparció por toda la casa y, a los pocos minutos, las llamas prendían en las vigas y en los umbrales. Humo negro comenzó a salir de las ventanas. Perucho se precipitó hacia el prado, cruzó la tapia y salió a la calle, dando voces. Todo el pueblo se alarmó y acudió a ver qué sucedía.

- ¡Abundancia! –gritaba–. ¡Corran con abundancia!
- ¿Qué ocurre, rapaz? –preguntaban los paisanos del pueblo, alarmados.
- ¡Abundancia! –seguía vociferando Perucho-. Sube Piscalrato por la altiquera arriba, cargado de altamira. ¡Si no corren con abundancia, se nos quema el Habitaco!
Perucho se desgañitaba, pero los aldeanos se rascaron la cabeza.
- ¿Qué dices, muchacho?
- ¿Se habrá vuelto loco, como el amo?

En esto que llegó el Lunático al pueblo. Cuando vio la humareda espesa y oyó a continuación los gritos de Perucho, echó a correr hacia la plaza.

- ¡Abundancia, vecinos! –clamaba Perucho-. ¡Lleven abundancia! ¡Que hay altamira en el Habitaco!
- ¡Inútil! –bramó el Lunático, llegándose hasta el muchacho y zarandeándolo con violencia-. Pide agua, ¡desgraciado! ¡Grita fuego! ¿No ves que se nos quema la casa?
- ¡Abundancia! ¡Abundancia! –seguía chillando Perucho, y esta vez no le importó la somanta del amo. Reía y gritaba a la vez, mientras los vecinos reaccionaban y corrían a buscar calderos de agua. Era tarde. El Habitaco era pasto de las llamas.


“Quizás el Lunático aprendió la lección”, pensó Perucho, mirando atrás. La aldea desaparecía de vista tras una colina verde. “Pero yo vuelvo a estar sin trabajo. Al menos, me quedó esto...”. Se llevó a la boca un pedazo de chorizo, medio chamuscado, que había salvado de la quema y guardaba en el bolsillo. Masticando de buena gana continuó andando a paso ligero. El camino, su viejo hogar, le daba la bienvenida de nuevo.

domingo, 10 de diciembre de 2006

Virgen

Amanecía. El rayo de luz hendió la suave penumbra de cal y adobe y se posó sobre su cabello. Ella se arrodilló.

Abrió las manos y cerró los ojos ante el ventanuco estrecho, por donde el cielo asomaba con su retazo azul. Respiró hondo. Cada mañana Dios la saludaba así, con su beso de sol sobre la frente. Pero aquel día había algo más.

Sintió el soplo a su lado, y un susurro al oído la estremeció. Abrió los ojos y se volvió.

- ¿Quién eres?
- Soy la voz de Dios.

Leve temor la hizo temblar. Dios sólo hablaba a los santos y a los profetas. Al menos, con palabras. Ella tan sólo necesitaba adivinarlo en el Sol.

Miró de nuevo a su lado. Hermosa y cálida presencia, susurrante. Dulce como el perfume de las flores de almendro.

- ¿Por qué vienes a mí?
- Porque Dios se ha enamorado de ti. Te ama, tan locamente, que quiere venir a alojarse en ti.
- ¿En mí...? ¿Por qué en mí?

La sonrisa la turbó.

- Porque eres pura como la hierba tierna sin hollar; porque eres transparente como el agua de un manantial; porque eres nueva y audaz como la aurora.

¿Qué podía decir? A ella le bastaba con amarlo, sin esperar más.

- Soy sólo una pobre muchacha.
- Pero él te ama. Y quiere hacer de ti su hogar.
- ¿Qué puedo ofrecer a mi Señor? Nada tengo...
- Y nada necesitas. Pero tu corazón está entero. Desnudo y vacío, como un santuario sin velo. Y te quiere así, toda para él.
- Mi santuario es un desierto… ¿cómo puede desearlo?
- Él inundará tu desierto y lo convertirá en un vergel. Anidará en tu cuerpo y tu piel lo envolverá, como la más rica de las sedas. Tú eres su lirio de Sarón, su rosa de los valles. Y tus arenas florecerán.

Ella abrió las manos, de nuevo. Y el rubor del alba cubrió sus mejillas. Ahora él estaba delante. El rayo de sol atravesaba su cuerpo iridiscente. Extendió sus manos. Y sus dedos de luz se posaron en ella.

- Llevas dentro de ti una semilla, que crecerá y se hará hombre. Desde este instante, toda la raza humana será estirpe de Dios.

Ella levantó los ojos. Y el cielo se prendió en ellos.

- Tú serás su amada. Él será tu gozo y tú lo colmarás de placer. Porque en ti ha encontrado su paraíso.

El aliento de Dios sopló entre sus cabellos y se deslizó sobre su piel. Miró a su alrededor. Silencio entre las cuatro paredes de toba. Estaba sola. Y se llevó las manos al vientre liso de doncella.

No estaba sola. La simiente minúscula llameaba, palpitando en sus entrañas.

sábado, 9 de diciembre de 2006

Jasmine -IV-

La carrera

Oscar lo anunció al equipo una tarde. Era un maratón importante y el equipo del instituto tomaría parte entre otros de la ciudad. Cada equipo podía elegir hasta dos candidatas para la carrera, las mejores. Por supuesto, todas sabían quiénes eran. Vanessa y Sandra sonrieron al oír a su entrenador. Pero, en el transcurso de aquella primavera, algo vendría a cambiar las cosas.
Sandra llegó un día, con la pierna escayolada y entre muletas. Había ido a esquiar el fin de semana con su familia y había caído. ¡Mala suerte! Aquella tarde, Oscar recorrió con la mirada a su equipo de chicas corredoras... Vaciló un poco, todas guardaban silencio. Por fin, la señaló.

–Jasmine.
–¿Yo?

Jamás había soñado ser seleccionada para una competición. ¡Apenas quedaban unas semanas! Desde aquel día, ella y Vanessa tuvieron que entrenarse a diario. Jasmine lo explicó como pudo a su madre. Arrebujada en su pecho tierno, remoloneó como una niña mimosa, mientras jugueteaba con su velo y olía aquel aroma tan entrañable de mamá, mezcla de henna y de agua de rosas.

–Pero, hija... ¿Un maratón? ¿Por qué tienes que ir tú? ¿Qué le diremos a babá?

No se enteraría, insistió ella. “Yo misma se lo explicaré”. Aprovechó un momento en que él estaba de buen humor, después de la cena. Toda la familia se había reunido alrededor, como de costumbre. Sentados en la mullida alfombra, la madre servía los pocillos de té mentolado, hirviendo y muy dulce. Jasmine se sentó en la falda de su padre, cariñosa. Babá estaba contento, ¡había sacado muy buenas notas en el último trimestre! Y ella se sorprendió a sí misma oyendo con qué facilidad mentía y le explicaba que tenía que preparar trabajos de fin de curso con sus compañeras, en la biblioteca, y por eso regresaría un poco más tarde cada día, al menos durante un mes.

–Si es para seguir siendo la mejor de la clase... ¡Adelante! –dijo él, acariciando su mejilla. Luego la hizo bajar de su regazo, suavemente–. Vamos, ¡ya no eres una niña!

El día de la competición se acercaba. Vanessa y ella se entrenaban duro. Corrían, hacían ejercicios de musculación, se cronometraban, ensayaban la carrera una y otra vez... Con ellas dos a solas, Oscar dejaba de ser el muchacho guapote y algo ligón. Era duro, y exigía a sus pupilas hasta el límite. Las agujetas, que hacía tiempo habían dejado de sentir, volvieron. Vanessa se quejaba. A Jasmine también le dolía, pero callaba. En cierto modo, le gustaba que Oscar fuera así. Lo prefería.

Una tarde, Vanessa marchó antes. Había quedado con unas amigas para estudiar y Jasmine acabó el entrenamiento sola. Cuando se retiraba a los vestuarios, él la detuvo.

–Buen trabajo, Jasmine. Oye, te invito a tomar algo cuando salgas, ¿quieres? ¡Te lo mereces!

Ella enrojeció hasta las cejas, bajo su piel ya arrobada por el ejercicio. El corazón le dio un vuelco, ¡jamás un chico la había invitado a tomar nada! Pero Oscar sonreía con mirada inocente. ¿Qué tenía de malo? Y aceptó.

No podía creérselo. Había salido, con el pelo mojado, sin recoger, y sin pañuelo. No fueron muy lejos. Se sentaron en una terracita al aire libre, enfrente del instituto. Él pidió Coca Cola. Ella no sabía qué pedir y pidió lo mismo. Y se retrepó en la silla, nerviosa, mirándolo de reojo. Alá misericordioso, qué guapo estaba, pensó. La cara despejada, aquellos buclecillos de pelo mojado y rebelde... y aquel cuerpo de Apolo insinuando sus curvas fibrosas bajo la camiseta de algodón. Oscar la observó, sonriente, con su sonrisa limpia y cautivadora. La miraba a los ojos sin temor, y Jasmine respiró hondo. “Es mucho mayor que yo”, se dijo, “¿Veintidós años, había dicho? De quince a veintidós iban siete... ¿Eran mucho, siete años?” Mientras cavilaba estas y otras tonterías, él comenzó a hablar, despreocupadamente. Cuando el camarero les sirvió las Coca Colas, ella agarró su vaso con fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Una brisa traviesa sopló sobre sus cabellos, los bucles húmedos le rozaban la nuca.

–¿Sabes? –decía él–. Cuando nos preparábamos para las pruebas del INEF, no podíamos tomar nada de esto. ¡Sólo agua! Agua pura, arroz hervido, pollo... ¡y clara de huevo! Y un montón de suplementos de proteínas y minerales... ¡Era terrible!

Oscar le explicó los duros años de preparación física, la prueba final, la emoción de aprobar... Le habló de sus sueños. ¿Por qué le contaba todo aquello?, se preguntaba ella. Pero bebía sus palabras con fruición. Quería seguir con el atletismo, competir, al menos durante unos años. Y luego, tal vez montar un gimnasio. O quizás se decidiera por hacer clases. Le gustaba entrenar a chicos y chicas más jóvenes, incluso a niños pequeños. Quería enseñar lo que él había aprendido, animarles a luchar por una meta, por un sueño. Por eso había formado los equipillos de atletismo del instituto. Como profesor todo era más seguro, dijo. Aunque un cierto grado de riesgo le atraía...

Jasmine lo escuchaba, atenta, asintiendo y preguntándole de tanto en tanto. Se olvidó de sus propias sensaciones y de su refresco. La Coca Cola se calentaba entre sus manos y las burbujitas languidecían, posándose en el fondo del vaso. De pronto, Oscar se detuvo y se hizo un silencio. Ella levantó los ojos hacia él, alarmada. La estaba mirando fijamente.

–Bueno, ¿y tú? Me he pasado el rato hablando de mí mismo y de mis cosas, ¡menudo rollo te he largado! ¿Qué me dices de ti?
Ella se encogió de hombros y sonrió, entre tímida y coqueta. ¿Qué podía decir?
–Jasmine... –murmuró él, y ella se estremeció al oírlo. Arrullo de palomas.
–¿Qué? –respondió, con cierta brusquedad.
–Tienes un nombre precioso. Jasmine... ¿qué significa?
–En árabe, Jasmine es un nombre de flor –explicó ella.
–Qué bonito. Una flor. Va bien contigo. ¿Sabes qué significa Oscar?
Ella negó con la cabeza y bebió un sorbo de Coca Cola. Lo miró curiosa.
–Pues fíjate. Oscar es un nombre céltico. Significa el que ama a los ciervos. Los ciervos son animales corredores... ¿será casualidad?
Ella asintió y, de pronto, se echó a reír. La Coca Cola burbujeaba en su garganta y le hacía llorar los ojos. Era como estar ebria... ¿Se le habría subido a la cabeza? Jasmine tampoco podía creer que era su voz la que oía, juguetona y bulliciosa.
–Así que eres amante de los ciervos... Y nosotras, las chicas del equipo, somos tu manada de ciervas, ¿no es verdad?
Ahora él también reía. Qué bueno, santo cielo, qué bueno era reír juntos, pensó ella. Era como una catarata que se desencadenaba, jocosa y alborotadora, espumeante como la Coca Cola deslizándose por dentro de su pecho.
–Pues sí, en cierto modo, sí...
–Y tienes que domarnos para que no nos desmadremos como cabras locas –continuó ella, risueña, osadamente locuaz.
Oscar se la quedó mirando de nuevo. Y sonrió de un modo especial. Con ternura. Movió la cabeza y esperó que la risa cascabelina cesara.
Entonces se acercó a ella, apoyando los codos en la mesita de metal, y la miró a los ojos. Bajó la voz.

–No, Jasmine. Mi tarea no es domaros. Mi misión, como entrenador, es justamente lo contrario. Debo conseguir que saquéis todas vuestras fuerzas, vuestro genio y vuestra ira interior. He de hacer que aflore en vosotras vuestro yo más salvaje. Y que, el día de la competición, esa fiera salte sobre la pista.

* * *

Llegó el gran día. Su madre estaba nerviosa, y Jasmine meditó, por primera vez, cómo debía sentirse, teniendo que ocultar tantas cosas, ya no sólo a sus hijos, sino a su esposo. Pero estaba resuelta. “Iré a verte. Esto no puedo perdérmelo”. Era un sábado por la mañana. Las dos marcharon. De compras al centro, dijeron. Cuando llegaron al estadio, Jasmine tomó la bolsa de lona y corrió al vestuario. Vanessa la esperaba, ya lista, inquieta. La veía insegura por primera vez. Oscar también estaba cerca. “Vamos, mis muchachas, a por ellas”. Jasmine estaba tranquila. Ni por asomo soñaba competir con aquellas formidables corredoras, puro músculo, que le sacaban una cabeza por encima del hombro. Vanessa aún podía esperar algo, pero ella tan sólo competía por competir. Correría lo mejor que supiera, era su primera carrera, sería como un entrenamiento más. Se miró y se vio esmirriada y poca cosa. Llevaba su maillot y su body de licra bajo una camisa holgada. Y el pañuelo. Ajustó el nudo y salió a la pista.

Eran doce corredoras de cinco equipos distintos. Cinco vueltas, mil metros. Lo habían repasado con Oscar una y otra vez. Si después de la segunda no estáis entre las cinco primeras, mantened el ritmo y olvidaos. ¡Disfrutad! Si en la cuarta conseguís estar entre las primeras, ayudaos. Relevaos y no dejéis que os adelanten. En la última vuelta, no ahorréis las fuerzas e intentad un sprint. ¡Sin aflojar! Ahora todo depende de vosotras.

Encajó su mano con Vanessa, se sonrieron y se situaron en la línea de partida. Jasmine recorrió con la mirada las graderías, atestadas de padres, hermanos, abuelas y pandillas de amigos que coreaban a sus campeonas. La buscó con la mirada. Allí estaba. Erguida, serena, enfundada en su elegante jabador y con su velo color crema, su madre también la miraba, casi con devoción. Se mordió los labios cuando alguien a su lado la señaló e hizo un comentario. “Ese velo”. Ella movió la cabeza. No le importaba. Se dio cuenta de que muchos la señalaban y ahora el público observaba, curioso, a la chica del pañuelo, la mora escuálida y desmañada, con aquella camiseta ancha como un blusón sobre sus piernas flacas. Respiró hondo y recordó las palabras de Oscar. Y su voz. Se agachó y posó las manos en la pista. Aguardó, el segundo más interminable de su vida, hasta que oyó la señal de salida.

A medida que aceleraba, Jasmine dejó de pensar. Su cuerpo se elongaba, sus pies batían el suelo, rítmicamente. Dejó de mirar a sus compañeras, atenta a su respiración y a su pulso. Una vuelta, y comenzó a sentirse realmente bien. No le importaba ganar o perder, ¡disfrutaba corriendo! Alargó las zancadas, long strides, decía Oscar, en su inglés chapucero, mientras las azuzaba en los entrenamientos. El hombre en la luna da un salto seis veces mayor que en la tierra, recordó, sin saber por qué. Y saltó. Dos vueltas. Entonces miró adelante. ¿Sólo cuatro chicas? ¿Dónde estaba Vanessa? Alborozada, Jasmine apretó ligeramente el ritmo.

No supo cuándo ni cómo, pero lo sintió. En un momento dado, el velo se desató, y salió volando, como una mariposa atolondrada. La goma del pelo fue detrás. Jasmine sintió su cabellera flotar, libre por fin. Y corrió aún más. Como si le quitaran un peso de encima. Ahora su piel devoraba el viento.

Quedaban dos vueltas para la meta. Comenzó a oír, muy lejanos, batir de palmas. El público las jaleaba. Sólo tenía a dos corredoras por delante. Dos muchachas recias y altas, una pelirroja y hombruna, la otra castaña y elegante como una yegua persa. Corrían a ritmo implacable y regular, casi codo con codo, sin decidir a adelantarse. Forman una barrera, pensó Jasmine. Y entonces sintió que algo la molestaba de nuevo.

Era la camiseta. Sin dejar de correr, la agarró con ambos brazos y se la sacó por la cabeza, arrojándola lejos de la pista. ¡Ya estaba! Con la licra pegada al cuerpo, expuesta al mordisco del aire, Jasmine se sintió desnuda. Desnuda y salvaje, como una corza montaraz. Libre. Libre y enorme. “Oscar, esto va por ti”, pensó, sonriendo para sus adentros. Y la ira se desplegó dentro de ella, y se enredó en sus pies. Estalló en su pecho y salió volando sobre la pista, buscando el sol.

Volaba, y sólo sentía el latir de su pecho, y el aire, y la luz. Abrió los muslos y alargó los pasos. Se abrió paso por un lado. Rebasó la curva y las dejó atrás. Ellas mantenían su ritmo, pesado, regular, implacable. Pero Jasmine aleteó ante sus narices, y corrió sola la última media vuelta, la pista entera, ancha y vacía, extendida ante sus pies. Y cuando rebasó la línea de meta, no oyó los aplausos, ni los gritos, ni el clamor. Siguió corriendo, alada y sonriente, casi sin esfuerzo, hasta que la gente invadiendo la pista la hizo frenar, cincuenta metros más allá. Divisó a los entrenadores de los otros equipos, al fisioterapeuta, a los árbitros... Se acercaban a ella, felicitándola. Aún trotaba, cuando lo vio. Oscar apartó una valla y se acercó a ella de un salto. Y la abrazó.

-Mi gacela salvaje... ¡Has podido con todas!

Jasmine no sabía lo que hacía. Sólo sentía su pecho, palpitando furiosamente, contra el pecho duro y terso del entrenador. Había saltado a su cuello y lo había enlazado, con las piernas aferrando su cintura. Ella estaba empapada, desmelenada y sudorosa, pero él olía a limpio y su camiseta de algodón era suave. Enjuagó el rostro frotándolo en su hombro. ¡Alá misericordioso!, ¿qué estaba haciendo? Se soltó. Apartándose de él, miró a su alrededor. Las otras corredoras llegaban, derrengadas, los rostros contraídos por el sufrimiento. ¡Ella no había sufrido! Pero ahora sólo pensaba una cosa. Y se volvió hacia el público.

No oía los aplausos ni los vítores. Sólo buscaba a alguien con la mirada, hasta que la encontró. Y tuvo que frotarse los ojos. Entre el sudor y las lágrimas, que le escocían en las pestañas, Jasmine vio a su madre, en pie, gritando entusiasmada en medio de la multitud. Su melena, negra y espesa, caía sobre su espalda, mientras saludaba a su hija con una mano y con la otra agitaba el velo desatado en el aire azul. El pañuelo revoloteaba como una paloma.

Jasmine -III-

Desvelos y despertares

No se dio cuenta hasta meses más tarde, cuando Oscar irrumpió en sus sueños nocturnos. Era media noche y se incorporó de golpe, en el lecho, temblando y empapada de sudor, con el corazón palpitante como si hubiera corrido un maratón. Apartó el sueño de su mente, de un manotazo. “No puede ser”, se dijo. Olvídalo. No pienses más... Abrió la ventana, sigilosa, y se tendió en la cama, echando a un lado las sábanas. Permaneció inmóvil largo rato. Pero su mente era un ciclón arremolinado. Y aquel calor que le subía por el bajo vientre, encendiéndole las entrañas, la turbaba. Ya no era el viejo dolor, no. Pero aún asustaba más. Era tremendamente placentero.

Un día se miró al espejo. Había acabado el entrenamiento un poco antes que sus compañeras, pues debía regresar a casa por un compromiso familiar. Estaba sola, desnuda, en el vestuario. Ya se había acostumbrado a la fresca y desabrida intimidad con las otras chicas, las primeras mujeres desnudas que jamás había visto, entre vapores de duchas calientes, zumbidos de secadores y revolotear de toallas, champús, desodorantes y tubos de gomina. Pero jamás se había atrevido a mirarse a sí misma. Aquel día lo hizo. Se plantó ante el azogue empañado y se observó de los pies a la cabeza. Contempló el cuerpo alargado de color chocolate claro, las largas piernas, el torso delgado y las pequeñas dunas morenas de sus senos enhiestos de adolescente. Dio media vuelta. Los glúteos redondeados de su recién estrenada feminidad, pequeños y respingones, dibujaban una curva osada entre su espalda y sus muslos. ¿Era bonita? No lo sabía. Se miraba, absorta y curiosa. El pelo negro, suelto, pecaminosamente rizado y alborotado, se desparramaba sobre sus hombros y goteaba sobre su piel, haciéndole cosquillas. ¿Era ella, de veras, aquella imagen que le devolvía el espejo? Se tocó el vientre, casi cóncavo como una cuchara, y la piel se le erizó.

De pronto, salió del ensueño. Sus compañeras llegaron, ruidosas como bandada de gaviotas, y en pocos segundos invadieron el baño. Se apresuró a envolverse en su toalla. Vanessa le palmeó el trasero, riendo desenfadada.

–¿Os habéis fijado qué tipazo? Podrías presentarte a un casting de modelos...

Ella enrojeció, de vergüenza y de secreto placer. Jamás, jamás, jamás en su corta vida, había soñado ni por asomo que alguien pudiera considerarla atractiva.

Otro día, se quitó el velo. La primavera entraba, el sol apretaba aquella tarde durante los entrenamientos, y el travieso pañuelo no se quería dejar atar. Después de verla hacer el nudo, por cuarta vez, Oscar se acercó, sonriente.

–Quítatelo, ¡no pasa nada! Aquí sólo estamos nosotros... Nadie más te verá.

Y Jasmine se lo quitó, de una revolada. De pronto, se sentía rebelde. Y se dirigió saltando a su puesto, esperando el relevo que le pasó Sandra. Cuando salió corriendo, le pareció que su cabeza volaba. El aire silbaba entre sus orejas, los bucles flotaban al viento... ¡Era increíble! Desde aquel día, y sólo durante los entrenamientos, Jasmine se quitó el velo. Bien recogido el pelo en una coleta, eso sí. Sus compañeras la animaban. “Así corres más, ¿no lo ves? El velo te frena” Sí, tal vez tenían razón. Pero no era su cuerpo solo el que corría.

Desde hacía muchos meses, desde el día en que entró en el gimnasio, Jasmine sabía que era otra. Con el movimiento, brotaron alas de sus brazos. No sólo sentía la fuerza latir en sus piernas y en sus miembros que se estiraban. A medida que podía hacer más cosas con su cuerpo, su espíritu también se ensanchaba. Ahora caminaba y sentía el suelo, firme, bajo sus pies. Era como si hasta entonces hubiera vivido en una nube, flotando, y de repente hubiera descendido al mundo real. Una nube feliz y dulce en la infancia, arropada en un hogar seguro y previsible, mimada por su madre, su padre y sus hermanos. Una burbuja irisada que había acabado degenerando en un negro nubarrón, lúgubre y opaco. Ahora había caído al suelo. Echaba raíces para crecer. Tocaba, olía, respiraba. Se había hecho mujer. Y Jasmine comenzaba a soñar en su futuro, con cierto temor. Quería seguir con el deporte. Y quería estudiar. Su padre siempre había alentado en sus hijos el amor al estudio. Su hermano mayor ya estudiaba derecho, y los siguientes también esperaban hacer carrera. Cuando ella había formulado que quería ir a la universidad, babá no había puesto impedimentos. “Pues claro, preciosa. Serás toda una licenciada”, le había dicho. Ahora, Jasmine soñaba. Le gustaba la historia y se imaginaba, como las heroínas del cine, excavando yacimientos arqueológicos entre los tells arenosos de aquellos países lejanos, donde decían que se había fraguado la cuna de la civilización. Soñaba... y no se atrevía a soñar en aquel otro aspecto de su vida. Allí acababan los sueños. Su madre y las amigas de ella la aleccionaban, introduciéndola en otro mundo y otras artes, la sabiduría y los secretos que toda esposa amante debía conocer. Un mundo fascinante y aterrador a la vez. Cadenas de seda, brumas de sándalo. Pensaba en Oscar y la angustia la atenazaba de nuevo. Sólo tenía quince años. ¿Hasta cuándo podría permitirse soñar?

Jasmine -II-

El entrenador

Lo hicieron a escondidas de su padre. Sus hermanos tampoco debían saberlo. Compraron el chándal, varias camisetas, las zapatillas. El primer día que se presentó en el gimnasio, con su flamante Adidas y el velo blanco bien apretado, todos la miraron. Alguien reprimió risitas burlonas. Idiotas, pensó ella. Se tragó la vergüenza y apretó los puños. Pero el profesor apenas la miró, como si hubiera acudido a aquella clase toda la vida, y, a voces, los envió a todos a correr al patio.

Jasmine no era una niña marginada. Aunque un tanto introvertida, tenía su pequeño círculo de amigas, con quien compartía risas y secretos. Su incorporación a las clases de gimnasia fue una novedad en el instituto, pero todos, profesores y compañeros, lo vieron con aprobación. La integración, hay que adaptarse a las costumbres, etc., etc. Los retazos de manido discurso políticamente correcto le resbalaban por los oídos. Jasmine se concentró. Aquello era nuevo en su vida. Y su cuerpo, ávido de experimentar, aguardaba, tenso y expectante. Cuando el profesor los mandó al patio, ella echó a correr, casi sin pensar, asombrándose de su propio movimiento y ante aquella sensación nueva de sentir cómo la sangre corría –no, corría no, ¡se desbordaba!- por todas sus venas, por todos los rincones de su cuerpo desconocido.

–¿Te has fijado en aquella chica?

Era Oscar, el entrenador de atletismo. Hacía las prácticas del INEF y solía acompañar al profesor en las clases, además de entrenar a un grupo de chicos y chicas dos tardes por semana. El profesor hizo visera con la mano y miró a lo lejos, donde cuatro o cinco muchachas corrían, avanzadas sobre los demás.

–¿Quién, Vanessa?
–No, no digo ella... La otra, la menudita, ¡la del velo! Nunca la había visto.
–Porque nunca había venido, hasta hoy. Es la morita, la hija del imán. Su padre no quiere que haga gimnasia, pero vino su madre y dijo que el médico se lo había prescrito... ¿Tú crees? ¡Pues ahí la tienes! Con velo y todo. No está mal, para ser el primer día, ¿verdad?
Oscar arrugó el entrecejo y observó el cuerpo grácil que se movía, saltarín. No perdía el ritmo y ni siquiera las atléticas muchachas que iban en cabecera pudieron dejarla rezagada.
–Pura sangre africana –comentó, sonriendo. El profesor hizo una mueca.
–Anda, ¿por qué no la incorporas a tu equipo? –dijo, burlón. Pero en su voz latía el reto. Oscar le tomó la palabra.
–Se lo diré.
–Su madre no la dejará.
–Eso ya lo veremos... Es prescripción médica, ¿no?

Jasmine se incorporó al equipo de atletismo. Esta vez, fue ella quien suplicó a su madre, melosa, tierna, a escondidas del padre. Él ni siquiera sabía que iba a gimnasia y, cada martes y jueves, Jasmine escondía su chándal y sus playeras en la mochila, apretados contra los libros, embutiendo el tubo de desodorante y la toalla entre el estuche y el bocadillo. Su madre aceptó todo aquello. Conspiraciones secretas entre dos mujeres. Porque algo estaba cambiando.

Los dolores de tripa desaparecieron. La tristeza voló. La niña crecía. Le llegó la menstruación. Las amigas de su madre le pintaros sus primeros tatuajes de henna. Su cuerpo se estiraba a días vista. Aún delgado, pero cada vez más fuerte. La madre observaba, con velada emoción, como la luz se derramaba en aquellos ojos antes tristes y apagados. Jasmine reía. Se movía, vivaz, conteniendo su energía en el cálido, confortable y ordenado universo de su hogar, tan pulcro, tan riguroso, tan sumiso bajo la omnipresencia severa y a la vez protectora del padre.

En el instituto, se desplegaba. Ahora tenía otro círculo de amigas. Las compañeras de atletismo. Primero, se topó con un discreto recelo. Luego, simpatía condescendiente -¡cómo odiaba las miradas compasivas! Por fin, llegaron el asombro y la sincera amistad. Sabía que Vanesa la envidiaba, y Sandra no podía tragarla. Pero las demás la habían aceptado y la apreciaban. Jasmine era buena. Llevaba el deporte en la sangre, decían. Y Oscar, el entrenador, se comportaba muy bien con ella. “Como un caballero”, pensaba Jasmine. Con las demás chicas, el joven bromeaba y se permitía ciertas frivolidades. Ellas lo cortejaban y él se dejaba querer. Pero cuando se dirigía a Jasmine, cambiaba radicalmente. Ni una broma, ni un comentario. Hasta el timbre de su voz se tornaba más grave. Era grave y suave, como el arrullo de las palomas, pensaba Jasmine.

Jasmine -I-

Se supone que las mujeres son muy calmadas; pero las mujeres sienten igual que los hombres. Necesitan ejercicio, así como espacio para desplegar sus esfuerzos... Sufren a causa del encierro y de una constricción demasiado rígida, como un hombre sufriría en tal estancamiento.
Charlotte Brontë, Jane Eyre.
El médico

El doctor alzó los ojos medio segundo para echar un vistazo al nuevo paciente. Los volvió a bajar y casi inmediatamente los levantó de nuevo para observar a las recién llegadas. Vaya, aquí tenemos algo diferente. Lanzó una rápida mirada a la mujer y a la jovencita, que ocuparon las dos sillas ante él, silenciosas, casi sumisas.

Cada vez eran más frecuentes las visitas de mujeres musulmanas en las consultas de la seguridad pública. Pero en horas de consulta privada, esto resultaba una novedad. Revisó de un vistazo la ficha que le había pasado la enfermera y recordó fugazmente el comentario. “Es la esposa del imán. Un pez gordo de su comunidad”, le había dicho, de pasada. Ahora las miró con más atención. La mujer le recordaba vagamente a alguna actriz de cine. Observó el rostro oscuro, terso y aceitado, los ojos de almendra azabache y aquella elegancia velada, el jabador de fina muselina salmón, impecable, y el velo color crema. A su lado, la chiquilla, casi adolescente, vestía como cualquier niña occidental, pantalones tejanos y un suéter ancho. Eso sí, con pañuelo. Blanco y anudado al cuello, como una vela blanca inopinada sobre un atuendo prosaico y gris. Sus ojos eran dos lagunas oscuras titilantes. El médico las contempló, quizás dos segundos más de lo que hubiera hecho con cualquier otro paciente, y tomó su pluma.

–Usted dirá, señora.
–Es la niña...

Así que era la chica. Dolores de barriga, indigestiones, angustia, tristeza sin motivo... Parecían los síntomas de alguna lánguida doncella decimonónica, víctima del spleen de los poetas románticos. La madre hablaba, con voz dulce y un español exquisito de manual, cuyo marcado acento magrebí sólo lo hacía más literario. ¿Cómo se llamaba?, preguntó él. “Jasmine”. El médico la hizo tenderse en la camilla y la auscultó con delicadeza, arremangando el grueso jersey y sin apenas tocarla. Examinó el cuerpecillo moreno y delgado, donde apenas se insinuaban los rasgos femeninos. Catorce años. Parecía más pequeña, pensó. Tomó sus frágiles muñecas, palpó el vientre, anormalmente hinchado. Como un pequeño tam tam africano. La hizo levantarse enseguida y ella volvió prontamente al refugio de la silla, junto a su madre.

Tomó la pluma y sacó el talonario de recetas... y entonces se detuvo. Vamos, por una vez, voy a dejar el papel de funcionario, pensó. ¿Para qué tanta medicación inútil? El problema, rápidamente lo había visto, no estaba en su estómago, sino en otro lugar. Preso en el corazón. Levantó la vista y miró fijamente a la mujer.

–Esto que les voy a decir es muy importante. Escúcheme bien.
La mujer asintió y le devolvió la mirada, para bajarla al instante, modesta, ligeramente azorada.
–La niña está bien. Sólo está creciendo. Su cuerpo necesita movimiento, para que la sangre circule... ¿me entiende? A partir de ahora, va a hacer gimnasia en el colegio, como las demás chicas. Tiene que hacer ejercicio, al menos dos o tres veces por semana. Y debe caminar, que le dé el sol y el aire libre... Esto no es por placer: es una prescripción médica, ¿lo comprende? Volverá dentro de un mes a verme. Y ya me explicará cómo se encuentra.

La madre volvió a levantar los ojos y esta vez los sostuvo unos segundos más. Asintió, muy grave. Luego, él dirigió la vista hacia la chiquilla. Tan inexpresiva como su madre, ella no apartó la mirada. Parecía un cervatillo amedrentado.

–¿Me has oído bien, Jasmine? Es muy importante para tu salud. Verás cómo te acaba gustando.

Jasmine también asintió, y el médico se levantó para despedirlas. Cuando la niña le dio la mano, tímida, clavó la mirada en él. Y él vio algo que lo hizo estremecerse, sin querer. Una chispa minúscula que relampagueó, durante unos instantes, en aquellos ojazos como lunas negras.
“Vaya. Parece que, esta vez, he ejercido como médico”, suspiró. Y se dejó caer en el sillón. Tomó algunas notas y esperó al próximo paciente.

Píramo y Tisbe

Ella era joven y virgen. Cuerpo de gacela y cabellos de seda. El era joven e impetuoso. Como un potro de la estepa. La noche anidaba en los ojos de ambos y la aurora encendía sus mejillas.

Vivían en la misma ciudad, enorme laberinto de adobe y de piedra. En dos mansiones adosadas. Tan sólo un muro los separaba. Un grueso muro, de barro y de sangre. Sus familias eran atávicos rivales desde generaciones.

Un día se encontraron. Él salía de su casa, lanza en mano, para ejercitarse con los jóvenes guerreros. Ella salía a la fuente, un ánfora reclinada en la curva grácil de su cadera.

Se miraron.
El amor revoloteó entre sus ojos y tendió un lazo entre sus corazones.

Se amaron. En secreto. El fuego es más fuerte que la sangre.

Pero la fuerza de la sangre, furiosa, los quiso envolver con su cepo. Ella fue prometida; él, destinado a combatir lejos. El peso de los ancestros y el orgullo de los vivos quisieron cortar aquel lazo, de un mazazo.

Hicieron un plan. Huirían. En secreto. Allá donde nada pudiera poner riendas a su amor.

Perforaron el muro. Ella traspasó el adobe, y de su alcoba de joven virgen pasó a la cámara del joven amante. Salió sin ser notada, desde la casa enemiga, sumida en alas del sueño. Arropada por la noche sin luna.

El debía esperarla, en el hontanar de las afueras. Aguardaba oculto en el bosque. Arropado en la noche sin luna.

Ella llegó a la fuente. El agua fluyendo lloraba su elegía de cristal. Los grillos la coreaban. De pronto, se hizo el silencio.

¿Era él? No, aún no era. Ella se volvió, alarmada. Sisear de hojas en la maleza inquieta. Leve crujido de pisadas sobre la hierba. La vio a la luz de las estrellas. Negra, sinuosa, acechante. Pelaje de seda y ojos lucientes. La pantera.

La fuerza de la mirada. El amor llameaba en sus ojos y tensó su cuerpo de joven gacela. Se miraron. La fiera y la virgen.

Ella saltó, como ágil corza. Huyó por el bosque, sin dejar rastro. La fiera volvió sobre sus pasos.

Ella huyó. ¿Sin dejar rastro? ¡No! Su largo velo, mariposa de seda, quedó prendido en las matas.

Él llegó a la fuente, esperando a su amada. Y escuchó el canto triste del agua mientras aguardaba. Pasó el tiempo.

Con el corazón oprimido, rastreó el claro. ¿Dónde estaba su amada? Podía aspirar su presencia, pero no estaba. Entonces lo vio.

El velo. Revoloteando como ave cautiva. Y al momento escuchó. Pasos sigilosos, sombra fugaz. Los ojos luminosos, acechantes. La pantera.

Asió el velo atrapado. Con el corazón rasgado. Y gritó. El dolor rompió la noche.

Empuñó su corta espada y la blandió. El hierro frío se hundió en el corazón ardiente.

Ella llegó más tarde. Acudió al alarido roto, con el alma en vilo. Y lo vio.

Tendido sobre la hierba, el cuerpo amado, empapado de amor y de sangre. El corazón abierto, sangrante.

Y gritó. No quiero quedarme, ¡no! Iré contigo.

Tomó la espada manchada y la blandió. Y una fontana de sangre brotó de su pecho blanco.

Y mientras la sangre manaba, dos cuerpos se entrelazaban. Y dos espíritus libres volaban hacia las estrellas.

La caza de los gamusinos

Manolo estaba encantado. Su amigo Paco lo había invitado a pasar un fin de semana con él, en su pueblo. Abandonaron el campus universitario el viernes por la tarde y cogieron el primer tren, donde pasaron largas horas charlando y bromeando, mientras daban cuenta de las dos botellas que llevaban, camufladas, en sus mochilas. Así que, cuando llegaron a la remota aldea, los dos iban ya bastante alegres.

El pueblo de Paco era en un villorrio perdido entre los montes, un puñado de casas desparramadas a los pies de una sierra boscosa, rodeadas de campos donde pastaban las vacas. Manolo estaba encantado. Como buen urbanita, le apasionaba la montaña, y Paco disfrutaba iniciándolo en los secretos de la vida montaraz.

Los padres de Paco los acogieron en la vetusta casona de piedra, fría como un nevero, salvo en la cocina-comedor, donde se sudaba la gota gorda junto al fuego de leña y los humeantes pucheros.

Manolo no olvidaría aquel fin de semana. El sábado, pasaron la mañana pateando el monte y los prados, persiguiendo vacas y cortejando a una bandada de chicas montesas, risueñas y de mejillas coloradas. La tarde transcurrió en los dos únicos bares del pueblo, entre vinos, tapeo, juegos de cartas y bravatas con los amigotes de Paco que se habían quedado en el pueblo. Qué tíos tan cachondos, pensaba Manolo, encantado de la vida. A la noche, fueron a cenar a casa. Opípara cena, con mucho embutido casero y crujiente empanada. Los amigotes se presentaron a la sobremesa, casi a medianoche, y la madre de Paco hizo café para todos y sacó el aguardiente de guindas. Y entonces alguien levantó la voz en medio del jolgorio.
- ¡Eh! ¿Aún no habéis llevado a Manolo a cazar gamusinos?
Paco negó, riendo, y un coro de protestas se elevó al punto. ¡Pues no faltaría más! ¿Por qué no ir ahora mismo? Manolo se extrañó y remoloneó un poco. ¿A esas horas? Pues sí, hombre, la noche es la mejor hora, es cuando salen... Y no tardaron en abandonar la casa, en alegre tropel, para emprender la osada cacería.
- ¿Y las escopetas? ¿Cómo vamos a cazarlos? –preguntaba Manolo, un tanto abrumado.
- Tú no te preocupes. Los gamusinos no se cazan con fusil. Bastan unos palos... Tú coge el saco y agárralo bien. ¡No se te ocurra soltarlo! Son escurridizos y se escapan... ¡Andando!

Sin tener muy claro qué clase de animales eran, exactamente, los gamusinos, y un tanto atontado por los vinillos peleones y el aguardiente de guindas, Manolo siguió a sus amigos a trompicones. De repente, se sintió mareado y tremendamente cansado. Arrastraba los pies, mientras admiraba la energía inagotable de Paco y sus colegas. Ah, la vida montaraz... Sin duda, aquella gente tenía sangre de otra raza superior, pensó. ¿Cómo podían resistir tantas horas sin dormir, bebiendo como cosacos, y lanzarse a una extraña cacería a altas horas de la noche, recorriendo los cerros a paso endiablado?

Oía los gritos y la algazara de sus compañeros, desperdigados por el monte. Estaba oscuro, muy oscuro, y apenas veía nada. El frío mordía la piel. Trastabilló y se apoyó en el tronco de un oportuno roble.
-¡Agarra bien el saco! ¡No los dejes escapar! –gritó alguien, y Manolo sujetó con fuerza el morral, mientras un par de amigos de Paco echaban algo dentro. Manolo obedeció prontamente, sintiendo el peso en el saco, y apretó los puños.

La misteriosa cacería prosiguió. ¿Dónde están los gamusinos?, preguntaba Manolo, de tanto en tanto. No parecía sino que correteaban por doquier, y sus amigos iban capturándolos a puñados. El saco cada vez pesaba más hasta que, al fin, se lo echó a la espalda, para seguir, ciegamente, el rastro de los cazadores. ¿Era su imaginación, o los condenados gamusinos rebullían dentro del saco? Fuera como fuera, los malditos bichos pesaban como demonios...

Nunca supo cuánto tiempo pasó, pero, de pronto, Manolo se encontró solo. Solo y perdido en medio del monte. Y de noche. La lechuza aulló, en medio de la tiniebla, y un cuervo graznó entre la espesura del robledal. Tembloroso, con las piernas doblándosele bajo el peso del saco, Manolo maldijo la hora en que se había prestado a enrolarse en aquella cacería inopinada.

Regresó al pueblo, guiándose por un lánguido farol que alumbraba a las afueras. Agotado, muerto de frío y de miedo, demasiado helado para estar furioso, Manolo llegó a casa de Paco arrastrando su saco. Apenas llegó al patio, sonaron alegres voces y el haz luminoso de una linterna lo cegó. No pudo reprimir un juramento. Todos sus amigos lo esperaban.

Cuando el apabullado Manolo entró en la cocina, caliente como una sauna con aroma de empanada, Paco y sus compañeros le hicieron colocar el abultado saco sobre la mesa del comedor, ya despejada. Y todos lo rodearon, expectantes. Manolo lo abrió con cautela, mientras oía risitas contenidas... Y lo que vio lo dejó estupefacto.

¿Qué diríais que había dentro del saco?

los supervivientes

Demolieron el viejo barrio industrial. Derribaron las casitas obreras apareadas, las vetustas naves de la era industrial, y en pocos días el suburbio se había convertido en un desierto de tierra apisonada.

¿Un desierto? No. Había supervivientes.

Eran tres. Solitarios e incongruentes, irguiéndose en la vastedad desolada de los solares arrasados, contra el cielo de inclemente azul.

Al principio se miraron, desconfiados y un tanto sorprendidos. Como tres solitarios centinelas, se oteaban, al acecho. Jamás se habían visto, el uno confinado en un patio, el otro recluido en un exiguo jardín, y el tercero olvidado en el parking de una fábrica. Pasados unos días, hicieron tímidos pasos para comunicarse... Un gemido, un soplo, un chasquido. Poco a poco, y a medida que se acostumbraban a su nuevo estado y a la inesperada compañía en medio del despojado yermo, comenzaron su diálogo singular.

Ella era hermosa y fornida. Su grueso tronco se aferraba al suelo y lanzaba al aire su penacho de hojas, como un surtidor perfecto y simétrico. Desalojada de la sombra de su oscuro jardín, se ufanaba, orgullosa y coqueta, bajo el sol playero. Soy una dama, había aclarado a sus compañeros, mientras ahuecaba graciosamente sus largas y elegantes hojas. ¿No sabíais que hay palmeras macho y palmeras hembra? Ah, si pudierais moveros, os invitaría a degustar mis dulces dátiles...

El más larguirucho era el ciprés. Un tanto desmadejado y perplejo, al verse liberado de los desconchados muros protectores de su patio, ahora se expandía, lanzando sus brotes audaces hacia el cielo puro. Por fin puedo saludar a mis colegas del cementerio, decía, alargando sus ramas más altas. Ah, quién estuviera allí, con tanta paz...Y desde la lejana colina del camposanto, en las afueras de la ciudad, sus picudos compañeros le respondían, silenciosos.

El tercero era el sauce. Llorón y risueño a la vez, su tronco dibujaba una ese leñosa que se espigaba en la cima, para alcanzar la luz y desparramar su lluvia de ramas cimbreadas y hojas tintineantes. Era grande y redondo como un enorme parasol dorado, y en absoluto triste, pues bajo su copa anidaba media docena de familias de pardales bulliciosos, además de un par de cotorras fugadas del cercano zoo.

Hablaban, y se contaron sus vidas. Ningún paseante solitario podía adivinar, cuando atravesaba cauteloso y apresurado aquellos sórdidos andurriales, que en el silencio de la mañana se desgranaba un diálogo incesante. Susurraba el sauce, murmuraba soñador el ciprés y la palmera batía palmas, bajo el sol curioso y benevolente.

¿Qué será de nosotros?, era la pregunta más frecuente. ¿Nos respetarán? ¿Nos dejarán vivir? Y, ¿qué van a hacer aquí?

Esta última era la pregunta que se hacían, también, los vecinos que aún quedaban en el viejo barrio proletario. No tardaron en saberlo.

Llegaron los técnicos, los arquitectos, el consejero municipal, unos señores barrigones con puros y gruesos anillos y, detrás de ellos una brigada de camiones y caterpillars. Pisos. Pisos de alto standing, dúplex, con vistas al mar, etc., etc. La urbanización y reconversión del antiguo barrio obrero, hoy solar devastado, estaba en marcha.

Los tres centinelas se irguieron, tensos y ceñudos, cuando vieron las máquinas de enormes fauces arañar y morder con furia la tierra endurecida. Pero temblaban. Sollozó el sauce, sacudió sus palmas la palmera y aulló dolido el ciprés. ¿Dónde estaban esos ecologistas, que ahora, cuando más los necesitaban, no se presentaban? ¿Es que nadie iba a enarbolar una pancarta para defender a las especies autóctonas? ¿Nadie gritaría, “salvad a nuestros árboles”?

En vista de que los ecologistas no aparecían por ninguna parte, los tres centinelas celebraron conciliábulo. Fue una noche sin luna, aprovechando el silencio y el letargo oscuro. Las máquinas dormían placidamente, como dragones metálicos exhaustos. Tan sólo los grillos los oyeron y fueron testigos de su complot. Una conspiración... ¡de árboles! Había que hacer algo.

Así, comenzaron su guerra particular. Cada cual empleó sus armas.

El ciprés enredó sus gruesas raíces en las palas de la retro. El motor del monstruo, revolucionado, se gripó, y tuvieron que detener la excavación, mientras una grúa colosal se llevaban la máquina a remolque y los operarios discurrían por dónde seguir cavando.

La palmera pinchaba con sus dedos largos y afilados. Una mañana se le ocurrió arrojar sus dátiles verdes a los incautos paletas. Uno de los inopinados proyectiles dio justo en el ojo al jefe de obras, el hombre tuvo que ir a urgencias y, durante unos días, la obra se detuvo mientras todos esperaban instrucciones del jefe.

El sauce lloraba y ululaba, tan fúnebre, que a los obreros les producía grima, y aplazaban un día sí y otro también la excavación de aquel solar. Un día, a uno se le ocurrió tomarse el bocadillo bajo su sombra amena. Otro lo siguió, y, al poco tiempo, el sauce era el punto de reunión, desayuno y cigarrillo de un buen grupo de trabajadores. De manera que decidieron que aquel pedazo de tierra sería el último en ser removido. E instalaron allí su zona de picnic particular.

Pero el tiempo jugaba en su contra y los tres sabían que, con cada día que pasaba, disminuían sus esperanzas. El ciprés habló con sus colegas del cementerio. Vosotros, que tenéis contactos con el más allá, ¿no podéis hacer algo... sobrenatural? Porque era un milagro, ahora, lo que necesitaban.

Y el milagro se produjo. ¿Fueron los ruegos, las amenazas, o los ángeles del camposanto? Nunca se supo.

Un día, visitó las obras la hija de uno de los promotores inmobiliarios. Enfundada en su traje Armani y con su melena estirada corte Cebado, la joven acompañaba a papá, a la señora alcaldesa y a sus sesudos asesores, cuando reparó en los tres curiosos sujetos, tres manchas de desesperado verde en medio del lodazal gris de la obra. Se levantó las gafas de sol Dolce & Gabbana y señaló con su brazo delgado e hiperbronceado, haciendo tintinear su brazalete de Tous. ¡Qué preciosa palmera! ¿Habéis visto? ¿Y aquel sauce? ¡Qué romántico! Señora alcaldesa, qué elementos más apropiados para un jardín de diseño postmoderno. Oh, y el ciprés... ¡perfecto para un jardín japonés! Deberían respetarlos. Crean una sinergia perfecta con el paisaje urbano y post-industrial, una complicidad única entre pasado y futuro... La antigüedad en armonía con el diseño vanguardista, bla, bla, bla...

Se entusiasmaron. La alcaldesa acabó parloteando alegremente con la chica sobre ropa, viajes al extranjero y los cocidos de su abuela. Los arquitectos comenzaron a disertar sobre diseño “integrado en el entorno natural”. Los jefes de obra, haciéndose los interesantes, sugerían sus mil y una ideas “creativas” ante la elegante señorita... Sólo el promotor inmobiliario escuchaba en silencio, con el ceño fruncido, echando irritadas bocanadas de humo de su habano y lanzando una ojeada condescendiente a su alrededor. Gilipolleces, decía su mueca desdeñosa. Pero, por supuesto, no pronunció nunca la palabra.

El flamante barrio marítimo se inauguró. Cintas cortadas, aplausos, botella de champán, flashes de prensa y parlamentos institucionales. En la enorme plaza lisa de cemento, donde el sol restallaba cegador, con algún que otro retal de yerba –jardines urbanos de diseño- un puñado de vecinos curiosos hacía visera con las manos para atisbar los impecables bloques de viviendas, cajas de hormigón y cristal, espejeando el sol y las olitas del cercano mar. Pisos de alto standing que, por supuesto, nunca serían de su propiedad. ¡Qué barbaridad de precios!, murmuraban algunos. Aunque se llenarían, sin duda, con el aluvión de nuevos ricos y ejecutivos venidos de la cercana metrópoli. Aquel barrio ya nunca volvería a ser suyo.

Pero los tres centinelas continuaron allí. Mudos testigos de la historia. El ciprés sobrevivió encajonado entre cuatro paredes de cristal, en medio de un montón de guijarros –jardín japonés, lo llamaban- ocupando el corazón mismo del centro comercial. Al menos, veía un cuadrado de cielo. Y el sol, cuando caía en ángulo, acariciaba las puntas de sus ramas. Desde aquel agujero aún podía comunicarse, invisible, con sus compañeros. Y, por supuesto, distracción no le faltaba, pues miles de paseantes ociosos circulaban a su alrededor, y alguno que otro lo miraba, de tanto en tanto, con ojos curiosos y embobados.

La palmera, por su parte, acabó en medio de una interminable acera donde, para hacer juego, plantaron una hilera de palmeras a un lado y a otro. Eran palmeruchas escuálidas y desplumadas. Qué poco gusto, pensó ella. Ni siquiera eran de su misma especie... Pero, como ya se sabe que en el reino de los ciegos el tuerto es el rey, la hermosa dama datilera se hizo la señora de la calle, y al poco las otras, sólo por no avergonzarse ante su exuberante belleza, acabaron medrando y levantando cabeza o, mejor dicho, luciendo palmito.

Pero el que salió mejor parado fue el sauce. Lo dejaron en medio de un jardín –hubo que retocar todo el proyecto de aquella manzana para hacer cuadrar la imprevista zona verde- y a su alrededor plantaron césped. Por supuesto, los perros fueron los primeros en hacer su aparición por allá, abonando la tierra con sus generosas deposiciones. Luego el ayuntamiento plantó un cartelito con el dibujo de un can atravesado con una raya roja y los chuchos dejaron de merodear. De manera que, ahora, el sauce llorón ya no llora. Ríe, susurrando alborozado, cuando la brisa juega con sus hojas y los niñitos de los papás recién llegados al barrio corretean, jugando al escondite y a hacer casitas entre sus ramas.

el fantasma

Este micro relato es algo diferente. Se inspira fielmente en el primer cuento que escribí, a los seis años. Es de mi “cosecha propia”, totalmente inventado. Recuerdo que lo compuse durante unas breves vacaciones en casa de una de mis cinco tías, con cuartillas blancas horadadas para archivar en un bloc. Hice todos los dibujos (me encantaba dibujar) y puse el texto en viñetas, como un cómic. ¡Aún hacía algunas faltas de ortografía...! Como poner “acia” sin hache, o “valla” en lugar de “vaya”... Lo conservo todavía, en una vieja carpeta, pues se salvó de una quema inmisericorde gracias a la intervención de mi hermana (siempre se lo agradeceré), que quiso conservar los pinitos de mi prehistoria literaria... Gracias, hermanita.

Uno

Érase una vez, en un reino muy lejano, una princesa de cabellos negros como la noche y ojos verdes como dos lagunas, con tez de rosa y corazón de cierva salvaje. Sus padres eran los reyes de aquel próspero reino, y vivían en un hermoso castillo que se miraba en las aguas cristalinas de un lago.

La princesa tenía ya edad casadera, pero rechazaba a todos sus pretendientes, y sus padres andaban algo mosqueados. Era bonita e inteligente, ¿sería tan difícil encontrarle un buen partido? ¿Qué se traía entre manos su veleidosa hija? Y, muy discretamente, encomendaron a su hermano el príncipe, un chico asustadizo, repelente y acusica, que la vigilara.

Un día, algo vino a perturbar la plácida vida de la corte regia. Un fantasma comenzó a merodear por el lugar. Lo vieron los criados por las cocinas, los palafreneros en las caballerizas y los guardianes que custodiaban las altas almenas de la muralla. Más tarde, fueron las doncellas y las damas, e incluso el trovador, que se llevó tal susto al verlo, que enmudeció de repente y dejó de cantar. El fantasma era blanco como una sábana, atravesaba paredes y arrastraba unos grilletes cuyo chirriar característico y siniestro precedía siempre su aparición. Toda la servidumbre de la corte se amedrentó, y el temor se adueñó del castillo. Curiosamente, los reyes y los príncipes eran los únicos a quienes jamás se aparecía el espectro.

La princesa se moría de curiosidad. ¡Ella no tenía miedo! Quería ver al fantasma con sus propios ojos. Y, más de una vez, durante la noche, se arriesgó a deambular por las murallas, por los oscuros pasadizos y por los desiertos salones, esperando verlo. Nada. Su hermano, que la vigilaba, tenía tanto miedo que sólo podía controlar sus salidas y entradas de la alcoba, pues la sola idea de toparse con un espíritu andante le hacía venir ganas de manchar los calzones. Pero, eso sí, acudió prontamente a informar a sus señores padres. Los cuales, con severidad y buen criterio, prohibieron a su hija pasearse por el castillo, sola y en camisón, durante las noches.

¿Una prohibición? Nada podía espolear más a la princesa. Por supuesto, continuó con sus periplos nocturnos, ignorando al miedica de su hermano, quien, de puro espanto, no podía impedir que se alejara de sus aposentos... ¡pues no iba él a perseguirla, por aquellos vericuetos oscuros y tenebrosos!

Hasta que, por fin, un día, la osada princesa vio colmado su deseo. Y lo vio.

Dos

Fue en las murallas. Cuando lo divisó, no sintió temor. Brillaba tenuemente, una sombra blanquecina como un tul fosforescente. Y no era una sábana informe, sino una silueta de hombre, alto y no poco agraciado, con una capa blanca que ondeaba en un viento espectral. Arrastrando sus grilletes, levantó un brazo y le indicó que lo siguiera. La princesa no se lo pensó dos veces. Y fue tras él.

El fantasma caminaba, o mejor dicho, volaba, sobre el parapeto. Descendió de un salto y la princesa tuvo que hacer carrerilla y correr hacia las escaleras, para llegar a su lado. Entonces la sombra se dirigió al portón del castillo, cerrado a cal y canto y, por supuesto, lo atravesó. Ella tuvo que correr de nuevo, buscando la pequeña puerta falsa para salir del recinto. Temió perderlo de vista... pero allí estaba, esperándola, junto al camino. Continuó avanzando hasta llegar a la orilla del lago, y ella lo siguió. Entonces el espectro se volvió levemente. La miró -¿la miró?- con aquellos ojos tristes y vacíos, llenos de noche. Y comenzó a hundirse lentamente en las aguas.

Ella tragó saliva. De pronto sentía frío, el camisón era muy ligero y el agua parecía helada... Pero tenía que averiguar algo más. Así que, muy decidida, se metió en el lago y continuó caminando.

El agua la cubría más y más. El lametón frío le llegó a la cintura, al pecho... luego al cuello y, por fin, ella sumergió la cabeza. Y continuó. Curiosamente, podía caminar bajo las aguas. Y allá lo vio, adentrándose en las profundidades, despidiendo su tenue luz blanca, en medio del corazón opalino del lago.

Nunca supo cómo ni cuándo, llegó a un lugar donde ya no había agua. De pronto, vio que había salido a la otra orilla del lago. Pero... ¿dónde estaba? ¿Era de día? Una luz extraña sin sol y un cielo de color perla se cernían sobre ella. Estaba en un monte desconocido. Varios añosos robles se desparramaban en un campo herboso, junto a unos riscos. ¿Dónde estaba el fantasma? La había conducido hasta allí... ¡y ahora había desaparecido!

Entonces lo vio de nuevo.

Tres

Esta vez, no brillaba, ni era transparente. Era un hombre, alto y joven, de tez pálida y bucles dorados. Con una cota de malla, una espada y envuelto en una larga capa, blanca y ondeante. ¡Qué guapo!, pensó ella. Con un hombre así, me casaría. Y se acercó a él.

–¿Quién eres? ¿Por qué acechas en mi palacio? ¿Cómo te llamas?
El fantasma sonrió con aquella tristeza helada. Y le contó su larga y azarosa historia.
–Fui un guerrero implacable y un amante herido –terminó–. Morí desesperado, y mi espíritu anda cautivo entre todos los cabos sueltos que dejé en vida. Sólo ansío liberarme y descansar en paz.
–¿Y no podrías volver a la vida? –preguntó ella, sonriendo picarona.
Él volvió a esbozar una sonrisa, triste, muy triste, y la tomó de las manos. Sus dedos eran suaves y fuertes, aunque gélidos. La princesa se estremeció. Pero no sentía frío. Una llama se había prendido en su corazón.
–Si te ayudo a liberarte... ¿podrías volver a vivir? Moriste joven, e injustamente.
–Es muy difícil... Casi imposible. Podrías hacer algo... pero no me atrevo a pedírtelo.
–¿Qué es? –inquirió ella, vehemente–. Dime qué debo hacer, y lo haré.
–¿Tendrás el valor?
–¿No he venido hasta aquí, siguiéndote? ¡No me conoces!
El fantasma retrocedió y, dando media vuelta, caminó hasta la cima del risco. Entonces se volvió hacia ella. La princesa se había acercado. Y vio el abismo, detrás. La cresta rocosa caía en el vacío, en un precipicio de cientos, miles de pies, sobre el lejano manto del bosque.
–¿Qué... qué vas a hacer? –preguntó ella, vacilante.
–Si me dejo caer, moriré para siempre, y podré descansar en paz –suspiró él–. Pero aún tengo otra oportunidad. Tú puedes salvarme... Entonces, podría volver a la vida.
–¿Qué debo hacer?
Él la volvió a mirar, con pesar e infinita ternura. Alargó las manos hacia ella y dio un pasito atrás. Estaba justo en el borde del abismo.
–Abrázame.

Y ella se avanzó, pero el joven guerrero se echó hacia atrás, y saltó en el aire. La princesa tomó una determinación. Sin pensarlo dos veces, se lanzó sobre él, aferrando su capa, sus brazos, su torso etéreo... y los dos cayeron.

Cayeron y cayeron, y ella no sentía más que el ulular del aire, y el roce de la capa, y algo más. Un cuerpo, sólido y cada vez más cálido, al que se abrazaba. Pero ninguno de los dos pesaba.

Oyó el chasquido de las ramas de los árboles, sintió los rasguños en la piel, el brutal impacto en el suelo. Y sus cuerpos liados rodaron y rodaron, hasta que el tronco de un árbol milenario los detuvo. Al cabo de unos instantes, aturdida, se incorporó. Apartó los bucles desgreñados de su rostro. ¡Estaban vivos! Él yacía tendido, bajo su peso. Levantó la cara y la miró, con leve sonrisa, como un niño que se acaba de despertar. Ella le palpó el pecho. Y dejó caer su cabeza sobre él, mientras el calor de su cuerpo la invadía y oía el bum, bum, del corazón latiendo contra su oreja. Y sus cabellos de noche y los bucles rubios como el día del guerrero se entremezclaron sobre su piel.


Todos en la corte estaban alarmados. ¡La princesa había desaparecido! Su hermano, una vez más, dio las últimas noticias. La había visto, desde la ventana, caminar sola, en camisón, hacia el lago. Los reyes, rotos de dolor, hicieron escudriñar todas las inmediaciones. Enviaron barqueros al lago y algunos osados se atrevieron a hurgar en las profundidades de las aguas con largas pértigas... Nada. Ni rastro.

Cuando ya desesperaban y la daban por muerta, la rebelde princesa regresó. ¡Y no volvía sola! El enojo y la desesperación dieron paso al alborozo y la corte se vistió de fiesta. Nadie quiso reparar en que regresaba con su camisón desgarrado, más de un chichón en los brazos y los cabellos revueltos... porque, además de reaparecer, la veleidosa princesa traía consigo a su flamante y futuro esposo.

Fin

el rayo

La casona era una masía en medio de un valle surcado por el río. Su origen se perdía en la oscura Edad Media, época de moros y conquistas. Mientras los condes de la comarca se enzarzaban con los cabecillas árabes por arañar un terruño tras otro, los campesinos –siempre los mismos –iban sacando de la enjuta tierra los dulces frutos, generación tras generación.

Era a principios de siglo pasado cuando la familia ocupó el caserío e instaló su molino. Padre, madre y cinco hijos, tres mancebos y dos guapas muchachas. Más dos jornaleros y el mozo que hacía de molinero.

Carmen era la menor de los hermanos. La más pequeña y la más grande, en estatura y en corazón. Bonita como una actriz de cine, alta y robusta como una joven Venus, su sonrisa dulce y su voz sólo revelaban un alma cándida y apasionada. Desde muy joven Dios tocó su corazón. Acudía a la escuela en el cercano pueblo, no perdía una sola catequesis y, ya adolescente, ayudaba en las misas dominicales y recorría todos los hogares del pueblo repartiendo folletos y revistas del apostolado de la oración. Era sencilla y alegre, como la risa del sol y el cantar incesante del arroyo. Todos la amaban y hasta los inveterados ateos le abrían sus puertas y recogían sus opúsculos, no tanto para rezar, como para ver un atisbo de su sonrisa.

Cuando sus amigas coloreaban sus labios con carmín y se moldeaban el pelo con tenacillas, soñando enamorados y románticos idilios, Carmen comenzó a soñar en otro amor. Un día lo anunció, ante toda su familia. Y la discordia brotó en el hogar.

“Quiero ser misionera”. Quiero marchar, un día, a cuidar de aquellos niños flaquitos, tan perdidos, tan hambrientos, de pan y de Dios.

Su padre se enfureció. Su madre lloraba. Los hermanos la miraban, inquietos y desconcertados. “Si te vas con los misioneros, perderemos una hija”, tronó el padre, entre dolido e indignado. “Tú eres nuestra, y te quedas aquí”.

Carmen calló. Se tragó las lágrimas y la decepción. Continuó siendo la buena hija, la amiga alegre, la vecina ejemplar. Pero en su corazón ya no era “suya”. Era la esposa de Dios.

Tenía dieciocho años cuando ocurrió. Era un día de abril. Todos habían marchado al pueblo, salvo Carmen y su hermana mayor, María. La casa estaba solitaria, tan sólo permanecía en ella el joven molinero, abajo, vigilando la muela que rodaba incesante. El padre había bajado a la ciudad cercana y lo esperaban al anochecer. Tronó y cayó la lluvia primaveral. Carmen y su hermana se asomaron a una ventana. “Ojalá papá llegue pronto. Con esta tormenta...” Carmen abrió los postigos, y respiró hondo. Una bocanada de viento y gotas frías roció su cara. Cerró los ojos. Y entonces el rayo cayó.

Cuando la hermana volvió en sí, gritó angustiada. A su lado yacía Carmen, hermosa, tendida en el suelo, como dormida. Tan sólo un borrón violeta en su sien, la única señal del mazazo del cielo. Aturdida por el chasquido y por la luz cegadora, María se asomó tambaleante a la escalera, llamando al molinero.

Un rapazuelo que ayudaba al pastor corrió a avisar al pueblo. Llamaron a un médico. Desde la centralita de teléfonos, alguien llamó a la ciudad para buscar al padre. Todo el pueblo se puso en pie, alarmado. Muchos acudieron al molino. En la casona, arrodillados al lado de la joven muerta, una muchacha pálida y temblorosa y un mozo con las manos manchadas de harina lloraban en silencio.

Se la llevó rayo. Alguien se persignó. Era demasiado buena. Un ángel que ya no pertenecía a este mundo. Si no era de Dios, no sería de nadie.

el mal de ojo

Esta historia está basada en un hecho absolutamente verídico. Le acaeció, por más señas, a una hermana de mi abuela, mujer temperamental de sangre encendida que vivió muchos años en un pueblo perdido en los montes norteños. He cambiado los nombres de la historia, aunque conservando un nombre griego de flor para mi tía abuela (todas las hermanas de aquella familia tenían pomposos nombres helénicos de flores y diosas antiguas).

Adelfa era la menor de nueve hermanos. Alta, robusta y hermosa, de temperamento fogoso y mente sagaz, se había casado recientemente con uno de los buenos mozos del lugar. Ambos se fueron a vivir a una nueva casita, con su huertica, su corral y su prao, donde pacía la vaca y correteaban las gallinas.

Un buen día, sin saber cómo, las pulgas hicieron su aparición. Como feroz plaga bíblica, invadieron el flamante nuevo hogar de los dos tórtolos, amargando su apacible y dulce existencia de recién casados. Adelfa se las ingenió de mil maneras para acabar con los irritantes e inopinados inquilinos; ni humos, ni cal, ni fregoteos, ni siquiera matando a la pobre cabra, que cargó con las culpas, las pulgas se resistían a abandonar aquella casa.

Un día, una vecina incauta dejó ir el comentario.
- Ay, filla, la Melusina te echó el mal de ojo.
La Melusina era una mujer solitaria y extraña, con fama de bruja, que vivía en una casina al final del pueblo. Apenas tenía trato con su familia. ¿Pa’ qué carallo iba la muy pelandusca a echarles el mal de ojo, a ella y a su marido? Adelfa se sulfuró.
- Pos esa bruxa se va a enterar...
- Ay, monina, con las meigas no te metas, que pué ser peor...
Adelfa sacudió los hombros con desdén. Ella no creía en meigas ni en sus conjuros. Con su Virgencica Milagrosa y su Jesusico ya había bastante. Y con algo más.

Volvió a su casa y agarró el hacha que pendía de un clavo, tras la puerta. La gorda, la que usaba su hombre para tajar los troncos gruesos. La vieron salir de su casa, de una revolada, y avanzar a largas zancadas por la calle principal de la aldea. La falda de paño ondeaba furiosamente, golpeando sus piernas, y el mandil volaba a su espalda. Destral en ristre, Adelfa se encaminó hacia la casucha de la Melusina.

Sin llamar siquiera, entró como una tromba y acorraló a la mujeruca. La Melusina se arrugó como uva pasa y Adelfa la cogió por el cogote, arrastrándola hasta la pared, como un pelele, y enarboló su hacha.
- Ahora mismo me quitas el mal de ojo, mala bestia, o te desuello de arriba abajo, como un gocho.
Nadie sabe cómo fue. Los vecinos cuentan que la Melusina se amedrentó de tal manera, que retiró su hechizo al instante. Lo creáis o no, de la noche a la mañana, las pulgas se esfumaron y jamás volvieron a invadir la casa de Adelfa y su familia.

la aparición

Esta historia la oí de boca de mi abuela, que en paz descanse, una mujer con buena porción de sangre gallega, que sabía contar como nadie historias de trasgos, meigas y aparecidos.
Basada en un hecho real.

El hombre regresaba a casa, ya anochecido. Atravesaba un soto umbrío, bordeando el robledal que lo separaba de la aldea, cuando oyó un rumor de pasos a su lado. Se volvió y no tardó en distinguir una silueta caminando a su lado. Reprimió un grito de sorpresa.
- ¡Mamá! ¿Qué haces aquí?
Ella sonrió y lo miró con dulzura.
- Vengo a verte... Estás muy solo hijo.
- Ya lo ves, mamá... Cosas de la vida. El trabajo... Todo me ha traído aquí.
- ¿Te importa que te acompañe un trecho?
- ¡Claro que no! Estás muy elegante, mamá.
La madre sonrió de nuevo. Era cierto. Llevaba el vestido de terciopelo gris que sólo se ponía dos veces al año, por Navidad y por Pascua, y aquel broche de plata en forma de pluma, que le regalara su padre, muchos años atrás.

Caminaron juntos en silencio, hasta que divisaron las primeras luces del pueblo. El hombre levantó la mirada y vio el lucero de la tarde, grueso y brillante, reluciendo ante él. Iba a decir algo a su madre, pero de pronto, cayó en la cuenta de que estaba solo. Movió la cabeza. “Ah, estas tierras de meigas y de fantasmas, y tanto cavilar solo... ¡He estado viendo visiones!” Pensó que la imaginación le había jugado una mala pasada.

Al día siguiente recibió un telegrama urgente de la capital. “Mamá ha muerto. Ven pronto”. Firmaba su hermana. Con el corazón yerto, hizo un ligero equipaje y se puso en camino.

Fue un viaje largo. Llovió, el tren se retrasó... Llegó a la iglesia cuando el capellán finalizaba el responso y todos, familiares y amigos, se agolpaban alrededor del féretro para dar el último adiós a la difunta.
- ¡Dejadme pasar! –gritó él.
Todos le abrieron paso, sorprendidos y apenados. “El hijo pródigo”, oyó murmurar. “El bala perdida”, “No llega a tiempo ni al funeral de su madre”.

El hombre miró a la mujer, tendida en el ataúd, que estaban a punto de cerrar. Serena, como dormida, su madre reposaba con las manos en el pecho, ataviada con su vestido de terciopelo gris y un brillante broche en forma de pluma.