jueves, 15 de febrero de 2007

A caballo

"A lomos del caballo, se sentía distinta. Era como crecer de repente. Ahora era una mujer. Sólo tenía ocho años, pero se sentía inmensa. El viento de la pradera peinó sus trenzas deshechas y le frotó el cuerpo con sus alas. El lomo del animal se agitaba, vivo, entre sus muslos. Y fue entonces cuando lo sintió.
Sintió la fuerza. Sintió el poder. Paladeó el sabor agreste de la libertad."

De La hija del Mediodía. Capítulo 3.

domingo, 4 de febrero de 2007

La memoria olvidada

Aquí tenéis un botón de muestra de mi última novela, La hija del Mediodía. Este es el primer capítulo.

De todos los recuerdos que Maya atesoraba, había uno que su mente había insistido ferozmente en borrar. Y no era el más remoto de ellos, ni el más trivial. A sus siete años, Maya hacía gala de una memoria prodigiosa, que admiraba a todos cuantos la conocían. Recordaba instantes de su primera niñez, y ante sus hermanos se preciaba de recordar a su madre cuando la amamantaba en su pecho. Ellos protestaban, burlándose de ella, y le decían que era imposible que recordara tal cosa, pero ella persistía, y les daba detalles que un día estremecieron a su padre, cuando escuchó la discusión entre sus hijos

–Mamá tenía una peca –dijo Maya, señalando con su dedo índice algún lugar en su delgado pecho plano.

Brann e Ingvar rieron, pero su padre, Adalbrand, la miró durante varios segundos, grave, muy grave, con aquella mirada honda y triste como el mar en días de tormenta. Maya la captó al instante y calló. Cuando el padre dio media vuelta y salió de la casa, los tres hermanos cambiaron de tema.

Sí, él recordaba bien aquel lunar, en la curva de su seno de color miel, y recordaba cuántas veces lo había acariciado con sus labios, lamiendo aquella piel amada, estrechando entre sus brazos a la mujer que había sido sus días y sus noches, su sol y su luna. A ella le gustaba. Tenía más pecas, que salpicaban su cuerpo moreno. Él las llamaba sus perlas, y le gustaba besarlas, una a una, hasta que ella temblaba de placer y lo aferraba, atrayéndolo hacia su calor. Y él se adentraba en su cuerpo sedoso y cálido, desparramando los cabellos negros entre sus dedos. Eran cabellos negros como la noche, sí. Su esposa, su amada, no era como el resto de las mujeres de Hillkan, blancas como la leche y rubias como el trigo. Su belleza era única y lo que ante las otras mujeres resultaba extraño, para él era hermoso y fascinante.

Ahora la añoraba. El amor huido dejaba tras de sí un vacío atroz. Había intentado mirar adelante, pero algo dentro de sí permanecía yerto y helado. Sabía que se estaba muriendo, lentamente. Lo único que podía hacer era ocultar su dolor e intentar que sus hijos no lo supieran.

Para Adalbrand era difícil olvidar. La escena que Maya había borrado de su memoria se repetía, una y otra vez, en sus noches de sueño agitado. Y la pequeña Maya, delgaducha y morena, vivaz, con sus ojos rasgados de color bosque, no hacía más que abrir la herida. Tan parecida a ella. Con cada año que pasaba, la semejanza aumentaba. Adalbrand pensaba, con amargura, que temía el día en que Maya se convirtiera en mujer. No podría soportarlo. Sin osar pronunciar las palabras, su pensamiento se dirigía a los dioses. “No quiero ver llegar ese día”.

Con frecuencia buscaba el olvido en la taberna, entre sus antiguos compañeros de armas, ahogando en aguardiente y cerveza las lágrimas y el recuerdo. Pero la bebida no remediaba su mal. Y, a su regreso a casa, aquel hogar que había sido acogedor y que ahora encontraba desolado, cuatro pares de ojos temerosos lo acusaban. Sus hijos callaban, desviaban la mirada y corrían a acostarse. Él se derrumbaba en su jergón, hundido y avergonzado, furioso contra sí mismo. Y arañaba aquella almohada de suave tejido, rellena de plumón, que su esposa había traído del lejano sur. De su tierra. El lecho era espantosamente duro y frío, sin ella. Había querido quemar el almohadón de plumas, una y otra vez. Pero le faltaba el valor. Aún conservaba su aroma, pensaba, hundiendo en él su rostro. O quizás tan sólo lo imaginaba. Y se sumía en otro sueño inquieto, hasta que, pasada la resaca, el sol y sus hijos lo obligaban a levantarse de nuevo.

Otras veces, se sumergía en una frenética actividad y los lugareños lo veían bregar noche y día en el astillero, junto a la playa, o talando troncos con los leñadores. Desde que regresara de su largo exilio, Adalbrand trabajaba como artesano y constructor. Su oficio era el de navegante, y su ocupación durante muchos años había sido la exploración y la guerra. El jefe Gadarr le había concedido su indulto con una sola condición. No volvería a navegar ni emprendería una sola expedición si no era bajo su orden. Buen conocedor de la marinería y los barcos, Adalbrand se había incorporado a la cuadrilla de hombres que trabajaban en los astilleros. Para completar su salario y poder mantener a su familia, también solía trabajar en la construcción, con los leñadores, y en cualquier otra faena que le surgiera. Adalbrand era hombre ingenioso, tenía madera de líder y gran fortaleza física, de modo que su presencia era siempre bienvenida. Hasta que murió su esposa. El dolor y la bebida ensombrecieron su carácter y muchos comenzaron a evitarlo. Su trabajo era impecable, pero irregular, y la familia comenzó a padecer estrecheces.

La memoria lo acechaba, y Adalbrand huía de ella como fiera herida. En ocasiones, la esquivaba sumándose a las cacerías del jefe Gadarr. Rastreador sin rival, Adalbrand desaparecía en los bosques y atraía hacia los cazadores manadas de alces, ciervos e incluso osos. En esas ocasiones, Adalbrand se transformaba. Renacía en él su naturaleza animal, oscura y cruel. Apenas hablaba y los guardias del jefe lo miraban con desagrado. “Parece una bestia”, decían, no sin cierto temor. El rastreador se movía con sigilo y rapidez entre la maleza, sus pies volaban y su mirada predadora centelleaba. Su puntería era infalible, y su olfato insuperable. Por eso el jefe Gadarr, pese a sus recelos, contaba con él siempre que pretendía dar una gran batida por los bosques. Cuando sus hijos lo veían tomar el arco y la aljaba, colgándose el zurrón al hombro, sabían que su padre tardaría días en regresar.

En esas ocasiones, el hogar era suyo. Brann capitaneaba a sus hermanos menores. Maya se ocupaba del fuego, desde muy pequeña había mostrado gran habilidad para encender la lumbre, y todos colaboraban para acarrear troncos y leña y mantenerla alimentada. Ingvar y Agnarr jugaban o se peleaban, mientras Brann y Maya preparaban la comida, barrían el suelo de tierra batida y estiraban los jergones. Luego, todos salían.

Brann e Ingvar se reunían con su pandilla y se entregaban a sus juegos y correrías por el pueblo. Maya buscaba frutos de árboles silvestres o abandonados, flores y ramitas de leña seca. O bien iba a la playa, donde recogía conchas y piedras pulidas. Se acercaba a los pescadores y, con su sonrisa hechicera y suplicante, les pedía algún pescado a cambio de sus pequeños tesoros. La primera vez que lo hizo, los rudos hombres de mar la miraron, entre burlones y compasivos. Con el tiempo, se acostumbraron a sus incursiones. “Ya tenemos ahí a la morenita pedigüeña”. “Qué lástima de criatura, si su padre la viera...” Pero, movidos a piedad, nunca le negaban ayuda. Y Maya regresaba a su casa con un par o tres de pescados frescos. Como no sabía cocinarlos, se los llevaba a su vecina, Eydora. El trato siempre era el mismo. Eydora podía quedarse con uno de los pescados, o dos, si eran más, a cambio de guisarlos y devolverle una pieza a Maya. Esos días eran de fiesta para los hermanos. Se reunían en torno a la mesa de madera y Brann tenía que poner paz entre ellos para repartir los pedazos de pez tierno asado, equitativamente, bien rociado con la salsa de nata y hierbas que Eydora sabía hacer como nadie. Y comían, la crema rezumando en sus labios, relamiéndose de gusto, con aquella secreta complacencia de estar paladeando algo prohibido. El pacto entre los hermanos era tácito: papá nunca debía saber que Maya mendigaba pescado en la playa, y que luego pedía a Eydora que cocinara para ellos. Sabían que no lo hubiera permitido. Adalbrand era hombre orgulloso, y su honor quedaría herido.

Los niños ignoraban que su padre ya lo sabía. En un pueblo como Hillkan no había secretos, y los pescadores hablaban a diario con los estibadores y los operarios del astillero. Eydora conversaba con las vecinas, y en la taberna de Jokell todo acababa saliendo a la luz. Adalbrand recibió los comentarios, hosco, y guardó silencio. Su orgullo ya estaba muy herido, y aquella nueva grieta era una más, entre tantas. No podía negarles el pan a sus hijos.

Maya era una niña singular. No sólo eran diferentes sus cabellos, oscuros y encrespados, y su piel de color ámbar, morena como la de su madre. A Maya no le gustaban los mismos juegos que a las otras niñas de su edad. No tenía muñecas, ni las quería. Odiaba jugar a madrecitas y detestaba la cocina. Mientras pequeñas de su edad aprendían a coser y a hilar, a amasar y a guisar con sus madres, ella huía de la aguja y de los pucheros. Prefería recolectar frutos y yerbas, hacer fuego y adecentar la casa. Cuando acababa, corría tras sus hermanos. Brann e Ingvar eran mayores y al principio la ahuyentaban, sus compañeros de pandilla no querían a niñas entre ellos. De manera que Maya se quedaba con el pequeño Agnarr, que correteaba siempre tras ella. Inventaba juegos que compartía con el chiquillo. “Vamos a jugar a ser guerreros, como lo era papá antes”, decía Maya. Cogían palos y ramas y trenzaban historias fantásticas de príncipes heroicos y princesas guerreras. Corrían por los campos, saltaban tapias de piedra, se aventuraban por los arroyos y más de una vez tuvieron que huir, a toda prisa, perseguidos por algún vecino indignado, pues habían elegido su huerto como campo de batalla. Otras veces, construían poblados imaginarios, con ramitas, piedra y barro. Y otras, en las arenas de la playa, levantaban fortalezas de arena de ciudades legendarias y remotas.

Agnarr adoraba a Maya. Aunque sólo le llevaba tres años de edad, era la única madre que había conocido.

Por algún motivo, Maya evitaba a las mujeres de la aldea. Salvo la complaciente Eydora, que solía llevarles porciones de sus guisos y, de tanto en tanto, los obsequiaba con nueces, frutas o queso de su bien surtida despensa, el resto de mujeres la inquietaban y procuraba alejarse de ellas. “Esa niña necesita una madre”, decían las vecinas. Cuando Maya y sus hermanos se habían quedado huérfanos, muchas de ellas, bien intencionadas, habían mostrado cariño y compasión hacia la pequeña. Pero ella rechazó sus mimos, arisca, y las mujeres acabaron ignorándola. “Es una pequeña fiera maleducada”. Los desplantes de su padre, que había rehusado también toda muestra de apoyo y de pesar, terminaron por aislar a la familia. Adalbrand aún contaba con algunos viejos camaradas de guerra, y sus compañeros lo respetaban en cierto modo. Brann e Ingvar tenían a sus amigos. Maya y el pequeño Agnarr estaban solos. Algunos muchachos del lugar los insultaban y se burlaban de ellos. “Parecen dos perros sin amo”. Los dos chiquillos, flacuchos, despeinados y morenos, eran el blanco de muchas críticas y pullas. Pero no les importaba.

Las niñas rehuían a Maya. “Fea”, la llamaban. Morena y huesuda, tan diferente a ellas, con sus pieles sonrosadas y sus rubias trenzas, Maya había aprendido a defenderse. Si no la querían, se haría temer. Tras varias peleas, arañazos y mechones de pelo arrancado, un par de vecinas separaron a las revoltosas criaturas, apalizaron a Maya y la llevaron a rastras ante su padre, enfurecidas. “O domas a tu hija, o lo haremos nosotras”, le dijeron. “No queremos que se acerque a nuestras niñas. Es una salvaje”. Adalbrand miró apenado a la niña, que rebullía entre los brazos rollizos de las dos mujeres, como una pequeña alimaña herida. Se le partió el corazón. “Dejadla, yo me ocuparé de ella”, tronó, con voz severa. Las mujeres la soltaron y él la tomó en sus brazos. No la castigó, sólo la estrechó contra su pecho y ella se le aferró al cuello, ocultando la carita sucia y llorosa en su hombro. Cuando Adalbrand le cogió el rostro entre sus manazas, Maya lo miró a los ojos y él comprendió. No necesitaba decirle más. Desde aquel día, la pequeña aprendió a defenderse de otro modo. Comenzó a construir un muro invisible a su alrededor. Su padre fue el único que lo notó, y la herida interior le escoció aún más. Una coraza de hielo. ¿Era aquello cuanto su hija había aprendido de él?

Adalbrand adivinaba por qué Maya, de entre todos sus recuerdos, había borrado aquel de su corazón. La niña podía recordar el calor del regazo materno, la tibieza blanda de su seno, la sonrisa ante el bebé casi recién nacido... Maya recordaba bien a su madre, en aquellos tres años de su vida. Su voz, aterciopelada y sonora, su acento tan diferente del resto de los habitantes del pueblo, sus canciones en aquel lenguaje misterioso... Su rostro bello y moreno, sus negras trenzas, aquellas manos de dedos largos y delicados, siempre cálidas, siempre suaves. Pero no podía recordar las horas terribles del día en que la perdió para siempre.

Adalbrand sí recordaba, y hubiera dado media vida por olvidar. Aún podía oír los gemidos, el cántico monótono de la hechicera, el borbotear del puchero y los murmullos apresurados de las mujeres. Podía oler el aroma de las hierbas quemándose en el fuego, y el olor de la sangre. Sus ojos se velaban, viendo de nuevo la penumbra rojiza y sanguinolenta que inundaba el hogar.

Una mujer yacía sobre el amplio lecho, boca arriba, desnuda. Las piernas abiertas y los brazos aferrando las manos de dos mujeres, las ayudantes de la partera. La hechicera iba y venía, cantando sus ensalmos, y la comadrona, Nauma, manipulaba su vientre hinchado y convulso. El lecho estaba empapado de sangre. Los niños habían sido enviados afuera, a casa de Eydora. Adalbrand permanecía allí, impotente. Se inclinaba sobre el rostro amado, acariciaba su frente. Ella le sonrió. Por última vez, antes que el dolor contrajera sus cejas, aquellas cejas finas y negras, y aquellos labios dulces, ahora agrietados y mordidos. Bañada en sudor, presa del dolor, la mujer se rendía. Finalmente, la comadrona tomó una decisión. La hechicera se detuvo y ambas mujeres cuchichearon algo en voz baja. Luego, Nauma cogió un cuchillo afilado y se arrodilló frente a la parturienta. “¡No!”, gritó él. La hechicera le lanzó una mirada hostil y lo detuvo con un gesto imperioso. “El niño o ella”. “¡No! Por favor... Sálvala a ella...”. “Ella morirá, de todas formas”, replicó la partera. “Está rota y ha perdido demasiada sangre. Más vale salvar a la criatura”.

Adalbrand ahogó su grito. No quería mirar, pero vio. Un guerrero curtido no podía temblar ante la sangre vertida. Pero era la sangre de ella. Era su cuerpo. Aquel cuerpo amado, que había destilado tanto amor, desgajado y abierto, derramando su vida a raudales. Salió un borbotón de agua y sangre. Y aquel pequeño muñón de carne, apelotonada, liada en el cordón. El bebé rodó hasta los pies del lecho y Nauma lo agarró con fuerza. De un tajo, cortó el cordón umbilical y lo agitó sin contemplaciones. El pequeño parecía un muñeco ensangrentado, pensó Adalbrand, con un escalofrío. Nauma le dio una bofetada y el recién nacido rompió a llorar. Las mujeres la rodearon, respirando aliviadas, y una de ellas acercó un paño para enjugar al niño. La hechicera las miraba fijamente, impávida. Pero Adalbrand no veía nada. Sólo miraba a su esposa, tendida, quebrada, exhausta. La tomó de la mano y no la soltó, mientras su cuerpo se vaciaba y la vida la abandonaba.

Alguien lo hizo ponerse en pie. Tambaleante, Adalbrand se apartó unos pasos y dejó que las mujeres limpiaran el cadáver y retiraran los lienzos ensangrentados del lecho. Entonces se volvió hacia la puerta de la casa. Estaba entreabierta y una cabecita morena asomaba por ella. Adalbrand la miró. La pequeña Maya contemplaba la escena, inmóvil, y con los ojos muy abiertos.