jueves, 16 de agosto de 2007

La escopeta y las rosas

-¡Niñas! ¡Corred a espantar las palomas! ¡Corred!

Las niñas salieron corriendo. De la cocina al pasadizo y de allí, en dos saltos, al prado. Cuando estuvieron fuera, comenzaron a batir palmas. La bandada de palomas levantó el vuelo al instante, rizando el aire con frenesí de alas. Ariadna y Melania se miraron, divertidas, y chillaron, mientras el escuadrón alado sobrevolaba el huerto. Cucurrú, cucurrú, cucurrú.

Regresaron a la cocina, junto a los fogones de leña, donde la abuela trajinaba entre pucheros.
-Ya está, abuelita. ¡Se fueron todas!
-Muy bien, bonitas. Pues andad y vigilad, no sea que vuelvan.
Ellas no se hicieron de rogar y salieron de nuevo a jugar al prado.

Desde que el tío Benito había construido el palomar en el prado anexo, espantar palomas se había convertido en uno de los pasatiempos de las dos hermanas. La abuela gruñía. ¿Por qué al espabilado aquél se le había ocurrido criar palomas, justo al lado del huerto? Las inoportunas aves hacían frecuentes incursiones al campo vecino y expoliaban las berzas y los planteles de judías. Picoteaban en los manzanos y causaban estragos en las tomateras. La abuela Artemisa, mujer de temperamento encendido, andaba a la greña con el tío Benito. Sacó la escopeta del abuelo, la engrasó y la colgó tras la puerta que daba al prado. “Paco, mételes una perdigonada y verán lo que es bueno”, había dicho, en más de una ocasión. Pero el abuelo, por algún motivo, se resistía a tomar el arma. La otra solución era estar al acecho y espantar las palomas cuando se cernían sobre la huerta.

El tío Benito era hermano del abuelo. Las niñas lo temían un poco, pero lo respetaban. Era el dueño del horno, y su esposa, la tía Nina, las dejaba entrar y ver cómo se amasaba la harina en la enorme batidora industrial. A veces les dejaba arrebañar los cubos de la crema para roscones. El palomar, aquella caseta blanca, plantada en medio del prado, sin más entrada que un largo ventanuco alargado junto al techo de pizarra, les llamaba la atención. Era como un castillo prohibido. ¿Por dónde se entraba?

El abuelo sacó las viejas jaulas de conejos al prado. Habían comprado jaulas nuevas para los animales pero al abuelo le costaba tirar las cosas. Ariadna y Melania en seguida vieron la oportunidad. “Abuelo, dánoslas. Jugaremos a casitas con ellas”. Y el abuelo Paco no se hizo de rogar. En un santiamén, las dos conejeras vacías estuvieron instaladas en medio del prado.

Ariadna sentía fascinación por las joyas. “Mel, vamos a montar dos joyerías”. Y los cajones de tablones y alambre que habían albergado camadas de conejitos grises se transformaron en los aparadores de dos inesperadas boutiques. Las niñas se afanaron por el prado recogiendo flores, que luego iban disponiendo sobre sus improvisados escaparates. Una hora más tarde, contemplaron orgullosas las hileras de botones de oro, dientes de león, magarzas y tréboles, cuidadosamente alineadas sobre las maderas. Melania encontró campánulas, y luego se aventuraron en los márgenes del prado contiguo, para pispar caléndulas del tío Benito. Arrancaron furtivamente algunos geranios y margaritas de los parterres de la abuela. ¡Ojalá no se enterara! Aquellas grandes flores eran las joyas de la colección. Los rojos geranios se convertían en racimos de rubíes. Y las margaritas se transformaban en broches de perlas blanquísimas.

Ariadna levantó la mirada hacia la casona de los abuelos. Alrededor de la puerta que daba al prado, el rosal trepador extendía sus ramas, formando un arco de verdor, cuajado de rosas. Eran pequeñas, de perfume suave y color carmín. El color preferido de Ariadna.
-Mel, si pudiéramos coger alguna rosa...
-La abuela se enfadará. No podemos arrancarlas.
-Es verdad. Qué pena.

Pero la abuela andaba enojada por otras cosas.

-Paco, ya están ahí las palomas otra vez. Nos van a esquilmar la huerta. Anda, saca la escopeta y pega un par de tiros.
Las niñas miraban, con los ojos muy abiertos.
-¿Vas a matar las palomas, abuelito?
- Si cae alguna, esta noche cenaremos un buen guisado –dijo la abuela, guiñando el ojo a sus nietas.
El abuelo no respondió. La abuela Artemisa acarició los mofletes rosados de Mel.
- ¿Verdad que os gustan los pichones, bonitas? Me ayudaréis a pelarlos.

Mel sonrió a la abuela y se relamió, golosa. Ariadna tragó saliva. Recordaba cuándo habían traído pichones la última vez, y cómo la abuela les había pedido a ella y a su hermana que la ayudaran a desplumarlos. Lo había odiado. Al final, viendo su cara descompuesta y su poca maña, la abuela se lo había quitado de las manos. Melania se mostró mucho más hábil. Sus deditos se movían con destreza y desplumaron el pájaro con asombrosa rapidez. Mientras Ariadna se retiraba, asqueada y un poco celosa, la pequeña Mel había disfrutado de su momentáneo protagonismo y de la preferencia de la abuela.

El abuelo salió con la escopeta, y las niñas detrás. La bandada de palomas se había posado, como una colección de abanicos grises, sobre las verduras del huerto.

-¿Y si las espantamos, abuelo? –susurró Ariadna, a su lado.
El abuelo la miró. El abuelo Paco no hablaba mucho. Pero sus miradas lo decían todo. Ariadna se había acostumbrado a sus silencios y a aquellas muecas que arrugaban el rostro curtido, bajo los mechones de pelo blanco. Sabía leer en ellos.
- Abuelito, pega un tiro –dijo Mel, juguetona.
-No, ¡no las mates! –suplicó Ari.

El abuelo empuñó el rifle. Plantado en medio del prado, apuntó hacia la huerta. Las niñas contuvieron la respiración y cerraron los ojos. ¡Pum! ¡Pum!

¡Pum! Una vez más. Mientras se tapaban los oídos, Ariadna miró hacia el abuelo. Estaba disparando al aire. Tres aros de humo blanco se elevaban en el azul. Las palomas levantaron el vuelo y trazaron varios círculos antes de posarse en el tejado del palomar del tío Benito.

-¡Se fueron! –exclamó Mel.
Ahora el abuelo reía, su risa era tenue y contagiosa, pensó Ariadna, y las dos niñas rieron con él.
-No las apuntabas –observó Ari.
-No le digáis nada a la abuela –dijo él-. Se han espantado igual. Ahora están escarmentadas y tardarán días en volver.
-¿Es un secreto? –preguntó Mel, excitada.
-Sí, bonitas. Es un secreto.
-¡Vale! –prometieron las niñas.

Al regresar a la casa, Ari volvió a mirar las rosas trepadoras.
-Abuelo, ¿podemos coger alguna rosa? Para nuestras casitas...
-Sólo dos... –añadió Mel, con su sonrisa zalamera.

El abuelo dejó la escopeta en el suelo, apoyada en la pared, y fue a por las tijeras de podar. Les cortó, no una ni dos. Recorrió todo el rosal y fue podando ramitas y depositando las rosas que caían en las faldas de las regocijadas nietas.

-¡Cuántas, Ari! –exclamó Mel, abriendo mucho los ojos.
Ariadna no cabía en sí de alegría. Acariciaba los pétalos y se llevó una a la nariz. Olía dulce.
-Abuelito, ¿qué dirá la abuela?
El las miró, con ojillos pícaros.
-A la abuela no le digáis nada... No se enterará.
-¡Otro secreto! –chilló Mel.
-Ssssst. Sí, otro secreto…

Corrieron a sus jaulas de conejos y las adornaron con ristras de rosas. Luego llamarían a sus primos, a su amiguita de calle abajo, y a los nietos de la vecina, y les mostrarían sus preciosas colecciones de alhajas. El abuelo sonreía, de lejos, mirándolas, mientras tomaba la escopeta y la descargaba. Ariadna lo saludó, agitando su mano con una rosa.

Chandella

De: Ariadna Belmonte [mailto:aribelmonte@telefonica.net]
Enviado el: miércoles, 01 de abril de 2006 22:59
Para: Etienne Lacroix
CC: JeanPaul Chevalier
Asunto: le prochain voyage

“CHANDELLA: dinastía de reyes hindúes procedentes de la estirpe rajput. Gobernaron un próspero reino alrededor de su capital, Khaduraho, entre los siglos X y XIV. La ciudad floreció con esplendor y llegó a contar con 85 templos, rodeados de lagos y jardines, de los cuales se conservan en espléndido estado unos 22, declarados patrimonio de la humanidad. Destruida y saqueada por tropas islámicas, Khajuraho fue abandonada y cayó en el olvido hasta que en 1838, el británico T. S. Burt, capitán de los Royal Bengal Engineers, encontró sus ruinas perdidas en la selva. Los templos de Khajuraho son considerados una de las maravillas del arte indio y son célebres por sus centenares de esculturas humanas en alto relieve representando espectaculares escenas eróticas de sexo explícito (…)”
“Los Chandella se consideraban descendientes de la luna (la diosa Chandra), muy unida a los cultos matriarcales de fertilidad; quizá esto explique el florecimiento del Tantra durante su reinado y la actitud permisiva hacia cualquier religión, pues sus templos presentan una miscelánea de cultos hindúes a Siva y Vishnú preferentemente.”

Chers amis, ¿qué os parece una visita a Khajuraho y sus templos en nuestro próximo viaje???

* * *

Re: Etienne Lacroix [mailto:etienne_lacroix@yahoo.fr]
Original message from: Ariadna Belmonte mailto:[mailto:aribelmonte@telefonica.net]
Sent: miércoles, 01 de abril de 2006 23:49
To: Etienne Lacroix
CC: JeanPaul Chevalier
Subject: le prochain voyage

Parfait, ma precieuse! On y va!

* * *

Re RE: Jean Paul Chevalier [mailto:chevalier_jp1969@vodafone.com]
Original message from: Ariadna Belmonte mailto:[mailto:aribelmonte@telefonica.net]
Sent: miércoles, 02 de abril de 2006 00:69
To: Etienne Lacroix
CC: JeanPaul Chevalier
Subject: le prochain voyage

Hélas, ma cherie. Tu ne voulais pas y aller, en Inde! Mais voilà (...)

* * *

Ariadna sonrió ante la pantalla del ordenador. “Sí, he caído, por fin”. Reclinándose en la silla giratoria, cogió el inalámbrico y abrió su agenda.

La agencia Antares era su preferida. Especializada en viajes para aventureros y recorridos que salían de las rutas habituales, tan pronto podía organizar una expedición al Himalaya como un safari de lujo para una luna de miel en Tanzania. Cuando contestaron al teléfono, Ariadna pidió hablar con Cecilia, su contacto en la agencia. Tras varios viajes, algunas conversaciones y citas para tomar unas copas y ver juntas los álbumes de fotografías de Ariadna, habían llegado a ser amigas.

-Buenos días, Lara Croft. ¿Qué hay de nuevo?
-Hola, Ceci. ¡Tú siempre tan chistosa! Oye, tengo una idea para este verano. ¿Te suena Khajuraho..., India?
Breve risa.
-¡Khajuraho! Y los templos... Ja, ja. Claro que sí. Tenemos una ruta que recorre la India profunda y se detiene allí. Dos días. ¿Crees que será bastante?
- Mmm. Bueno. Supongo que sí. ¿Por qué te ríes?
- ¿Tú qué crees? En las agencias lo sabemos todo... Esa es una ruta típica de ex hippies románticos y acomodados como tú, cariño.
Ariadna enrojeció junto al auricular.
-¿Ah, sí?
-¡Pues claro! No te hagas la tonta. La gente va allá para ver los templos y gastar rollos y rollos de fotografías. El espectáculo bien lo vale, ¿no crees? Es como un Kamasutra en tres dimensiones... Y se ponen hasta las cejas de todo. ¿Por qué vas tú?
Ahora rieron las dos.
-Vale. Pues resérvame tres plazas para un recorrido en julio.
-OK. Mejor la primera quincena. Todavía estaréis en la estación seca... Hace mucho calor, pero el monzón es aún peor.
-Llueve mucho, ¿verdad?
-Sí. Y la humedad, los mosquitos... ¿Qué te parece del 2 al 18 de julio?
-Perfecto.
-Ah, por cierto... Tres plazas, dices. ¿Volverás a llevarte a esos dos pedazos de...?
Ariadna la cortó, riendo.

* * *

Por fin estaban allí. El viaje había sido eterno, pero les había regalado espacio para hablar largamente. Etienne y Jean Paul habían llegado un día antes de la partida, desde París. Habían cenado los tres juntos y ellos habían pernoctado en el hotel gay más lujoso de la ciudad. Al día siguiente, habían emprendido el vuelo. Escala en Berlín, y de allí a Delhi. De Delhi a Calcuta y, finalmente, tras largas horas en autocares traqueteantes y visiones interminables de la India profunda, a través de las ventanillas cubiertas de mugre y polvo, habían ido a parar a su meca espiritual de aquel año. Khajuraho, en pleno corazón indio, bañada por las aguas del Ganges y abrazada por la selva rebelde, resistía el embate de los arrozales y la superpoblación descontrolada.

Eran los tres tan diferentes, pensó Ariadna, lanzando un vistazo a sus compañeros. Etienne el apuesto profesor de historia antigua, Jean Paul el chef galante de melena impecable y ella. La ejecutiva joven y solitaria durante once meses al año, aventurera durante cuatro lunas de evasión. Inseparables desde hacía años, perseguidores de emociones y lugares sagrados, invariablemente dedicaban a sus viajes un mes de su calendario anual. “Podríamos escribir un libro recogiendo todas nuestras experiencias”, había comentado Jean Paul, mientras sobrevolaban el océano, “para no olvidar”. Ariadna sabía que había cosas que jamás olvidaría. Muchas habían quedado grabadas, no sólo en su memoria, sino en su piel. Y se estremeció levemente, sintiendo el roce de su camisa sobre las cicatrices que Uluru había dejado en su pecho y en su vientre. Aquellas marcas de origen incierto, que muy pocos conocían y que ella procuraba ocultar.

Su periplo por la India no había sido placentero. Durante años, Jean Paul había insistido en que debían ir allí. Era, de los tres, el más místico, amante de lo exótico y lo sutil. Etienne, más sensible al encanto del mundo clásico, permanecía indiferente. Ariadna se resistía. No quería ceder a la rabiosa moda de la pasión oriental. No quería viajar como una turista ostentosa, refugiándose en hoteles de lujo e ignorando la India real. Tampoco quería caer en hipócrita solidaridad, apuntándose a un campo de trabajo, o fingiendo ayudar a unas misioneras mientras su maternidad se sublimaba, abrazando a pequeños harapientos de sonrisas radiantes y piel de color chocolate. La verdad inconfesada es que Ariadna odiaba la pobreza. Detestaba el olor de la miseria, las aglomeraciones humanas, el sudor, las montañas de basuras, las moscas, la enfermedad, el hambre... Y sabía que la India era eso. También era belleza, era magia, era historia... pero, ante todo, lo primero que ofrecía, como bofetada inesperada, era su olor. El aliento de la tierra india era una mezcla intensa y cruel. Olor a heces y a flores, a incienso y a decrepitud, a canela y sándalo envueltos en frituras, a jazmines y boñiga de vaca famélica, dulce y rancio, sublime y podrido a la vez.

La impresión de los primeros días fue posando en su interior, pero el estómago de Ariadna se cerró y apenas probaba alimento. Ni siquiera el occidentalizado menú de los hoteles pudo convencerla. Jean Paul, como buen gourmet y cocinero ávido de novedades, probaba delicatessen en los restaurantes, pastelillos rezumantes de miel y pinchos multicolores refritos en cualquier puesto callejero, paladeando con deleite el fast food milenario indio sin que su estómago sufriera por ello. Más prudente, Etienne sobrevivía a base de cocacolas y chiapati. Ariadna se aferraba a su botella de agua mineral, mientras sorteaban la marea humana que inundaba las calles, los chiquillos mendicantes, las bicicletas, los ricksaws enloquecidos compitiendo con motos, coches, vacas y mujeres envueltas en saris multicolores.

Por fin, Jean Paul tomó una decisión. Buscó un supermercado, se hizo con harina, manteca, un bote de salsa de tomate y una barra de mozzarella de importación. Con un par de guiños y una sonrisa sedujo a un joven camarero y se infiltró en la cocina del hotel. Aquella noche, la habitación de Ariadna se convirtió en improvisada pizzeria. Sentados en la cama de ella, los tres saborearon, riendo como chiquillos, la enorme pizza Margarita que Jean Paul había confeccionado, con su arte sin igual, para obsequiar a la inapetente y lánguida turista. Fue la primera cena que engullió de buena gana y, desde aquel día, se sintió con fuerzas físicas y anímicas para digerir el resto de India que les quedaba por recorrer.

Y allí estaban, en medio de un grupo variopinto de cincuenta turistas, vestidos de Coronel Tapioca y aplatanados bajo el sol, escuchando las explicaciones del guía local. Era un joven de piel caoba, reluciente pelo negro y vestido con un dhoti inmaculado, que hablaba un inglés digno de Oxford, observó Ariadna. Cuando el guía acabó su perorata, los turistas se desparramaron entre las pagodas y las avenidas de piedra, calados los sombreros y cámara en ristre.

Recorrieron el lugar despacio, sin apenas pronunciar palabra. Etienne iba sacando algunas fotografías, con respeto casi reverente. Diríanse peregrinos hollando un santuario prohibido. Pero bebían con la mirada. Sus ojos se posaron en las labradas montañas de piedra que ascendían hasta el cielo pálido, empañado por la calima. Recorrieron patios y pasadizos, umbrosas selvas de columnas donde los rayos de sol jugaban a iluminar dioses y flores aprisionados en la piedra. Contemplaron las imágenes. Cientos, miles de ellas, poblando las empinadas paredes de caliza, estallando, como la selva voraz, reventando la desnudez de los sillares, cubriendo el vacío hasta el último rincón.

Parecían vivas. Ajenos a las absortas miradas de los turistas, a las exclamaciones, a las risas y a los comentarios, hombres y mujeres de cuerpos tersos y curvas esplendorosas se entregaban a un culto peculiar. El culto donde el templo es el cuerpo, y la adoración el placer.

Jean Paul la sorprendió observando un grupo escultórico. Una mujer, enlazada por dos hombres. Ella se volvió y sonrió.
-¿Por qué te sonrojas?
Ariadna movió la cabeza. No he nacido ayer, se reprendió a sí misma.
-No lo sé... No es muy normal ver algo así cada día.
-No debería sorprendernos –repuso Jean Paul-. En nuestras catedrales románicas y góticas vemos cientos de esculturas de ángeles y de santos. Son nuestras imágenes sagradas. Están rezando y alabando a Dios. Aquí hacen lo mismo. Esas imágenes representan a hombres y mujeres dando culto a la divinidad. Sólo que... de otra manera.
Ariadna rió.
-Ce n’est pas le même!
-¡Pero es cierto! –él también reía-. Tú lo sabes tan bien como yo. Es otra mentalidad. Para los occidentales, rezar puede ser meditar, abstraerse y perder la vista en el cielo, entrando en éxtasis. Ellos –señaló las esculturas- también entran en éxtasis. El clímax amoroso, si lo piensas bien, es otra forma de alcanzar lo divino.
Tenía que rendirse. Jamás ganaría a Jean Paul en argumentos teológicos.
-D’acord. Estoy de acuerdo en que amando físicamente se llega al éxtasis... Pero “esto”, por mucho que digas, no es espiritual. ¡Es muy carnal!
-Ari..., ma cherie. La carne es la cosa más sagrada que existe, ¿aún no lo sabes? ¿Qué hay en nuestro cuerpo que no sea profundamente místico, intensamente espiritual?

Ariadna resopló. Hacía calor, las paredes del templo reververaban y la tierra ardía. Miró a su amigo y se apartó una mosca inoportuna de los cabellos que saltaban sobre su frente.

Etienne se acercó.
-¿Te gusta? –desvió la mirada hacia el relieve que había capturado su interés.
Ella asintió, sintiendo de nuevo el rubor en sus mejillas. Etienne se acercó más, enfocó las figuras con la cámara y ajustó cuidadosamente el zoom. El chasquido del disparo resonó sobre la piedra.

Cuando volvió a dirigirse a ella, Ariadna pensó que no había oído bien.
-¿Te gustaría hacerlo con nosotros?
El golpe de calor la sacudió. Pero, esta vez, no venía de afuera.
- Hacer... ¿qué?
-Ya sabes a qué me refiero. Jean Paul, tú y yo.
Se giró para mirar a Jean Paul.
-Pero... vosotros...
-¿Crees que no podemos amar a una mujer?
Ariadna tomó aliento. Eran amigos. Muy amigos. Compartían secretos. Pero jamás, jamás en los casi diez años que se conocían, había intentado entrar en su intimidad. Siempre los había respetado. Odiaba inmiscuirse. Odiaba estar en medio. Las caricias prohibidas habían quedado relegadas a su más oculta fantasía.

-No... –balbució, mientras el corazón se desbocaba en su interior-. A vosotros no os gusta...
-Tú eres diferente –afirmó Jean Paul, acercándose un paso-. Tú eres nuestra amiga.
-Nos encantaría –dijo Etienne, y le tomó la barbilla con una mano-. Y a ti... seguro que también te gustaría.
Ella sacudió la cabeza. Sus mejillas hervían, y hervía también su vientre, y sus senos, que de pronto notaba dolorosamente vivos bajo la camisa de algodón. Los miró, a uno y después al otro. No necesitó responder con palabras.

* * *

Anochecía. El hotel resplandecía, ciudad dorada mirándose en el espejo turquesa de la piscina, cristalina como una joya.

Ariadna salió de su habitación, recién duchada. Iba descalza, envuelta en la toalla, anudada bajo las axilas. El cabello le goteaba, dejando un rastro sobre la moqueta del suelo. Atravesó el pasillo rápidamente, mirando a uno y otro lado. Estaba desierto, nadie había subido a las habitaciones aún. Llamó a la otra puerta con tres toquecitos.

Fue Etienne quien le abrió. Ella lo miró e, inmediatamente, se dio cuenta de que le sobraba la toalla. “Hermes de Praxíteles”, la idea revoloteó en algún lugar de su mente, mientras intentaba apartar la vista de aquel cuerpo. Clavó los ojos en su rostro. Etienne también la miraba. Ariadna sintió un hormigueo en las rodillas.

Etienne cerró la puerta y, sin más preámbulos, le puso las manos sobre el pecho y deshizo el nudo. La toalla se deslizó cuerpo abajo y cayó al suelo. Él se acercó más, hasta rozarla. Sus dedos recorrieron el canalillo de agua que se le escurría por la columna abajo. La besó suavemente en los labios. Entonces la tomó de las manos.

-Ven.

Con el corazón palpitándole bajo el ombligo, ella lo siguió. Jean Paul los esperaba en el lecho. Tan sólo había una sábana y el dosel de la mosquitera. Etienne apagó las luces. Un velón ardía sobre el tocador; olía a cera y a miel. La luz del crepúsculo aún entraba por la ventana, con el resplandor de la piscina. Ariadna subió a la cama y se sentó junto a Jean Paul.

-Deja que te peine –le dijo él-. Como a una princesa Chandella.

Ariadna recordó las amantes esculpidas en el templo. Tan sólo lucían brazaletes, collares y adornos que recogían sus cabellos. Se sonrió. Una princesa... Ella apenas utilizaba joyas. Y su melena, en aquellos momentos, desafiaba a cualquier peine. Pero no resistió los dedos de Jean Paul, que sabía peinar con la misma destreza con que cocinaba. Apoyó las manos en la cama, se inclinó hacia atrás y cerró los ojos, mientras su cabeza se perdía en las manos de Jean Paul. Él comenzó a acariciar su cráneo, esculpiendo volutas en su pelo.

Entonces sintió las manos de Etienne. Goteando aceite, envolvieron sus pies. Ella estiró las piernas y respiró hondo. Cuando abrió los ojos, vio la silueta de Etienne, a contraluz de la vela, cerniéndose sobre ella. Sus manos se deslizaban por sus piernas. Llegaron a las rodillas.

Las rodillas. Sintió deseos de reír. Él seguía avanzando. Allí, justo encima de las rótulas, hacia adentro del muslo, donde apenas podía resistir el tacto. Se estremeció. Etienne se detuvo cuando ella se agitó involuntariamente. Y continuó. Ascendiendo, untándola, amasándola. Rodeó su sexo. Sus dedos apenas rozaron el vello, y Ariadna tembló. Volvió a cerrar los ojos. Las manos de Etienne se apartaron unos instantes, para regresar, destilando de nuevo. La fragancia de sándalo la invadió mientras él le acariciaba el vientre, desde el ombligo hacia arriba, siguiendo el laberinto de sus cicatrices. Esquivó sus senos y se detuvo. Ahora era ella quien destilaba.

Y de pronto, otras manos se liaron a su cintura, y sintió otro calor. Era Jean Paul. Su pecho le rozaba la espalda y los labios de él dibujaban versos sobre su nuca, arrancando el frío de su piel.

El placer se despierta, como una serpiente, y repta hacia arriba, buscando el infinito. O más bien fue un relámpago, que se desenroscó dentro de ella, hendiéndola como una saeta.

-Dios santo... Dios...

Las imágenes de la memoria se diluían con el tacto. Flotaba en su mente la escena en el templo, apenas unas horas antes. Las figuras. La princesa Chandella, dejándose amar por dos hombres. Etienne se inclinó sobre su rostro. Ella sintió su aliento y abrió los ojos de nuevo.

-Ariadna –susurró él.

Las manos se posaron sobre sus senos y los encerraron. Los encerraron, y ella sintió que se abrían como frutos. Etienne le ahogó el gemido, llenándole la boca con sus labios. Detrás, Jean Paul la sostenía, apretándola contra sí, arrebujándose en sus curvas, metiéndose en sus entrantes. Etienne continuó. Aflojó una mano y sus dedos resbalaron por el costado de Ariadna, torso abajo, abajo, abajo...

Gritó. Y sintió que su cuerpo estallaba y se derramaba, como la espuma de una ola rompiendo entre dos rocas.

domingo, 5 de agosto de 2007

Madonna de Montigalá

Todos los lugares donde se ha aparecido la Virgen han acabado, con el tiempo, convirtiéndose en famosos destinos de peregrinación. Imagino que los lugareños pueden estar orgullosos de que en pueblitos apartados como los suyos, que apenas figuraban en los mapas, la Señora del Cielo haya dispensado sus favores, apareciéndose a pastorcillos o a un puñado de muchachitos de aldea... Pues bien, debo decir que en mi ciudad, aunque todavía no es muy conocida, también se ha aparecido la Virgen.

Explico esto porque, quién sabe, tal vez dentro de algunos años se convertirá en otra célebre meca espiritual de millones de turistas. Y las mamás, en vez de poner a sus hijas nombres como Fátima, Lourdes, Pilar o Carmen, quizás se animen a llamar a sus retoñas “María de Montigalá”.

Montigalá. Así se llama la montaña donde se aparece la Virgen de mi ciudad. Es un otero cubierto de yerba seca, salpicado de algarrobos y matorrales, que apretuja la urbe entre la autopista y la playa. Las urbanizaciones de casas pareadas intentan tomar al asalto sus flancos, afortunadamente sin lograrlo del todo. Pues el paseante aún puede disfrutar de la ilusión, mientras asciende por sus empinados senderos de cabras, de que está en pleno monte. Aún huele a romero y a enebro. Aún puede pincharse las piernas y llenarse los calcetines de semillas espinosas. Y, si levanta la mirada al cielo, verá, en la cima del cerro, la enorme cruz de piedra que un matrimonio devoto erigió, a mediados del siglo pasado, hito para excursionistas y caminantes del lugar.

Cuando alguien me habló de las apariciones, en seguida sentí curiosidad. Nuestra Señora se aparece a una sencilla mujer de barrio, vecina de la cercana población de Santa Coloma. Ella y sus fieles seguidores van a diario a orar al monte, e incluso organizan novenas y procesiones. Más de un vecino asegura haber sido curado de sus dolencias, por su intercesión. Mi innata credulidad se mezclaba con la desconfianza, fruto de mi educación racional. Y así, una mañana, troqué mi habitual sesión de footing playero por una caminata hasta el cerro de Montigalá. Quería ver con mis propios ojos.

Era muy temprano, pero algunos paseantes ya deambulaban por allí. Viejitos solitarios buscando el sol, alguno con su perro. Fui ascendiendo por la falda del montecillo y no tardé en dar con el lugar. Contemplé, con admiración, cómo los devotos de la Virgen han convertido aquel trecho de monte en un santuario peculiar. Con perseverancia increíble han replanado la tierra, han abierto caminitos y construido poyos y un rústico entarimado con tablones de cajas y palets. Han excavado cuevecitas entre las rocas, como en un pesebre viviente. Y, en los tres lugares donde supuestamente se ha manifestado la Virgen, hay figuritas de Nuestra Señora y el Sagrado Corazón, con sus tarros de conserva atestados de flores. El más importante, sin duda, es el Arbol. Lo llamo el Arbol, con mayúsculas, porque es allí donde, dicen, se han operado los milagros y las curaciones. Se trata de un robusto algarrobo, achaparrado y de copa extensa, que se abre en tres o cuatro retorcidos troncos, como una mano leñosa brotando de la tierra. Allí donde se bifurcan las ramas, los devotos han construido con barro y piedras una pequeña capilla, donde se puede venerar a la “Virgen del Arbol”. Geranios, ramos de crisantemos mustios, lirios de plástico y rosarios compiten por un lugar a los pies de la Madonna.

Me detuve en cada lugar. “Silencio Lugar de Oracion”, reza una pintada de spray, sobre una roca. Hice silencio. E intenté rezar. ¿Qué le pido a la Virgen? La gente suele venir y hacer promesas. “Si me concedes esto… te prometo lo otro…”. No sabía qué pedir. En mi vida faltan muy pocas cosas… Y no son las más importantes. Así que, en vez de pedir, hice mi promesa, sin más. A lo Escarlata O’Hara, así de chula soy. Y me prometí que, al menos una vez cada año, volvería para ratificarla.

Las promesas ante el cielo tienen un valor pedagógico, creo yo. Los psicólogos y los formadores en recursos humanos debieran emplearlas más a menudo. Desde que yo hice la mía, he regresado cada año. Es un motivador poderoso… y puedo aseguraros que funciona, sí.

Nuska, mi hermana pequeña –que no es pequeña, pues mide casi un metro ochenta y tiene anatomía de diosa griega- vino a verme la Navidad pasada. Vive en Londres, y por entonces llevaba una temporada enfrascada en sus estudios antropológicos y en sus talleres de crecimiento personal. Cuando le conté la historia de la Virgen, quiso saber más. Y la invité a venir conmigo y a subir a la montaña de Montigalá.

Mientras ascendíamos, Nuska me iba explicando sus experiencias religiosas… La verdad es que a mí me resbalan un poco esas nuevas corrientes místicas o seudo-místicas, que mezclan la gimnasia con la magnesia, y para las que no queda claro si María es Madre de Dios, la Madre Tierra o la Diosa Madre… Pero, como mujer tolerante y respetuosa con todas las creencias, la escuché con cariño. Así íbamos subiendo, yo casi sin resuello, pues mi hermana tiene las piernas largas y poderosas, y su parloteo no menguaba el brío de sus zancadas, cuando nos detuvimos a pocos pasos del Lugar.

Menuda sorpresa. Apenas llegamos, vimos que la señora vidente, nada menos, y un grupo de mujeres, estaban congregadas allí. ¡Era la primera vez que me topaba con ellas! Sin duda la presencia de mi hermana tenía su razón de ser, pensé. Nuska las miraba, alucinada, y me sonreí. Aunque, a decir verdad, había motivos para abrir la boca. Porque las fervientes devotas habían acudido en procesión, con sus capas y sus capuchas, confeccionadas a partir de alguna manta vieja a cuadros, a juzgar por su original hechura. Parecían un puñado de gnomas o brujitas del bosque, allí apiñadas, con sus rosarios bajo el árbol.

Nuska y yo nos acercamos respetuosamente a las cofrades de tan singular compañía y las saludamos. Ellas nos invitaron a sentarnos a su lado. Rápidamente identificamos a la líder. Una mujer bajita, rechonchita y canosa, de cara risueña. Una encantadora abuelita que puedes imaginarte en casa, amasando torta, o dando de comer a las palomas del parque.

Mientras Nuska escuchaba, absorta, yo le fui haciendo preguntas a la mujer. Si se le había aparecido la Virgen, qué le había dicho, cuándo venían por allí… La mujer, con toda la naturalidad del mundo, nos explicó que la Virgen se aparecía allí donde creía oportuno, y les había pedido que rezaran mucho por la ciudad. “Está mal nuestra ciudad, ¿verdad?”, pregunté yo. La ancianita se encogió de hombros y sonrió. “Ah… Si la Virgen lo pide, por algo será. Nosotras la obedecemos”.

A continuación, sacó una gastada Biblia de bolsillo y nos propuso leer un fragmento. La abrió al azar. No recuerdo todo el texto, sé que era una carta de San Pablo y hablaba de obedecer a Dios, de hacerse esclavos por Cristo… Cuando la mujer acabó el párrafo, cerró el libro e hizo silencio. Luego, con la misma sencillez con que podía contar un cuento, empezó a comentarlo.

“No tengo estudios”, dijo, pero os aseguro que un teólogo reputado no hubiera podido discutirle ni una coma. Sus comentarios eran atinados y sagaces. “Dios no quiere que seamos esclavos”, intervine yo entonces, recogiendo las palabras de la lectura. “¿Cómo se explica esto? Jesús vino a liberarnos. Dios nos quiere libres.” Ella me miró, con su sonrisa enigmática y picaruela. “Si Dios quiere que hagamos su voluntad es porque nos quiere felices. El sabe bien lo que nos conviene. Es muy sabio y ve las cosas que nosotros no vemos… Lo que ocurre es que las personas somos muy orgullosas, no nos fiamos de él.” Yo repliqué que, en realidad, lo que Dios quería no era sumisión, sino una respuesta incondicional a su amor. “Dios quiere que nos apasionemos, nos quiere enamorados de él”, comenté. Y ella sonrió. Nuska nos miraba, encandilada, y las viejitas al lado de la vidente asentían sin cesar.

No pude resistirlo. Dicen que esa mujer “ve cosas”… La clarividencia es una cualidad de la que carezco totalmente. Admiro a los que sí la poseen y quise preguntarle algo. Le habíamos contado que yo vivía allí, y que mi hermana venía de muy lejos, de Londres… La mujer preguntó si estábamos casadas, o si teníamos novio. Nuska y yo nos miramos. Justamente habíamos hablado de esto hacía poco… “Ha conocido a un chico”, dije yo. “¿Es el adecuado para ella?” Nuska se sonrojó y desvió la cara. La mujer la miró con atención y de nuevo encogió los hombros. “No la veo muy decidida… Me parece que él tampoco”. Por aquel entonces, mi hermana estaba en plena fase de enamoramiento. Pero la viejecita del árbol no se equivocó.

Han pasado dos años. Sigo volviendo, al menos una vez cada verano, al santuario de Montigalá. Deambulo por sus capillas a cielo abierto, siguiendo las hileras de piedrecitas y los caminos de tierra aplastada. Han ampliado el circuito. Ahora han excavado una “cueva de Belén”, han marcado diversas rocas con los pasos del Vía crucis, incluso han empedrado un lecho del “río Jordán”. En la capilla del Arbol han dejado una cajita llena de medallas, para que se lleven los peregrinos. El otro día cogí una. La llevo en el monedero, con la ingenua credulidad de que, tal vez un día, la Virgen me conceda la gracia de una economía floreciente.

Antes de descender, contemplo la ciudad, desplegándose a mis pies, bajo la falda tostada del otero. Se extiende hasta el mar, azul como el manto de la Virgen. Si Madonna de Montigalá quiere velar por ella, no ha podido elegir un sitio mejor.

jueves, 2 de agosto de 2007

Cara de foto

Lección de fotogenia

Mi padre es un hombre apuesto. No te das cuenta de eso hasta que envejece un poco y pasan los años. Entonces descubres que las canas son interesantes, que mantiene su espalda erguida, su vientre plano y esa prestancia de galán de cine que hace que, al verlo pasar, las mujeres se vuelvan a mirarlo dos veces. En resumen: independientemente de la edad que tenga, estás ante un hombre guapo, de la cabeza a los pies.

Pero no sólo es guapo. Además, mi padre es un hombre fotogénico. Eso ya lo sabíamos todos en casa… Es el único, por desgracia, ya que mi madre tiende a poner siempre “caras de foto”, y sus tres hijas hemos heredado esa cualidad suya en alto grado. Pero el otro día papi me dio una lección de fotogenia… y decidí aprender.

Fui a comer a casa de mis padres. Entonces quise sacarles unas fotos, de primer plano, con mi cámara digital. No les dije para qué, pero voy a confesároslo. Pronto será su aniversario de bodas. Y quiero hacerles un regalo. En mi tienda de fotografía habitual, desde hace un tiempo se dedican, entre otras cosas, a imprimir imágenes fotográficas sobre camisetas, platos, bolsas, alfombrillas de ratón, llaveros… Es decir, hacen regalos personalizados. Pues el regalo que he pensado para mis progenitores es nada menos que un juego de tazas de té, un tú y yo de porcelana, donde aparecerán impresas la cara de papá y la de mamá, una en cada taza. Y ahora me diréis, ¡qué cursi! Sí, quizás parece un poco cursi… Pero me hace ilusión. Y hasta les compondré una poesía para que la reciten, acaramelados, mientras toman infusión con miel y canela en sus tazones, bebiéndose el uno al otro con la mirada…

Hacer una foto a mamá fue toda una proeza. Ya os lo podéis imaginar. Entre los ojos cerrados, los labios torcidos, la mosca, el pelo, la mueca… las que no le gustaban a ella y las que no me gustaban a mí, desdeñé al menos una veintena. Cuando por fin seleccioné dos o tres, sudorosa y con agujetas en los abdominales (buen panzón de risa nos dimos), fui al ataque de papá.

Hacer la foto a papá me llevó menos de un minuto y apenas dos instantáneas. Es asombrosa la naturalidad con que posa ante una cámara, con esa media sonrisa de galán y sin esfuerzo alguno. ¿Cómo demonios lo hace?

Bueno, pues ayer papi me reveló su secreto. Y yo escuché, toda oídos, su truco infalible para triunfar ante la cámara.

“El secreto, nena, es mirar a la cámara como si fuera una chica a la que quieres enamorar”. No hay más.

Ah… De ahí esa pose entre inocente y curiosa, más interesada que interesante, la mirada dulce y esa sonrisa que asoma a los ojos y relaja los labios. En fin. Perfecto. E irresistible.

Y me dije: “Nena, aplícate el cuento”. Esta lección no la puedes perder.

Aplicándome el cuento

Pensé: Si para un hombre funciona mirar la cámara como la chica a la que quiere seducir… para una mujer será lo mismo. Sólo que al revés.

Y, con esa idea en mente, me fui al estudio fotográfico de mi barrio, dispuesta a renovar todas las fotografías que aparecen de mí en currículums, webs, carnets y demás… Me maquillé con esmero, me alisé la melena cuanto pude, me puse mi top de escote barco, el que realza mi largo cuello… y allá fui.

La fotógrafa es una buena señora, paciente y encantadora. Lola, se llama. Lola me hizo sentar en el taburete, contra el paredón blanco, y me enfocó con su potente cámara. Yo sonreí y miré al objetivo. “Piensa que es un chico guapo… al que quieres enamorar…” Piensa en él. Piensa.

Entonces comenzaron mis problemas. Mi imaginación es algo inquieta y, de pronto, pasaron ante mi mente los cuatro hombres que han dejado huella más honda en mi vida… Cielos. ¿En cuál de ellos pensar? ¿En el primero, aquel guaperas del instituto, que me robó el sueño durante tres años? ¿En el segundo, aquel que me hizo…? Mejor no sigo que me sonrojo. ¿El tercero…? ¡Cabrón sinvergüenza! ¿O el cuarto, el definitivo? (Y… ¿cómo leches me enamoré de él??)

¡Flash!

El fogonazo salió disparado. No, mierda, aún no… A los pocos segundos, en la pantalla digital, Lola y yo contemplábamos horrorizadas la instantánea. La cámara había captado mi mueca infantil más primitiva: esa expresión de arduo esfuerzo mental, mientras mis incisivos muerden con furia mi labio inferior… Uy, habrá que repetirla, ¿no? Claro, cariño, no pasa nada. Eso es normal.

Esta vez, respiré hondo y concentré mi mente. Como soy mujer leal, opté por pensar en el cuarto. Mi definitivo. Pero antes debía pensar… ¿Cómo, cómo enamorarlo? ¿Cómo me sedujo él a mí? Me entró la risa. Mi amor me hace reír, mucho.

¡Flash!

Esta vez, la instantánea era más risueña. Lola movió la cabeza, dubitativa. Mujer, no está tan mal… ¿Que no está mal? ¡Dios santo! Parezco una mona chillando. Se me ven todas las arrugas, las patas de gallo, la nariz fruncida… y mi afilada dentadura al completo, con esos preciosos colmillos que son mi orgullo de raza, pero que de fotogénicos no tienen nada.

No, no, Lola. Si no te importa… ¿Podemos probar otra vez? Claro, claro. Como todo es digital… ¿Qué nos cuesta?

Cerré los ojos. Déjame relajarme… Tomé aire. Dicen que el primer amor siempre es especial. Para muchos, es el único, el auténtico. Sí, algo de verdad hay en eso. Mi sueño de adolescente… Ah, cuánta pasión contenida. Cuánto deseo. Pensé en el primero. Pensé en él… y se me cayó la baba.

Lo peor es que la baba casi manchó la foto.

Lola, me sabe tan mal… Por favor, una vez más. Sí, mujer, no te preocupes. Las veces que quieras. Hasta que no te veas bien, seguiremos probando.

Ay, sí… Suspiré y miré al objetivo. ¿Cómo coño mirar aquel agujero negro y brillante, e imaginar que es un chico guapo al que quieres conquistar?

De pronto, algo captó poderosamente mi atención. Sí, ¡eso era lo que necesitaba! Fuera nostalgia y fantasías. Necesitaba concentrarme en un objetivo “real”. Desvié ligeramente la mirada y clavé mis ojos en un enorme retrato, entre los muchos que adornaban la pared del estudio ante mí. Era un tipo guapísimo. Desde luego, no debía ser del barrio, jamás lo había visto. La foto era en blanco y negro, de medio cuerpo, y el modelo lucía el torso desnudo como un David… estaba para comérselo entero. Eso haría, sí. Cuando la cámara me enfocara, ladearía suavemente la cabeza y sonreiría al bello adonis. Esta vez, seguro que salía bien.

¡Flash!

Mmmm. Lola miró la pantalla con atención. Esta no ha salido nada mal… Tienes una mirada muy bonita. Bonita, sí… con los ojos lánguidos y el rostro transportado, como santa Teresa en éxtasis. Sólo que… ¿cómo poner una foto así en mi CV? Y si la cuelgo en mi blog, me arriesgo a recibir un puñado de mensajes de tono subido. No, definitivamente, no.

La última. Esta vez, la última. Lola me sonrió, condescendiente. Tú mira al objetivo y no pienses más. Sé tú misma. Natural.

Yo misma. Natural. Lo natural en mí, en esos instantes de tensión y frustración creciente, es una irreprimible sensación de ira, que amenaza con asomar entre mis dientes. Agggrrrr.

Cierra la boca. Ciérrala, te digo. Mejor no enseñes las fauces. Ahora mira a la puta cámara. Sí. A ella. Así. Ahora sonríe un poco. No mucho. Hipócrita. Es igual. Tú sonríe. No cierres los ojos. Ábrelos bien. Allá va.

¡Flash!

¡Increíble! Bella, agresiva, ¡matadora! Estás para una portada de Vogue, exclamó Lola, entusiasmada. Y me pidió permiso, la muy zalamera, para reproducir mi cara y ampliarla, como reclamo en el escaparate. ¡Válgame! Me lo tengo que pensar… Cariño, no te lo pienses más. Te regalo las fotos. No te cobro nada. Y te regalo diez copias más, de propina. Tú tranquila. Verás qué bien queda.

Salí de la tienda con mi sobre atestado de fotos “matadoras”, con la cabeza aturdida y los ojos flasheando. Y pensando que, el día que Lola exhibiera mi retrato en el escaparate, ese día más me valía desaparecer del barrio…