martes, 30 de enero de 2007

Seducción

Don César, el cura, andaba preocupado. Veinte años contaba ya su hermana, la hermosa Artemisa, y aún andaba soltera y sin visos de casar. No es que le fuera una carga, pues como ama de cura la moza se había mostrado más que capaz, y llevaba su casa desde los quince como una gobernanta ejemplar. Pero Don César conocía a su hermana. Conocía, aún sin ella decirlo, los entresijos oscuros de aquel espíritu apasionado. Arisca y recatada, jamás había flirteado con muchacho alguno del pueblo. Tan sólo se explayaba en el baile... Ah, el baile. Y más de uno se había llevado un disgusto, o una buena pedrada, cuando había intentado acercarse a ella más de lo debido. Artemisa defendía su virginidad con feroz ahínco, y era la primera en devoción, ya fuera en misa, al Rosario o en procesión... Pero Don César la conocía, sí. Leía en sus ojos ansiosos, leía en su cuerpo turgente. Leía en lo que no se veía. Artemisa no era mujer para quedarse a vestir santos.

- Artemisa, hermana, deberías pensar en un buen y santo matrimonio...
Ella se sonrojaba y meneaba la cabeza, enérgica.
- No, hermano, aún no... ¿Con quién? Los mozos de este pueblo son todos unos frescos, y unos pelagatos...
- Pero, hermana. No seas así. No todos son tan malos. Están los dos chicos de la Prudencia, los de casa Pepe, el de la Rosarito, los hijos de Don Alejandro... Ahí hay donde elegir. Esos son buenos mozos.

Don César escrutaba el rostro de su hermana mientras iba pronunciando nombres. Artemisa volvía el rostro, tozuda. Los hijos de Don Alejandro no eran mala opción... Su padre era el rico del pueblo, que poseía él sólo más casas y tierras que el resto de vecinos juntos en el barrio de la Vereda, en las afueras. Hombretón robusto de cuerpo grande y corazón aún mayor, su genio subido y su habilidad para los negocios le habían hecho ganar dinero, honra y reputación. En su camada contaba nada menos que con doce hijos, a cuál mejor mozo, además de cinco hijas espigadas e inteligentes como las que más. Artemisa era muy amiga de la mayor, Elisa. Don Alejandro había enviudado relativamente joven. Su esposa había muerto tras legar a la tierra una generosa progenie y Elisa, al igual que la hermana del cura, se había convertido en el ama de aquel inmenso hogar que más bien semejaba una venta, siempre poblado de muchachos, jornaleros, viajantes, pastores, visitantes, vecinos y hasta pordioseros. Pues Don Alejandro, aunque celoso de sus propiedades y prudente administrador, era magnánimo con su mesa, donde siempre había lugar para cualquiera que acertara a pasar por su puerta, fuera rico o pobre, pariente o extraño. Sí, era la suya una buena familia, pensaba Don César, y, además, religiosa y de buena fe. Toda la familia acudía los domingos a misa, las muchachas solían ir a Rosario y siempre eran las primeras a la hora de organizar el mes de María y las procesiones de la Virgen. En cuanto a los varones, entre los doce había al menos un puñado de tres o cuatro, apuestos, fuertes y trabajadores, que bien podrían ser un buen partido para su belicosa hermana.

Algún rumor malicioso había corrido por el pueblo de que Artemisa andaba algo enamorada de Paco, el mayor de Don Alejandro, y Don César quería saber cuánto de cierto había en ello. Entre todos los hijos del patriarca, Paco o Paquito, como lo llamaban, era el que menos indicado parecía para su hermana, cavilaba el buen cura. Era Paco un joven delgado y bien parecido, de aspecto tímido y frágil. Don Alejandro lo había enviado a estudiar a la capital y había regresado con su flamante título de maestro. Inquieto, ávido lector, medio poeta, Paquito pasaba medio año dando clases en apartadas escuelitas rurales y regresaba en verano, para las faenas de la siega y la cosecha, al hogar paterno. No le hacía ascos a las duras faenas del campo, pero muchos en el pueblo lo miraban con esa mezcla de respeto y desconfianza que abrigan las gentes de campo hacia los de ciudad.

- No parece de pueblo –decían unos.
- El chico tiene letras, sí. Y muchas luces.
- En esto ha salido listo, como la madre, en paz descanse, pobrina.
- Y miradlo, con esos lentes... Parece un intelestual
- ¿Pos no escribe en el diario? El otro día el cura trajo uno de la ciudad, y salía un escrito suyo, yo lo vi.
- ¿Ah, sí? ¿Y de qué escribe?
- Pos no sé qué carallo de polística y de la arrebulución socialista, y de cosas así. Cosas de los de ciudad.
- Sí, sí, tiene luces, el rapaz, tiene...

Don César abrigaba sentimientos de simpatía hacia Paco. Era un joven cabal, cultivado, de buena conversación y trato afable. Pese a su cultura, no miraba a sus convecinos por encima del hombro. Desprendía un halo de ingenuo candor que lo hacía cercano y casi tierno. Era fácil querer a alguien así. Pero, no sabía por qué, algo le decía que un muchacho como él no podía encajar con el temperamento fogoso y primitivo de su hermana. Artemisa necesitaba un hombre amante, pensaba él... y un muro de contención. Y el frágil Paquito, decididamente, no se le antojaba el candidato adecuado.

Fuera lo que fuera lo que rondaba por el corazón de Artemisa, ella lo mantenía muy bien guardado. Elisa la pinchaba, cuando salían juntas, caminando por los prados, a la ermita de las Campas, o cuando se juntaban para ir a lavar al río.
- Ay, Artemisina, que se te van los ojos detrás de Paquito, que lo veo yo...
Ella se molestaba, entre risueña y enojada.
- ¡Quita p’allá! No seas majadera.
Las otras mozas se reían.
- Que sí, que sí, que yo te he visto mirar de lejos cuando se iba pa’l prao, con la guadaña al hombro, a segar.
- Pues no es mal mozo, ¿no?
- Ah, ¡pero qué celestinas sois! ¡Vosotras sí que mirabais...!
- Pues él sí que se ha fijado en ti.

Las comadres del pueblo, madres de las mozas, también lo comentaban.
- ¿Artemisina... con Paquito, el de Don Alejandro? ¡Quita!
- No pegan ni con cola de pez, tan diferentes los dos.
- Ella necesita un toro bravo, y a Paquito le gusta más manejar la pluma que la escopeta...
Y reían, a carcajadas, enzarzándose en comentarios veladamente procaces.

Un día, Artemisa fue a casa de Don Alejandro. La había enviado su hermano con un recado. Don Alejandro había encargado unas misas en memoria de su difunta esposa y había llevado a la iglesia, para la ocasión, varios manteles blancos bordados, que debían devolverle. Artemisa los había lavado, almidonado y planchado y, metiéndolos cuidadosamente en un capazo, partió camino de la Vereda, hasta la casona del magnate.

Era verano y todos andaban en la era, con las faenas de la siega. No había nadie en la casa. Artemisa cruzó el patio, el zaguán, la cocina, enorme y desierta, con sus pucheros y cacerolas silenciosos, y salió al prado por la puerta trasera. Allí había alguien. Las dos hermanas pequeñas correteaban entre las tomateras de la huerta. Y en medio del verde, guadaña en mano y con el torso desnudo, Paquito segaba la hierba.

Artemisa tragó saliva y dio unos pasos. Cuando el joven la vio, se detuvo y la miró. “Pues no está mal el mozo”, pensó Artemisa, mientras los ojos se le iban a la piel, blanquísima y fina, del torso delgado. Salpicada por cuatro pecas. Paquito había dejado la guadaña en pie, a su lado. Llevaba sus lentes, aquellas gafitas redondas y finas que jamás se quitaba, por lo visto. Y los bucles de su cabello, moreno y fino, se enredaban en zarcillos alborotados sobre su frente. Se enjugó el sudor con el dorso de la mano y avanzó hacia Artemisa.

- Buenos días, Artemisa –la saludó, cortés.
“Tan educado como un señorito con corbata”, pensó ella, riendo para sí. Pero el rostro de Artemisa era tremendamente serio y tenía las mejillas coloradas.
- Vengo de parte de mi hermano, Don César... A devolver los manteles del altar... ¿No está Elisa?
Paquito movió la cabeza y dirigió la mirada hacia un lugar distante.
- Está en la era, con papá y los demás. ¿Quieres que la llame?
- No, no te molestes... –Artemisa movió un pie y luego el otro pie, nerviosa. No podía apartar los ojos de las pequitas-. Ya... ya se lo dejaré ahí, mismo, en la mesa... Ya iré yo a avisarla...
- Como quieras.
Él la miraba, con media sonrisa curiosa, a través de aquellos lentes. Tenía los ojos claros y, ¡válgame Dios!, también salpicados de lunares, como su piel. Nunca los había mirado de tan cerca. Aquellos ojos... Ojos de ciervo, inocente y silvestre. Artemisa quería dar media vuelta. Pero, en vez de retroceder, dio un paso adelante.
- Se lo dejaré ahí, en la cocina. ¿Se lo dirás?
- Claro.
- Y... –Artemisa nunca había sido tímida ni había tenido dificultades para expresarse, de todos era conocido su proverbial desparpajo. Pero aquel día se sentía torpe como una mula hundida en un barrizal-... y, bueno. Pues dile a Don Alejandro... a tu padre..., sí, que muchas gracias. Que gracias de parte de Don César...

Paquito sonrió, mirándola a los ojos, y Artemisa sintió que el corazón le estallaba dentro. Estallaba y la sangre se expandía por su cuerpo, como las ondas del agua cuando cae una piedra. En oleadas calientes, turbadoras. Casi dolorosas. Placenteras. Se asustó y, ahora sí, dio un paso atrás. Pero no podía moverse más, ni apartar la mirada de él. Las mejillas le ardían. “Estoy segura de que me he puesto roja como un pimiento”, se dijo. Pero, por dignidad, no podía dejar traslucir miedo, ni vergüenza. “No estoy haciendo nada malo, ¿verdad? ¿Por qué voy a tener miedo?”. No se le ocurrió pensar que devorar con ojos anhelantes aquel cuerpo magro de piel color leche pudiera ser pecado alguno.

- Bueno. Me voy... Que paséis un buen día...
No sabía cómo despedirse. Él seguía contemplándola. Artemisa sostenía el capazo con un brazo, sobre la cadera, la camisa blanca con las mangas arremangadas y ceñida a la cintura, con el mandil sobre la amplia falda. El cabello crespo se le escapaba por debajo de la pañoleta, como un ala oscura. Y sus pómulos lucían como dos amapolas. Entonces Paquito se acercó más a ella. Y abriendo los labios, comenzó a hablar, con aquella voz tierna y quebrada, como un arrullo.

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.


Artemisa se quedó clavada en tierra. ¿Pues no le estaba recitando un poema, así, de sopetón? Igual que un trovador de los de antaño... ante una linajuda dama. Artemisa contuvo el aliento. Paquito sonreía, ingenuo y seductor, como un niño que recita su primer poema, orgulloso.

Margarita, te voy a contar
un cuento...
Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes...

Artemisa sonrió un poco. No estaba mal, el poema. Ella no entendía de esos melindres, pero sonaba bien. Ah, tenía que volver... ¿qué demonios hacía allí, en medio del prado, escuchando versos de boca de Paquito? Su trovador, con el torso desnudo y una mano apoyada en la guadaña, y las chiquillas jugando a perseguirse entre las berzas y las tomateras...

...un kiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita, Margarita,
tan bonita como tú.


Se detuvo y la miró a los ojos. Artemisa casi dio un salto, del susto.

Silencio. La brisa montaraz silbó peinando las yerbas... y alborotando los rizos negros sobre las sienes de Paco.

- ¿Te ha gustado? Es uno de mis poemas favoritos... de Rubén Darío, ¿sabes?
Ella no tenía ni la más remota idea de quién podía ser aquel Rubén Darío, ¡pues vaya nombre raro el del señor! Ella no se llamaba Margarita, y ni siquiera el poema era invención suya, pensó. Pero, en sus labios, sonaba como si fuera dirigido exclusivamente a ella.
- Pues sí... Es bonito –musitó, azorada.

Paquito alargó una mano hacia ella. Una mano blanca y elegante. Mano de poeta. Y, sin embargo, la palma era fuerte y encallecida. El trabajo del campo dejaba su huella... La posó sobre la mano robusta y enrojecida de Artemisa.

Tan sólo fueron unos instantes. Como un roce de plumas. Los dedos largos de Paco se deslizaron sobre el dorso de la mano de Artemisa, suave, delicadamente. Ella se estremeció. Entonces Paco se apartó y sonrió de nuevo.
- Hasta luego, Artemisa. Ve a la era, allí encontrarás a mi hermana.
Ella asintió.
- Voy –dijo.

Dio media vuelta y se alejó corriendo. Llevaba el viento en los pies. Y su corazón echaba alas.

jueves, 25 de enero de 2007

Nunca tengas piedad

El bramido de los cuernos de guerra rasgó el silencio del alba. Y el estrépito de mil escudos entrechocando hizo temblar el aire. Elevando un gran clamor, la tropa de los Eldegar descendió por la falda del monte. Desde las cimas de los Montes Umbríos, las ocultas vigías vieron desplegarse las huestes enemigas, como las alas inmensas de un águila monstruosa, erizada de bronce y acero, abatiéndose sobre la verde llanura.

Al pie del valle el otro ejército aguardaba. Inmóvil, envuelto en silencio denso. Ni el más leve rumor agitaba la calma de la aurora. Una columna estrecha y compacta cerraba el paso del valle, como una muralla. A ambos lados, camuflados en el arbolado, los dos flancos acechaban. La reina Bendiora, montada en su corcel de guerra, se erguía en el centro de la tropa, rodeada de sus lugartenientes, observando impávida al enemigo. Una sonrisa mordaz se dibujó en su rostro, bajo la visera del casco, coronado con dos enormes astas de ciervo. “Los hombres siempre tienen que hacer ruido”, se dijo, desdeñosa. A su lado, las Damas Rojas, con sus capas púrpura ondeando en la brisa del valle, le devolvieron la sonrisa. “Veremos quién ríe el último”, respondió Gaidir, la feroz capitana de cabellos negros y ojos luminosos. Bendiora contempló a su tropa. Una tropa temible y silenciosa, singular. Todos sus guerreros eran mujeres.

Cuando las primeras filas de los Eldegar se aproximaban, el silencio siniestro los frenó en su carrera. ¿Acaso las amazonas no iban a resistirse? Entonces algo silbó en el aire.

Bendiora dio la señal, y cientos de saetas surcaron el cielo. La lluvia de acero cayó inclemente sobre las primeras filas de los Eldegar. Apenas reaccionaron, el rey Gerwulf ordenó el ataque. Un nuevo clamor se elevó entre los hombres. Bendiora bajó el brazo de nuevo. Y de nuevo las mortíferas flechas volaron sobre la tropa enemiga. Los caídos entorpecieron el avance de sus compañeros. Cuando el choque entre ambas tropas era inminente, Bendiora dio otra señal, y Gaidir hizo avanzar a la fuerza de a pie. Las poderosas lanceras, armadas con picas y hachas, se lanzaron contra los jinetes, dirigiendo su furia hacia los caballos. Bendiora retrocedió con las Damas Rojas y dio otra orden. Las arqueras se retiraron y la columna se abrió en dos, dejando penetrar como un torrente a los guerreros Eldegar. Al mismo tiempo, disciplinadas e implacables, bajo las órdenes de Celena y Elianta, las dos alas de amazonas a caballo avanzaron, una por cada lado. Formando un arco, cual gigantesca garra, fueron rodeando a la tropa enemiga hasta cercarla por completo. Y entonces fueron ellas quienes elevaron su clamor.

El cántico de las amazonas. El grito terrible y salvaje que conmovía las bases de los montes y las bóvedas del cielo. Los árboles del bosque temblaron y las águilas chillaron trazando círculos en lo alto. Las implacables guerreras se lanzaron al combate, dispuestas a no ceder. “¡Retroceder es morir!”, era la consigna. “¡Avanzar o morir!”.

Leide luchaba en el ala izquierda, la de occidente, con todas sus compañeras. Era Celena quien estaba al mando, pero Leide sabía que era a ella a quien seguían en combate. Riela, Yolari, Kamira la grande y Kamira la pequeña, o Kami la Loca, como la llamaban; Mukasi y sus siete hermanas, la menor con apenas doce años, que ya esgrimía una espada casi más larga que ella; Ezbenis la Yegua Salvaje y Skila, la Hermana del Fuego. Leide luchaba despreciando la muerte y sonriendo al peligro, y su arrojo las arrastraba. En más de una ocasión, Celena había discutido con ella. El talante temerario de Leide empujaba a sus compañeras, ignorando los riesgos. Celena era prudente y racional, una estratega nata. Por ello la reina le había dado el comando. Pero también era su mejor amiga, Leide lo sabía, y ambas conocían sus límites. Celena era consciente de que el ímpetu de Leide infundía coraje a sus compañeras, y le cedía el liderazgo en vanguardia. Leide sabía que, llegado el momento crítico, obedecería las órdenes de Celena. Las dos eran Damas Rojas, miembros del cuerpo de élite de la reina, y Bendiora había reflexionado largamente antes de situarlas en su ejército. Celena era el cerebro y su mano derecha. Pero Leide era la punta de la lanza. Allá donde estuviera, su tropa jamás retrocedería un palmo.

Pero aquel día fatídico, en que la Diosa Luna brillaba entera y su fiesta no era honrada con festines, sino con una batalla sangrienta, Leide rompería su promesa. Había jurado a Celena que siempre la seguiría y cumpliría sus órdenes en combate. La noche anterior, ambas se habían abrazado, bajo la pálida luz de la Diosa, y se habían intercambiado los brazaletes de plata, con sus símbolos sagrados. La cierva salvaje de Leide, el caballo alado de Celena. “Prométeme que no te arriesgarás inútilmente”. “Te lo prometo. No desobedeceré tus órdenes”. “Serás buena chica”. “Lo seré. Tú eres mi capitana”. Sus corazones habían latido al unísono, y sus ojos se hablaron sin palabras, como lo habían hecho tantas veces desde que ambas eran chiquillas, desde que las habían apartado de sus hogares para criarlas con las doncellas guerreras, con las guardianas de la frontera y, más tarde, con las temibles Damas Rojas, el cuerpo de élite de la reina Bendiora.

Los Eldegar se vieron rodeados y constreñidos por ambos flancos, pero eran miles y peleaban con furor. Leide se enjuagó el rostro ensangrentado y lanzó un vistazo alrededor, con mirada predadora. Luchaba sin casco, a diferencia de sus compañeras, afrontando al enemigo a rostro descubierto. Nadie la había logrado persuadir de utilizar su yelmo, que sólo lucía en contados festejos y desfiles triunfales. Leide necesitaba ver, oír y sentir. Necesitaba respirar el hálito de la refriega, sin cascos ni viseras. Era Celena quien le había enseñado a detenerse, en medio del combate, para ganar perspectiva sobre el campo de batalla. Y lo que vio la aguijoneó.

Los mejores hombres de Gerwulf se agrupaban entorno al rey, defendiéndolo encarnizadamente. Pero había otra fuerza compacta, que se desplazaba audaz, abriendo brecha entre las filas de amazonas y causando estragos entre las mujeres guerreras. Estaban a punto de romper el cerco en el extremo sur del valle. Varias Damas Rojas acudieron a cercarlos.

-¡A él! –oyó la voz potente de Gaidir-. ¡Al del casco alado! ¡Hay que derribarlo!

Leide lo miró. Era un jinete ágil y osado, escurridizo y veloz, que dirigía la feroz brigada sanguinaria. Llevaba la cabeza cubierta con un yelmo brillante, adornado con pequeñas alas. Volteaba su espada con ligereza y parecía volar sobre su caballo blanco. “Hermoso caballo”, pensó Leide, “y un amo capaz. Hay que cortarle las alas”. Espoleó su corcel y llegó junto a Celena.

- Vamos a por él –dijo, señalándolo-. Va a abrir nuestras filas.
Celena negó enérgicamente con la cabeza.
- Gaidir y las suyas lo acosan. ¡Hemos de cubrir este flanco! Recuerda que estamos defendiendo el camino. Si la ruta hacia Ankalys queda desprotegida, la ciudad quedará a su merced.

Leide se mordió los labios. Pero obedeció, hasta que vio que se rompía el cerco. Entonces no lo pensó dos veces. Gritando, azuzó a sus compañeras. Kamira la Pequeña y Yolari la secundaron, con Mukasi y sus hermanas. Kami la Loca gritaba, alborozada. Había ganado un caballo derribando a un oficial enemigo. Era un enorme semental oscuro, con una estrella en la frente, y la pequeña guerrera de cuerpo grácil como una chiquilla saltó a su grupa, tras arrojar al suelo la silla, enorme para ella. Embravecida, se unió a sus compañeras y avanzaron hacia la brecha.

Leide y sus compañeras lograron detener a los Eldegar que rompían las filas de las amazonas. El jinete alado se retiró con los suyos hacia el centro del campo. Entonces cabalgaron hacia el flanco oeste. Apenas habían contenido la avalancha, un grito de Kami hizo volverse a Leide.
- ¡Volvamos! Van a atacar a las nuestras.
Leide no se movió. Ella y Yolari asistían a Gaidir y a varias lanceras, exterminando a los enemigos que habían quebrado sus filas. No fue hasta un tiempo más tarde cuando la oyó.

La llamada silenciosa. Ella y Celena podían comunicarse con tan sólo el pensamiento. Volvió su mirada hacia poniente.

El jinete blanco se había lanzado sobre Celena. Sabía lo que hacía. Tras breve y feroz combate, la amazona cayó abatida y su unidad se cerró sobre ella para protegerla. Estaba herida, había que retirarla del campo de batalla. Una Dama Roja no podía dejarse morir. Aprovechando la confusión, el casco alado y sus compañeros se desplazaron hacia el camino. Leide se enjugó los ojos, empañados de sangre, y vio a Ezbenis y a Riela, con varias lanceras, llevándose el cuerpo inerte y ensangrentado de Celena.

Su aullido se perdió en el fragor del combate. Desoyendo a Mukasi y a Kamira, que la rodeaban, se lanzó ciegamente entre las filas contrarias, ignorando las espadas enemigas, sorteando caballos, cuerpos, lanzas y escudos. Fue a buscarlo. Él la esperaba. Pero cuando la vio acercarse, se desplazó de nuevo.

La reina, rodeada de sus capitanas, observaba la evolución del combate. Ardía en deseos de pelear, pero las Damas Rojas habían insistido en protegerla, formando un férreo círculo a su alrededor. Bendiora se dirigió a la capitana Yria, que estaba a su lado.
- Veo que Leide ya anda metida en sus escaramuzas. ¿La ves?
Yria asintió, frunciendo el ceño. Ella había sido su maestra, conocía bien a sus jóvenes guerreras. Lanzó una mirada a su discípula favorita, y también la más rebelde. Leide se distinguía de lejos por su figura airosa, la cabeza desnuda y su manojo de trenzas negras.
- Está persiguiendo al jinete alado. No deja de acosarlo, y él la rehuye.
- No lucha con su unidad, ¿no es cierto?
- Hace tiempo que la dejó, desde que cayó Celena... Leide siempre tiene que acabar luchando por su cuenta. ¿Quieres que la llame al orden, mi Reina?
Bendiora movió la cabeza.
- Va a por el hombre más peligroso... Si se sale con la suya, nos hará un favor a todas.
Yria apretó los labios.
- También podemos perder a una de nuestras mejores guerreras.
- ¿Tú crees?
- Ha visto cómo derribaba a su compañera. Lo matará, aunque le vaya la vida en ello.


Durante horas el combate siguió, hasta que el Sol declinó en el horizonte y una Luna sangrienta asomó sobre las torres de Ankalys, la capital de las amazonas, que despuntaban allá en el horizonte sur. Leide no cejaba en su empeño. Pero las oleadas del ejército se interponían, y el alado guerrero la esquivaba. Hasta que, por fin, se encontraron.

Quedaban ya pocos hombres en pie. Tampoco eran muchas las amazonas que seguían luchando. El rey Gerwulf resistía y Bendiora, rodeada de sus Damas Rojas, se erguía ante él, implacable. Yria y Gaidir llamaron a sus guerreras para reagrupar sus diezmadas fuerzas. Pero Leide ya no obedecía a capitana alguna. Ahora sólo oía una voz. La voz de la venganza en su interior. Y le pedía sangre.

Entablaron combate bajo los últimos rayos de sol poniente. Sus espadas chocaron, hiriendo el crepúsculo con llamaradas metálicas. Se acometieron como fieras en celo, ávidas de sangre. Pero él estaba herido. Un hilo carmesí fluía por su cota, manchándola como pétalos de una oscura amapola. Leide lo desarmó. El caballo blanco se encabritó. El guerrero desarmado tomó las riendas y, clavándole las espuelas, salió al galope hacia el bosque.
- ¡No huyas, canalla! ¡Maldito cobarde!
Leide espoleó su corcel y galopó tras él.

Penetró en la selva. Podía oír el trote apresurado entre el follaje. En un claro lo encontró. Él descabalgó y vaciló unos pasos. Leide podía ver la mancha, oscura y púrpura, tiñendo su malla. El guerrero se llevó la mano al cinturón y sacó una daga. Entonces ella también desmontó. Y se acercó a él, empuñando la espada.

Cuando la blandió en el aire, el guerrero saltó y desapareció entre los árboles. Leide soltó un juramento. Esquivo como un corzo salvaje, pensó, enfurecida. El ciervo era su animal, ¡le daría alcance! Y corrió de nuevo tras él.

Lo encontró al poco, tendido en el suelo, a pocos pasos del arroyo. Había tropezado, o tal vez se había desplomado, exánime. Leide se detuvo un instante. El guerrero llevaba la cabeza descubierta. Su casco yacía, unos pasos más allá, sobre la hierba. Se acercó a él y enarboló la espada. Entonces le vio el rostro.

-Vas a morir –susurró, amenazante. Pero, al mismo tiempo, algo extraño se removió en su interior.

Él la miraba fijamente a los ojos. Era un rostro agraciado, hubiera sido hermoso, de no estar contraído por el dolor y salpicado en sangre. El cabello color trigo, también manchado, se esparcía sobre la hierba. Murmuraba algo.

Leide se detuvo, con el arma en alto. “No te ensañes con el enemigo caído”, resonaban en ella las palabras de Yria, su maestra. “No te ensañes... Es hombre muerto”. Respiró hondo.

- ¿Qué dices?

El hombre gimió, intentó incorporarse y pronunció unas palabras ininteligibles. Leide se agachó junto a él, bajando el arma.

- Agua... dame agua... por favor...

Dejó caer la cabeza y cerró los ojos, exhausto. Leide posó su mano sobre sus sienes y luego tomó sus muñecas. Tenía pulso. Sus dedos enrojecidos pasaron por las yemas ásperas del guerrero.

“No te ensañes con el enemigo caído”. Pero, ¿podía dejarlo morir? Sin pensar lo que hacía, Leide tomó el casco alado, corrió junto al arroyo y lo llenó de agua.

Se arrodilló a su lado. Con un brazo, lo incorporó y lo sostuvo contra su pecho, mientras con el otro le acercaba el casco a los labios. Él sorbió, tosió, derramó el agua... y volvió a sorber, ansiosamente, hasta que vació el casco y dejó caer la cabeza de nuevo. Leide sintió el peso en su regazo. Los cabellos trigueños rozaron sus muslos.

“Está en mis manos”. Podía matarlo y culminar su venganza. Era un enemigo. Había abatido a innumerables amazonas. Había herido a Celena. Era un miserable Eldegar. Y ahora un malherido, un moribundo. Casi un hombre muerto. Más valía dejarlo allí. Pasto de los lobos. O llevar su cabeza ante la reina, como heroico trofeo.

Y, sin embargo, Leide no se movió. Su espada yacía sobre la hierba y ella permaneció largo tiempo arrodillada, contemplándolo, mientras la noche caía y la Luna se elevaba sobre el bosque.

El mensaje de un rostro durmiente, herido, indefenso. “Hermoso. Hermoso y roto”... Reposaba en sus brazos. Entonces lo sintió respirar. Dormía, casi apacible. En sus brazos. Como un niño, pensó Leide. Y su corazón comenzó a latir con fuerza. Latía en su seno y en sus manos, que se habían posado sobre el torso ensangrentado, tapando la herida. Latía en su vientre y entre sus caderas, cálido y poderoso.

De pronto, se deslizó de su lado y, dejándolo tendido en tierra, se puso en pie. Caminó unos pasos. “Debo volver”. La batalla había terminado. Debía regresar, junto a la reina, junto a las capitanas. La Luna asomó entre las ramas y un rayo argentado bañó con su luz el claro. La pulsera en su muñeca, centelleó, como un aviso. El caballo alado de Celena. Apartó sus ojos de él y volvió la mirada hacia el cielo.

La Diosa de la Luna. Era una Diosa implacable, sabia y poderosa. Debía matarlo. Era un enemigo. Y ella era una Dama Roja. Una guardiana de la frontera, una amazona. No había compasión para el adversario. Su reino, sus hermanas, su vida entera, dependían de la feroz defensa de las doncellas guerreras. No había lugar para la piedad. La misericordia era una grieta.

La Diosa de la Luna... Leide la miró sin temor. Tan bella, tan blanca. Desde niña había sido iniciada en sus misterios, con todas sus compañeras. Con Celena, también. Ella concedía la fuerza, ella insuflaba el coraje, ella inspiraba el pavor. Pero, aquella noche, Leide comenzaba a dudar de su Diosa. ¿Acaso la Diosa le mandaba matar?

Sentía su sangre correr, su cuerpo vibrar. La piel le quemaba. Sentía calor. Aquel calor conocido, que había despertado en su adolescencia, con su primer sangrado... Las Damas Rojas eran vírgenes. Decían las sacerdotisas que la virginidad mantenía indemne su coraje y acrecentaba su valor. Pero no eran ajenas al deseo. Y la Diosa de la Luna era también la madre de la vida y del placer. Suya era la fuerza poderosa que movía las mareas, el océano y la savia de la tierra. Aquella era una noche de luna llena. La Diosa brillaba y el cuerpo de Leide se estremecía, en la pleamar de la sangre. La Diosa regía los ciclos del tiempo, el pulso de la tierra, el crecer de las plantas. No era una diosa de muerte, sino de vida. La vida que debían defender... aun con la muerte. Se volvió hacia atrás y miró el cuerpo inerte, dormido. Blanca belleza, bajo el tenue velo de luz. ¿Debía matarlo? Sintió una punzada en el pecho. En aquel momento, algo le dijo que su Diosa le ordenaba otra cosa.

Volvió junto al guerrero, se sentó a su lado y lo tomó por las axilas, hasta recostarlo en su falda. Él no se resistió. Se movió levemente y entreabrió la boca. Leide no pensaba, no oía ni recordaba. Lo apretó contra sí. El combate quedaba lejos, muy lejos... Sólo el bosque permanecía, el aliento húmedo de los árboles, el cantar de los grillos y el gorjeo del arroyo. La luz plateada de la Luna. Y sus cuerpos. Se inclinó sobre él y lo besó en los labios.

sábado, 20 de enero de 2007

Que baje el Espíritu Santo

Uno de los muchos amos que tuvo Perucho Correcaminos fue un cura de pueblo, Don Pedro. Aquella vez, Perucho había llegado a una villa grande y, al parecer, próspera. Esperaba encontrar trabajo pronto, pero las gentes del lugar se mostraron desconfiadas y miraban de reojo al rapazuelo trotamundos, con sus astrosos pantalones y su camisa harapienta. El pobre Perucho anduvo deambulando durante horas por sus calles, muerto de hambre y de aburrimiento, hasta que al final el cura del pueblo se compadeció de él.

-Ven conmigo hijo. Trabajo... mucho trabajo no te puedo dar, pero al menos tendrás un techo y un pedazo de pan en la mesa.

Perucho no se lo pensó dos veces. Los curas vivían bien, se dijo, y cuando se acercaron a la señorial rectoría, casi se frotó las manos.

Pero, ¡ay! La rectoría era mucha mansión por fuera, pero por dentro era más fría y desolada que una tumba. Perucho pronto se dio cuenta de que Don Pedro era un cura de los pobres, de costumbres espartanas, que vivía de rentas muy menguadas. No obstante, el buen hombre acogió a Perucho con afecto, le preparó un camastro en una celda aparte, tan fría y destartalada como el resto de la casa, y compartió con él su frugal colación. “Más hambre pasa él que yo”, pensó el muchacho, casi con lástima, viéndolo partir el pedazo de hogaza dura y repartiendo unas escuálidas sardinas entre dos platos.

Las faenas de Perucho eran bien simples. Limpiar y mantener la casona le llevaba poco tiempo. Guisar, apenas guisaba, pues no había con qué. Algo más distraído era ayudar al cura en sus tareas litúrgicas. Perucho fue ascendido al honroso cargo de monaguillo y ayudaba en misa, abría la iglesia para el rosario, y preparaba el cáliz y la patena, las vinajeras y los almidonados corporales, antes de los santos oficios. Esto le gustaba más, pues el vino de misa era fuerte y dulce y las sagradas formas le resultaban aún más tiernas y sabrosas que los duros mendrugos que compartía con Don Pedro. Perucho se santiguaba respetuoso ante el crucifijo y pedía perdón por anticipado al Señor, pues antes de cada oficio se tomaba su santo aperitivo.

Don Pedro andaba preocupado, y con razón. A misa no acudían más que cuatro ancianitos decrépitos y un puñado de beatas. La feligresía escaseaba y, por consiguiente, la parroquia carecía de fondos y se caía de puro vieja. La economía era el gran quebradero de cabeza de Don Pedro, y Perucho no tardó en convertirse en su confidente.
-¡Ay, hijo! Este es un pueblo de descreídos y de paganos. Tenemos que pensar algo... Algo para que la gente vuelva a la fe...
“Y para que llenen la iglesia... ¡y los cepillos!”, añadía Perucho, para sí.
Un día, Don Pedro llegó a la rectoría, alborozado. Le había estado dando vueltas a una idea y había consultado ante el Santísimo una y mil veces. No se trataba de algo muy ortodoxo, pensaba, pero por alguna razón había dicho el Señor que “hay que ser mansos como palomas y astutos como serpientes...” Por fin, se convenció a sí mismo y se decidió.

-¡Perucho! Creo que he dado con la solución. Escucha, escucha, hijo... Esto es lo que vamos a hacer.
Don Pedro le explicó la idea al muchacho, bajando la voz. Perucho escuchó con regocijo. Y ambos, cura y monaguillo, urdieron su plan.

Al domingo siguiente, Don Pedro elevó la voz durante el sermón. No era habitual en él usar tono tan beligerante, y los viejecitos dieron un respingo, saliendo de su modorra, mientras las beatas arrugaban el ceño, desconcertadas.
-¡Hermanos y hermanas! Este es un pueblo impío que ha perdido la fe. ¡No podemos continuar así! ¿Hasta dónde llegará la paciencia divina? La gente ya no cree, dicen que no existe Dios. Ya lo dijo la Escritura, “este pueblo de dura cerviz pide una señal”... Pues bien, ¡le daremos una señal! Yo os digo, ante el altar de Nuestro Señor y ante María Santísima, que la semana que viene, a esta misma hora, en la misa de doce, ¡tendremos una señal! ¡El mismo Espíritu Santo descenderá sobre nosotros!

La noticia corrió por el pueblo como reguero de pólvora. O Don Pedro había perdido el juicio, a fuer de tanto ayunar, o algo extraordinario, nunca visto, estaba por suceder. Y, ya fuera por curiosidad, por fe o por ganas de reír un rato, al domingo siguiente la iglesia estaba tan abarrotada que no cabía ni un alma más.

Don Pedro se recreó en su homilía, empleando su más encendida retórica para interpelar al pueblo ingrato e infiel. Por fin, cuando la abigarrada multitud ya desesperaba, impaciente, el buen cura concluyó el sermón.
-...y, para que veáis que Dios es poderoso, ¡hoy tendréis una señal! Voy a invocar al Espíritu Santo, para que descienda sobre todos nosotros.
Si ya antes todos callaban, el silencio ahora se podía cortar.
Don Pedro se irguió ante la muchedumbre de sus parroquianos, levantó los brazos y tronó, con su voz más potente:
-¡Que baje el Espíritu Santo! ¡Que baje sobre este pueblo!

Y entonces, ¡oh, prodigio!, ante las atónitas miradas de cientos de feligreses, se oyó un batir de alas allá arriba, sobre la cúspide del altar mayor, y una blanca paloma salió revoloteando bajo el artesonado del techo.

El clamor fue unánime. Muchos cayeron de rodillas, otros se santiguaban, otros gritaban... Los más incrédulos, se rascaban la cabeza, estupefactos. Don Pedro sonreía, beatífico, con los brazos abiertos, bendiciendo a su pueblo, mientras el Espíritu Santo trazaba círculos sobre su cabeza.

Aquella noche, Perucho y Don Pedro celebraron fiesta grande. Con los cepillos a rebosar de monedas, Don Pedro se permitió una buena cena, y envió a Perucho a comprar un pavo entero y una botella de buen vino tinto, una hogaza tierna y rosquillas para el postre.
-Esto funciona, Perucho, ¡esto funciona! –decía Don Pedro, sonriente, mascando de buena gana su muslo de pavo-. La semana que viene, ¡repetiremos!

Y así fue. A la semana siguiente, Perucho tuvo que abrir las puertas de la Iglesia, pues no se cabía dentro. Y a la otra, aún eran más... Perucho no podía creer en su buena suerte. Don Pedro fue generoso. No sólo acometió obras y reparaciones en el viejo templo. Dio una generosa propina a su monaguillo, le regaló ropa nueva, zapatos y una chaqueta de cuero. El muchacho disfrutaba de lo lindo. Pero lo que más le gustaba era su secreta misión.

Llevaban ya varias semanas de esta guisa, cuando, un domingo de mayo, en que la aglomeración de fieles era ingente, pues había acudido hasta una romería de un pueblo vecino, la tragedia se desencadenó.

Como de costumbre, Don Pedro acabó su homilía, se situó en el centro del estrado y abrió los brazos para invocar al Santo Espíritu.
-¡Que baje el Espíritu Santo! ¡Que descienda el poder del Señor!

Nada sucedió. El público contenía la respiración. Don Pedro volvió a clamar:
-¡Que baje el Espíritu Santo!

El silencio era sepulcral. Don Pedro, pálido y sudoroso, clamó de nuevo.
-Hermanos, nos falta fe. Invoquémoslo todos con ferviente corazón. ¡Que baje el Espíritu Santo! ¡Que baje el Espíritu Santo!

En esto, se oyó una vocecita, allá en lo alto. Don Pedro se volvió, y una helada concurrencia divisó la carita pecosa del monaguillo, que asomaba entre los rollizos querubines dorados del retablo mayor.

-Ay, señor cura... ¡El gato se lo comió!

lunes, 15 de enero de 2007

La garra del diablo

Corría por el pueblo que un trasgo andaba suelto, merodeando por los alrededores del camposanto, e iba la gente algo medrosa por los caminos. En los corrillos de comadres y en las tertulias del bar no se hablaba de otra cosa.

Pepín el de la Rosarito se reía. El hombre tenía estudios, alardeaba de ser persona cultivada y librepensadora, y no creía en aquellas supersticiones de pueblo anclado en el pasado.
-Anda, madre, ¿cómo puedes creer esas majaderías? Eso son cuentos de viejas.
Y se reía, a carcajadas, de Dios y del diablo. Su madre se santiguaba.
-Ay, filliño, no te rías del demonio, no, que ése nunca perdona.

En el bar, se las daba de intelectual y valiente.
- Yo no creo en meigas ni en trasgos. ¿En qué siglo vivís?
-Dejad, dejad que lo pille el demonio y veréis quién ríe más... –decían los lugareños.

Una noche subía Pepín de la capital de comarca de regreso al pueblo. El coche de línea lo había dejado a las afueras del pueblo y aún le quedaba un buen trecho para llegar a casa. Muy práctico él, por acortar camino, abandonó la calle empedrada y cortó por los prados.

La noche era oscura y cerrada, sin luceros, y tenía que pasar junto al cementerio. Pero Pepín se dijo que eso no le importaba. Que le vinieran con cuentos a él...

Caminó por el sendero, bordeando los prados. Allá se adivinaba, larga y grisácea, la tapia del cementerio. El campo y el cielo estaban envueltos en sombras. Noche negra como boca de lobo, pensó. Ni los grillos cantaban.

Una ráfaga fría siseó a su lado. Se estremeció. “Es el relente”, pensó. Sin querer, aceleró el paso.

De pronto, cayó sobre él. Rápida como el rayo, una zarpa de hierro lo agarró por la espalda. Pepín dio un alarido. La noche siseaba, oscura y fría, a su lado.
-¡Suéltame! ¡Por todos los santos! ¡Angel o diablo, déjame ir!
Intentó correr, no podía dar un paso. Lo sujetaban tan fuerte, que dio un traspiés y cayó de bruces. ¡Dejadme! ¡Dejadme!, imploró, aulló, lloró, por fin. -Por Dios bendito, dejadme ir... Tembloroso y aterrado, se encogió sobre si mismo y apretó los párpados. No lo soltaban. Cuanto más forcejeaba por liberarse, con más fuerza lo asían. No podía moverse. No se atrevía a volverse.

Pasó la noche, y Pepín había rezado ya todas sus oraciones. Las fuerzas lo abandonaban, se sentía perdido. Por fin clareó por levante. El frío le calaba los huesos, y se sentía entumecido. No puedo seguir así, pensó. Con la claridad del alba, hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban. Despacio, muy despacio, comenzó a volver la cabeza. Lo aterraba pensar qué podía encontrarse. “Madre bendita, Dios santo...”

Acabó de girar la cabeza, y a punto estuvo de caer desplomado al suelo. A sus espaldas, prendida en la chaqueta, se alargaba la rama de un grueso zarzal.

La hermana del cura

Cuando Artemisa llegó al pueblo serrano que debía ser su nuevo hogar, todos los mozos casaderos del lugar posaron sus ojos en ella. Aunque sólo tenía quince años, su cuerpo estaba desarrollado como el de una mujer adulta. Alta y fuerte, descollaba entre las mozas de la aldea con su busto firme, sus largas y rectas piernas y su caminar enérgico y garboso. Como todas las hembras de su familia, Artemisa tenía una hermosa mata de pelo espeso y ondulado y aquellos ojos centelleantes y algo rasgados, entre inocentes y pícaros, que fascinaban al mirar.

Artemisa no era una moza cualquiera. Pero había algo más. ¡Era la hermana del cura! Y esto, ante los mozos, hacía de ella una presa casi inalcanzable.

La pequeña de una familia de nueve hermanos, Artemisa había ido a servir a la rectoría de su hermano, Don César. Y pronto demostró ser más que apta para ocupar el digno puesto de ama de cura. Se levantaba con el alba, ordeñaba la vaca, fregaba la casa, amasaba pan, hacía la colada en el río y tanto servía para coser como para guisar. La rectoría brillaba como una patena, y siempre había comida caliente en el puchero. Don César tenía invitados a comer un día sí y otro también, y Artemisa ganó fama de buena cocinera, además de ahorradora. Se decía de ella que, con un solo huevo de gallina, podía hacer tortilla tanto para uno como para seis. Por otra parte, la hermana del cura era devota como la que más. Barría la iglesia, lavaba y almidonaba manteles y corporales, restregaba los cálices hasta hacerlos relucir y siempre era de las primeras a rezar el Rosario y a oír misa diaria. Cuando tenía tiempo libre, y si no lo tenía lo buscaba, se calzaba las galochas y corría, que no andaba, por el camino de los llanos hasta la ermita cercana, la de la Virgen de las Campas, donde pasaba horas de deliciosa soledad barriendo el suelo de losas con escobón de brezo, poniendo flores a su Virgencita y rezando su rosario bajo la sombra del castaño centenario que crecía a la vera del santuario.

Artemisa era hacendosa y devota, y poco dada a chismes y comadreos. Ciertamente, Don César poco más podía pedir. Pero ¡ah!, su joven hermana tenía una debilidad: le apasionaba el baile.

Llegaron las fiestas del pueblo y los aldeanos despejaron la era y plantaron los envelados, mientras los vendedores ambulantes y los titiriteros plantaban sus carromatos junto a los almiares. Artemisa acudió a su hermano, modosa y algo zalamera.
- Ay, hermano. Déjame ir al baile, te lo ruego. Te prometo, por la Santa Virgen y el Corazón de mi Jesús, que me comportaré con toda decencia, ¡Dios me libre de pecar! Pero permite que vaya...
Don César suspiró y miró a su hermana, comprensivo. Aún era hombre joven, y conocía bien las costumbres del pueblo. Don César no era rata de sacristía; pasaba horas en el bar, con sus feligreses, iba a cazar con los hombres de la aldea y escuchaba más confesiones en el café o de camino al monte que en la iglesia. Pocas cosas podían escandalizarlo ya.
- Hermana, el baile no es pecado. Vete, pero procura guardar tu virtud. No dejes que nadie te ofenda. Tu alma es de Dios, y debes mantenerla pura.

Artemisa besó la mano de su hermano y corrió alborozada a sus faenas. Cuando acabó, preparó su manteo y su dengue, planchó su camisa blanca y enlustró sus zapatos nuevos.

Llevaba el ritmo en la sangre. Apenas el tamborilero comenzó a tocar, sus pies saltaron, danzarines, y su falda de paño rojo se desplegó y ondeó como amapola alrededor de sus piernas rectas. Bailó y bailó, incansable. En los corros, en pareja, jotas, dulzainas o muñeiras. Y luego, cuando llegó la orquestina, hasta pasodobles. No le importaba con quién, la danza se le metía en las venas y gozaba, sintiendo su cuerpo volar. “Mirad la hermana del cura”, se exclamaba más de uno. “Hay que ver, cómo le va el baile”. “Gracia no le falta, no”. Y los mozos del lugar se mordían la lengua, para no dejar ir otra suerte de comentarios. Los ojos, las manos, y también los pies, se les iban detrás de la airosa danzarina. Hacían cola para bailar con ella, y más de uno se llevó un puñetazo de propina por no aguardar su turno.

Al atardecer, Artemisa oyó las campañas de la iglesia tañer. Ding, dong, ding, dong. Pausadas y cristalinas, por encima del bullicio de la fiesta. A Rosario tocan, pensó. Hora de volver. Recogió su mandil, se ató bien el pañuelo en la cabeza, y se dispuso a regresar. Y emprendió el camino, prado a través, desde la era hasta el pueblo.

Cuatro o cinco muchachos fueron detrás de ella.
-¡Espera, Artemisa! Vamos contigo.
Ella se volvió, irritada y los miró. Tenía las mejillas coloradas y el viento agitaba su pañuelo.
- ¡Qué fermosa estás, Artemisina! ¡No te vayas ahora!
Llevaban unos vinos de más y tenían gana de gresca. La indignación relampagueó en los ojos de la moza.
- ¡Quitad, estúpidos! –les espetó, agitando la mano en un mohín, y continuó adelante, a grandes zancadas.
Ellos la seguían, a cierta distancia. Pues Artemisa se daba buena prisa en ganar pronto la seguridad de las calles del pueblo. Al final, se cansaron y sólo uno de ellos continuó tras sus pasos. Era Vicentín, el de la Miguelina. Un chico espigado y desmañado que andaba loco, loquito perdido, por la Artemisa.

Ella se giró un instante y lo vio, acercándose. Unas veinte yardas los separaban. Echó a correr. “La virtud”, pensó. “Ante todo, he de salvar mi virtud”. Pero Vicentín no se rendía y también trotaba, tras ella.

Artemisa se plantó junto a la trocha que atravesaba los prados. Se agachó y cogió una piedra.
- ¡Lárgate de una vez o te parto el cuello!
- ¡Artemisina! No seas mala, ¡vuelve aquí!

“Con que Artemisina tenemos, ¿eh? Pues sabrás lo que es bueno”. Y la hermana del cura se irguió, enarboló la piedra en su brazo firme y poderoso y la lanzó con todas sus fuerzas. Vicentín quiso esquivarla y se agachó, pero el pedrusco le dio de lleno en el lomo. ¡Puf! Artemisa oyó el golpe sordo sobre la carne, vio cómo el mozo se doblaba y caía de bruces. No quiso ver más. Dio media vuelta y corrió hacia el pueblo.

Al día siguiente, todo el vecindario comentaba la hazaña. “Vaya con la Artemisina, mira que es de cuidado”. “Le asestó una pedrada al Vicentín que un poco más y lo deja inútil”.

Don César llamó a su hermana, después de la misa, a la sacristía. Ella se presentó, obediente. Él aún llevaba el alba y la casulla sobre la sotana, y la hizo sentarse a su lado, en el escaño de roble. Artemisa tragó saliva. Cuando su hermano “iba de cura”, la intimidaba.
- Hermana, ¿no tienes alguna faltilla que confesar?
Ella enrojeció al punto.
- Hermano, te prometo, por la Virgen Santísima y por todos los santos, que ayer en el baile nadie me ofendió, y me comporté en todo momento con decoro y modestia. No dejé que un solo hombre se me acercara... más de lo debido.
“Ya, ya... No necesitas decirlo, ¡te lo tomaste muy a pecho!”, pensó el hermano, sonriendo para sus adentros. Pero su rostro era severo.
- No me refiero a eso, hermana... sino más bien a cierta pedrada...
Artemisa se irguió.
- ¡Ah, eso! Hermano, ¡eso no fue pecado!
- Pero, Artemisina, hay que ser moderado... Podías haberlo matado. Y matar, ya lo sabes, va contra la ley de nuestro Señor...
Ella se santiguó al oírlo, horrorizada.
- Dios me libre de cometer tal crimen, hermano. Pero el muy sinvergüenza me perseguía. ¡Tenía que defender mi virtud!
Don César suspiró y calló unos instantes. Luego, levantó la palma derecha. Artemisa bajó la cabeza y unió las manos.
- Ego te absolvo...


El pobre Vicentín tuvo que ir de urgencias a la capital de comarca, donde pasó dos días ingresado en el ambulatorio. Tardó más de un mes en recuperarse de la contusión y dicen que arrastró mal de riñones el resto de su vida.

El puñal árabe

El puñal árabe sonreía, media luna metálica resplandeciente, colgado en la blanca pared. Ariadna le lanzó una mirada furtiva, antes que las ramas del abeto lo medio taparan.

Papá colocó el árbol de Navidad y mamá, sonriente, trajo la caja de bolas. Melania daba saltitos, bulliciosa, a su lado.
-Vamos, nenas, ya podéis poner las bolas y los adornos.
-¿Podemos hacerlo nosotras? –preguntó Melania, alborozada.
-¡Claro! Dejadme a mí las de cristal, y vosotras ponéis el resto.

Mientras mamá colgaba las bolas más delicadas, aquellas que parecían burbujas de jabón, irisadas y cristalinas, Ariadna y Melania se afanaron por colocar el resto. Cada bola era un habitante del árbol, cada una tenía su nombre, su carácter y su historia. Tenían que buscarle su hogar entre las picudas ramas del abeto. Y mientras la invasión de esferas multicolores iba colonizando la verde copa, una epopeya singular y un diálogo de voces tintineantes se iba desplegando sobre el árbol de Navidad.

Cuando estuvo acabado, mamá y las dos niñas lo miraron, satisfechas. Había quedado perfecto. Papá trajo su vieja Kodak y les sacó una foto. Luego, Melania y Ariadna miraron, con amor, su obra de arte. Era un universo particular donde hacer brotar su imaginación. Y acariciaron sus bolas preferidas. Eran sus protagonistas. La bola tornasolada de color rosa, en forma de corazón, y la roja brillante en forma de piña, con un medallón de diminutos cristalitos blancos, que Melania se empeñaba en llamar diamantes. Sus favoritas. Eran de las delicadas, de fino cristal.

Entre las ramas del abeto, el puñal árabe atisbaba, incitante. Ariadna le echó una última ojeada, antes de apartar la vista. Algo se había despertado en su interior. Era el geniecillo travieso, que revoloteaba inquieto, ávido de acción. Ariadna tenía seis años. Cara de muñeca, ojos redondos y dulces. Una niña buena, decían todos, o casi todos. Pero su alma era de muchacho rebelde.

Pasaron las fiestas de Navidad. Encuentros familiares, regalos, villancicos. Vacaciones escolares. Ariadna y Melania disfrutaban sus horas en casa. Las mejores, hilando mundos fantásticos alrededor del pesebre y de su árbol.

Una tarde, papá y mamá fueron al cine. “Nenas, portaos bien. No abráis la puerta a nadie. Sed buenas. Volveremos pronto”. Besos en las sedosas cabecitas y el golpe de la puerta al cerrarse. Crac, crac, vuelta y media de llave. Las dos niñas se miraron. ¡Solas en casa! Solas en su castillo, libres para dar rienda suelta a su fantasía. Y corrieron junto al árbol.
Llevaban un rato jugando cuando Ariadna levantó la vista. Allí estaba, de nuevo. Apostado tras las ramas de abeto. El puñal le hizo un guiño seductor. Y el genio travieso saltó de nuevo.
- Mel, ¿no te gustaría ver de cerca el puñal?
Melania se encogió de hombros y lo miró, desconfiada. Tenía apenas cinco años.
- Mamá no quiere que lo toquemos, Ari.
- Pero ahora no está... No se enterará nadie. Si cojo una silla y me subo, puedo llegar hasta él. Ya verás.
- Bueno...
Dicho y hecho. Ariadna arrastró una silla del comedor hasta la pared, junto al árbol. Y trepó por ella.
- Sujeta la silla, Mel.
La hermanita obedeció, y agarró las patas de la silla con sus brazos, empujando contra ella con todo su cuerpecito.
- Un poco más, Mel. ¡Casi llego!
- ¡Vamos, Ari! ¡Vamos!
El puñal sonreía, sardónico, mientras Ariadna se ponía de puntillas y alargaba el brazo. Los dedos lo rozaron, ¡ay, que lo tenía! Las hojitas de abeto le picaban en la mano.

Entonces ocurrió lo inevitable. Mel empujó tanto la silla que la desplazó hacia el abeto, y Ari alargó tanto su cuerpo que perdió el equilibrio. El árbol de Navidad protestó, se tambaleó, y cayó al suelo. ¡Blam! Y Ariadna fue tras él. Estrépito de ramas partidas, cristales y campanillas. Quedó sentada entre las espinosas ramas, mientras a su alrededor crujían los despojos de las bolas de cristal aplastadas.

Las dos hermanas contemplaron la devastación, horrorizadas. El duende travieso de Ariadna huyó como por ensalmo. Y una pena honda, lacerante, la hirió mientras miraba desolada la ruina de árbol. Su bola favorita, la perla irisada de color rosa, estaba hecha añicos. Su heroína muerta.

Huyeron. Se refugiaron bajo la cama de Mel. Y allí dieron rienda suelta a su llanto, con todas sus fuerzas. Lloro de miedo, de espanto, de culpa. ¿Qué dirían papá y mamá...? Habían sido malas, les estaba bien merecido. Pero lo que más le dolía a Ariadna era la pérdida, la rotura, la muerte. Su corazón era de chico rebelde, pero aún era muy frágil. Como la esfera de delgado cristal.

Papá y mamá las encontraron llorando quedamente, con las caritas congestionadas y los ojos enrojecidos, hipando mocosas sobre la alfombra de su habitación. “¡Nenas! ¿Qué ocurre?”

Curiosamente, no se enfadaron. Mamá barrió los pedazos de cristal roto y recompusieron el árbol. Unas cuantas bolas se habían salvado de la hecatombe. Entre ellas, la piña roja con corazón de diamantes de Mel. Compraron algunas nuevas. Ariadna adoptó una nueva favorita. Aunque nunca sería su perla rosada. Y las vacaciones continuaron apaciblemente. “Mel, no te chives”, le había suplicado Ariadna a su hermana. Por una vez, Mel, no se fue de la lengua. Nadie supo el secreto, la verdadera causa de la caída del árbol de Navidad.

Atisbando por detrás de las ramas del abeto, el puñal árabe, intacto, seguía sonriendo en su vaina de bronce afiligranado. Ariadna lo miró, hosca, y volvió el rostro. Había aprendido una lección. Y sujetó a su geniecillo travieso, atado, muy adentro. Tenía que domarlo. El chico rebelde tardaría años en reaparecer.