sábado, 9 de diciembre de 2006

Jasmine -I-

Se supone que las mujeres son muy calmadas; pero las mujeres sienten igual que los hombres. Necesitan ejercicio, así como espacio para desplegar sus esfuerzos... Sufren a causa del encierro y de una constricción demasiado rígida, como un hombre sufriría en tal estancamiento.
Charlotte Brontë, Jane Eyre.
El médico

El doctor alzó los ojos medio segundo para echar un vistazo al nuevo paciente. Los volvió a bajar y casi inmediatamente los levantó de nuevo para observar a las recién llegadas. Vaya, aquí tenemos algo diferente. Lanzó una rápida mirada a la mujer y a la jovencita, que ocuparon las dos sillas ante él, silenciosas, casi sumisas.

Cada vez eran más frecuentes las visitas de mujeres musulmanas en las consultas de la seguridad pública. Pero en horas de consulta privada, esto resultaba una novedad. Revisó de un vistazo la ficha que le había pasado la enfermera y recordó fugazmente el comentario. “Es la esposa del imán. Un pez gordo de su comunidad”, le había dicho, de pasada. Ahora las miró con más atención. La mujer le recordaba vagamente a alguna actriz de cine. Observó el rostro oscuro, terso y aceitado, los ojos de almendra azabache y aquella elegancia velada, el jabador de fina muselina salmón, impecable, y el velo color crema. A su lado, la chiquilla, casi adolescente, vestía como cualquier niña occidental, pantalones tejanos y un suéter ancho. Eso sí, con pañuelo. Blanco y anudado al cuello, como una vela blanca inopinada sobre un atuendo prosaico y gris. Sus ojos eran dos lagunas oscuras titilantes. El médico las contempló, quizás dos segundos más de lo que hubiera hecho con cualquier otro paciente, y tomó su pluma.

–Usted dirá, señora.
–Es la niña...

Así que era la chica. Dolores de barriga, indigestiones, angustia, tristeza sin motivo... Parecían los síntomas de alguna lánguida doncella decimonónica, víctima del spleen de los poetas románticos. La madre hablaba, con voz dulce y un español exquisito de manual, cuyo marcado acento magrebí sólo lo hacía más literario. ¿Cómo se llamaba?, preguntó él. “Jasmine”. El médico la hizo tenderse en la camilla y la auscultó con delicadeza, arremangando el grueso jersey y sin apenas tocarla. Examinó el cuerpecillo moreno y delgado, donde apenas se insinuaban los rasgos femeninos. Catorce años. Parecía más pequeña, pensó. Tomó sus frágiles muñecas, palpó el vientre, anormalmente hinchado. Como un pequeño tam tam africano. La hizo levantarse enseguida y ella volvió prontamente al refugio de la silla, junto a su madre.

Tomó la pluma y sacó el talonario de recetas... y entonces se detuvo. Vamos, por una vez, voy a dejar el papel de funcionario, pensó. ¿Para qué tanta medicación inútil? El problema, rápidamente lo había visto, no estaba en su estómago, sino en otro lugar. Preso en el corazón. Levantó la vista y miró fijamente a la mujer.

–Esto que les voy a decir es muy importante. Escúcheme bien.
La mujer asintió y le devolvió la mirada, para bajarla al instante, modesta, ligeramente azorada.
–La niña está bien. Sólo está creciendo. Su cuerpo necesita movimiento, para que la sangre circule... ¿me entiende? A partir de ahora, va a hacer gimnasia en el colegio, como las demás chicas. Tiene que hacer ejercicio, al menos dos o tres veces por semana. Y debe caminar, que le dé el sol y el aire libre... Esto no es por placer: es una prescripción médica, ¿lo comprende? Volverá dentro de un mes a verme. Y ya me explicará cómo se encuentra.

La madre volvió a levantar los ojos y esta vez los sostuvo unos segundos más. Asintió, muy grave. Luego, él dirigió la vista hacia la chiquilla. Tan inexpresiva como su madre, ella no apartó la mirada. Parecía un cervatillo amedrentado.

–¿Me has oído bien, Jasmine? Es muy importante para tu salud. Verás cómo te acaba gustando.

Jasmine también asintió, y el médico se levantó para despedirlas. Cuando la niña le dio la mano, tímida, clavó la mirada en él. Y él vio algo que lo hizo estremecerse, sin querer. Una chispa minúscula que relampagueó, durante unos instantes, en aquellos ojazos como lunas negras.
“Vaya. Parece que, esta vez, he ejercido como médico”, suspiró. Y se dejó caer en el sillón. Tomó algunas notas y esperó al próximo paciente.

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