lunes, 30 de abril de 2007

Ishtar

La raptaron. Como a tantas otras. No hubo doncella virgen y hermosa en toda la ciudad que se escapara al brutal escrutinio de los soldados del rey.

Se unió a la caravana de muchachas atemorizadas, dejando atrás un coro de madres llorosas y un centenar de hogares ultrajados.

Ella no tenía madre que la llorase, ni padre que reclamase venganza, ni hermanos que la defendieran. Pero su tío abuelo, Marduk, el hombre que la había adoptado siendo huérfana, el que había sido su padre y su madre desde la infancia, le había aferrado las manos, clavándole aquella mirada elocuente, más penetrante que el filo de una espada.

-Nunca olvides quién eres… ¡No olvides tus raíces! Y confía en Yahveh, ¡Él es tu Señor!

Ella asintió, aturdida, mientras una bofetada de hielo azotaba su interior. Como un árbol sacudido de raíz, su universo se derrumbaba. Oyó la voz airada de un soldado, apremiándola.

- ¡No te apartes nunca de Dios! –gritó aún Marduk, mientras un oficial lo empujaba-. Él no te abandonará…

La apartaron de él. Lejos de los protectores muros de adobe, del pequeño patio, de la sombra cálida del que había sido su hogar.

Arrebujándose en su velo, siguió a los soldados, irguiéndose, apresurando el paso, intentando rescatar la última brizna de dignidad. No tendrían que arrastrarla, pensó. No a ella. “No olvides quién eres”. Marduk la había educado en su sólida fe y en su cultura, exiliado en tierra extraña. Había alimentado en ella el amor a la patria perdida, el orgullo de su estirpe hebrea. Pero, de pronto, se sentía como una hoja arrancada, a merced del viento.

El viento era la ira del rey Asher. Ofendido por su esposa, la reina Vasti, acababa de repudiarla y había lanzado un edicto que se leyó en todas las ciudades del reino. “Ninguna mujer se enfrentará jamás a su marido, ni lo humillará con su arrogancia. Toda esposa deberá someterse a su legítimo esposo, bajo severa pena de muerte”. Y, habiendo quedado desierto el lugar de la real consorte, el rey decidió buscar nueva esposa.

Lo hizo de la forma más expeditiva. Guerrero ahíto de gloria y sangre de batallas, Asher emprendió la búsqueda de esposa como una nueva conquista. Envió patrullas de soldados por toda la ciudad y sus contornos, en busca de jóvenes bellas y vírgenes, entre las cuales debía escoger a su futura reina.

“No te apartes de Dios… Él no te abandonará”. Era abandono lo que sintió ella, cuando emprendió el camino del palacio. Abandono y frío, pese al tórrido sol de verano. Las doncellas en hilera avanzaban, medrosas, sumisas, flanqueadas por los soldados. Oyó un llanto contenido y se volvió. La muchacha que caminaba tras ella era apenas una niña. Delgada y morena, con largos bucles oscuros, tal vez nunca se los había cortado. Tan frágil… La niña la miró, llorosa, y ella le dio la mano. Se agarró a ella y no la soltó, hasta que llegaron ante los muros de la ciudadela.

Lejos del amasijo de callejuelas polvorientas, impregnadas del olor de humanidad y de bestias, la ciudadela de Asher se elevaba, como una corona de piedra, dominando la ciudad. Las murallas del palacio encerraban un universo distinto. Un laberinto de terrazas y jardines, patios porticados, fuentes cristalinas y salones fastuosos. Las jóvenes vírgenes fueron conducidas al harén. Mientras atravesaban un patio, se cruzaron con otro grupo de soldados armados. En el centro, vieron a una hermosa mujer, envuelta en seda púrpura. Avanzaba, erguida y solemne. Pero sus cabellos caían esparcidos en desorden y eran cadenas de hierro, y no brazaletes de oro, las que ceñían sus muñecas. Apretaba los labios, el rostro herido de infamia. Era la reina Vasti.

La reina destronada se volvió hacia la joven hebrea. Sus miradas se cruzaron. Vasti podía romperse, pero jamás doblegarse, pensó ella, con desazón. Las doncellas contemplaban con espanto a la que había sido mujer poderosa y admirada. La que había osado desafiar a su rey, negándose a ser exhibida, como burdo trofeo, en un banquete de varones ebrios. Ella retuvo la mirada, hiriente, mordaz, mezcla de piedad y desdén, y recorrió la hilera de vírgenes. “Rebaño conducido al matadero”, murmuró entre dientes. Un soldado la oyó y la empujó. Vasti avanzó de nuevo, girando la cabeza con un mohín altanero. Ella era conducida al cadalso.

Tras las puertas del gineceo, el mundo exterior se cerró para ellas. Desapareció el sol, y se sumergieron en suave penumbra de candelas doradas, sedas, inciensos, vapores de baños y perfumes. Comenzaron otra vida. Y no era tan dura como habían esperado, pensó ella, entre sorprendida y temerosa. Porque, aunque la prisión fuera de oro, todas conocían su destino.

Las pusieron en manos de Orfa, la mujer sabia, y de Hatak, el jefe de los eunucos. Cuando le señaló su pequeña alcoba, ella se volvió hacia el eunuco e inclinó levemente la cabeza. “Gracias”. El eunuco la miró, sorprendido, y ella levantó los ojos. Ambos sostuvieron la mirada, en silencio, durante unos instantes. Y entonces ella supo que en Hatak tendría un amigo.

Hatak se retiró con pasos sigilosos. La hebrea era la única que había osado dirigirle la palabra. Y lo había hecho con la cortesía y el donaire de una reina.

De noche, cuando se refugiaba en su lecho, rememoraba las palabras de Marduk. “No olvides quién eres… “ Intentaba rezar. ¿Dónde estaba su Dios? Perdida en medio de aquel reino de voluptuosidad y fragancias, el Dios poderoso y guerrero parecía muy lejano, y el Dios misericordioso, casi superfluo. El harén era mundo de sutilezas y palabras suaves. Dulces, aunque encerraran atroz veneno escondido. Las envidias y el odio se velaban, como la piel, disfrazadas de sonrisas, ahogadas en susurros. “No te alejes de Él. Nunca te abandonará”. ¿Nunca? ¿También estaría a su lado el día que la llamaran? ¿Estaría a su lado cuando fuera enviada al tálamo del rey?

* * *

Pasaron doce lunas. Cada noche el rey Asher mandaba a sus eunucos a buscar a una doncella. Si le agradaba, podía volver a llamarla o la incorporaba al harén. Si no era de su agrado, la muchacha era despedida y devuelta a su familia.

“Ojalá sea rechazada”, pensaba ella, con vana esperanza. Loco pensamiento. Era una discípula aventajada de la anciana Orfa. Sabía todo cuanto debía hacer. En doce lunas, las temerosas vírgenes raptadas se habían convertido en maestras del arte de amar. Y, entre todas ellas, la muchacha hebrea de talle esbelto y mirada serena se contaba entre las más hermosas. Además, cavilaba Orfa, observándola escrutadora, ella era diferente. Callada, discreta, poco dada a confidencias y a risas, la hebrea guardaba celosamente su alma, como prohibido jardín. Era bella y misteriosa. Y Orfa la reservaba, haciendo pasar a otras antes que ella. Estaba convencida. Cuando el rey Asher la viera, caería bajo su hechizo.

Un día Orfa la llamó. “Esta noche irás tú”.

Las criadas y los eunucos se pusieron a sus órdenes. La elegida podía llevar a los reales aposentos cuanto quisiera, atavíos y ornamentos, dulces y licores. También podía elegir a un grupo de esclavas que la atendieran. Ella miró a Hatak y a Orfa, luego movió la cabeza. “Iré sola”. Y no quiso llevar consigo más que un vaso de óleo con fragancia de mirra y sándalo.

La habían bañado y perfumado. Orfa la había vestido con esmero. Sus compañeras habían peinado su cabello, rizando y ungiendo con aceite aromático los largos bucles. La habían cubierto de joyas. Ella desdeñó la mitad. Luego, siguió a Hatak, caminando silenciosa por los largos pasadizos. Sus brazaletes y ajorcas tintineaban. Apretaba el pomo de perfume entre las manos, mientras veía danzar la sombra vigorosa del eunuco ante ella, jugando en el pavimento bajo la luz vacilante de las antorchas.

No sentía miedo. En aquella larga noche de doce lunas, había aprendido a esperar. Descubrió que había un lugar, muy adentro, que era sólo suyo, y donde nadie podía entrar. Era su parcela de libertad, campo abierto e infinito, donde su alma podía volar. Descubrió su intimidad oculta, aquel jardín secreto que nadie, más que ella, podía hollar. Ella, y Él. Las enseñanzas del anciano Marduk no habían sido en balde. Había aprendido a hablar con su Dios. Y ahora sabía que Él siempre respondía.

Atravesaron varias puertas. Entraron en los aposentos del rey. Los lampadarios refulgían sobre oro y mosaicos. El incienso flotaba en el aire. Los eunucos del rey cambiaron breves saludos con Hatak y observaron furtivamente a la recién llegada.

Ella avanzó sin temor. Ahora eran las palabras de Orfa las que resonaban en sus adentros. “El hombre cree ser poderoso. Con su lanza os clavará, pero vosotras sois más fuertes. Sois un vaso que contiene su ímpetu y su furor.” “Su energía se dispersa, vuestra fuerza la recoge y la contiene”. “Recordad bien: siempre sois más fuertes. Pero él no debe saberlo”.

De pronto, se vio sola. Hatak había desaparecido. No se oía un murmullo en la cámara. Estaba sola. Ella, y él.

Asher la esperaba, reclinado en su lecho. Una cortina de seda cubría el tálamo, como dorado capullo transparente. Ella apartó los tules y subió al lecho, despacio. Él estaba desnudo. Se incorporó, y ella deslizó la mirada por el cuerpo, moreno y aceitado. Se estremeció un poco. La esperaba.

Hizo tal como Orfa le indicara. Se arrodilló sobre el lecho, inclinó la cabeza y se quitó el velo, dejando que los negros bucles cayeran, relumbrando sobre sus espaldas. Él reptó hasta llegar a su lado y le tomó el rostro con una mano, haciéndole levantar la barbilla. Ella lo miró a los ojos, sin pestañear.

- ¿Cómo te llamas?
Ella vaciló un instante y murmuró su nombre, en voz dulce y queda. Era un nombre hebreo. Podía rechazarla al instante por ello. Pero las palabras de su tío volaron a su mente. “No olvides quién eres”.
- Te llamaré Ishtar. Porque tus ojos brillan como luceros. Esta noche, tú serás mi estrella.
La estaba cortejando, pensó. ¿Tenía necesidad de hacerlo? Su voz era ronca y suave, sus dedos acariciaban el contorno de sus mejillas, su cuello. Contenía su deseo, pero ella lo veía reverberar en su cuerpo.

- Como desees, mi señor.
La miró con curiosidad.
- ¿No tienes miedo?
Ella negó con la cabeza. Y las palabras afloraron a sus labios, inesperadas y audaces.
- ¿Debo temer al hombre que he de amar?
Dios misericordioso. Aquellas no eran las enseñanzas de la sabia Orfa. Por primera vez, su corazón comenzó a latir aceleradamente.

Pero el rey Asher sonrió. Le había complacido la respuesta.

Y ella se acercó más. Esta vez, siguió las instrucciones de Orfa al pie de la letra. Se abrió el escote, dejó que la suave túnica se deslizara por sus hombros, hasta dejarlos desnudos. Soltó un broche, y la seda descendió hasta sus senos, deteniéndose un breve instante sobre sus pezones, para caer desnudando su cintura, aquel talle esbelto y flexible como junco, y reposar de nuevo en sus caderas.

Fue él quien continuó. Puso sus manos sobre las de ella y las acompañó, recorriendo sus muslos, hasta que el vestido cayó sobre el lecho. Entonces ella se irguió. Asher se recostó hacia atrás y ella montó a horcajadas sobre sus caderas, mientras él la atraía hacia sí.

Y, aquella noche, el rey Asher se embriagó bebiendo la miel de los senos de Ishtar, saciándose en el néctar de sus labios.

Ella lo sintió, recio y duro, contra su cuerpo, rasgándola mientras se adentraba en ella. Pero algo la sorprendió. La piel era suave. Suave y resbaladiza, como la suya misma, ungida en aceites fragantes. Y mientras caía envuelta en sus brazos, sintió la piel contra la piel, frotándose, ansiándose, devorándose. Hasta que el fuego prendió en sus entrañas.

Y entonces comprendió a la sabia Orfa, maestra en las artes del amar. Ella era más fuerte. Si él era un torrente impetuoso, ella era el mar. Más allá del daño, del embate, de la herida, más hondo aún, reposaba un océano de calma. Asher se apartó de ella al amanecer, exhausto. Y mientras respiraba a su lado, entregado al sueño, ella abrió los brazos y se hundió en el silencio. Sí, su Dios también estaba allí, junto al tálamo. No la había abandonado. Y su jardín secreto no había sido hollado.

Tal como Orfa adivinara, Asher gustó de la presencia de la joven hebrea. La llamó de nuevo, una y otra vez. Olvidó al resto de concubinas. Despidió a las jóvenes vírgenes. Pasada una luna, Ishtar fue coronada como la nueva reina de los persas.

* * *

Tiempos tormentosos corrían fuera de los muros del palacio. El imperio de Asher crecía y, con él, las intrigas. Un hombre ambicioso, Amán, ascendió a la sombra del rey y comenzó a urdir su trama.

La reina Ishtar era amada y admirada por el pueblo, que se hacía lenguas de su sabiduría y belleza. Pero ella apenas abandonaba sus aposentos, recatada y discreta, y sólo exhibía su esplendor en la cámara de su esposo. Hatak, el eunuco, conocía mejor que nadie la escondida historia de amor. Rara vez los reyes amaban a sus esposas. Disfrutaban de ellas, engendraban hijos y, al poco, las olvidaban, para entregarse a sus cacerías y batallas, y probar nuevos placeres con las mil y una concubinas del harén. Pero Ishtar era diferente, y Hatak lo sabía. Atisbaba entre velos y columnas. Asher hacía con ella algo que jamás había hecho con las otras. Muchas noches, el eunuco oía sus voces quedas. Mientras yacían abrazados en su lecho, al amor de las velas, Ishtar hablaba con su esposo. Y él la escuchaba.

Ishtar también conversaba con el eunuco. Y, gracias a él, pudo recuperar sus raíces, a escondidas. Era él quien llevaba y traía las misivas entre la reina y su tío, Marduk. Fue él quien, una tarde, le procuró una entrevista en secreto en el más apartado jardín del palacio.

Marduk llegó cubierto con un raído manto, el semblante agitado, las barbas mesadas y el temor en los ojos. La comunidad hebrea se había esparcido por todo el reino. Los antaño exiliados prosperaban, y mucho se hablaba de sus presuntas riquezas. El ambicioso Amán había acudido al rey con una tentadora propuesta. Si ordenaban el exterminio de aquella casta extranjera y requisaban todos sus bienes el tesoro real se enriquecería enormemente y podrían financiar nuevas campañas guerreras, para someter a los enemigos más allá de la frontera. Amán había convencido al rey de que los hebreos eran peligrosos conspiradores que amenazaban su corona. Marduk miró a su sobrina, implorante.

- Es Dios quien te ha enviado en medio de la corte persa. En tus manos está la salvación de tu pueblo. No olvides de dónde vienes… Habla con el rey. Socórrenos.

Ishtar lloró, alarmada y conmovida. Habían pasado ya los tiempos del primer idilio. Asher estaba enfrascado en sus planes de conquistas y distraído con nuevas y bellas cautivas, recientemente llevadas al harén. Más de una luna hacía que no la llamaba a su lecho. ¿Qué podía hacer ella? Sabido era de todos, que, temeroso de asesinos e intrigantes, el rey se había rodeado de una feroz guardia y castigaba con pena de muerte a aquel que, sin su permiso, irrumpiera en sus estancias. Ella también era hebrea… ¿Acaso no corría peligro también?

Marduk volvió a clavarle los ojos elocuentes.

- Si tu pueblo perece, no creas que tú correrás mejor suerte.

¿Qué podía hacer? Era la reina, sí. Pero tan sólo era una mujer. Una mujer entre cientos, débil e indefensa, rodeada de hombres amantes de la guerra. ¿Qué armas podía emplear, contra la sangre y la espada? Aquella noche, en la soledad de su alcoba, Ishtar dirigió los ojos al cielo. Y de nuevo oró, como hacía tiempo no oraba. Paseó en silencio por las terrazas del palacio, bajo el velo de la noche cálida, contemplada por mil estrellas. Invocó a su Dios, suplicante. ¿Qué hacer?
Él le respondió.

Al día siguiente, Ishtar se atavió con sus mejores galas. Y se hizo acompañar de Hatak hasta las dependencias del rey. Asher conversaba animadamente con Amán y sus oficiales, cuando la reina fue anunciada ante él.

Ella cayó de rodillas a sus pies. Un velo transparente la cubría, velando y a la vez ciñendo su cuerpo de grácil gacela.

- Habla, Ishtar. ¿Qué desea mi bella esposa?

Ishtar se incorporó ante él y besó el cetro de oro que le alargaba. El rey le otorgaba su gracia.

- Mi esposo y señor. Te ruego me hagas el honor de visitarme esta noche. Deseo ofrecerte una cena, a ti y al noble Amán, en mis aposentos.

Asher aceptó complacido. Y no menos ufano aceptó Amán la inesperada invitación. Sabía que la reina Ishtar no le guardaba simpatía… Pero ahora lo contemplaba con nuevos ojos. Y la miró, ocultando su lascivia, mientras ella insinuaba una leve sonrisa.

Aquella noche, en sus aposentos, la reina Ishtar dispensó sus favores a dos hombres.

Amán salió a medianoche, ahíto de dulce vino y de palabras, promesas de deleites futuros. Asher permaneció allí, y yació con su esposa. Ella lo enlazó entre sus muslos, derrochando besos, prodigando caricias. “Estas son mis armas”. Los dedos audaces, los labios mojados. Aliento de fuego. Sólo había algo más fuerte que la guerra, más hiriente que las armas, más poderoso que el odio. Amor. Amor, amor, amor… Con voz susurrante derramó las palabras en sus oídos. Y su cuerpo abierto absorbió la furia. Como ola gigantesca lo envolvió, arrollándolo en sus alas.

…porque es más fuerte el amor que la muerte,
son sus dardos saetas encendidas, llamaradas de Yahveh…


Al día siguiente, Ishtar comenzó a tejer su trama secreta. Hatak fue el cómplice silencioso, emisario mudo y leal entre la reina hebrea y el astuto Marduk.

Al amanecer, cuando su esposo abandonaba el lecho, Ishtar se refugiaba en su jardín secreto. “Mi Dios, mi Señor… Tú eres mío. Yo soy tuya. No me abandones ahora.” La conspiración se desencadenaba, y tan sólo un cabo suelto podía hacer peligrar su vida. Pero, una vez más, su Señor estuvo a su lado.

* * *

Una luna más tarde, el ambicioso Amán, el prohombre del reino, el capitán de los ejércitos de Asher, era públicamente ajusticiado en la plaza de la capital. El hebreo Marduk y la reina Ishtar habían descubierto una siniestra conjura, encabezada por el arrogante noble, y Asher había ordenado su ejecución. Ante la muchedumbre del pueblo, los soberanos y sus consejeros contemplaron cómo caía el hombre que había traicionado a su rey.

Ishtar volvió la cabeza, modestamente cubierta por un velo. Y cerró los ojos. Aquel día, un hombre perecería por su causa. Aquel día, también, miles de hebreos celebrarían en sus hogares la gracia del rey. La amenaza del exterminio se había desvanecido. Asher no sólo les restituía los bienes confiscados, sino que otorgaba a la comunidad hebrea privilegios sin precedentes. Y Marduk, el leal vasallo, había sido encumbrado por el rey y nombrado consejero del reino.

Respiró hondo. Había ganado la batalla, sí. Una débil mujer, envuelta en velos, doblegando la ira a golpe de besos, ahogando la violencia en el cáliz de su cuerpo. Había sido un arduo combate, sin sangre, pero sin tregua. Lanzó una breve mirada al cielo. Y se refugió, de nuevo, en su secreto jardín.

Ella y Él. Solos los dos.

El croissant

La puerta del estudio se abrió y cerró de golpe y los dos locutores se volvieron al instante. Con la bocanada de aire y de luz, la muchacha entró, apresurada, dos rosas encendidas en las mejillas. Pere y Joan la miraron, sonrientes. Allí estaba, alta, con su metro setenta y cinco de estatura y sus curvas de Venus mediterránea camufladas bajo el vestido negro, la cabeza coronada de volutas doradas. Jadeante, corrió a sentarse entre ellos. Se acomodó en la silla y ajustó el micrófono a su altura.
- Lo siento –se disculpó –llego un poco tarde... En dos segundos estoy lista.
Tomó aliento, mientras se dirigía a sus compañeros con sonrisa hechicera. Ellos vieron cómo se llevaba una mano al pecho, que subía y bajaba al ritmo de la respiración acelerada.
- ¿Has vuelto a subir corriendo las escaleras?
Ella asintió, mientras se atusaba el pelo. Aquellos bucles rubios que el viento hacía volar.
Pere y Joan se sonrieron de nuevo, encogiéndose de hombros. Qué manía de adelgazar, pensaban. Mar estaba estupenda tal como era... Era perfecta. Bonita, encantadora, de formas generosas y voz musical y aterciopelada. Y aquellos ojos, azules y diáfanos como su nombre. Dulces como el timbre de su voz. Desde que se le había metido en la cabeza que debía estar más delgada, se había empeñado en subir los cinco tramos de escaleras a toda velocidad, una, dos o tres veces dada día, evitando la artística cabina de hierro forjado del ascensor.

El programa comenzó. Era el diario hablado de la tarde, y los tres locutores se turnaban para dar las noticias. Joan, con su timbre grave y profundo, se ocupaba de la política y la sección internacional, mientras que la muchacha leía las noticias y los sucesos locales, alternándose al micrófono con Pere, de voz más aguda y desenfadada. Ambos se ocupaban también de la gaceta cultural. Corrían los años treinta, años de convulsión social y de efervescencia artística y cultural. Los tres compañeros trabajaban con orgullo y entusiasmo, pese a sus muy ajustados salarios. Formaban parte de un equipo singular y de un proyecto pionero. Aquella era la primera emisora de su provincia, y sabían que su audiencia los escuchaba con deleite.

Todos en la emisora recordaban el día en que Mar se presentó por primera vez. Con tan sólo quince años, venida de un pueblecito cercano a la capital, Mar había acudido al pequeño estudio, situado en el último piso del bloque modernista, apenas salir del instituto. Derrochando elegancia y desparpajo, con su larga falda negra y los cabellos sueltos, peinados hacia atrás, ligeramente maquillada, parecía una estrella de cine. Mar se había dirigido resueltamente al director de la emisora, el señor Miquel.

- He oído que están buscando voces femeninas para la radio... Y bien, ¿qué le parece mi voz?
Al señor Miquel le bastaron dos minutos para convencerse. La fichó y, a los dos días, Mar comenzaba su trabajo. Era la primera locutora de la emisora.

Mar conquistó a todos sus compañeros. Y no sólo con simpatía y belleza. Su voz era fuerte y sedosa a la vez, versátil y capaz de los más diversos matices. A la hora de retransmitir las novelas, o el espacio de poesía, Mar podía transformarse en un narrador solemne, un intrépido guerrero, una dulce amante o una enérgica heroína. No en vano era una de las favoritas en el grupo de teatro del instituto. Mar amaba la literatura, el espectáculo, el arte. Su nuevo trabajo la hacía sentirse mujer adulta, libre, completa. Abría horizontes amplios a su espíritu aventurero de adolescente venida de aldea. Mar necesitaba luz y aire libre... Ávida de experiencias nuevas y de conocimientos, se expandió como una flor durante aquellos dulces años, antes que el mazazo de la guerra triturara todos sus sueños.

Pere y Joan eran los compañeros ideales. Cultivados, caballerosos y con un permanente buen humor, Mar los quería tiernamente a los dos y se dejaba cortejar por ellos. Aunque Joan estaba casado y Pere tenía novia, a Mar le complacía cuando salían tarde de la emisora y ellos insistían en acompañarla un trecho a su casa, el piso de una prima suya donde se alojaba. Ellos la flanqueaban, uno a cada lado, la cogían del brazo, y ella se dejaba mimar, mientras sus voces risueñas resonaban en el silencio de las calles oscuras, comentando las anécdotas del día en la emisora.

Mar era el amor platónico de ambos... Y ambos miraban con cierta condescendencia los esfuerzos que la joven hacía últimamente por adelgazar. A veces bromeaban con ella. “No necesitas perder ni un kilo, ¿a dónde irán a parar esos coloretes en las mejillas?”. “Anda, Mar, si ya estás preciosa así... ¿Qué te sobran, cien gramos?” Ella fingía enojarse y los apartaba con un gesto. Después, ante el espejo, se miraba de frente y de perfil, alisando el vestido sobre su vientre, observando su trasero y su pecho. Ah... lo que veía no le complacía. Tal vez a los hombres les gustaban las curvas, sí. Pero ella admiraba otro estilo de mujer... Y ansiaba tener la cintura estrecha, el vientre liso y el cuerpo grácil, casi volátil, de una sílfide. A sus quince años, Mar luchaba contra la naturaleza, que se complacía en dotarla de formas más ampulosas. Dominaba su apetito, reducía sus raciones y se saltaba desayunos y meriendas, mientras volvía los ojos para no mirar los chocolatitos y los bollos, los churros y las ensaimadas, que sus amigas o sus compañeros se tomaban con descarado placer. Cuando le ofrecían, ella negaba enérgicamente con la cabeza. Sacaba una manzana de su bolsito y la mordía fingiendo desgana. La fruta jugosa llenaba su boca de miel y su estómago de ansia, y tenía que apretarse el abdomen para acallar sus rugidos de protesta.

Aquel día, después de la emisión de la tarde, y cuando se despedían, Joan dio una palmadita en el hombro de Mar.

- ¿Sabes qué día es mañana?
Ella sonrió, entre pícara e inocente.
- Mañana es 7 de mayo.
- Y... ¿qué pasó en un día 7 de mayo, hará unos... dieciséis años?
Todos rieron y Mar bajó los ojos, un poco sonrojada. La incipiente delgadez no había apagado el fuego de sus pómulos.

Era el día de su cumpleaños y le habían preparado una pequeña fiesta. Al acabar el programa, llamaron al señor Miquel, el director, a Mingo, el técnico, a Cinta, la señora que limpiaba... El locutor de los domingos, Andreu, también estaba allí. Todo el personal de la emisora se reunió junto a la mesa del director, para celebrar el acontecimiento. Pere llegó corriendo, con una botella de champán espumoso. Sabía que a Mar le encantaba. Mar resplandecía entre sus compañeros. Llevaba uno de sus habituales vestidos negros, que alargaban la silueta... pero su rostro era una explosión de color. Se había dejado el cabello suelto y sus ojos azules centelleaban, rivalizando con la piedra de fantasía que adornaba el pequeño broche sobre su escote.

- Y ahora –dijo el señor Miquel, muy solemne –Vamos a ofrecerte nuestro regalo más especial, para celebrarlo. Por un día vas a romper tu régimen espartano... ¡Te hemos traído un croissant!

Joan se acercó con una caja entre las manos. Era una caja enorme, de cartón, como las que se utilizaban para las ensaimadas o las tartas. En la tapa había pintado un gigantesco croissant, incitante y suculento, bañado de azúcar glasé. Los ojos de Mar se abrieron como dos lunas. No pudo evitar un gesto que hizo saltar las carcajadas de sus compañeros. Se relamió los labios, golosa. Y su estómago saltó. Se le estaba haciendo la boca agua.

- Está bien –concedió ella, jocosa –Un día es un día.
- Pero tendrás que compartirlo –la avisó Pere.
- No podrás acabarlo tú sola –terció Joan.
- ¡Por supuesto! –exclamó ella, riendo, y comenzó a abrir la caja, con dedos temblorosos.

Todos miraban expectantes. Mar deslió el cordel. Levantó la tapa y comenzó a quitar el envoltorio de papel de seda... Una hoja de papel, y otra. Mar frunció el ceño. Tanto papel... Cuando apartó el último, arrugado, enarcó las cejas de nuevo.

El croissant era minúsculo. Apenas un caracolito de pasta, menudo como una almeja.

“Así no te engordarás”, le dijeron, entre risas. Brindaron con champán, las bromas se sucedieron. Mar también se forzó a sonreír.

Le hubiera gustado que el croissant fuera realmente grande.

lunes, 23 de abril de 2007

un libro y una rosa

Dadme una casa llena de libros y un jardín lleno de flores… y seré feliz.
Confucio.

Sant Jordi es una celebrada fiesta que, desde Catalunya, se ha extendido por otros lugares del mundo. El 23 de abril, día de Sant Jordi, aniversario de la muerte de Cervantes –y del nacimiento de Shakespeare- miles de puestos de libros y de rosas toman calles y plazas. Ramos de flores en cada esquina, libros apilados al sol. Fiesta con aroma de rosa y de libro, es el día en que obsequiamos a los seres amados con dos regalos, tal vez los mejores que podamos ofrecer.

Regalamos rosas. La rosa roja es un símbolo de la vida que estalla, del gozo vital, del placer. La flor abierta nos recuerda que la vida continúa, que la naturaleza siempre renace tras el invierno, que la existencia –nuestra existencia- florece cada amanecer. La rosa nos invita a disfrutar, paladeando cada instante. Su fragancia nos llama a respirar hondo el aliento de la vida.

Y regalamos libros. ¿Qué mejor amigo que aquel que siempre acompaña, que instruye y a la vez recrea? Un libro es un compañero y un maestro que alivia las soledades, alimenta nuestra consciencia y estimula el afán de crecer de nuestro espíritu.

Amor y cultura. Dos ingredientes de esa amalgama que podemos llamar felicidad.

Aún podemos regalar algo más. Una rosa es un beso, una sonrisa, un retazo de vida compartida, un pétalo de piel rozando otra piel… Un libro es nuestro interior, que abrimos con la llave de la confianza. Regalamos nuestros sueños, nuestra energía, nuestra inspiración, nuestro secreto… a quien hacemos depositario de nuestro tesoro.

sábado, 14 de abril de 2007

Alumbramiento

Sonia se abrochó la bata, se embutió un par de guantes de látex en el bolsillo y se colgó la mascarilla del cuello. Salió apresuradamente del vestidor, dirigiéndose al mostrador de recepción.

─Sala tres, jefa ─le dijo Lola, que coordinaba el turno de noche. La pantalla del ordenador se reflejaba en sus lentes enormes, que cubrían el rostro maquillado y risueño. Sonia le devolvió una sonrisa y asintió, cogiendo el expediente al vuelo.

Se apresuró por el pasillo. Maternidad era una planta que bullía de actividad día y noche. Rara era la hora en que no se cruzaban camillas con parturientas, médicos y enfermeras corriendo de un lado a otro, tropezando con padres ansiosos y abuelas entrometidas. Pero era un estrés casi gozoso, pensaba ella. Entre las prisas, el rodar de camillas y el olor a suero, Sonia podía distinguir perfectamente el olor a madre y a sangre, el olor de recién nacido. Olores que, con el tiempo, se habían hecho entrañables para ella. Olor a vida.

De pronto, se topó con un grupo que empujaba otra camilla. A su lado, corría el padre del futuro bebé. Sonia se detuvo de golpe. Él también.

─¡Sonia!
─¡Carlos…! ¿Qué…?

Carlos desvió la mirada hacia la mujer tendida, con el vientre prominente bajo la sábana. Un simple vistazo le bastó a Sonia para comprender que algo no funcionaba.

─Es Alicia… está de parto. Y… y creo que viene mal.
─¿Qué le ocurre?
─El ginecólogo ya nos avisó. El niño viene de través. Lo intentaron girar, pero no fue posible. Está sufriendo mucho…

Sobraban las palabras, pensó Sonia. Alicia estaba irreconocible. El dolor contraía su cara. Pálida, sudorosa y sin rastro de maquillaje, la belleza había huido de aquel rostro oval y perfecto.

─¡Quirófano cuatro! –gritó Lola, asomando desde el mostrador. Las enfermeras empujaron la camilla a toda velocidad.

Carlos la tomó de las manos y la miró a los ojos.

─Sonia… ¿Querrás estar por ella? Si es posible, que no la abran… Es alérgica a varios anestésicos. Si podéis evitarlo…

Ella le estrechó las manos, deseando abrazarlo, besándolo con la mirada. Apretó los labios.

─¿Sabes cuáles son?
─No… no. Son nombres extraños… Tenía una lista… La tenía… La he olvidado. ¡Maldita sea…! ¡Lo siento!

Se mesó los cabellos, desesperado. Sonia lo miró, moviendo la cabeza. Por una vez, había algo que Carlos no podía controlar. Y allí lo tenía, abatido, desconcertado e impotente, como un niño perdido. No se había peinado, lucía barba de dos días y llevaba el suéter del revés, observó. Y también había bebido. Lo adivinaba en su aliento, y en la forma de la petaca, asomando de un bolsillo de su chaqueta. Pero ella lo encontraba tan atractivo, tan arrebatador como siempre. Y le apretó más las manos, ¡ojalá pudiera estrechar su cuerpo entero!

─Por favor, Sonia… No, no dejes que…

Ella asintió. Si Alicia era alérgica a varios anestésicos y no los recordaba, esto significaba que deberían hacerle pruebas. Sólo lograrían alargar el parto y el suplicio. El niño podía peligrar. Y su vida también.

─No te preocupes. Me ocuparé de ella. Tú espera aquí, en la salita… No sufras.
Carlos aún le sostenía las manos. Ahora tenía los ojos llenos de lágrimas.
─Sonia…
Ella se acercó y le besó suavemente en la mejilla. Una lágrima le mojó los labios.
─Carlos, basta. Sé fuerte.

Dio media vuelta y se alejó a toda prisa. “Sé fuerte”, se dijo a sí misma. El corazón bamboleaba en su pecho y las piernas le temblaban. Se acercó al mostrador de recepción.

─Lola, dile a Marisa que vaya al quirófano tres. Yo iré al cuatro.
─Muy bien, jefa –Lola tomó el expediente de manos de Sonia y le alargó otro papel.

Se cruzó con Marisa a punto de entrar en la sala. Marisa le guiñó el ojo mientras se enfundaba los guantes.

─Vaya, veo que te gustan los casos difíciles… ¡Esa del cuatro va a dar guerra!

Sonia forzó una sonrisa y no respondió. Empujó la puerta del quirófano y entró.


Alicia se debatía, el enorme vientre sobresaliendo bajo la sábana y las piernas, blancas, desnudas, retorciéndose sobre la camilla. Sonia observó la piel impecablemente depilada y los pequeños pies, con las uñas cuidadosamente pintadas de esmalte rosa perla. Siempre conservaría un retazo de su elegancia, pensó. Pero ahora gemía, lastimera, como un animal torturado, mientras agarraba con las manos la barandilla metálica de la cabecera. A su alrededor se reunieron Celia y Rosa, sus compañeras, el joven enfermero de prácticas y el doctor Ríos, el ginecólogo de turno en la planta.

─Habrá que preparar una cesárea ─comentó Ríos, tras examinar brevemente a la paciente.
─Nada de anestesias. Es alérgica –dijo Sonia, terminante, apartando con un gesto a Rosa, que se acercaba con una jeringuilla.
─Señora, ¿sabe a qué es alérgica? –el médico se inclinó sobre la parturienta.
Alicia profirió un quejido y dio un nombre, con voz entrecortada…
─Eso… y otras cosas… No lo recuerdo. Tenía una lista…
Sonia llamó al doctor aparte.
─No han traído la lista –susurró.
─Entonces, le haremos las pruebas –dijo, disponiéndose a salir, y añadió, mirando a Celia─: preparad los testers y tenedlo todo a punto. Voy a ver a la paciente del seis. Esto va para largo.

Apenas el médico salió, Sonia se acercó a la parturienta. La miró. Alicia seguía gimiendo, sin poder contenerse. Aquella era la mujer que le había arrebatado tanto… pensó, y no pudo evitar sentir rabia. Rabia y dolor, mezclados con la lástima. Ahora la tenía en sus manos.

Alicia volvió hacia ella sus ojos marrones y dulces, oscurecidos por el insomnio y el daño. Suplicantes. Ah, si ella supiera…

─¿Le damos algún calmante? –preguntó el joven enfermero. A todas luces, se sentía incómodo. Era su primer parto. Sonia lo miró.
─No. Puede rechazarlo.
─Cesárea y acabamos ya –replicó Celia─. Con estas primerizas, lo mejor es cortar por lo sano. Ellas también lo prefieren.

Celia era una de las veteranas, expeditiva y curtida. A veces a Sonia le parecía que trataba a las parturientas como si fueran ganado. Miró de nuevo a Alicia y le acarició la frente, mojada de sudor, fría. “Por favor, que no la abran”, las palabras de Carlos resonaban en ella. “No dejes que…” Sonia sabía que tendrían complicaciones. Alicia era menuda y frágil y el bebé, a juzgar por el voluminoso abdomen, era enorme. “Será como su padre”, pensó Sonia, intentando olvidar el cuerpo atlético de Carlos.

─Apartad. ¡Vamos!

Lo dijo en tono tan autoritario que sus compañeros se alejaron, sorprendidos. Por una vez, ejerció su autoridad como enfermera jefe de la planta. Sonia se subió a horcajadas en la camilla, se quitó los guantes y los arrojó al suelo.

─¿Qué coño haces? –le espetó Celia.
─Dejadme.

Sonia retiró las sábanas y Alicia quedó desnuda ante ella. Miró a la enfermera, antes de cerrar los ojos. Gimió débilmente.

─Tranquila… Respira hondo. Relájate ─susurró.

Y le habló con palabras dulces, como a una niña, acariciando su cara, apartando los rubios cabellos, apelmazados por el sudor. Entonces se frotó las manos y las posó sobre el abdomen de la parturienta. Sus compañeros la miraban, atónitos, pero la dejaron seguir. Sabían que Sonia, pese a vivir inmersa en el mundo de la cirugía y los agresivos tratamientos hospitalarios, creía firmemente en la medicina natural. Era experta en terapias alternativas y más de una compañera se había beneficiado de sus masajes. Sonia a menudo había disputado con los médicos sobre la conveniencia o no de aplicar cesárea a las pacientes. Los médicos eran humanos, pensaba, pero el trabajo los abrumaba y ante la avalancha de parturientas las salas de partos se convertían en máquinas de parir bebés. Ella sostenía que en la mayoría de casos las cesáreas eran innecesarias, y defendía el parto natural contra lo que ella consideraba una agresión.

Mientras sus manos trabajaban sabiamente, amasando el endurecido vientre, Sonia no pudo evitar que su pensamiento volara. Con aquellas manos había acariciado tantas veces a Carlos… Qué poco podía imaginar la doliente madre que aquellas manos habían jugado con el cuerpo de su esposo, arrancando el placer de su piel. Y se estremeció pensando que aquel cuerpo hinchado, que ahora masajeaba, también había recibido las caricias de su amante. También se había hundido en ella, plantando su semilla en aquellas carnes blancas y tersas. En ella, en Sonia, tan sólo había sembrado el placer… El placer, y mucho más. Sonia había sentido como Carlos vertía en ella todo su ímpetu, sus sueños, sus locuras y sus anhelos. Pero Carlos era hombre ambicioso. Sonia sabía muy bien que su matrimonio era pura conveniencia, una alianza entre familias –y entre empresas también. Alicia, a buen seguro, vivía engañada. Él intentaba quererla, ocultaba su secreto amor y ella quizás nunca llegaría a sospechar de las escapadas de su marido, sus encuentros fugaces con la mujer que ocupaba su corazón. Carlos había sido capaz de traicionar sus sentimientos. Pero no había podido renunciar a su amor. Y ella tampoco había querido hacerlo.

Alicia se relajó, y Sonia pudo sentir al bebé agitándose en el vientre. Entonces llamó a sus compañeros. Ellos se acercaron mientras Sonia tomaba de las manos a la parturienta y la obligaba a incorporarse. Clavó sus rodillas contra los muslos de Alicia, abriendo sus piernas.

─¡Empuja fuerte! ¡Ahora!

Alicia obedeció, y gritó con todas sus fuerzas.


Cuando el doctor Ríos entró en el quirófano, se encontró con una escena inesperada. Volvía preparado para una cesárea y vio a Sonia, con la bata y los pantalones mojados y salpicados de sangre, y un pequeño bebé en brazos. Celia le acababa de cortar el cordón umbilical y Sonia lo mecía con energía, hasta que el recién nacido rompió a llorar. Entonces lo enjugó con una toalla, delicadamente, y se lo entregó a su madre. El médico no salía de su asombro. Aquello no era lo prescrito por el protocolo, de ninguna manera. Alicia abrió los brazos, sonriendo, débil y agotada, para acoger al bebé sobre sus senos desnudos. Y Sonia, la ejemplar enfermera jefe, que a todas luces se había saltado hasta la última norma, no llevaba guantes.

Cuando vieron al doctor, todos se sobresaltaron. Todos menos la feliz madre, que apretaba al pequeño, aún sanguinolento, contra sí. Sonia no dijo palabra y salió apresuradamente, con una toalla entre las manos.

Se dirigió a la salita de espera. Afortunadamente, pensó, la parentela de Alicia no había llegado aún. No le apetecía en absoluto encararse con la envarada madre de la joven, o con aquel Don Juan engreído y enfundado de Armani que era su padre… o con sus histéricas hermanas.

Carlos se puso en pie cuando la vio. Lo alarmó el manchón de sangre y la ropa mojada. Pero ella sonrió. Jamás sonreír le había resultado tan dulcemente doloroso.

─Entra a verla. Está en el número cuatro. Todo ha salido bien.
─Sonia… ─estaba a punto de abrazarla, pero ella se apartó un paso.
─Tienes un hijo. Un hijo precioso. Anda, ve a verlo.

Carlos se precipitó pasillo adelante. Sonia sabía que el protocolo tampoco contemplaba que los padres entraran en las salas de parto, salvo excepciones… Pero también sabía que, esta vez, nadie se lo iba a impedir. Rosa, Celia y el joven enfermero aún se exclamaban, ante el estupefacto doctor Ríos, porque, con un increíble masaje, Sonia les había ahorrado la cesárea y un sinfín de complicaciones.

Caminó despacio detrás de Carlos, pero no entró en el quirófano. Apoyó la espalda en la pared y se dejó deslizar hasta el suelo, hasta quedar en cuclillas. Y pensó que, en la vida, a veces se daban carambolas inesperadas. Entre todos los días del año, había sido en su turno cuando le había llegado la hora a la esposa del hombre que amaba. Había sido la primera mujer en tener su hijo en brazos… Las fuerzas la abandonaron de repente. Se abrazó las piernas y, hundiendo la cabeza entre las rodillas, lloró.

El monje y el bandolero

La primavera había barrido las nieves y el sol había reverdecido el valle, cuando el aliento de la helada cayó, con su hoz de cristal, en plena luna de abril. Los payeses se lamentaron y elevaron sus plantos al cielo. Un año más, sembrados y árboles darían fruto mezquino. Un año más, recogerían cosecha de hambre.

Corrían tiempos difíciles para los campesinos libres. Los señores andaban enzarzados en sus trifulcas y el rey estaba lejano, muy lejano, combatiendo en otros países. La guerra exigía su precio en hombres e impuestos, y en pueblos y aldeas se libraba otra batalla, sin cuartel ni esperanza, contra la inclemencia del cielo y el azote del hambre.

Casa de Guerau no era una excepción. Con tres hijos varones y cuatro doncellas, el buen payés veía con preocupación el futuro de sus retoños. El hijo mayor, Guerau, podía aspirar a heredar el pequeño terruño, la masía, el rebaño. Las hijas se casarían. Hacendosas y bien parecidas, esperaba encontrarles marido sin dificultad. Pero, ¿qué podía dejarles a los otros dos? El rubio Roger, vigoroso y gallardo, de carácter fogoso e inquieto, tal vez quisiera entrar a formar parte de las tropas reales. Cuando llegara la siguiente leva, quizás… Pero el otro hijo, Eudald, no era hombre de armas. De cuerpo grácil y piel morena, era amante del silencio y pasaba horas en el monte con el rebaño. Tocaba la flauta, recitaba versos y se había empeñado en aprender a leer y escribir, consiguiendo garabatear unos cuantos trazos torpes con ayuda del viejo capellán del pueblo. ¿Qué futuro les esperaba? Guerau temía. Temía y temblaba, y no osaba confiar su angustia a su esposa, ni siquiera en la intimidad del lecho, cuando la abrazaba hambriento, intentando olvidar la incerteza con el sabor de sus besos.

Pese a ser tan diferentes, Roger y Eudald se profesaban hondo afecto y eran confidentes y a la vez rivales, en todo menos en las armas. Dos sombras se cernían sobre su incierto futuro. Una era la pobreza. La otra tenía nombre de mujer: Mariona.

Ambos la amaban. Mariona era la tercera de una larga familia de ganaderos. De cuerpo hermoso y talle grácil, sus enormes ojos azules herían de dulce muerte a quien la miraba. Ambos hermanos la cortejaban, y no eran los únicos. Los padres de la muchacha se frotaban las manos. Entre tantos pretendientes, podrían elegir. Y no sería el afortunado un bravucón impetuoso pero pobre, como Roger, o un delicado poeta sin oficio ni beneficio, como Eudald. Casa Guerau era humilde, y todos los sabían. Pero los dos muchachos aún abrigaban locas esperanzas. Aquel año de primavera temprana y helada tardía, año de sol ardiente y cosecha escasa, ambos se prometieron que arrancarían una palabra, un sí, de la doncella amada.

La noche de San Juan los mozos y las mozas del pueblo danzaron alrededor de la hoguera. Durantes unas horas, los aldeanos se libraron a los festejos, ahogando, en la música y en el vino nuevo, la dureza de su existencia. Roger y Eudald compitieron, una vez más, por los favores de la bella. Y a la madrugada, desazonados e insomnes, tuvieron que rendirse a la evidencia. Atrapada entre dos amores, empujada por el deber familiar, Mariona no se decidió por ninguno. Con el corazón frío, ambos tomaron una decisión.

Guerau hacía tiempo lo temía. Tan sólo dos salidas quedaban para sus hijos menores. El monte o el claustro.

Roger no tardó mucho en decidirse. Aquel mismo verano, sin esperar la cosecha, se tiró al monte. Se unió a una cuadrilla de bandoleros, de la que no tardó en ser el líder. Jamás cayeron sobre su aldea natal. Pero se enseñorearon de puertos y caminos. Guerau y su familia no supieron más de él, salvo de oídas. Roger de Cal Guerau se convirtió en un afamado proscrito, temido por muchos, odiado por unos y admirado por otros. Al menos, se decían sus padres, su hijo no pasaba hambre. Mientras los soldados del virrey no lo atraparan…

Eudald entró en un monasterio antes de comenzar la vendimia. Y se aplicó tanto en su noviciado, que pronto los monjes lo nombraron ayudante del repostero y, más tarde, encargado de los abastos. Mejoró su lectura y su escritura y, cuando el abad descubrió sus habilidades, entró a trabajar como copista en la biblioteca del cenobio, que le abrió un mundo inmenso e insospechado, muy lejos de su pequeño villorrio natal.

* * *

La noche caía en el paso angosto. Apostados tras las peñas, nueve hombres armados aguardaban, inmóviles, al grupo que se acercaba. Roger los contó con los dedos, arrojando una mirada escrutadora sobre el camino. A la luz de las teas, vio dos carros, tres hombres a caballo, al menos una veintena a pie. Campesinos que regresaban, cargados de bienes y oro, de un provechoso día de mercado.

Sonó un silbido en la penumbra. Era la señal. Sombras silenciosas brotaron de las rocas y se deslizaron hasta el camino, blandiendo afilados aceros. Y cayeron sobre los viajantes.

El ataque fue rápido y fulminante. Roger era un buen estratega. Pusieron en fuga a la mayor parte de campesinos, cuatro de sus hombres se apoderaron de los carros y él y los restantes de los caballos. Obligaron a los jinetes a despojarse de las ropas, a punta de espada, y tras desvalijarlos, los dejaron ir. Uno se resistió, y Roger le clavó una estocada. Dejaron el cadáver del desgraciado, empalado en una vara, junto al camino, como escarmiento para viajeros incautos. ¡Nadie se la jugaba a Roger de Cal Guerau!

Regresaron alborozados a su refugio, su cueva escondida en el monte. Arrastraban los carros llenos y algo más. Roger les permitió apoderarse de otro valioso botín: tres doncellas.

Acamparon en una cima al raso, pues el camino era largo. Y celebraron su golpe. Prendieron una hoguera y asaron buenas tajadas de pernil. Jamón robado, sabroso bocado, reían unos y otros. Mientras las botas de vino corrían de mano en mano, dos de ellos arrastraron a las mozas junto al fuego.

Roger era el primero. El jefe tenía sus privilegios y podía elegir. Sus compañeros empujaron hacia él a la más pulcra, la del talle esbelto y rizos castaños, que escondía su rostro y se revolvía, entre violenta y medrosa.

Apenas veía su cara. La apartó consigo, le desgarró el vestido y, cuando la tuvo debajo, la voz le heló la sangre.
-¡No! No, por piedad… No…
Se detuvo un instante.
-Mariona…
Ella volvió hacia él su rostro. La débil luz de la hoguera le retornó el destello de aquellos ojos. Aquellos ojos…

No podía. Pero tampoco pudo detenerse. La agarró por los brazos, clavándola contra el suelo, y la embistió con fuerza. Mariona gemía y lloraba, retorciéndose bajo su peso. Y él gemía y lloraba, también, de rabia, dolor y placer, incapaz de contener su ira y el aluvión que sacudía su cuerpo.

Cuando acabó, ella se apartó a un lado y se recogió sobre sí, herida, dejando escapar leves quejidos. Entonces él se acercó.
-Mariona.
Ella lo miró, y el reproche en sus ojos lo quemó más que el fuego. Él le acarició la mejilla, levemente. Tomó un bucle entre sus dedos para dejarlo al instante. Ahora apenas osaba tocarla.
-Ten. Cúbrete y vete.
Le alargó su capa y se la echó sobre los hombros desnudos. Mariona lo miraba, sin comprender.
-¡Vete! –susurró él, apremiándola-. Ahora nadie te ve. ¡Huye!
Mariona se puso en pie, vacilante, mientras se envolvía en el manto. Y no se lo hizo repetir. Echó a correr y despareció entre las sombras del monte.

* * *

El monje avanzaba por el camino real, de vuelta de la ciudad al monasterio. Era aquel un paraje montuoso y solitario, y lo habían prevenido contra los bandoleros. Pero un modesto fraile a lomos de un asno poco botín podía ofrecer a una cuadrilla sedienta de oro, pensó el viajero. Podían raptarlo, sí, pero el abad ofrecería un rescate, y quién sabe si hasta podría parlamentar con los bandidos e intentar negociar una tregua con ellos…

Eudald cabalgaba ensimismado. Otros pensamientos ocupaban su mente. Regresaba de llevar un importante mensaje y traía otro de vuelta. Y venía contento. Un acaudalado señor de la ciudad esperaba venir a reposar al convento, durante aquel verano, y haría una generosa donación a la comunidad. Eudald iba pensando que, con aquella suma, tal vez podrían ampliar la biblioteca, adquirir nuevos pergaminos, e incluso construir una fuente nueva en el claustro, pues la pica de piedra actual se estaba quedando pequeña… En el mundo exterior, guerra y hambre se cebaban sobre las gentes, rumiaba. Pero entre los muros del claustro siempre había refugio, y la providencia nunca fallaba. Y se dijo, con íntimo regocijo, que, finalmente, Dios le había proporcionado una vida afortunada. Sí, debía renunciar a ciertas cosas, el placer del amor, el gozo de la familia… Pero tenía otra familia y otros placeres, aunque mucho más intelectuales, que llenaban su espíritu y lo colmaban de paz.

Iba cavilando estas y otras cosas, cuando algo lo devolvió bruscamente a la realidad. Un ruido junto al camino lo sobresaltó. Rodaron varias piedras y algo –o alguien- se movió entre los matojos. “Bandoleros”, pensó. Y aminoró el paso del asno.

Entonces lo oyó de nuevo. Alguien se escondía tras una espesa genista. Eudald no era guerrero, pero tampoco cobarde. Y siempre viajaba armado. Descabalgó, sacó su pequeña espada y caminó hacia la vereda.

La descubrió, agazapada, tras los verdes tallos. Una mujer. Harapienta, mal cubierta con un manto, los bucles castaño enmarañados. Se puso en pie al ver a un monje, y sacudió la cabeza para apartar el cabello de su rostro. Dos florecillas de genista se habían prendido en sus rizos.

Cuando Eudald la miró, no pudo reprimir un grito de sorpresa.
-¡Mariona!
Ella tardó unos instantes en reconocerlo. Aquel joven rapado, de rostro agraciado y terso, pulcramente afeitado y envuelto en su hábito pardo… ¿Era posible? La muchacha rompió a llorar.

Se la llevó con él. Tenía los pies sangrantes, parecía herida. Y quién sabe si algo más… La llevaría al convento, pensó. En la hospedería podrían acogerla, al menos durante unos días, hasta que se recuperase. Entonces, la devolverían a su casa. Conteniendo la avalancha de sentimientos que se desbordaban en su interior, Eudald la trató con gentileza. La tranquilizó con palabras dulces, le dio su propio manto, para cubrir aún más su desnudez, y apartó recatadamente la mirada mientras ella componía una falda, ciñéndose la capa del monje a la cintura, y se volvía a cubrir con el manto del bandolero. Luego, la hizo subir a la grupa del asno y él caminó a su lado. Mariona apenas habló en todo el día.

* * *

Cayó la noche y tuvieron que acampar al raso. Eudald habría querido apurar el paso y llegar a lugar habitado, pero no quería forzar a su montura ni su preciosa carga. Encendieron una pequeña fogata y cenaron pan y nueces. Luego, se tendieron junto al fuego. Eudald le cedió su manta a la joven, y él se envolvió en el grueso hábito, intentando conciliar un sueño que no llegaba…

A media noche, él la sintió. Mariona le tocó el hombro y él se incorporó de golpe. Se había acercado y estaba junto a él, tiritando bajo la frazada.
-Tengo frío.
Sin decir palabra, Eudald la envolvió en sus brazos y ambos se cubrieron con la manta. Él cerró los ojos, con el cuerpo tenso. Santo Dios. Todos sus años de adolescente había soñado en un momento así. Poder abrazar a Mariona, bajo las estrellas, y amarla, en la soledad del monte… Y ahora, ahora que la tenía en sus brazos, no podía hacerlo…

Ella se cobijó, buscando su calor. Se apretó contra su pecho y hundió la cabeza bajo el cuello del hombre. Los rizos cosquillearon en las mejillas tersas de Eudald y él se estremeció. Aquellos bucles… aquel olor, entre sudor, mujer y flor de genista. Contuvo el aliento.

Y, de pronto, sintió a Mariona sobre él. La muchacha lo envolvía con sus piernas. Sus manos se deslizaron bajo el hábito y sus labios de mora silvestre encontraron los suyos. Eudald quería librarse, pero la estrechó más.

No podía. No debía. Tenía que preservar su castidad. ¿Dónde estaba su pureza? Entonces abrió los ojos. La luna asomaba sobre los riscos y vio el rostro de Mariona. La pureza, la belleza estaba en aquellos ojos. Era puro su deseo, y era pura su sed de amor.

Y mientras la abrazaba y daba rienda suelta a su virilidad, como tormenta desatada, Eudald dio en pensar que el mal amor sólo se cura con buen amor, y que el mejor bálsamo para la violencia no es otro que la ternura. Y derramó, sin pudor, sus besos sobre la mujer amada.

* * *

Eudald acudió a ver al prior recién acabados maitines. Debía hacerlo. Quería confesarse, y decidió afrontar con valor la que debía ser, quizás, la decisión más dura de su vida.

El prior lo invitó a pasear por el claustro. La aurora teñía de rosa las piedras de los floridos arcos. En algún lugar escondido, el mirlo cantó, cristalino como el goteo de la fuente. El aroma de pan tierno llegaba desde la tahona, flotando en la fría mañana. Eudald no pudo evitar pensar en Mariona. Allí estaría, en las cocinas de la hospedería. La muchacha se había recuperado pronto y no tardó en arremangarse para ayudar en las faenas de la casa. Siempre había trabajo en las cocinas, en la granja y el huerto, pues el ir y venir de huéspedes itinerantes era constante. Eudald sólo la había visto en un par de ocasiones, y ella se mostró tímida y agradecida. La última vez, le había tomado de las manos, y él percibió su miedo. Mariona temía volver, se dijo. Adivinaba que quería quedarse. Muchos eran quienes buscaban la reconfortante seguridad de los muros del monasterio… Pero, en su caso, era imposible.

Eudald fue parco y sincero. El abad escuchó sus palabras, asintiendo en silencio. Grave. Pero no severo. Cuando habló, al joven intendente le sorprendió la calidez de su voz.
-Hijo, esto lo veía venir. No he necesitado de tu confesión para adivinarlo… Pero Dios sabe que la muchacha es hermosa, y la carne flaca. No temas. El Señor es misericordioso y sus siervos hemos de dispensar esa misericordia. Yo te absuelvo, hijo. Pero deberás hacer penitencia por ello, para fortalecer tu alma y desagraviar a esa joven… Lo que hiciste con ella no es lícito.
Precisamente esto era lo que más angustiaba al joven.
-No la volverás a ver –sentenció el abad-. En un par de días, la devolveremos a su hogar. Regresará bien custodiada, no temas.
Eudald miró a su superior.
-Pero… ¡Padre! No es tan fácil. Ella… ella ha sido deshonrada. Por los bandoleros, y luego por mí. Ya no es virgen. Tal vez lleva una simiente en su cuerpo… Se expone a que nadie la quiera, a que su familia la rechace… ¡No puedo dejarla así!
-¿No puedes? Hijo, ella no te pertenece. Son sus padres quienes deben decidir. Tú ya has hecho bastante.
-No. No he hecho lo bastante. Debo velar por ella… después de lo que he hecho. ¿No podría…? ¿No podría quedarse aquí? Como sirvienta, en la hospedería. Se encuentra a gusto y es buena trabajadora. El hospedero es anciano, lo agradecerá.
El abad rió de buena gana y posó su mano sobre el hombro del joven monje.
-¡Ay, hijo! Y tú también lo agradecerás, ¿no es verdad? No, hijo, no… La tentación no puede vivir tan cerca. ¿Crees que no te adivino las intenciones?
Eudald se sonrojó violentamente y bajó la cabeza.
-Escucha, hijo… Eres un buen monje. Lo has demostrado. Te gusta esta vida y cumples con tus deberse con fervor. Además, tu facilidad para las letras promete. No eches por la borda tu vocación, hijo.
Eudald movió la cabeza. El abad continuó.
- Hijo mío, debes escoger. O ella, o el claustro. No puedes tener las dos cosas. Si quieres continuar siendo un monje, deberás renunciar. Hiciste unos votos, recuerda…
Unas lágrimas asomaron a los ojos de Eudald.
- Padre, yo deseo seguir siendo monje. Claro que me gusta vivir aquí, y no quiero perder mi vocación, ni dejar las letras… Pero no puedo decidir libremente, ¿no lo entendéis? Ella… no puedo desentenderme de ella. No puedo abandonarla a su suerte.
-Entonces –dijo el abad, firme- deberás elegir.


Eudald eligió. Y se quedó con Mariona. Ante su sorpresa, el abad no se indignó, ni lo echó del convento. Más tarde, Eudald supo que el superior había meditado largamente y lo había conmovido la honda preocupación del joven por su amada. “La caridad por encima de todo”, dijo.

Los casó. Al menos, su unión tenía que ser legítima. Y los puso al frente de la hospedería, para acoger a viajantes y peregrinos. Eudald continuó escribiendo, himnos a la Virgen y coplas de amor a su amada. Y acabó llevando las cuentas del monasterio y la intendencia. Las manos de Mariona hicieron florecer la hospedería, los huertos y el jardín.

Cuando, nueve meses más tarde, Mariona dio a luz a un varón, ni él ni ella repararon en los rubios cabellos, tan parecidos a los de Roger de Cal Guerau. Después de aquel retoño vendrían otros más, varones y doncellas. Alegre camada que creció correteando al amor de los muros del monasterio, entre cantos gregorianos y aroma de pan, incienso y manzanas frescas. El primogénito jugaba a ser guerrero.

* * *

Transcurrieron doce inviernos. Los tiempos se recrudecían. El nuevo virrey del principado, hombre recto y de férrea moral, emprendió una implacable campaña para erradicar el bandolerismo en las sierras. Sus patrullas de soldados recorrieron pueblos y aldeas. Y muchas familias temblaron. El restallar de arcabuces y el resonar de los cascos llegó hasta el monte apartado, hasta la oculta guarida de Roger de Cal Guerau.

Fueron los últimos en caer. Atrincherado en las peñas, Roger vio caer a sus hombres, abatidos a arcabuzazos, o a golpes de espada. Los que fueron apresados, fueron ahorcados y colgados en sórdidos patíbulos, para escarmiento del pueblo. Roger escapó de milagro. Las oraciones de su buena madre, tal vez, movieron a piedad los cielos. Tras derribar a siete enemigos, el temido proscrito huyó, a lomos de su alazán. Pero estaba solo. Solo y herido, acorralado como una presa.

* * *

De madrugada, un astroso jinete llegó a las puertas del monasterio. Descabalgó, herido y sin fuerzas, y avanzó hacia la iglesia. Su montura venía sin resuello. Empujó pesadamente la puerta de dos hojas y entró.

Mariona apagaba los cirios. Acababan de salir los monjes de rezar maitines y preparaba la iglesia para la misa del mediodía. Tendía el blanco mantel sobre el altar cuando la puerta retumbó y se volvió, alarmada. El hombre caminó unos pasos y cayó al suelo.
- ¡Piedad…! Imploro el amparo de Dios… Piedad…
Ella llegó a su lado y se detuvo de pronto. El hombre estaba postrado, alargando las manos hacia sus pies.
- Piedad… Acogedme en esta santa casa…
El corazón le dio un vuelco. Pero se mantuvo fría, inmóvil.
- Roger.
Él levantó la mirada de pronto. El rostro esculpido y los rubios cabellos, pensó ella, cuán ajados los han tornado los años. Los años y el miedo.
-Mariona… -murmuró él, y dejó caer la cabeza de nuevo.
Ya no podía esperar piedad.

Ella se apartó un paso y salió de la iglesia, corriendo.


Cuando Roger abrió los ojos de nuevo, se encontró tendido en blando lecho. Un rostro amable, vagamente familiar, lo observaba. Se frotó los ojos. Respiró hondo. Olía a madera y a pan tierno, con un vago efluvio de incienso. ¿Dónde estaba?
Entonces recordó. La cara que lo miraba se iluminó con suave sonrisa.
- Eudald.
Su hermano asintió, sonriendo. Se inclinó sobre él y ambos se abrazaron.

Los monjes aceptaron acogerlo. La tregua de Dios era sagrada y los fieros soldados del virrey, ávidos de sangre y revancha, tuvieron que detener sus corceles a las puertas del convento. Parlamentaron con el abad. Y éste se comprometió a no dejar salir de sus muros al odiado bandolero, bajo pena de muerte. Días más tarde, y ya recuperado, Roger tomó una decisión. Con ayuda de los monjes, salió del convento, convenientemente disfrazado y bien pertrechado con armas y provisiones. Y se embarcó, días más tarde, para las Américas, aquellas tierras fabulosas y lejanas que un osado navegante descubriera, años atrás. Era el destino de los locos audaces, espíritus inquietos como él, para quienes el terruño natal se hacía pequeño.

Eudald y Mariona vivieron largos años atendiendo la hostería del monasterio. Su primogénito se convertiría en un guerrero y, siguiendo los pasos de su fogoso tío (¿o era en verdad su padre?), navegaría hacia el Nuevo Mundo. De las mozas, dos se casaron, y dos más profesaron en otros conventos. Un muchacho fue artesano y labró hermosos capiteles y esculturas en el claustro del monasterio. El otro fue escribiente, lo tomó a su cargo aquel acaudalado señor, mecenas del convento, y se lo llevó consigo a la corte. Y, finalmente, el menor tomó el hábito. Inteligente y despierto, llegaría a ser, con el andar de los años, abad del monasterio.

Pascua de sangre

Dong, dong, dong, dong…

Graves, solemnes, las campanas de Santa Nonna comenzaron a tañer, mientras la noche cernía su velo sobre la ciudad. Alrededor de la vieja iglesia, levantada en las campas del arrabal, una muchedumbre comenzaba a reunirse, murmurante, sin osar levantar revuelo. Oscuros mantones y candelas vacilantes se entremezclaban con los saludos a media voz y los rezos siseados de las mujeres. Entre la multitud, descollaban, como alas de cuervo, las capas negras de terciopelo y los picudos capuchones de los cofrades.

Viernes santo. Víspera de dolor y de muerte en el crepúsculo de la ciudad milenaria.

En las profundas callejas, retorcidas como tripas, del centro de la ciudad, el rocío cayó con la tiniebla. En una lóbrega rúa una puerta se abrió, arrojando a la calle una cuchillada de luz, con la vaharada de humo, vino y algarabía. Tres sombras se perfilaron y al instante tres figuras envueltas en capas salieron a la fría intemperie. Sus voces alegres resonaron en la noche.

─¡Vamos, mozos! ¡Llegaremos tarde y el canónigo nos hará cargar doble!
─Rodrigo, ¿llevas los capuchones?
─Aquí están… ¡Martín! Deja ya el vaso, ¡que aún nos queda brega!
Risas de adentro y afuera, mientras el cuarto hombre se reunía con ellos.
─¡Eh, Alonso! ¿Llevas la espada nueva?
El aludido se llevó la mano al costado, ufano, e hizo asomar la vaina bajo la negra capa de terciopelo.
─¡No la he olvidado, no! Ahí, bien sujeta…
Alonso se volvió una última vez hacia el interior. En el umbral, la luz anaranjada descubrió un rostro joven de rasgos agraciados, barba fina y sonrisa predadora.
─¡Adiós, Elvira y la compaña! ¡Volveremos después de la procesión! No se os ocurra cerrar…

Una risa femenina y alborozada le contestó desde el interior, con algún comentario procaz. Luego, la puerta se cerró bruscamente y los cuatro se envolvieron en sus capas y emprendieron el camino. Las suelas claveteadas de sus botas resonaban en los húmedos adoquines de piedra, mientras se alejaban. Sus carcajadas de ave rapaz se apagaron en la distancia.

En la taberna, la sonrosada Elvira, descotada y frescachona, mudó su sonrisa por una expresión preocupada. Tras la partida de los alborotadores mancebos, apenas quedaban clientes. Dos viejos borrachos impenitentes que, ni aún siendo Viernes Santo, habían dejado de acudir. Cuatro rezagados que deberían correr, si querían llegar a la procesión. Llamó a una de las mocitas que la ayudaban.
─Feli. Déjalo todo y corre a casa de Sara. Dile que los mozos ya han salido para allá.
La muchacha asintió, muy seria. Se echó un mantón a la espalda, se cubrió la cabeza y salió a la calle.

* * *

Dong, dong, dong.

Campanadas de muerte. Ana levantó los ojos de la costura.

─Tocan a completas. Van a comenzar la procesión ─dijo, en voz tenue.

Inmediatamente, sus hijas se pusieron en pie. Elisabet corrió a atrancar los porticones de las ventanas. Miriam se arrodilló junto al hogar para avivar el fuego. Removió las brasas y echó un nuevo tronco entre chisporrotear de llamas. Ana, la dulce, silenciosa y discreta como su madre, se deslizó hasta la cocina a preparar la cena. Se oyó el delicado cling, cling de platos y tazones y el gorjeo del agua al llenarse la jarra.

Cuando llegó a la puerta, Elisabet se detuvo con las manos en la balda y miró atrás. Su padre se acercó en silencio. Samuel el escribiente pasaba horas entre rollos de pergamino, tintero y pluma. Haciendo su trabajo y estudiando la Torah. Padre e hija cruzaron las miradas. Desde que ella era pequeña, ambos habían aprendido a comunicarse en silencio. Ahora leyó de nuevo el mensaje en sus ojos.

─Ya deberían estar aquí ─dijo, en voz baja.
─Se fueron a eso de las cuatro ─murmuró el padre, moviendo la cabeza─. Quizás se han entretenido con la matanza. Tienen un buen trecho de camino… y venían cargados.
Ella asintió, y dejó la puerta sin atrancar.
─Se habrán detenido en casa de tía Sara.
─Puede ser…

Tragándose la ansiedad, padre e hija regresaron al comedor, donde Ana y la madre preparaban la mesa, con gestos suaves y precisos, como si de un ritual se tratara. Ana la madre encendió el candelabro y miró a su esposo, esbozando una leve sonrisa. Samuel se la devolvió. Ella siempre sonreía, pensó, enternecido. Lo haría hasta a la misma muerte. Y viendo su rostro ajado por los años, sus espaldas cargadas por los múltiples partos y el trabajo, no pudo evitar rememorar la joven airosa y resuelta que le había robado el corazón, hacía más de veinte años. Mujer fuerte como una roca, hermosa como la aurora y dulce como el perfume de los lirios…

Varios golpes en la puerta los interrumpieron. Ana y sus hijas se miraron, sobresaltadas. Samuel caminó hacia la entrada despacio, sin vacilar.

Era la tía Sara. Envuelta en su mantón de lana, Samuel la hizo pasar al comedor y le ofreció una silla. Sara se descubrió el rostro y miró a su hermano y a sus sobrinas, grave.

─Ya han salido. Y van armados, como siempre. Más vale que atranquéis bien puertas y ventanas. Que no vean luces.
─Los muchachos aún no han llegado ─dijo Samuel.
Sara movió la cabeza.
─¿Dónde están?
─Fueron a casa del tío Elías, a la Alminara. Mataban allí los corderos. Ya deberían estar de vuelta.

Sara pasó su mirada por los rostros de todos. Miró con ternura a las jovencitas de semblante demudado, a su cuñada Ana reprimiendo la angustia. Y finalmente a su hermano, Samuel. El hombre justo, el rabino. Siempre sereno, siempre ponderado. Un hombre de paz, respetado incluso por sus vecinos cristianos. En su rostro afeitado, orlado por la mata de cabello canoso, la inquietud sólo se adivinaba en los ojos. Aquellos ojos claros y rasgados que buena parte de la familia había heredado.

─Pues más vale que lleguen en seguida ─dijo Sara─. Me quedaré con vosotros.
─Por supuesto ─se apresuró a decir Ana la madre, acercándose a ella y ayudándola a quitarse la capa, con delicadeza─. Quédate a cenar. Las chicas te prepararán cama. Esta noche es mejor no salir…

Miriam corrió a preparar su propio lecho para la tía, casi alborozada. Adoraba a la tía Sara, sus historias y sus sabias recetas de hierbas y remedios. No le importaba compartir cama con su hermana Elisabet por una noche. Mientras mullía el colchón y tendía un lienzo nuevo de hilo, la jovencita no pudo frenar sus ensueños. El lienzo olía a espliego y tenía apresto. Su madre era una lavandera concienzuda, pensó. Un día, ella prepararía su ajuar y tendería las sábanas nuevas sobre su lecho nupcial… Miriam se sonrió a solas. Un nombre danzaba en sus labios y aleteaba en su pecho. “Alonso…” El era cristiano, ella judía. Pero en su juvenil ingenuidad aún pensaba que podían resolverse las cosas. En su fantasía, el amor aún era posible. Casi de inmediato, el nombre le hizo recordar a sus hermanos. Y la preocupación cayó sobre ella como el rocío helado. Acabo de estirar la cama y bajó al comedor. La familia se reunía ya alrededor de la mesa.

* * *

Salieron ya anochecido y emprendieron el camino de regreso a buen paso. Iban por la antigua vía romana, camino recto trazado a pulso firme entre los campos, aquí y allá custodiado por hileras de olmos centenarios. Sabían que era tarde, y Viernes Santo no era día para aventurarse de noche en las calles de la vetusta ciudad. Elías marcaba el ritmo, robusto y constante. Llevaba el saco al hombro, con el cordero sacrificado según el rito kosher, y avanzaba a largas zancadas. Su cuerpo era grande y musculoso y, a cada paso que daba, su rostro esculpido de nariz recta cortaba el aire. A su lado, el delgaducho David marchaba, ligero como un corzo, los negros cabellos lacios flotando sobre la espalda grácil. Llevaba otro morral en bandolera, aún caliente, rezumando olor de harina y de leña. Los panes ácimos de la tía Ruth. Detrás de ellos, el pequeño Samuel correteaba, con un palo entre las manos, persiguiendo presas invisibles y golpeando los matorrales de la vereda. Su hermano Elías se volvía de tanto en tanto para reprenderlo.

─¡Corre, enano! No te entretengas, que llevamos prisa.

Samuel obedecía con pocas ganas, enarbolando su vara de fresno verde, saltando los charcos del camino, enfrentándose a enemigos imaginarios, inmerso en cacerías fantásticas.

Dong, dong, dong, dong. Las campanas de Santa Nonna sonaban a lo lejos, mientras los muchachos se acercaban a la ciudad.

* * *

Samuel levantó las manos y pronunció la bendición. Alrededor, su esposa, su hermana Sara y las tres hijas inclinaron la cabeza sobre la mesa. La luz de las velas iluminaba las bandejas, pulcramente preparadas. La fuente con verduras aliñadas. La bandeja de pescado. El pan. Al día siguiente, pensó Miriam, cenarían cordero. Habría pan ácimo de la tía Ruth, y tortas de manzana, uvas pasas y nueces con miel de postre. Sería una cena mucho más festiva, cena de Pascua. Pero sería igual de silenciosa, a puertas cerradas y con el miedo en el cuerpo, pensó, con desmayo. Ah, ¿por qué tenían que ser así las cosas…? De nuevo se le retorció el estómago y, de pronto, perdió el apetito.

Ana se puso en pie y comenzó a servir. La otra Ana, la hija, miró a su familia y sonrió.
─No os preocupéis. Volverán pronto ─dijo, y sus palabras les dieron más calor que la lumbre que ardía, en el hogar─. Elías es prudente y sabe lo que hace.

Samuel miró a su hija mediana con dulzura. Siempre trayendo paz, siempre desparramando esperanza. “Ojalá fuera cierto lo que dices”, pensó en su interior. Sí, Elías era prudente… a ráfagas. También era impetuoso y arrojado. Y Samuel sabía, aunque su primogénito jamás se lo había dejado entrever, que su hijo se entrenaba con la espada con los mozos de la ciudad. Muchos temían su estocada, y muchos otros envidiaban su destreza y su fuerza. Elías era hermoso y fuerte como un roble, y Samuel sabía también que los mejores árboles eran los que recibían más pedradas.

En vísperas como aquella, confiaba más en la sensatez de su segundo, David. El que llevaba nombre de rey pero no tenía corazón de héroe. De su glorioso ancestro, el joven David sólo mostraba el amor por la poesía y su bella voz de trovador. Mientras mascaba la ensalada despacio, Samuel meditó que sus hijos no hacían mucho honor a sus nombres. Elías nunca se parecería a un profeta. Su carácter fogoso delataba el alma beligerante y guerrera. David, en cambio, llegaría a ser un buen rabino algún día, como su padre. Él era el hombre de paz, el sabio. Y el pequeño Samuel… aquel querubín de ojos verdes y largos bucles caoba, que su madre se resistía a cortar, ¡sólo Dios sabía qué tenía dentro! Aparte de su fantasía. Samuel adivinaba que el muchacho poco tenía de sacerdote, y mucho más de guerrero, como su hermano mayor. El pequeño Samuel bien podría haberse llamado Sansón.

* * *

Se encontraron en un recodo. Los tres muchachos avanzaban, seguros y firmes. Las cuatro sombras negras embozadas les cortaron el paso.

─¡Mirad a quién tenemos aquí!
─¡Vaya! ¿No oléis a puerco judío?
─Eh, amigo, no tan deprisa…

Elías hizo ademán de apartarse a un lado, para seguir su camino. Su hermano David se arrimó a él como una sombra. Samuel se detuvo en seco, mirando de hito en hito a los cuatro caballeros.

Cuando Elías quiso forzar la marcha, ignorando las burlas de los embozados, uno de ellos se le plantó delante, desafiante.

─¿Dónde crees que vas, jodido hebreo?
Elías lo empujó con fuerza. Era más robusto, e hizo trastabillar al joven de la capa con aliento vinoso.
─Déjame pasar, Rodrigo. A ti te esperan, y a mí también.
Rodrigo soltó una carcajada. Sus compañeros lo rodearon. Las capas ondearon como negras alas.
─¿Quién te has creído que eres, para decirme qué debo hacer? ¡Cochino judío!
─Estas no son horas de pasearse por ahí, ¿aún no lo sabes?

El joven David intervino, inesperadamente.
─Dejadnos ─casi suplicó─. Ya volvíamos a casa.

Los otros lo miraron, estallando en risotadas. Uno de ellos lo empujó brutalmente. David se tambaleó y dejó caer el zurrón.
─¡Dale, Martín! ─lo jalearon sus compañeros─. Míralo, tiembla como un pelele.

Entonces Elías saltó. Librándose del saco, se encaró con los jóvenes de negro y desenvainó su espada.
─¡No le pongáis la mano encima, o morderéis el polvo! ¡Atrás! ¡Largo de aquí!

Sus oponentes retrocedieron de un salto, desconcertados. Pero inmediatamente se repusieron del susto y las carcajadas sonaron de nuevo. Las capas se abrieron y cuatro aceros brillantes resplandecieron bajo la luz de las estrellas.
─¡Ahora verás, hijo de perra!
─¡Sabrás lo que es bueno!
─¿Te atreves con cuatro? ¡Vamos, valiente!

Elías se abalanzó hacia ellos. Los mantuvo en jaque durante varios minutos. Hasta que Alonso lo rodeó por atrás y golpeó con su sable nuevo. El filo de acero toledano, virgen y hambriento de sangre, rasgó el aire y se hundió en el cuello blanco. Varios mechones negros saltaron sobre el pavimento. Negro y húmedo, de rocío. Negro y empapado, ahora de sangre. Elías se derrumbó. David miraba, sobrecogido, inmóvil, con el sudor corriendo por su espalda y el cuerpo adherido a un frío muro. El pequeño Samuel echó a correr, nadie sabía a dónde. En medio de la noche sin luna. Noche de Viernes Santo.

* * *

Dong, dong, dong, dong.

El tañido de las campanas cesó. Y la procesión se puso en marcha. El paso del sepulcro, relumbrando lloroso a la luz de los cirios, avanzaba renqueante a hombros de los porteadores. La muchedumbre silenciosa y orante se deslizaba detrás, serpenteando por las calles en tinieblas. Los capellanes entonaban el miserere con voz plañidera. Y en medio de todos, arracimados entorno al paso, apuntaban picudos los capuchones negros de los cofrades. Como una bandada de urracas con alas de terciopelo.

En las calles, silencio. Silencio de hogares vacíos y de plazas desiertas. Silencio en el barrio judío, pertrechado de miedo y de puertas atrancadas.

El Cristo yacente se mecía sobre los hombros de los porteadores. La luz de las candelas lamía el cuerpo escuálido, los goterones de sangre pintada, el rostro sufriente, los bucles de castaño tallado, las espinas… Las manos retorcidas sobre el lienzo blanco adornado con flores. Las mujeres lo miraban, gimientes. Muchas lloraban.

* * *

Ana la madre lloraba. Lloraba sin lágrimas, con el corazón yerto. Samuel iba y venía, de la puerta al hogar, del hogar a la puerta, como autómata. Las brasas del hogar languidecían, rojas y sangrientas… Elisabet cerró los puños y las miró con ira. La rabia anidaba en su pecho. Miriam se había dormido, en el regazo de tía Sara. Ana la hija lloraba. Ella sí, con lágrimas. Silenciosa y dulce, ahogando los sollozos.

Al amanecer, nada se sabía de ellos. Elisabet se puso en pie, bruscamente.
─Voy a buscarlos.
─¡No! Hija… ─Ana la miró, suplicante. Samuel se volvió hacia la muchacha.
─No sabemos dónde están. Ni siquiera…
Elisabet movió la cabeza. No lloraba, no, pensó su padre. Pero leyó el dolor lacerante, la hiriente verdad, en los ojos rasgados.
─Sé dónde están ─dijo ella─. Todos lo sabemos.
La madre se hundió y rompió a llorar. Su hija Ana la abrazó.

Tía Sara se levantó, sacudiendo suavemente a Miriam de su falda. La mocita se apartó, soñolienta y quejumbrosa.
─Voy contigo.
─¡No! No corráis riesgos innecesarios. Saldré yo. Llamaré a Isaac.
Sara negó con la cabeza, enérgica.
─Sois vosotros los que corréis peligro. Nadie se fijará en dos mujeres cubiertas. Podemos pasar por dos devotas que madrugan para rezar ante el monumento.

Samuel no las pudo detener. Miró a su hija mayor y se estremeció. Por sus venas también corría la veta de sangre belicosa. Si hubiera sido hombre, pensó, apesadumbrado, le habría faltado tiempo para salir a la calle, espada en mano, buscando venganza.

* * *

Llegaron al pie de las murallas. La luz mortecina del alba las guió hasta los torreones. Allí los encontraron. En el mismo lugar, donde, cada año, la noche del Viernes Santo se cobraba su precio de sangre. Aquella vez, había sido su familia la que había sufrido el azote. Los dos cuerpos yacían, desnudos y ensangrentados. La tosca cruz, un par de maderos mal clavados, aún se levantaba, torcida, a su lado.

Elisabet tomó las manos de Elías. Aquellas manos hábiles y fuertes, capaces de empuñar una espada. Teñidas de sangre, las palmas perforadas y los dedos crispados. Los pies estaban amoratados, no habían tenido fuerza, o ganas, de taladrarlos también. En cambio, una limpia estocada le había abierto el costado. Y no sólo el costado. Conteniendo la repugnancia y el horror, Sara apretó la piel del abdomen de su sobrino, tapando el amasijo de sangre y entrañas. Desprendiéndose de su manto, lo cubrió con él. Elisabet corrió hacia el cuerpo sin vida de David. Se habían limitado a coserlo a tajos de espada. Pero habían destrozado su rostro. Aquel rostro delicado, aquella boca, capaz de tan bellas palabras… Elisabet estalló en sollozos y abrazó el torso delgado de su hermano mediano. Las lágrimas saladas mojaron la sangre seca. Entonces se incorporó de súbito.

─¡Samuel! ¿Dónde está Samuel?

Sara levantó el rostro, mientras acababa de envolver el cadáver de Elías. Era una hermosa mujer, a pesar de su edad madura. Pero en aquella fría madrugada, vigilia de Sábado Santo, había envejecido diez años de golpe.

─Hemos de llevárnoslos de aquí.

¿Cómo? El mudo interrogante asomó en los ojos de la sobrina. Sara la miró con lástima. Elisabet era hermosa también, con aquel rostro de marfil y el pelo trigueño que sólo ella, entre sus hermanas, había heredado. Pero aquel día también ella había envejecido, pensó Sara, con tristeza. Apenas tenía veinte años y parecía una viuda de cuarenta.

─Iré a buscar un carro. Isaac nos dejará el suyo. También hemos de avisar a tu padre. ¿Quieres acompañarme o…?
Elisabet negó con la cabeza.
─No. Me quedo aquí.

Sara asintió en silencio. Era una decisión arriesgada. Nadie la defendería si alguna pandilla de jóvenes trasnochados decidía continuar su peculiar matanza, su noche de Viernes Santo. Los judíos habían matado a Dios. Nadie acusaría a sus agresores. Y el silencio cómplice de las murallas y el miedo los envolvería en la inmunidad.

Sara se alejó presurosa mientras la muchacha velaba, de rodillas, junto a los cuerpos de sus hermanos. Ella también sentía, con el dolor, la rabia anidando en el cuerpo.


El día asomaba, pálido y frío, y la muralla milenaria arrojó su sombra sobre la yerba. Elisabet se inclinó, de rodillas, y posó la frente en tierra. Ya no le quedaban lágrimas. Le escocían los ojos. Pero era peor el ardor que le corroía el alma. Había agrupado los dos cuerpos, uno junto al otro. Los había estirado y les había cruzado las manos sobre el pecho, como había visto que se hacía en los sepulcros de nobles y reyes. Le costó un poco, comenzaban a estar rígidos. Se sorprendió a sí misma, siempre la había asustado la muerte y jamás había imaginado que los primeros cuerpos que amortajaría serían los de sus hermanos… Alisó los bucles enmarañados de Elías y lo besó en la frente, antes de cubrirlo de nuevo. Y arropó con mimo el cadáver de David. Se detuvo, con reparo, ante la cabeza ensangrentada. Por fin, se inclinó sobre él y lo besó también, antes de taparlo. La sangre sabía salada en sus labios.

Alguien le tocó la espalda y se volvió sobresaltada. Casi de inmediato, ahogó un grito.

─¡Samuel!
El niño se arrojó en brazos de su hermana.
─Oh, Dios santo… Dios santo… ¿Dónde estabas? ¿Cómo pudiste salvarte?
Samuel sollozaba, mojando el hombro de Elisabet. Ella lo apretaba contra su pecho, acariciando los enmarañados bucles caoba.
─Corrí… corrí mucho… Me escondí…
Elisabet estrechó más a su hermano menor. Cuando el chico se tranquilizó un poco, se apartó y lo miró a la cara.
─Lo vi todo ─susurró él, con voz enronquecida.
Ella asintió, sorbiéndose las lágrimas. En los ojos de Samuel también brillaba la ira, fluyendo con el mordiente dolor. Y, de pronto, Elisabet tuvo la certeza de que su hermano jamás volvería a ser un niño. Le enjugó las mejillas con el borde de su falda.

* * *

Dong, dong, dong, dong…

Las campanas de la catedral comenzaron a tañer, lastimeras y solemnes. Sábado Santo. Día de duelo y quebranto. Para los judíos era la Pascua. Y la celebraban, cerrados a cal y canto, yerbas amargas y cordero asado, ágape sazonado de silencio y de miedo. En algunos hogares, sazonado de sangre.