jueves, 10 de mayo de 2007

Seducción 2

Ondulante como su nombre, la falda airosa se agitaba entorno a sus caderas, levantando el aire al pasar. Y el sol encendía su pelo, rizosa mata de oro que centelleaba al caminar.

Mar atravesó la plaza del pueblo, a paso rápido. Un coro de silbidos se levantó a su paso, apenas la vieron los mozos que se reunían en la sombra de los pórticos. Una docena de ojos seguía todos sus pasos. Las murmurantes comadres, sentadas en sus sillas de mimbre, apartaron la mirada de la aguja y el hilo, para repasarla de arriba abajo.

- Mirad qué estirada, qué seria…
- Y qué buena planta, qué garbo.
- Más tiesa que una señorita de ciudad
- Eso es lo que es, una señorita de ciudad, pues, ¿cómo iba a ser de otro modo?
- Se da aires de artista de cine…

Y los mozos prodigaban piropos, ante la indiferencia desdeñosa de Mar, que pasó presurosa, ignorándolos. Ellos rieron y se miraron, dándose codazos. Todos menos uno.

- Mirad al Quimet, cómo la mira…
- Se le van los ojos, pobre muchacho.
- Pues lo que es ella, para mí que ni lo ha visto.
- Pues ¿tanto te extraña? Si hay que mirarlo dos veces…

Las comadres rieron entre dientes, picaronas, mientras el aludido tragaba saliva, viendo desaparecer a la bella por el recodo de una calle.

- No, si guapote sí que lo es, y listo…
- Por algo lo mandó su madre a estudiar, que en tres años lo tuvo encerrado en una escuela, allá en la capital.
- ¡Y ha vuelto con más letras y latines que el mismo señor cura!
- Y de números sabe un rato. Para mí que, en dos días, se hace el amo de toda la hacienda. Su padre le confía todo…

Ajeno a los comentarios de sus vecinas, el flacucho Quimet volvió el rostro hacia sus amigos.

- ¿Qué pasa, Quim? Está guapa la Mar, ¿eh?
Quimet bufó, sonrojado, desviando la mirada a otra parte.
- Vamos, no disimules. ¡Estás perdido por ella!
Él se encogió de hombros.
- ¿Y quién no? –lo pinchaban los amigos-. Con ese cuerpazo, con esa cara. Y esos ojos matadores… ¿Eh, Quimet? ¡Qué ojos!
- Vamos, dejadlo ya… -Quimet se volvió, molesto. Claro que le gustaba Mar. Pero no soportaba a sus amigos cuando la miraban como si fuera ganado. En su fuero interno, detestaba aquella suerte de comentarios.
- ¿No has pensado en declararte? –le dijo Pau, uno de sus más íntimos
Pau era guasón, pero de buena pasta, pensó Quimet. Movió la cabeza desalentado.
- ¿Declararme? ¡Estáis locos! Ella nunca se fijará en mí… ni en vosotros. No somos lo bastante buenos para ella, ¿no lo veis?
- Pues no sé yo qué tendrán esos señoritos de ciudad que no tengamos nosotros…
- Mar es diferente –intentaba explicarse Quimet-. Es culta, refinada… No le van los chicos como nosotros.
- ¡Bah! Monsergas –lo interrumpió Cisco. Este era de los más osados y tenía fama de seductor entre las mozas del pueblo-. Seguro que bajo la falda es como todas las demás… Oye, Quimet.
- Qué…
- Mañana por la noche es el baile. ¿A que no eres capaz de chascarle la liga?
Todos prorrumpieron en carcajadas. Era una vieja tradición de los mozos del pueblo. Cuando uno quería declararse a la chica de sus sueños en el baile, el paso de rigor era éste. Debía deslizar su mano bajo la falda y chascar la liga que sujetaba las medias. La broma se las traía y Quimet se sonrojó como amapola, aunque también rió, a pesar suyo.
- Qué pesados…
- ¡Esto va en serio! –exclamó Sisco-. ¿Te gusta o no?
- Sí, claro, pero…
- Pues no hay pero que valga. Demuéstralo.
Quimet tomó aliento. Y de pronto algo en él se encendió. Sí, ¿por qué no? Él también estaba harto. Harto de desdenes, harto de miradas altaneras, de ignorancia… Y muerto de sed, de hambre, de deseo. La quería, ¿por qué no atreverse? Si no era él, alguien se le adelantaría… Nada tenía que perder. Y creció el coraje en su pecho. El genio de su tía y de su abuela, pensó, durante un instante. Familia de gente pequeña pero con el corazón grande.
- De acuerdo. Lo haré.
- ¿De veras? ¡No, no podrás! –ahora todos lo incitaban, burlones.
- ¡Pues sí, lo haré! Le chascaré la liga –replicó Quimet, tocado en su amor propio.
- Queremos verlo con nuestros propios ojos.
- Lo veréis.

Al día siguiente todo el pueblo andaba de fiesta. Se montó el envelado en la era, a las afueras, junto a la ermita del Rosario. El sol lució alto en el cielo y durante todo el día se sucedieron las diversiones. Feriantes, sardanas, misa mayor, cucaña, concursos, comida al aire libre en la plaza… por la tarde, en la hora calma de la siesta, todos corrieron a la penumbra fresca de las casas. Los mayores a dormir la siesta. Las mozas, a sus tocadores. Aquella noche debían lucir como estrellas. Polveras, carmín, agua de colonia y puñados de horquillas y bisutería brotaban sobre las cómodas. Los vestidos de fiesta de gasa y organdí, cuidadosamente planchados y almidonados, yacían como flores desmayadas sobre las camas.

A diferencia de sus amigas, Mar se atavió de negro. Ellas la miraban, entre admiradas y un poco celosas, mientras se embutía en el largo vestido de raso negro, que estilizaba su figura y perfilaba las curvas de Venus rubia. Observaron el escote atrevido, los tirantes que dejaban los hombros desnudos… la larga raja a un lado de la falda, los flecos de seda en los bajos. Como toque final, el chal de pluma negra y la boquilla para el cigarrillo, de plata, a juego con el fino collar. Mar era elegante, pensaban las muchachas del pueblo, ocultando su asombro. Como una actriz de cine. Al lado de ella, sus vestidos rosa y pastel, con florecillas y blondas, parecían cursis y casi infantiles.

Se onduló con cuidado los bucles, se aplicó la peca en la mejilla y perfiló con carmín sus labios. Entonces Mar se volvió y sonrió hechicera, y las jóvenes sonrieron también, alborozadas sin saber por qué. Este era otro de los encantos de Mar. Pese a su refinamiento, pese a aquel abismo insalvable entre la señorita de ciudad y las rústicas muchachas de pueblo, era sociable. Encandilaba al hablar, sabía contar historias y su conversación jugosa siempre despertaba interés. Su voz hechizaba y su risa, contagiosa, seducía sin remedio a hombres y mujeres. Era ángel, era bruja… No podía saberse. Pero las mozas del pueblo pugnaban por estar a su lado y, secretamente, la imitaban.

El sol se acostó tras el monte y la sombra cayó sobre el valle. Los primeros luceros se encendieron, a la par que los farolillos de colores. Y la orquesta tocó sus primeros acordes. Comenzaba el baile.

A Mar no le gustaba mucho bailar. En realidad, detestaba las fiestas de pueblo. Pero cada verano pasaba un mes en aquel villorrio perdido entre montes, invitada por la tía Mabel. La buena mujer había sido su nodriza y cada verano, desde su tierna infancia, se llevaba a la ahijada a su pueblo, por las fiestas de agosto. “Para que tome el aire de montaña, que es más sano que el del mar”, decía la tía. Los padres de Mar accedían, gustosos. Aunque, con los años, ella comenzó a dudar que aquellos aires serranos le sentaran mejor que la brisa del azul que llevaba su nombre, siguió acudiendo a su cita. Lo hacía por la tía Mabel, pobrecilla, que se hacía anciana y añoraba a su niña. Soportaba la interesada amistad de las chicas del pueblo y a duras penas los piropos subidos de tono de los muchachos. Zafios e ignorantes, los despreciaba a todos. Bueno, no a todos. Estaba aquel Quimet, que era un joven culto. Curiosamente, algo los unía. Habían compartido nodriza, muchos años atrás. Tía Mabel era pariente de su padre, el señor Pere, uno de los hombres más notables del pueblo, amo del colmado y propietario de mucha tierra. Pero Mar apenas prestaba atención al chico, a quien, por canijo y desmedrado, nadie llamaba por su nombre, Joaquim, y todos conocían por Quimet. Sí, Quimet era serio y educado. Nunca decía tacos, parecía amable y era amante del trabajo. Pero era tan tímido, tan poca cosa… Con sus ojazos oscuros y tristes y la piel color aceituno, a Mar se le antojaba un cervato huidizo, de cuerpecillo moreno y escuálido, que había que mirar dos veces para percatarse de su presencia.

Pero aquella noche, el cervatillo dio un paso osado. Y Mar apenas pudo creerlo cuando lo vio acercarse, muy serio y estirado, con el pelo engominado y la blanca camisa impoluta, y pedirle un baile.

Las chicas a su lado rieron, bulliciosas, y Mar les devolvió una de sus sonrisas condescendientes. Grácil e insinuante, tomó la mano que Quimet le ofrecía, y caminó hacia la pista de baile, solemne como una diosa.

Decenas de ojos se posaron sobre ellos.

En la pista, Quimet se acrecía. Pequeño y ágil, seguía los pasos del baile. En cambio, Mar se sentía torpe. Nunca había sido buena bailando… Además, le sacaba medio palmo a su pareja. Sin saber muy bien cómo, agarró a Quimet por los hombros e intentó dejarse llevar. El contuvo el aliento. El cuello blanco de Mar, alargándose sobre el escote generoso, coqueteaba con sus labios.

Tras un par de pisotones, una sonrisa apurada y un aluvión de sonrojos, Mar dijo que no quería seguir. Estaba cansada… prefería sentarse, y charlar. Quimet accedió y la condujo gentilmente fuera de la pista. Despacio, despacio… lanzó una mirada a sus amigos, de reojo. No tenía mucho tiempo. Ahora o nunca. Ahora…

Su mano descendió, resbalando por el raso negro, hasta la cintura de Mar. Ella se detuvo un instante, perpleja, y lo miró. Sin apartar los ojos de ella, Quimet continuó bajando la mano. Recorrió la cadera, suave como la seda, y alcanzó el corte audaz sobre el muslo.

Ya estaba. Ella dio un respingo, pero él la sujetó con fuerza. Su brazo izquierdo le abrazaba el talle mientras la mano derecha, hábil y osada, buscaba la escondida liga. Y la encontró. Los dedos apretaron la carne, tensaron la goma. ¡¡Chas!!

Mar se apartó de un salto, ruborizada hasta las cejas. Y el atrevido Quimet, sin poder creer lo que hacía, sonrió esta vez y la tomó de la mano.
- Ya está… No pasa nada.
Ella rió, histérica, llevándose la mano a la boca. Tenía que reír para no romper a gritar. Temblaba, sin querer. Sentía frío y calor… y una hoguera prendida bajo el ombligo.
- No… Claro. No pasa nada…
Quimet le dio el brazo y ella se lo tomó. La invitó a sentarse junto a una mesita y fue a buscarle un refresco. Cuando volvió, ella había encendido su pitillo. Se sacó la boquilla de los labios y echó una suave bocanada de humo. “Elegante como una actriz”, pensó él. La nubecilla los envolvió. Quimet la miró a los ojos. Y ella le devolvió la mirada.

“No pasa nada”… las palabras flotaban, trenzándose en el hilo de humo. Mar suspiró y levantó los ojos al cielo, telón de terciopelo negro, con mil luces encendidas. Y pensó que, en realidad, sí pasaba algo. Pasaba todo...

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