miércoles, 30 de mayo de 2007

...y el cisne desplegó sus alas

Érase una vez un patito feo, que quería ser como los demás.

Y érase una vez una mujer extraña, que, tal vez, quería ser como las demás.

Lloraba y sufría, porque sus hermanos lo despreciaban. Nadie lo quería.

La mujer se sentía diferente y sola. “No vayas con el corazón en la mano, porque las aves te lo picotearán”. Pero, hambrienta de afecto y calor, dejó que lo depredaran.

Sólo encontraba consuelo bajo las alas protectoras de su madre. Pero sus dulces palabras no sanaban la herida.

La mamita había muerto hacía años. Y ella añoraba el calor de sus alas.

Un día, el patito decidió marchar. Abandonó la granja, en busca de su lugar.

Y un buen día, la mujer se sacudió el polvo de las sandalias. “Estás loca”. Ingenua. Ilusa. “Aterriza”. Se sacudió, también, las voces. Y emprendió un largo camino. Sola.

Cayó el invierno. La nieve trajo el silencio.

El frío mató las palabras.

Pero bajo la nieve blanca late el corazón de la hierba.

Y una mañana de abril, el patito llegó junto a un lago. Una bandada de cisnes se posó sobre el agua calma.

En las largas noches oscuras se enciende la estrella del Norte. Cuando la noche es más negra, nace el lucero del alba.

El canto de la belleza. Un canto de libertad. El pato abrió sus alas y voló hacia la bandada. Apenas elevó el vuelo, se vio reflejado en las aguas.

Largo fue el camino, amarga la soledad. Los pasos la hicieron fuerte. Perdió la orilla de vista, y después perdió el miedo.

Con el corazón en el pecho y la mirada en el horizonte, descubrió otras soledades. Que no eran la suya.

“El mundo es un manojo de soledades… o un corro de manos enlazadas”.

Abrió los labios, abrió las manos. Y entonó su canto.

Un coro le respondió. Vio que no estaba sola.

… y el cisne desplegó sus alas

jueves, 17 de mayo de 2007

Bellydance

¡Lo conseguí! Tras largos meses de espera, lo tengo en mis manos. Directo desde California. Lo he apretado con emoción y me ha faltado tiempo para romper el precinto y contemplar la flamante cubierta… El fantástico DVD donde las esculturales mellizas Veena y Neena me enseñarán ese místico y sensual arte llamado bellydance o, en palabras corrientes, danza del vientre.

He hecho las faenas de casa a toda prisa, en versión “abreviada”, como digo yo, o “fregado de gatos”, como dice mi madre. Ah, menos mal que los niños comen en el colegio y que mi maridito no llega hasta mediodía… Las mañanas son mis horas. Por fin, después de dejar la comida lista en el microondas, he puesto la lavadora en marcha y me he lanzado a disfrutar de ese tiempo, sólo para mí.

Pero mi primera clase de bellydance requería su preparación. Me he vestido para la ocasión… Hay que dejar la barriga al descubierto y marcar caderas. De manera que me he puesto mi viejo bikini de tiritas, aquel que se me destiñó con lejía y que nunca me pongo –no sé por qué no lo tiré, apenas sujeta nada… y mi pareo naranja de flecos anudado a la cadera. Melena suelta, una diadema de punto y lista. He embutido el CD en el aparato y le he dado al play…

¡Ah, pero aún faltaba algo! El espejo. No puedo hacer gimnasia sin mirarme. Tengo que verme, para comprobar que mis movimientos son correctos… Así que he pensado unos instantes. Mientras por la pantalla iban desfilando las letritas del “Prohibida la reproducción de este DVD…” he corrido al guardarropa. Ni corta ni perezosa, he abierto nuestro monumental armario ropero y he descolgado de sus clavos el espejo de dos metros de la puerta. Con cuidado, con cuidado… Lo he llevado hasta el comedor, donde lo he apoyado en la librería, junto al televisor. Así podré ver el video y a mí misma, a la vez… Para que el espejo no se deslizara hacia el suelo, no se me ha ocurrido nada mejor que falcarlo –si es que se puede decir así- con uno de los cojines del sofá. ¡Ahora sí!

Las letras se han ido desplazando. “Consulte siempre con su doctor antes de emprender un programa de ejercicios físicos… “ Bah, qué rollo. A ver, ahora sí que comienza el video. Un paisaje marino, el anuncio de la empresa editora…

¡Blaaamm! El espejo, poco conforme con su nuevo emplazamiento, se ha ido deslizando sin que me diera cuenta. Un poco más y me da un infarto. ¡Santo Cielo! Sólo faltaría que… ¡No! ¡No se ha roto de milagro! Ha sido la alfombra, que ha amortiguado el golpe. Ufff… Aún temblando, lo he vuelto a poner en pie y, esta vez, lo he asegurado bien con dos sillas. Justo cuando la sesión de danza daba comienzo.

Un escenario magnífico: salón suntuoso con cortinajes rojos, iluminado con velas. Y las dos gemelas Veena y Neena, con voz dulce, te saludan al unísono. “Hola, soy Veena”. “Y yo Neena”. “¡Bienvenida a la danza del vientre!” ¡Qué monas! La verdad es que son guapísimas, llevan un maquillaje de cine y lucen unas melenas negras perfectas, de esas que no se despeinan ni con un huracán. Cuando he visto sus redondas y sensuales barriguitas, tan parecidas a la mía propia, me he comenzado a sentir de buen humor. Vale. No son dos escuálidas maniquíes de talla imposible, ni tampoco esas estrellas del fitness, pura fibra y con más músculos que Silvester Stallone en Rambo. Mujeres reales, como debe ser. Con sus curvas y sus formas. Claro, no podía ser de otra forma. Para mover el vientre… ¡hay que tenerlo!

La clase ha empezado. Al principio, todo ha ido como la seda. Suaves estiramientos, rotaciones de cuello y brazos… La parte superior del cuerpo, ¡perfecta! He seguido los movimientos con facilidad, incluso inventándome mis propios ritmos. Brazos de egipcio, brazos de genio, la pose de Aladino… Ah, qué bienestar, abrir los brazos como alas, y dejarlos caer suavemente, con movimientos gráciles y sinuosos. Estupendo.

Lo malo ha empezado con los “push-ups” de tronco y cintura. Ahí ha empezado a torcerse la cosa. De pronto, mi cuerpo se ha vuelto rígido como un poste, y he sudado tinta mientras intentaba levantar el pecho sin levantar los hombros, y tirar la cintura hacia adelante y hacia atrás sin mover las caderas… ¿Cómo coño se hace eso? ¡Es imposible! Y mientras las gemelas Veena y Neena ondulaban graciosamente sus cuerpos sin perder su sonrisa de anuncio de dentífrico, he gruñido y he forcejeado conmigo misma intentando movilizar mis anquilosadas vértebras y mi abdomen, sin conseguir otra cosa que torpes respingos, dignos de un robot oxidado. Me he mirado al espejo y ha sido peor. Yo también enseño los dientes, pero mi rostro no luce una plácida sonrisa, sino una mueca de rabia contenida. “Relájate…”, suena la voz dulce del video, “Suelta tu cuerpo, siente como se ondula…” Sí, eso es. Relájate. ¿Cómo demonios voy a relajarme? “Describe un cuadrado: adelante, arriba, atrás, abajo…“ Sí, un cuadrado. Arriba, atrás, adelante… ¡Mierda, me equivoqué! Estoy sudando como una cerda… Ufff. A ver, el cuadrado… “Y ahora, redondea las esquinas…”. ¡Sí, vamos, la cuadratura del círculo! ¡Esto es el colmo!

Cuando ya desesperaba, mis encantadoras profesoras han decidido cambiar el ejercicio. Menos mal. “Ahora, un movimiento básico: círculos de caderas…” Ah, por fin. Esto ya se parece más a la idea que yo tenía de la danza del vientre. Eso sí se me da mejor… Y he vuelto a sonreír al espejo mientras mi cuerpo rotaba. “Este es uno de los movimientos más místicos…” siguen mis monitoras. ¿Místico?, pienso yo. Bueno, si por místico entienden voluptuoso, pues sí… quizás sí. “Y ahora, combinaremos caderas con los brazos, así”. Vale, vale. Ahora parece más divertido. Mmmm, esta parte me gusta más.

Por fin, hemos llegado a los pasos de baile. Pie adelante, pie atrás. Ah, ¡qué fácil! Es mucho más complicado el aeróbic… Parece un mambo. Me he entusiasmado tanto que hasta he comenzado a “añadir brazos”.

Pero, nena, desengáñate, que eso sólo es el comienzo. Ahora vienen las vueltas. ¡Agggh! Ahora sí que me he hecho un lío. ¿Cómo seguir el ejercicio y a la vez mirar a las monitoras, si tengo que girar? Me he liado, me he liado de tal manera, que un poco más y acabo en el suelo, enredada entre mis piernas y el pareo.

Después de esto, mis deliciosas profesoras, sin dejar de sonreír de oreja a oreja, me han invitado a ensayar los “drop” o caída de cadera. ¡Mejor no lo cuento! Otra vez me he sentido como un saco de carnes fláccidas. No puedo controlar mi propio cuerpo… "Estos son nuestros movimientos favoritos", dice Neena, "Y quizás los tuyos también" ¿Tendrá guasa la niña? ¿Los míos? Grrrrrr.

Ahora bien, el clímax ha llegado con los shimmies de cadera. Los shimmies, por si no lo sabéis, son esos movimientos rápidos y sucesivos que hacen temblar el abdomen y todo el cuerpo como las hojas estremecidas por la brisa… Aunque mis shimmies, si he de ser fiel a la verdad, más parecían producto de una descarga eléctrica. “Si no te sale bien, hazlos más despacio”, dicen mis teachers, “comienza a un ritmo lento, y ve acelerando hasta que sientas todo tu cuerpo vibrar…” Sí, qué bonito. Mi cuerpo no vibra, no. Mi cuerpo se agita como un pulpo en un garaje y, si intento moverme más lentamente, no consigo otra cosa que dar bruscos culazos a un lado y a otro. ¿Y dicen que esto es fácil???

Por fin, llegamos a la coreografía. “Ahora combinaremos todos los pasos y podrás aprender este baile”. ¡Menos mal que lo han repetido cuatro veces! Al final, hasta me ha parecido que comenzaba a cogerle el truquillo… Salvo por los shimmies, que me he acabado saltando a la torera, y que he substituido por varios ampulosos giros de cadera. Eso sí que me sale bien. Y los brazos de egipcio… Genial. “Y acabas posando”, puntualiza Veena, con su sonrisa radiante. Qué bonito. Ah, ahora sí que he conseguido una buena pose… Bueno, chica. Pronto dominarás esto…

“Sigue practicando con nosotras, ¡y descubrirás la odalisca que hay en ti!”.

¡Vaya final! Y, de pronto, mi sonrisa se ha congelado y me he quedado de piedra, con una mano en alto y la otra sobre mi cadera, mirando al espejo como una estúpida.

–¡Hola, cariño!
Oh, Dios. Él. Ha entrado sin que me diera cuenta… ¿Cuánto tiempo hace que me observa?
–¡Qué susto me has dado! ¿Llevas mucho rato ahí?
– Sólo un poquito –sonríe con la mejor de sus sonrisas, tan cándido–. ¿Qué haces?
– Pues, mira… – como si no lo supiera, el muy capullo–. Es el DVD que encargué. ¿Te acuerdas? Aquel de la danza del vientre…
– Mmm. Vaya, lo haces muy bien.
–¡Mentiroso! –me río nerviosamente–. No es verdad. Lo hago fatal. Es… es más difícil de lo que crees.
– Bueno… quizás sí. Ahora que lo dices, parece que hacías algo raro con las caderas.
¡Maldita sea! Me pilló intentando los shimmies.
– Es el primer día –le he respondido, seca. La sonrisa se ha borrado de mi rostro.
– Bueno, cariño. No sufras. Ya verás cómo aprenderás pronto… Estás estupenda.
–¿Sí? –ahora he sentido rabia–. ¡No! No es verdad. Estoy hecha una facha. Deja de mirarme así.
– Así… ¿cómo? –a veces es para matarlo. ¡A él todo le parece divertido!
– Olvídalo. La comida está en el micro. Voy a cambiarme.
Él me ha detenido, cogiéndome por la cintura.
– Espera, no corras tanto. Dame un beso.
Mierda. Mierda, mierda… cuando empieza así no hay quien se resista. Lo he besado, de mala gana. Él no me ha soltado los labios hasta pasados unos buenos diez segundos. Maldita sea. ¿Cómo me voy a enfadar?
– No me apetece comer ahora –ha dicho él, sonriendo avieso-. Vamos a hacer otra cosa…
– Estoy hecha un asco. Huelo mal –he intentado protestar.
– Mmmm, ya sabes que a mí tu olor me gusta, siempre.
Claro que lo sé. Me he librado de él con un limpio codazo con swing, al puro estilo “egipcio”.
– No sé cómo te puedo gustar así.
– Estás más buena que esas dos del video.
–¿Quéeeee? ¡Estás loco! Mira qué tipazos tienen. Mira qué pelo, qué cara…
– Tú estás más delgada que ellas –ha contestado él, y me ha vuelto a coger de la cintura-. Y seguro que ellas no tienen el culo tan bonito como tú.
Y mientras lo ha dicho, me ha estrujado bien las nalgas con sus manazas. Ah, los hombres siempre piensan en lo mismo… Hace veinte años que mi opinión en este sentido no ha cambiado un ápice. ¿Por qué a ellos les gustan tanto las curvas y las redondeces?
– Pues a mí no me gusta –he contestado, con voz de niña malhumorada.
Él no me ha hecho caso, y ha comenzado sus peculiares push-ups de cadera contra mí, mientras me arrastraba al dormitorio. ¡Quién puede resistirse a esto!

Cuando, más tarde, nos hemos liado sobre las sábanas, él ha dejado ir la pregunta, entre beso y beso.
– Oye, cariño… ¿Qué quiere decir eso de “la odalisca” que llevas dentro?
Me he mordido los labios, para ocultar mi risa y mi rabia a la vez. Ah, esa es una de las desventajas de estar casada con uno de ciencias: su apabullante riqueza de vocabulario.
–¿No sabes lo que es una odalisca?
– No sé… Suena a basilisco.
Ahora sí que lo he mirado con furia. ¡Qué cateto! Él debe haber notado algo, porque me ha espetado, burlón:
– Por la cara que pones, diría que no ando lejos…
Me he reído. Me he reído para no llorar. O quizás para no enfadarme. Me he reído y me he lanzado a su cuello, como una hiena. Nada de movimientos suaves y circulares. En picado.

Y entonces, sí. Con el fuego en las ingles, vientre contra vientre, la coreografía ha salido perfecta.

jueves, 10 de mayo de 2007

El Seiscientos

Corrían los años sesenta, los felices sesenta de la liberación femenina, el boom hippie, los Beatles y los primeros viajes espaciales. La España de la postguerra quedaba lentamente atrás y el país se sumaba a la oleada de progreso que iba llenando las carreteras de vehículos, las playas de turistas y los hogares de televisores y lavadoras.

Pero en los pequeños pueblos como La Nogaleda, perdidos en las montañas del interior del país, el progreso aún era reacio a penetrar y apenas se notaba en otra cosa que no fueran los estruendosos camiones de la mina, los aparatos de radio y el único televisor del pueblo, propiedad del dueño del bar, que congregaba a buena parte de los parroquianos ante el fútbol dominical.

Vacas y burros circulaban por las calles a sus anchas; las mujeres calzaban galochas y llevaban pañoletas, los hombres se ocupaban en los mismos quehaceres que sus padres, abuelos y bisabuelos; a las siete las campanas de la iglesia tocaban a rosario y la vida seguía su curso pausado, a golpe de siega, vendimia, matanza, nieve y cría de ganado.

Pero algo estaba cambiando. Y un día, como triste metáfora de un pasado que se derrumbaba, una vieja casa abandonada, que se levantaba solitaria en medio de una encrucijada de calles, se hundió bajo el peso de la techumbre, quedando en pocos minutos reducida a un montón de escombros. Los vecinos corrieron a ver al alcalde.
- Don Calixto, ¡hay que hacer algo! Eso no puede quedar así, ahí en medio del paso.
El alcalde frunció el ceño y se rascó la coronilla.
- Pues no, habrá que retirarlo... Avisad a Don Alejandro, que traiga un par de bueyes. Y dad voces por ahí, vamos a formar una brigada para sacar los escombros.
Al bueno de Don Calixto, que iba y venía a menudo de la capital, imbuido por las ideas de progreso, la ocasión le vino que ni pintada. Aprovecharía aquella ruina para ampliar la calle mayor del pueblo y no se le ocurrió cosa mejor que pedir una subvención a la Diputación para encargar cuatro camionadas de asfalto y comenzar a pavimentar las calles de la aldea. “Será el nuevo plan urbanístico de La Nogaleda”, explicó, ante el puñado de vecinos que ostentaban el cargo de concejales. “Vamos a facilitar el tránsito rodado, ¡hemos de abrir las puertas al futuro!”. Los aldeanos lo miraron, entre incrédulos y desconfiados. “¿Asfalto por aquí? ¿Pa’ qué? En dos días, estará cubierto de barro y boñigas...” Pero no rechistaron.

Muchos vecinos acudieron voluntariamente a retirar escombros y Don Alejandro, el rico del pueblo, propietario de la mitad de las fincas y una cuarta parte del ganado, aportó de buen grado el trabajo de sus bueyes y carros para ayudar a cargar piedras y vigas caídas. Pero, llegados al mismo centro del solar, tropezaron con un obstáculo que no pudieron salvar. Una enorme mole de piedra, que formaba la pared del antiguo hogar, estaba tan firmemente clavada en tierra, que no hubo manera de moverla un palmo. Ni hombres, ni mulos, ni bueyes; ni palancas ni picos pudieron desplazar aquella roca pertinaz. De manera que Don Calixto optó por dejarlo estar. Llegaron los camiones de la Diputación, echaron asfalto en la calle y el centro de la Nogaleda quedó convertido en una amplia avenida de firme liso y negro, con su peculiar megalito en el centro. Pepín el de la Rosarito, que tenía ínfulas de intelectual, aún bromeó. “Tal parece un monolito prehistórico. Podríamos rodearlo con césped y convertirlo en un símbolo del pueblo”. Sus contertulios del bar se chotearon, pero la idea corrió por el pueblo.

Una mañana, en la terraza del bar, andaban dándole vueltas al asunto varios lugareños ociosos, mientras tomaban su café y mordían sus palillos.
- Pepín el listorro dice que el manolito ese es una estatua de la era pistórica –comentaba uno, señalando el monumento de marras, que se erigía a pocos metros de ellos-. Que es un símbolo del pueblo.
- Sí –asentía otro vecino-. Y anda diciendo no sé qué carallo de la raza dura, de los incestros...
- Hombre, duros de pelar sí que somos... –intervino otro-. Pos no está tan mal la idea. Los de Villaluenga, ¡seguro que no tienen monumento!
Los hombres callaron de pronto. Algo llamó poderosamente su atención. Erguidos en sus sillas, dejaron sus cafés y a más de uno se le cayó el palillo de la boca.
- Anda, eso sí que es un cacho monumento...
Varios silbidos y un par de codazos. Todos seguían con la mirada a la esbelta muchacha que pasó, caminando a toda prisa, por delante del bar, calle abajo.
- Es la Minerva, la del Paco y la Artemisa.
- ¡Cómo está la criatura!
- Qué andares lleva... ¿A dónde irá tan aprisa?
- Creo que va pa’ la escuela. Va a buscar el coche, que lo tiene en casa del abuelo, y baja p’allá.
- Ah, ¡el coche!
- El bichín ese, sí. Mírala ella, qué garbo se da.

Minerva era la primogénita de Don Paco, el maestro del pueblo, y de Artemisa, la hermana del cura. Alta y erguida, de largas y delgadas piernas, su recta espalda realzaba el busto firme y la cintura lisa. Su larga melena negra ondeaba sobre sus hombros airosos, y sus ojos rasgados de color indefinible, salpicados de lunares, encandilaban al mirar. Minerva era la moza más hermosa y admirada del pueblo. Había heredado la gentil elegancia de su padre y el talante fogoso de su madre. A sus dieciocho años, había obtenido el título de maestra y ya daba clases en otra población de la comarca. Su abuelo, Don Alejandro, le había regalado el flamante seiscientos, el primer vehículo de turismo que jamás se había visto en el pueblo. Y la muchacha había aprendido rápidamente a conducirlo para poder trasladarse a su escuelita de la aldea perdida en otros montes.

Minerva, por supuesto, era muy consciente de las miradas de los hombres sobre ella. Pero, poseedora del carácter arisco de su madre, los evitaba y esquivaba. Sus sueños estaban lejos, muy lejos de su pueblo natal. Había estudiado en la capital, había leído mucho y su cabeza estaba llena de ideales. Detestaba las miradas lascivas y los burdos piropos de los aldeanos.

A los pocos minutos, los parroquianos del bar se irguieron de nuevo en sus sillas. Ahí venía, el seiscientos blanco, redondo y brillante, subiendo calle arriba. Brrrum, brrrrum. Llegó a la encrucijada del monumento, giró lentamente... Y entonces, los hombres no pudieron callar.
- ¡Allá va la guapa!
- Pisa fuerte, fermosa, ¡la pista es tuya!

Minerva los miró de reojo. Llevaba la ventanilla del coche bajada, pues era primavera y hacía calor. Y no pudo evitar un gesto desdeñoso.
- ¡Callad, estúpidos! –exclamó, volviendo el rostro y dando un manotazo en el aire.

¡Ay! La bella Minerva olvidó por un instante que estaba conduciendo. El volante del seiscientos cobró vida propia, el coche describió una rápida ese... y se empotró contra el monolito en pleno centro de la calle.

- ¡Mierda!
Era el único taco que se permitía. Y le salió del alma. Minerva intentó hacer marcha atrás, desesperada. El coche se encabritó, el motor revolucionado. Ella perdió el control de las marchas y, de pronto, el pequeño seiscientos dio un bote contra el pedrusco y se caló.
- ¡Mierda!

Los hombres del bar, el chico del pastor, que llegaba con su rebaño, y dos vecinos más, corrieron junto al coche. Minerva lloraba sobre el volante, de rabia y de vergüenza. Intentó arrancar. No pudo. El coche tosía y carraspeaba como un viejo asmático. Por fin, viendo que no había nada que hacer, salió.

Los aldeanos ya no la miraban. Se habían apiñado entorno al famoso megalito y observaban, admirados, la peña inclinada y el socavón de tierra en su base.
- ¡Mecachis!
- Ni un par de bueyes pudieron moverla.
- ¡Hay que ver! ¡Qué fuerza tienen esos bichines!

Minerva aquel día no pudo llegar a tiempo a sus clases. Pero Don Calixto y sus concejales se felicitaron. El seiscientos había conseguido sacudir de su base el incómodo pedrusco. Una carretada más de cemento, y la nueva “avenida” de la Nogaleda quedó totalmente abierta al tránsito.

Seducción 2

Ondulante como su nombre, la falda airosa se agitaba entorno a sus caderas, levantando el aire al pasar. Y el sol encendía su pelo, rizosa mata de oro que centelleaba al caminar.

Mar atravesó la plaza del pueblo, a paso rápido. Un coro de silbidos se levantó a su paso, apenas la vieron los mozos que se reunían en la sombra de los pórticos. Una docena de ojos seguía todos sus pasos. Las murmurantes comadres, sentadas en sus sillas de mimbre, apartaron la mirada de la aguja y el hilo, para repasarla de arriba abajo.

- Mirad qué estirada, qué seria…
- Y qué buena planta, qué garbo.
- Más tiesa que una señorita de ciudad
- Eso es lo que es, una señorita de ciudad, pues, ¿cómo iba a ser de otro modo?
- Se da aires de artista de cine…

Y los mozos prodigaban piropos, ante la indiferencia desdeñosa de Mar, que pasó presurosa, ignorándolos. Ellos rieron y se miraron, dándose codazos. Todos menos uno.

- Mirad al Quimet, cómo la mira…
- Se le van los ojos, pobre muchacho.
- Pues lo que es ella, para mí que ni lo ha visto.
- Pues ¿tanto te extraña? Si hay que mirarlo dos veces…

Las comadres rieron entre dientes, picaronas, mientras el aludido tragaba saliva, viendo desaparecer a la bella por el recodo de una calle.

- No, si guapote sí que lo es, y listo…
- Por algo lo mandó su madre a estudiar, que en tres años lo tuvo encerrado en una escuela, allá en la capital.
- ¡Y ha vuelto con más letras y latines que el mismo señor cura!
- Y de números sabe un rato. Para mí que, en dos días, se hace el amo de toda la hacienda. Su padre le confía todo…

Ajeno a los comentarios de sus vecinas, el flacucho Quimet volvió el rostro hacia sus amigos.

- ¿Qué pasa, Quim? Está guapa la Mar, ¿eh?
Quimet bufó, sonrojado, desviando la mirada a otra parte.
- Vamos, no disimules. ¡Estás perdido por ella!
Él se encogió de hombros.
- ¿Y quién no? –lo pinchaban los amigos-. Con ese cuerpazo, con esa cara. Y esos ojos matadores… ¿Eh, Quimet? ¡Qué ojos!
- Vamos, dejadlo ya… -Quimet se volvió, molesto. Claro que le gustaba Mar. Pero no soportaba a sus amigos cuando la miraban como si fuera ganado. En su fuero interno, detestaba aquella suerte de comentarios.
- ¿No has pensado en declararte? –le dijo Pau, uno de sus más íntimos
Pau era guasón, pero de buena pasta, pensó Quimet. Movió la cabeza desalentado.
- ¿Declararme? ¡Estáis locos! Ella nunca se fijará en mí… ni en vosotros. No somos lo bastante buenos para ella, ¿no lo veis?
- Pues no sé yo qué tendrán esos señoritos de ciudad que no tengamos nosotros…
- Mar es diferente –intentaba explicarse Quimet-. Es culta, refinada… No le van los chicos como nosotros.
- ¡Bah! Monsergas –lo interrumpió Cisco. Este era de los más osados y tenía fama de seductor entre las mozas del pueblo-. Seguro que bajo la falda es como todas las demás… Oye, Quimet.
- Qué…
- Mañana por la noche es el baile. ¿A que no eres capaz de chascarle la liga?
Todos prorrumpieron en carcajadas. Era una vieja tradición de los mozos del pueblo. Cuando uno quería declararse a la chica de sus sueños en el baile, el paso de rigor era éste. Debía deslizar su mano bajo la falda y chascar la liga que sujetaba las medias. La broma se las traía y Quimet se sonrojó como amapola, aunque también rió, a pesar suyo.
- Qué pesados…
- ¡Esto va en serio! –exclamó Sisco-. ¿Te gusta o no?
- Sí, claro, pero…
- Pues no hay pero que valga. Demuéstralo.
Quimet tomó aliento. Y de pronto algo en él se encendió. Sí, ¿por qué no? Él también estaba harto. Harto de desdenes, harto de miradas altaneras, de ignorancia… Y muerto de sed, de hambre, de deseo. La quería, ¿por qué no atreverse? Si no era él, alguien se le adelantaría… Nada tenía que perder. Y creció el coraje en su pecho. El genio de su tía y de su abuela, pensó, durante un instante. Familia de gente pequeña pero con el corazón grande.
- De acuerdo. Lo haré.
- ¿De veras? ¡No, no podrás! –ahora todos lo incitaban, burlones.
- ¡Pues sí, lo haré! Le chascaré la liga –replicó Quimet, tocado en su amor propio.
- Queremos verlo con nuestros propios ojos.
- Lo veréis.

Al día siguiente todo el pueblo andaba de fiesta. Se montó el envelado en la era, a las afueras, junto a la ermita del Rosario. El sol lució alto en el cielo y durante todo el día se sucedieron las diversiones. Feriantes, sardanas, misa mayor, cucaña, concursos, comida al aire libre en la plaza… por la tarde, en la hora calma de la siesta, todos corrieron a la penumbra fresca de las casas. Los mayores a dormir la siesta. Las mozas, a sus tocadores. Aquella noche debían lucir como estrellas. Polveras, carmín, agua de colonia y puñados de horquillas y bisutería brotaban sobre las cómodas. Los vestidos de fiesta de gasa y organdí, cuidadosamente planchados y almidonados, yacían como flores desmayadas sobre las camas.

A diferencia de sus amigas, Mar se atavió de negro. Ellas la miraban, entre admiradas y un poco celosas, mientras se embutía en el largo vestido de raso negro, que estilizaba su figura y perfilaba las curvas de Venus rubia. Observaron el escote atrevido, los tirantes que dejaban los hombros desnudos… la larga raja a un lado de la falda, los flecos de seda en los bajos. Como toque final, el chal de pluma negra y la boquilla para el cigarrillo, de plata, a juego con el fino collar. Mar era elegante, pensaban las muchachas del pueblo, ocultando su asombro. Como una actriz de cine. Al lado de ella, sus vestidos rosa y pastel, con florecillas y blondas, parecían cursis y casi infantiles.

Se onduló con cuidado los bucles, se aplicó la peca en la mejilla y perfiló con carmín sus labios. Entonces Mar se volvió y sonrió hechicera, y las jóvenes sonrieron también, alborozadas sin saber por qué. Este era otro de los encantos de Mar. Pese a su refinamiento, pese a aquel abismo insalvable entre la señorita de ciudad y las rústicas muchachas de pueblo, era sociable. Encandilaba al hablar, sabía contar historias y su conversación jugosa siempre despertaba interés. Su voz hechizaba y su risa, contagiosa, seducía sin remedio a hombres y mujeres. Era ángel, era bruja… No podía saberse. Pero las mozas del pueblo pugnaban por estar a su lado y, secretamente, la imitaban.

El sol se acostó tras el monte y la sombra cayó sobre el valle. Los primeros luceros se encendieron, a la par que los farolillos de colores. Y la orquesta tocó sus primeros acordes. Comenzaba el baile.

A Mar no le gustaba mucho bailar. En realidad, detestaba las fiestas de pueblo. Pero cada verano pasaba un mes en aquel villorrio perdido entre montes, invitada por la tía Mabel. La buena mujer había sido su nodriza y cada verano, desde su tierna infancia, se llevaba a la ahijada a su pueblo, por las fiestas de agosto. “Para que tome el aire de montaña, que es más sano que el del mar”, decía la tía. Los padres de Mar accedían, gustosos. Aunque, con los años, ella comenzó a dudar que aquellos aires serranos le sentaran mejor que la brisa del azul que llevaba su nombre, siguió acudiendo a su cita. Lo hacía por la tía Mabel, pobrecilla, que se hacía anciana y añoraba a su niña. Soportaba la interesada amistad de las chicas del pueblo y a duras penas los piropos subidos de tono de los muchachos. Zafios e ignorantes, los despreciaba a todos. Bueno, no a todos. Estaba aquel Quimet, que era un joven culto. Curiosamente, algo los unía. Habían compartido nodriza, muchos años atrás. Tía Mabel era pariente de su padre, el señor Pere, uno de los hombres más notables del pueblo, amo del colmado y propietario de mucha tierra. Pero Mar apenas prestaba atención al chico, a quien, por canijo y desmedrado, nadie llamaba por su nombre, Joaquim, y todos conocían por Quimet. Sí, Quimet era serio y educado. Nunca decía tacos, parecía amable y era amante del trabajo. Pero era tan tímido, tan poca cosa… Con sus ojazos oscuros y tristes y la piel color aceituno, a Mar se le antojaba un cervato huidizo, de cuerpecillo moreno y escuálido, que había que mirar dos veces para percatarse de su presencia.

Pero aquella noche, el cervatillo dio un paso osado. Y Mar apenas pudo creerlo cuando lo vio acercarse, muy serio y estirado, con el pelo engominado y la blanca camisa impoluta, y pedirle un baile.

Las chicas a su lado rieron, bulliciosas, y Mar les devolvió una de sus sonrisas condescendientes. Grácil e insinuante, tomó la mano que Quimet le ofrecía, y caminó hacia la pista de baile, solemne como una diosa.

Decenas de ojos se posaron sobre ellos.

En la pista, Quimet se acrecía. Pequeño y ágil, seguía los pasos del baile. En cambio, Mar se sentía torpe. Nunca había sido buena bailando… Además, le sacaba medio palmo a su pareja. Sin saber muy bien cómo, agarró a Quimet por los hombros e intentó dejarse llevar. El contuvo el aliento. El cuello blanco de Mar, alargándose sobre el escote generoso, coqueteaba con sus labios.

Tras un par de pisotones, una sonrisa apurada y un aluvión de sonrojos, Mar dijo que no quería seguir. Estaba cansada… prefería sentarse, y charlar. Quimet accedió y la condujo gentilmente fuera de la pista. Despacio, despacio… lanzó una mirada a sus amigos, de reojo. No tenía mucho tiempo. Ahora o nunca. Ahora…

Su mano descendió, resbalando por el raso negro, hasta la cintura de Mar. Ella se detuvo un instante, perpleja, y lo miró. Sin apartar los ojos de ella, Quimet continuó bajando la mano. Recorrió la cadera, suave como la seda, y alcanzó el corte audaz sobre el muslo.

Ya estaba. Ella dio un respingo, pero él la sujetó con fuerza. Su brazo izquierdo le abrazaba el talle mientras la mano derecha, hábil y osada, buscaba la escondida liga. Y la encontró. Los dedos apretaron la carne, tensaron la goma. ¡¡Chas!!

Mar se apartó de un salto, ruborizada hasta las cejas. Y el atrevido Quimet, sin poder creer lo que hacía, sonrió esta vez y la tomó de la mano.
- Ya está… No pasa nada.
Ella rió, histérica, llevándose la mano a la boca. Tenía que reír para no romper a gritar. Temblaba, sin querer. Sentía frío y calor… y una hoguera prendida bajo el ombligo.
- No… Claro. No pasa nada…
Quimet le dio el brazo y ella se lo tomó. La invitó a sentarse junto a una mesita y fue a buscarle un refresco. Cuando volvió, ella había encendido su pitillo. Se sacó la boquilla de los labios y echó una suave bocanada de humo. “Elegante como una actriz”, pensó él. La nubecilla los envolvió. Quimet la miró a los ojos. Y ella le devolvió la mirada.

“No pasa nada”… las palabras flotaban, trenzándose en el hilo de humo. Mar suspiró y levantó los ojos al cielo, telón de terciopelo negro, con mil luces encendidas. Y pensó que, en realidad, sí pasaba algo. Pasaba todo...

sábado, 5 de mayo de 2007

El Chocolate y yo

Dicen que las mujeres guardamos una extraña relación de amor – odio con ese manjar divino que llaman chocolate. Tanto, que si el paraíso terrenal hubiera estado enclavado en los trópicos y no en los vergeles mesopotámicos, como se dice, estoy convencida de que el fruto prohibido que perdió a Eva no fue una inocente manzana, sino el tentador y cálido fruto del cacao.

Pero lo mío con el chocolate es más que pasión. Es una relación íntima y singular. Llevo el chocolate en la sangre. O, más bien, lo tengo inyectado en mis mismos genes.

La noche que mis padres me engendraron, creo yo que mi madre debió tomarse un helado de chocolate de postre, o tal vez un par de aquellos bombones Nestlé de caja roja que mi padre le solía regalar. Dicen que el chocolate es un buen afrodisíaco… En realidad, ellos no lo necesitaban. Después de veinticuatro meses de noviazgo a pan y agua, sin ir más allá de pudorosos besos y abrazos bajo la atenta vigilancia de los centinelas de turno, la pasión estalló en ellos con tal fuerza que, a los nueve meses exactos, yo salí brincando de entre los muslos de mi madre, casi con prisa, rebosante de ganas de vivir.

Ya cuando eran novios, papá tomó la costumbre de regalarle a mamá, cada semana, una caja de bombones que ella devoraba, uno tras otro, en apenas unas horas, para gran disgusto de mi abuela –también amante del dulce- y complacencia del entusiasta novio, quien, viéndola degustar con tal fruición los chocolates, imaginaba con deleite cómo serían esos labios degustando otras delicadezas… Y, entre rosas, bombones y fantasías, se pasó el noviazgo volando. Fue corto, más de lo que se estilaba en aquella época. “Pues, niña mía”, me explicaba mamá, años más tarde, “Éramos jóvenes, la sangre hervía y ya no podíamos aguantar más”.

Tras la boda, uno podría pensar que los melindres y halagos del noviazgo cesarían. Pues no fue así, sino que papá continuó con su costumbre de comprar la caja roja de bombones de los sábados. Costumbre que no cesó durante su embarazo, pese a ser muy consciente de que las embarazadas no deben consumir alcohol ni substancias nocivas… Imagino que mamá nunca pensó que el cacao podía ser tan intoxicante. Y, como sabido es que una mujer preñada debe comer por dos, mamá siguió el consejo de las abuelas más o menos al pie de la letra… incluyendo en él su ración de bombones y chocolatinas. El caso es que el pequeño feto que se iba desarrollando en su vientre generoso comenzó a absorber ingentes cantidades de cacao a través del líquido amniótico. La chocolateada solución pasaba a chorros a través del cordón umbilical hasta sus diminutas venas, inoculando sus células tiernas… Estoy convencida de que mi adicción a esta droga maravillosa comenzó ahí, justamente, en el útero materno.

Así, cuando nací, las enfermeras y la comadrona notaron un extraño aroma a chocolate fundido que se esparcía por todo el quirófano… Y algo debieron notar papá y mis abuelos, que esperaba a pocos pasos de allí, impacientes. El peculiar aroma debió estimular sus jugos gástricos, porque siempre he oído contar en casa que mi nacimiento fue celebrado en la cafetería del hospital con chocolate caliente y churros, recién traídos de la churrería de la esquina por mi abuelo.

Ahora, cuando miro mis fotos de bebé y de niña pequeña, no me sorprende nada ver mi piel de color crema de leche, la carita redonda con dos ojos en forma de almendra y el pelo oscuro y brillante, de un bonito color cacao. “Eras un bombón”, me dicen mamá y las tías. “Estabas para comerte”. Ja, ja, ja, ¡claro que era un bombón! El chocolate formaba parte de mí… ¡y de qué manera! No tardarían en descubrir hasta qué punto.

Mamá me dio de mamar y, como su dieta básica no varió mucho, su leche era rica y cremosa como un Cacaolat. Lo malo es que, cuando me destetaron, comenzó el martirio. ¡No me gustaba nada! Rechazaba absolutamente todo, ante la desesperación de mamá, las abuelas y las tías. Ni frutas, ni purés, ni papillas de sobre ni papillas caseras de galleta chafadita con fruta y zumo… Ni arroz con leche, ni gachas. ¿Qué podemos darle de comer a esta niña?

Hasta que, un día, en la farmacia, rebuscando entre los potitos Bledine alguna sabia combinación de alimentos que pudiera aceptar mi exigente estómago, mamá dio con la solución. Hacían por aquel entonces una promoción de una nueva papilla, “Milupa de chocolate”. Mamá no se lo pensó dos veces y compró dos cajas. Fue mi salvación.

Durante los años de mi tierna infancia me crié a base de papillas de chocolate.

Esto, por supuesto, no podía continuar. El nacimiento de mi hermana mediana, con la consiguiente ración de celos y rabietas, y mi primer año de guardería, acabaron con semejante monodieta. Desde que me llevaron al jardín de infancia, me acostumbré a comer más cosas… ¡qué remedio! Mi alimentación varió forzosamente, aunque debo reconocer que, las más de las veces, comía forzada o engatusaba a mis compañeros de mesa para que se zamparan mi ración, cuando ésta no me gustaba. Menos mal que, al regresar a casa, por la tarde, mamá siempre tenía la merienda a punto. Y en ésta nunca faltaba el cuadradito de chocolate de una tableta Nestlé que mamá dosificaba rigurosamente.

Toda mi familia coincide en señalar que, a parte de ser una niñita alegre y modosa, fui muy mala comedora. Aunque logré acostumbrarme a comer casi como los adultos, de tanto en tanto me asaltaba una aversión inexplicable a los alimentos que podía durar meses, incluso un año. Todo comenzaba de repente. Un buen día, el plato de verdura o el filete que me servían se me antojaba revulsivo. Ante cualquier intento de engullir mi comida, mi cuerpo protestaba con violentas arcadas. Ni siquiera el arroz a la cubana, mi plato favorito, conseguía abrir mi veleidoso apetito. La primera vez que esto sucedió, me permitieron dejar de comer. Pero cuando se repitió a la hora de la cena, y al día siguiente, las escenas de lagrimeos y peloteras ante un plato de comida se sucedieron. Hasta que mis padres desistieron, so pena de convertir la hora de las comidas en un suplicio penoso para toda la familia. Yo lloraba, con pena, sin poder explicar qué me sucedía. Entonces mamá, viéndome tristona y famélica, sacó del armario de la cocina la tableta Nestlé, rompió un pedacito y me lo dio. Imagino que mi cara debió cambiar al instante. Lo devoré y pedí con la mirada, suplicante, un poquito más. Mamá suspiró resignada y comprendió. Al día siguiente, papá me preparó cacao fundido para desayunar… y para comer, y para cenar… En esas extrañas épocas de mi niñez, la única cosa que mi cuerpo admitía era, como podéis imaginar, el chocolate.

Hasta que llegó la adolescencia. Tenía catorce años y, un día, al salir de la ducha, me miré desnuda al espejo del baño. El mundo se cayó a mis pies. Y entonces comenzó el drama. Como era natural, después de una infancia regalada comiendo chocolate, mi cuerpo adolescente no era el de una sílfide, precisamente. No es que fuera muy gorda, porque siempre he sido nerviosa, un culo de mal asiento, como dicen las mujeres de mi familia, y jamás he podido estar quieta en un lugar más de veinte minutos –seguramente por la acción estimulante del cacao en mi sangre. Pero el caso es que yo me veía gorda, y desaprobé al instante aquellos muslos macizos de chocolate blanco, la cintura ancha y la barriguita prominente. Lo único salvable era, quizás, mi cara… Pero eso no bastaba. De manera que, un buen día, comenzó mi particular batalla contra los kilos.

¡Ah, eso fue otra tragedia familiar! Cuando ya parecía que las manías de la infancia quedaban atrás, la preciosa niña casi-modélica cayó en una implacable obsesión por la delgadez. Tanto es así, que en tres años reduje mi cintura en casi dos palmos, y a los dieciséis gastaba la misma talla de pantalones que mi hermana pequeña de nueve –que, dicho sea de paso, tampoco era gordita, pues ha sido la más esbelta de todas las hermanas.

En esa época pasé yo muchos males, de amores y desamores, de pasiones juveniles secretas y de tremendas dudas existenciales. Si algo me salvó de morir de consunción, fue, justamente… el chocolate.

Pues en mi espartano régimen tenía cabida un solo “pecado”, una sola concesión que endulzara mi amarga y atormentada existencia. Las tabletas de bitter con avellanas se convirtieron en mi sustento básico. Gracias al chocolate evité convertirme en un lánguido esqueleto andante. Estoy convencida de que la teobromina, esa sustancia alquímica que albergan las moléculas del cacao, fue la responsable de que no se apagara el brillo de mis ojos, que se habían hecho enormes y saltones sobre la cara flaca, y de que siempre permaneciera un leve tinte rosado en mis mejillas chupadas de novia romántica.

Mi familia andaba preocupada, al igual que mis amigas, que se alarmaron cuando un día les confesé que, con mi metro setenta de altura, pesaba tan sólo cuarenta y siete kilos… Pero yo veía las cosas de otra manera. Me gustaba estar delgada y me encantaba comprarme la ropa que jamás soñé llevar: mallas de punto, chaquetas de cinturas ajustadas, faldas cortas de tuvo, botas de caña larga y medias negras, jerseis ceñidos que revelaban mis frágiles formas de bailarina… Además, no todo el mundo me veía tan mal. Recuerdo perfectamente los comentarios de dos de mis profesores, en la universidad. El uno, un auténtico dandy que nos daba crítica literaria, me llamaba “la chica exótica”, seguramente a causa de mi cabello largo y ondulado y de los enormes pendientes morunos que me gustaba lucir, cuajados de piedras brillantes, tintineando junto a mi cuello de garza. El otro era nuestro profesor preferido. La mitad de las chicas de la universidad andaban medio prendadas de él… y la otra mitad perdidamente enamoradas. Un día, en el breve recreo entre clases, estábamos mis amigas y yo en el patio porticado de la facultad. Yo había sacado mi consabida manzana –mi desayuno- que iba mordisqueando mientras charlábamos. El profesor pasó junto a nosotras y lo saludamos. Él se me quedó mirando y dijo: “Pareces Eva con la manzana”.

¡Glups! Yo respondí al cumplido con una de mis sonrisas, entre seductora y cándida, mientras mis compañeras, apenas él se alejó, levantaban un coro de murmullos. “¿Sabes lo que te ha dicho?”. Sí, claro que lo sabía… Me supo tan dulce como un bombón de licor con guinda.

Mi racha de delgadez también se acabó. Aquello no podía seguir y, a fuerza de recibir consejos, reprimendas y amenazas de mis bienintencionados parientes y amigos, comencé a ser consciente de que algo tenía que cambiar. Pero, ¿cómo? Os aseguro que dejar de adelgazar es mucho más difícil que engordar, sí. Aunque muchas chicas rellenas desesperadas por perder peso se indignen al leer esto y piensen lo contrario. Juro que cuesta.

No fueron médicos, ni psicólogos, ni tratamientos, ni nada de eso, lo que me curó. Aparte del chocolate, al que me aficioné aún más, si cabe… la mejor terapia fue la que yo llamo CCA. Fue infalible.

CCA son las siglas de Cuenta-Con-tusAmigos. Me repugna pensar que los amigos puedan convertirse en una especie de terapia, pero, en mi caso, fueron ellos, y nadie más, los auténticos responsables de mi recuperación.

Mis amigos no pensaban que yo fuera una enferma. Me gastaban bromas por mi delgadez y se empeñaban en que engordara, regalándome con chocolate y otras finezas cuando salíamos los fines de semana. Delicadezas que, claro está, aceptaba complacida. Con ellos podía permitirme tales excesos… ya tenía el resto de la semana para purgar. El caso es que cada vez que me iba de viaje con ellos, ya fueran fines de semana, puentes o vacaciones, regresaba a casa con uno o dos kilos de más. Kilos que ellos se apuntaban como victorias en su haber, en medio del regocijo general.

La amistad durante la primera juventud siempre raya abismos peligrosos… Peligrosos y fascinantes. Como no podía ser de otra manera, surgieron las primeras parejitas entre nuestra peña de amigos. Yo simpaticé mucho con uno de ellos, un chico guapote y morenazo, con un cuerpo apolíneo y grandes ojos dulces como un par de marrons glassées. Una noche, regresando de un viaje por las montañas, íbamos él y yo en la parte trasera del coche y convertimos aquel asiento de atrás en nuestra particular sala de masajes. Tras los escarceos, vinieron las caricias. Y tras las caricias, los besos y el liarse de cuerpos. Cuando él se tendió en el asiento y yo sobre él, arropada en aquel pecho firme de chocolate blanco, sus manos se deslizaron bajo mi suéter y comenzaron a juguetear sobre mis costillas, hasta llegar a mis diminutos senos –el inútil sujetador hacía rato que yacía arrugado bajo un asiento-. Entonces –lo recuerdo como si fuera hoy- me mordió levemente la oreja y susurró, al oído: “Mmmm, qué lástima de huesos…”

Eso me curó de repente. ¿Huesos? No, nunca más.

Gané unos kilitos y, a los pocos años, llegué al peso ideal que conservo, gracias a Dios, hasta el día de hoy, con no pocos esfuerzos y haciendo malabares con una dieta generosa en manzanas y lechuga… convenientemente compensada con mis raciones de chocolate.

Me emparejé con un hombre estupendo que, ¿serán guiños del destino?, es de color. Hijo de americanos, se vino a España con una beca de estudios empresariales. Acabó la carrera y montó un negocio que le ha ido de maravilla, y cuyos entresijos prefiero no saber, creo que tiene algo que ver con el petróleo y ciertas transacciones comerciales que le obligan a viajar a Suiza con frecuencia… En fin, mi amor es chocolate puro. Dicen que todos los hombres negros son formidables en el lecho. No puedo saberlo, porque no tengo con quién compararlo… pero él lo es. Y no sólo ahí, sino en cualquier lugar y situación. A ambos nos encantan las acrobacias y las expediciones hacia las profundidades, de manera que no hay un solo rincón blando y húmedo en nuestro loft que no hayamos explorado y disfrutado. Es sumamente excitante y tiene la virtud de levantar mis ánimos como un buen tazón de cacao caliente. Mi pareja desciende de la orgullosa raza Ibo, según me ha explicado. Una raza de la actual Guinea –país rico en cacao, por lo demás- que era muy apreciada por los traficantes de esclavos por sus extraordinarias condiciones físicas –y doy fe que, en su caso, es digno descendiente de sus ancestros. Con él llevo una cómoda relación de DINC, según el neologismo que han acuñado los sociólogos. Es decir, “double income, no child” o, hablando en plata, pareja joven, culta y adinerada, cuya única preocupación es pasárselo bien y consumir como cochinos burgueses. Y sí, somos un par de egoistones y nos dedicamos a disfrutar de la vida. Viajamos, vamos al cine y a conciertos, nos tomamos unas vacaciones de órdago… Y nada de pensar en hijos.

Hacer el amor con él es la única cosa que me gusta más –o casi más- que comer chocolate. Porque, como podéis imaginar, con mi potente visa en mano y esas magníficas chocolaterías de diseño que han abierto en el centro de la ciudad, de tanto en tanto me regalo con alguna que otra caja de esos increíbles bombones de importación, auténticas delicatessen que me llevan al séptimo cielo. Para no caer en la burda voracidad de mi madre, me ofrezco a compartirlos gentilmente con mi pareja, pero resulta que a él no le gusta el chocolate ni el dulce, prefiere lo salado. De manera que siempre acabo comiéndolos yo sola. Tengo mi cajita siempre a punto, en el segundo cajón del escritorio, en mi despacho… Y de tanto en tanto hago una pausa en mi tarea, desvío los ojos del ordenador y pierdo la mirada en el cielo de la ventana, mientras saco uno de mis tesoros del cajón y me lo llevo a la boca con deleite. Ah, qué momentos…

Pero hace poco me llevé un buen susto que me ha hecho replantear, seriamente, si mi peculiar régimen alimenticio es el más indicado…

Sucedió un mediodía. Volvía del trabajo caminando y vi uno de esos autocares que recorren la ciudad haciendo campaña a favor de las donaciones de sangre. “Dona sangre, dona vida”, rezaba la pancarta que lo anunciaba. En el mismo autocar, convertido en dispensario, se podía hacer la donación. Yo jamás había sido donante y la vetita solidaria afloró en medio de mi sangre de acomodada burguesa. Voy a probar, pensé. La verdad es que lo que me ayudó a decidirme fue que, a la salida, a los donantes se les obsequiaba con un pequeño regalo –un bolígrafo, un llavero, que a mí me importaban bien poco- pero, además, se les ofrecía un pastelillo de chocolate y alguna bebida dulce para reponer fuerzas. Infame bollería industrial, me dije, pero, al fin y al cabo, chocolate. Así que subí al autocar, muy decidida, rellené mi cuestionario y pasé sin problemas el test del hierro en sangre. Como no podía ser de otra forma, mi sangre es riquísima en hierro, habida cuenta del chocolate que consumo… Pero también en otras cosas, como pronto tendría ocasión de comprobar.

Me tumbé en la camilla y sonreí a mi alrededor, un poco nerviosamente. La enfermera me enchufó la jeringa y el tubo y, cuando el chorro de sangre salió de mi brazo con fuerza, no me sorprendió en absoluto lo que vi. La sangre de los demás donantes, que observé furtivamente, se veía roja. La mía tenía un sospechoso color de fondant oscuro…

Regresé a casa comiendo mi Tigretón de chocolate, disfrutando como una chiquilla y rememorando mi tierna infancia. Y me olvidé del asunto.

Pasados un par de meses, recibí una llamada del hospital. Normalmente, tenían la gentileza de enviar a casa de los donantes los resultados de su análisis sanguíneo, con una nota de agradecimiento por su aportación al banco de sangre. Pero, en mi caso, los médicos habían detectado una extraordinaria particularidad y querían hablar conmigo de ello.

Un tanto intrigada y algo escamada, me presenté en el despacho del médico especialista en hematología del hospital.

- Señora –me dijo, mirándome fijamente tras sus gruesos lentes-. Hemos observado que en su sangre existen componentes químicos fuera de lo habitual… Hemos detectado una elevada concentración de una sustancia llamada teobromina.

Me callé y me hice la tonta, abriendo mucho los ojos. Teobromina. ¡Claro que sabía lo que era! El mágico componente del cacao. Responsable, dicen, de sus efectos excitantes y afrodisíacos…

- El caso es que –explicó el doctor- este fenómeno es único y resulta sumamente interesante. La teobromina, debe usted saber, tiene propiedades antidepresivas y estimulantes del sistema nervioso central y periférico…

Asentí, algo inquieta. ¿A dónde quería ir a parar? El médico continuó.

- Nos ha sucedido un hecho curioso. El primer paciente al que fue suministrada su sangre padecía una larga depresión que se curó, de manera inexplicable, a los dos días. Desde entonces es otra persona y ha dejado toda medicación. La segunda paciente fue una mujer anciana, aquejada de artritis y jaqueca crónica… Lo mejor del caso es que salió del hospital como nueva y sus familiares aseguran que ríe como nunca, se mueve como una jovencita y no ha vuelto a ser la misma. Esto, mi querida señora, nos ha llevado a pensar que se podría abrir una interesante línea de investigación…

No podía creer lo que oía. De pronto eché a temblar. Dejé de escuchar, o escuché, a retazos, la perorata del doctor sobre las propiedades únicas de mi sangre.

-… que podría ser el preludio de grandes avances médicos… Si usted, claro está, aceptara... por supuesto, con todas las garantías médicas… Sería una vez cada dos meses, o quizás cada mes… un experimento único, sin precedentes… Depende de la respuesta de su organismo…

Yo lo miraba, ahora con horror. Ignoro si mis ojos me delataban. “Vampiro chupa sangre”, fueron las únicas palabras que llenaron mi cabeza. El doctor seguía hablando.

- ¿… se da cuenta usted, de lo que podríamos llegar a descubrir…? ¡Incluso podríamos tratar el Alzheimer!

¡Era el colmo! Querían estudiar mi sangre, experimentar con ella, convertirme en un cobaya de laboratorio… Querían succionar hasta la última gota de mi chocolateado líquido vital. De repente, me puse en pie. No quería escuchar más. Le espeté un apresurado “Discúlpeme, doctor, no me interesa”, y salí escopeteada del despacho, cerrando la puerta bruscamente tras de mí.

Corrí por el pasillo del hospital. Creo que ni cogí el ascensor, descendí a pie, atropelladamente. Corrí por las calles, tomé el autobús… “Dios santo. Tienen mi nombre, mi ficha… Pueden buscarme y… ¡Oh, no! Jamás pisaré un hospital en mi vida…” La imaginación volaba. Y no paré hasta llegar a casa. Dejé caer el bolso en el sofá, me descalcé y me refugié en el estudio, apoltronándome en mi butaca, junto a la ventana… El tembleque aún me duraba. Y respiré hondo, cerrando los ojos.

Al poco, me puse en pie y me dirigí al escritorio. Abrí el segundo cajón. Allí estaba, fiel y amistosa, la cajita transparente de Ferrero Rocher. Apenas la había estrenado el día antes. Cogí un bombón. Le quité el papel dorado, lo arrugué y lo tiré a la papelera, luego me acomodé de nuevo en la butaca. Lo sostuve en mi mano, contemplando amorosamente la pequeña esfera rugosa, un mundo de placeres escondidos, hasta que los dedos se pringaron. Entonces lo llevé a los labios. Suave, como un beso. Mmmmm. Lo lamí un poco y me lo metí en la boca, dejando que la capa de chocolate se fundiera y que los pedacitos de almendra flotaran sobre mi lengua. Ah… eso estaba mejor. Entonces mordí la galleta de dentro, cerrando mis dientes con fuerza sobre la avellana. Crunch. Una explosión de chocolate dulce y almibarado inundó el cielo de mi paladar. Ah, delicioso… tantas veces lo he probado, y cada vez me sabe como la primera… Suspiré, perdiendo la mirada en la ventana, mientras la deliciosa catarata de cacao se deslizaba garganta abajo, encendiéndome el estómago, prendiendo un calorcillo en mi pecho. Ah, ya me sentía mejor… Ya podía pensar más claro. El médico, el hospital y la espantosa pesadilla de la sangre comenzaban a quedar lejos, muy lejos…

Pasaron unos minutos. Y me levanté de nuevo. Mi amorcito aún tardaría unas horas en volver. Sólo hay una cosa mejor que un Ferrero Rocher… Dos.

Y cogí otro bombón de la caja.