sábado, 10 de marzo de 2007

Uluru

Ariadna se acomodó en el asiento del jeep, junto a Jean Paul y Etienne. Enfrente de ellos se sentaron Ian y Nina, un tanto acaramelados, y los otros dos españoles. Detrás llegó Daisy, la gruesa señora americana, resoplando bajo su vaporosa blusa floreada, y Philip, el militar jubilado, que ofreció su mano, galante, a la oronda mujer, tirando de ella con fuerza para ayudarla a acomodarse a su lado. El jeep se zarandeó cuando Daisy se dejó caer en el asiento, con todo su peso, y más de un rostro se volvió para contener la sonrisa. Cuando el vehículo estuvo completo, Robin, el conductor, se instaló en el asiento delantero junto a su copiloto, el guía. Saludó desenfadado a sus ocupantes y les hizo un gesto. “Nos vamos”, exclamó, mientras ponía el motor en marcha. El jeep arrancó un tanto bruscamente y salió.

Eran un total de siete. Abandonaron el pueblo de buena mañana dejando atrás siete rastros, penachos de polvo barriendo la tierra sin pistas. Ariadna se volvió para mirar a su alrededor. Rodaban sobre la llanura, lisa como una sábana, roja e inmensa. El cielo era de un azul implacable. Como todos los días. Transparente, sin una nube. Nada manchaba la línea del horizonte, salvo algún solitario arbusto espinoso.

Estaba poco habladora, y Jean Paul y Etienne respetaron su silencio. Eran los compañeros ideales de viaje, pensó ella. Los había conocido hacía cuatro años, haciendo el Camino de Santiago. Se encontraron en una recta interminable, cruzando los campos de Castilla, y desde entonces habían seguido juntos hasta el final. Los dos franceses eran apuestos, cultos y educados, con un permanente sentido del humor. Etienne era una enciclopedia andante. Profesor universitario, versado las culturas antiguas, Etienne cuidaba sus rubios bucles y se peinaba al estilo romano. Ariadna lo había comparado a un busto de Antínoo, el amante del emperador Tiberio, y él casi se había sonrojado al oírlo. Pero ella sabía que lo había complacido. A menudo se enzarzaban en jugosas conversaciones sobre mitos, historia y enigmas arqueológicos.

Jean Paul era un fan del misticismo, la New Age y la medicina natural. Su carácter seductor y alegre lo convertía en el centro de cualquier grupo. Con su impecable melena lisa y oscura, excelente cocinero y auténtico fashion victim, Jean Paul era chef de un refinado restaurante parisino. Como buen anfitrión, su presencia era cálida como la lumbre de un viejo hogar, pensaba Ariadna. Un día se lo dijo y él le dedicó unos versos de poesía provenzal trovadoresca. Etienne también había reído, había fingido celos y luego lo había abrazado y besado intencionadamente. “Para marcar territorio”, pensó ella. Pero Ariadna se sentía a gusto con ellos. Eran pareja y esto la hacía sentirse especialmente cómoda. Podía mantener una amistad masculina muy estrecha y a la vez muy libre, sin tener por qué llegar complicarla, sin llegar a “algo más”... Era confortable, sí. Desde que se encontraran en la ruta jacobea, no había pasado un año sin que viajaran juntos cada verano. Con ellos había visitado las pirámides mayas, había hecho la ruta quetzal, había paseado bajo las piedras de Stonehenge durante el solsticio de verano, había estado en Egipto y en las cuevas sagradas de Dung Huan. Una primavera, se habían lanzado a recorrer las cuevas prehistóricas del norte de España y las misteriosas ermitas perdidas en los montes cántabros. No querían dejar un solo rincón mágico del mundo sin visitar.

Y ahora era Australia. Fue Ariadna quien tuvo la idea. El lugar siempre había llamado su atención, desde que leyera algo durante sus años de estudiante. No era el continente en sí. No eran las magníficas playas, ni los canguros, ni el teatro de la ópera de Sydney. Ni siquiera los arrecifes de coral... Era la roca misteriosa. La montaña madre. El centro de la tierra. Uluru.

Ellos habían asentido entusiasmados cuando ella les propuso el viaje. Jean Paul no necesitó dos segundos para convencerse. “Parece que vas a encontrar tu hilo perdido”, comentó Etienne, burlón. Desde que se habían conocido, bromeaba con su nombre. “¿Has encontrado la salida del laberinto?”, le solía preguntar. “¿Venciste al Minotauro?”. Ella lo negaba, riendo. “Por eso viajo por todo el mundo”, había respondido. La idea había encantado a los dos amigos franceses.

Con sus treinta y dos años, soltera, sin compromisos y con una nada desdeñable suma en su cuenta bancaria, Ariadna era una buscadora insaciable. Trabajaba en una multinacional de seguros, un empleo estable, rutinario y bien remunerado. Vivía en un loft minimalista de poco más de cuarenta metros cuadrados, con una cama fotón y dos paredes forradas de libros, su ordenador, la minúscula cocina, el aseo, una planta tropical y la cadena musical. No tenía televisor. Llevaba una vida de sobriedad monástica, tenía la ropa justa, comía poco y vegetariano. Todos sus ahorros se iban en teatro, conciertos, libros... y en sus viajes. Ariadna pensaba que gastar en una casa o en vestidos era tremendamente vano y superficial. Desde muy jovencita, cuando había recorrido media Europa en interraíl, con sus compañeros universitarios, había soñado en una vida aventurera y diferente. Pero necesitaba dinero. No le agradaba su trabajo anodino pero, cuando se lo ofrecieron, apenas acabar la carrera, lo había aceptado sin pensarlo dos veces. Era el precio a pagar. Con dos meses de emociones compensaba el resto del año, predecible y gris. Viajar era su pasión, su vida. Casi su obsesión.

Ahora, Ariadna notaba un extraño temblor dentro de ella, una excitación que nacía en el pecho y le anudaba el estómago. Se reprochó a sí misma. “No soy una niña”. Llevo años viajando y he visto lugares extraordinarios... Y, sin embargo, Uluru ejercía una extraña fascinación sobre ella. Por fin se acercaban... Por fin. Oyó la exclamación alborozada de Daisy y se volvió a mirar. Allí estaba.

Uluru, o Ayers Rock, la montaña madre de los aborígenes, se levantaba sobre la planicie, súbita y rotunda como el vientre enorme de una mujer embarazada. Roja como la tierra, lisa y desnuda. La roca brotaba del suelo, como una ola inesperada, pétrea y sanguinolenta. Ariadna contuvo la respiración. Etienne le dio un codazo cariñoso. “La voilà... Qu’elle est superbe, n’est-ce pas?” Ella bajó los ojos y sonrió.

Algo no iba bien. Apenas descendieron del jeep, vieron que una multitud se aglomeraba a los pies de la montaña. Había más todoterrenos, posiblemente de otras expediciones turísticas. Vieron las sirenas de un par de vehículos policiales, oyeron voces y gritos airados. También había cámaras de televisión y un helicóptero sobrevolaba el lugar, atronando el aire de la mañana como un insecto monstruoso, inopinado y molesto. Robin salió del jeep, malhumorado y mascullando juramentos. ¿Qué sucede? Era la pregunta en boca de los turistas. No tardaron en averiguarlo.

“Los malditos activistas”, gruñó alguien. “Siempre andan igual”. Ariadna captó perfectamente los comentarios en inglés. “Otra vez los proteccionistas. Esos jodidos salvajes...” Frunció el ceño y observó delante de ella. La turba de manifestantes, con pancartas, se desplegaba junto a la base del monte, allí donde se iniciaba el camino de ascenso. Desde la distancia Ariadna podía ver las varillas de acero, clavadas en la piel de la montaña como alfileres, ascendiendo unidas por un fino hilo metálico. Ayers Rock no era un monte especialmente elevado, poco más de trescientos metros de altura. Pero sus faldas lisas y escarpadas eran traicioneras y el gobierno australiano había trazado aquel camino, marcado con picas de acero y cable, para facilitar el acceso a los turistas.

Los periodistas acosaban a un grupo de tres o cuatro activistas que contenían a la masa vociferante. Ariadna leyó las pancartas. “Save Uluru”, “Tourists go home”, “The Earth is your Mother... Would you trample it?” Echó un vistazo a los manifestantes. Había unos cuantos indígenas, sí. Saltaban a la vista por su tez terrosa y sus rasgos robustos y pulidos... como las rocas de la montaña, pensó Ariadna. Pero una buena parte de los manifestantes eran blancos. Y, liderando el grupo, vio a una mujer de aspecto europeo, alta, recia y entrada en años. “La zorra Evans”, oyó decir a Robins, que se había reunido con los otros conductores de los jeeps. Ya habían sacado sus cervezas y liado sus cigarrillos, preparándose para una larga espera.

Jane Evans. Ariadna había leído su nombre en algunas revistas australianas, los guías también hablaban de ella. Era una conocida activista americana, instalada en Australia desde hacía décadas, acérrima defensora de los derechos de los indígenas, de su tierra y sus creencias. “La eterna idealista, morirá pensando y vistiendo como una hippy”, pensó Ariadna, con cierto fastidio. Pero había algo en aquella mujer que resultaba hechizante. Colgándose la mochila al hombro, Ariadna se acercó, abriéndose paso entre policías, turistas indignados y curiosos. Jane Evans lucía una larga trenza de cabello gris, pantalones y jubón de hilo blanco, y su voz descollaba entre las demás. Su piel era bronceada como la arcilla. Y sus ojos límpidos y azules como el cielo australiano. Era a ella a quien se dirigían los periodistas.

“No nos iremos de aquí”, oyó decir Ariadna. “No vamos a permitir más atropellos”. “Es su montaña sagrada, y el gobierno ha garantizado su derecho a exigir que se respete”. Los agentes intentaban parlamentar con otros líderes del grupo, con poco éxito. Los turistas comenzaron a protestar. Philip el militar quiso intervenir, consiguiendo irritar aún más a los policías. Los manifestantes gritaban cada vez más fuerte... Ariadna pensó que la situación se les iba de las manos. “Dios, aquí puede pasar de todo...”, pensó. “Qué manera tan estúpida de estropearse el día...” ”Qué forma tan absurda de hacer añicos un sueño”, se lamentó, para sí.

Por fin, llegó otro potente todoterreno, seguido de una camioneta policial. Salieron dos representantes del gobierno con un guardaespaldas. Los cuatro sudaban bajo sus trajes. Se aflojaron las corbatas y se reunieron a parlamentar con Jane y los cabecillas aborígenes. Los polícias se desplegaron, conteniendo a los manifestantes y a los enojados turistas. Apareció un desvencijado camión venido de no sé sabía dónde. El conductor y su esposa, dos rubicundos cuarentones con aspecto de granjeros, descorrieron la lona y el vehículo se convirtió en un improvisado bar. Montaron un toldo y un fogón de gas y ofrecieron refrescos y perritos calientes a todo el mundo.

No se llegó a un acuerdo. Hacia la tarde, los manifestantes se sentaron en el suelo. Los policías se tomaron sus bocadillos y los turistas se agruparon para cenar hamburguesas y cocacolas tibias. Ariadna y sus compañeros aguardaban, desesperados. Daisy casi lloraba. Philip despotricaba. “La madre tierra se resiste a ser tomada”, comentó Jean Paul. Cuando supieron lo que ocurría, Etienne había fruncido el ceño, contrariado. Pero Jean Paul estaba muy serio y no dejaba de mirar la montaña. “Tienen razón”, murmuró, a media voz. “Es su monte sagrado, su santuario... No deberíamos hollarlo”.

“¡Bobadas!”, exclamó Nina, cáustica. “Sólo quieren llamar la atención y salir en televisión, para que medio mundo los vea. Y esa Evans, o como se llame, va de vedette, con sus pretendidos ideales indigenistas... ¡Ya sé cómo las gastan las brujas como ella!”. Ariadna la miró, apretando los labios. “Deberían darnos las gracias”, continuó la encendida Nina, “Si no fuera por el turismo, se pudrirían de asco en este desierto”. Ian se encogió de hombros, con su pícara sonrisa irlandesa, entre burlona y resignada.

Ariadna los miró. “La extraña pareja”. No lograba comprender cómo una mujer como Nina y un hombre como Ian podían entenderse... El era un aventurero irlandés. Afincado en los Pirineos, había montado un próspero negocio de deportes de aventura. Ella era hija de una familia pudiente y conservadora. Locamente enamorada de Ian, había abandonado todo: casa, estudios, trabajo, para lanzarse en brazos de su Romeo, como le gustaba explicar. Su familia la había desheredado y no se hablaban desde hacía años. Nina era una curiosa personalidad. Como Etienne, poseía una gran cultura. Aguda, irónica y mordaz, cuando estaba de humor podía resultar brillante. Esa era la parte buena. Pero la otra parte no lo era tanto. Delgadísima y morena, nerviosa y de temperamento histérico, Nina era una hipocondríaca irremediable. Cuando todo el mundo disfrutaba de una buena comida, ella sufría de indigestión. Cuando todos se divertían, ella tenía jaqueca; cuando el día era radiante, le dolía la espalda... Si todos habían encontrado maravilloso un paisaje o un monumento, ella siempre veía el rincón oscuro, la nota amarga o el defecto que nadie había notado. “Siempre saca la punta a todo... ¿Cómo la soporta Ian?” Pese a todo, se habían hecho amigas. Eran las dos únicas españolas y Ariadna se había convertido en su confidente y en su paño de lágrimas.

El irlandés era un hombre tranquilo y humoroso. No era un Apolo como Etienne, ni sexy y caballeroso como Jean Paul, pero Ariadna se sentía fuertemente atraída por él. Tampoco era de gran estatura. De hecho, la espigada Nina le sacaba casi un palmo. De piel quemada por el sol, cabello cobrizo y con ojos de chispeante azul, su cuerpo nervudo rezumaba virilidad. Desde que se habían presentado, al inicio del viaje, y mientras encajaban las manos, Ariadna lo había sabido. Sus miradas se habían cruzado, se habían reconocido. Ambos eran dos aventureros. Ian no ocultaba su simpatía hacia ella y la hacía reír a menudo con sus ocurrencias en su peculiar español de acento celta. Siempre eran los primeros en ponerse en camino. “Los valientes de la expedición”, los llamaba Daisy. Se daba entre ellos una silenciosa afinidad, que Ariadna intentaba frenar y ocultar, para evitar poner celosa a Nina. Como compensación, se mostraba cariñosa con ella y prestaba su hombro y sus oídos a todas sus quejas y comentarios. Con su simpatía hacia Nina, Ariadna disfrazaba la atracción creciente que sentía hacia Ian.

Estaban sentados en círculo. Juanma y Pepe, los dos españoles, daban la razón a Nina, y se enfrascaron en una animada conversación con ella. Ariadna se puso en pie. “¿A dónde vas?”, le preguntó Etienne. “Voy a echar un vistazo”, repuso ella, y se alejó hacia el grupo de manifestantes.

Quería hablar con Jane Evans. No le costó mucho. Jane se acercó a ella seguida de dos aborígenes, un anciano arrugado como una vieja raíz y una mujer de edad incierta, cabello hirsuto como estopa y formas ampulosas. Con su inglés impecable, Ariadna le preguntó por qué no querían dejarlos pasar.
- Somos visitantes respetuosos. ¿No comprendéis que todos tenemos derecho a disfrutar de la naturaleza? No venimos a destrozar nada. Admiramos vuestro país. Sólo queremos...
Jane movió la cabeza.
- Vosotros los turistas tenéis una mentalidad occidental. No comprendéis nuestra cultura. Veis la montaña como un pedazo de piedra espectacular... ¡Y no es así! Esta montaña es su santuario. Aquí habitan sus dioses y se reúnen los espíritus de sus ancestros.
- Sí, lo comprendo, pero hemos venido de muy lejos...
- Escucha –continuó Jane, y Ariadna sintió sus ojos clavándose en ella, como dos pedazos de hielo azul–. ¿Qué diríais vosotros, los europeos, si un grupo de vándalos entrara en vuestras catedrales y todos comenzaran a subirse por los altares, pisoteando tumbas y reliquias mientras hacen fotografías? ¿Lo encontrarías correcto?
Ariadna calló unos instantes, mordiéndose los labios. Ella no se consideraba religiosa. Había heredado muy superficialmente las creencias familiares y creía de forma difusa en cierta realidad trascendente, tal vez un más allá... Jamás había tomado la religión muy en serio. Pero la sola idea de ver a alguien saltando sobre un altar, bromeando y haciendo fotos, le resultaba irreverente.
- No, claro –balbució–, pero...
- Es lo mismo –insistió Jane–. Esa montaña es su altar. Este lugar es su templo. Aún más; es su diosa. Esta tierra es sagrada y no quieren que nadie la pisotee por pura diversión. Están en su derecho, ¿no crees?
Ariadna suspiró. No le quedaban argumentos. Ella sólo quería subir a una montaña... Y sí, quería encontrar algo en ella. Tal vez algo sobrenatural, algo que buscaba desde hacía mucho tiempo. Quería, al menos, rozarlo.
– Tú eres una mujer inteligente –le dijo Jane, volviendo a penetrarla con aquellos ojos transparentes–. Estoy segura de que lo entenderás. Los derechos humanos son muy claros: toda creencia religiosa debe ser respetada. No podemos insultar su fe ni la memoria de sus antepasados. Ellos no son menos dignos que nosotros... Pensar de otra forma es una enorme hipocresía. Explícale eso a tus compañeros.

Volvió junto a los jeeps. La tarde caía sobre el desierto. Observó su sombra, alargada sobre la tierra roja. Sus delgadas piernas de garza, su cuello grácil y su coleta. Como un ave zancuda, pensó, sonriendo para sí. Los guías turísticos habían optado por ir y volver del pueblo y traer neveras portátiles, víveres y tiendas de campaña. Si el conflicto con los aborígenes se resolvía, podrían intentar escalar Ayers Rock a la mañana siguiente. De lo contrario, todos regresarían. Mientras tanto, la agencia de viajes pagaría todos los costes para que pudieran pasar una noche inolvidable en el desierto... Al amor de las hogueras y bajo la luz de las estrellas. “A la vera de la Montaña Madre”, pensó Ariadna, lanzando una mirada melancólica a la roca desnuda. Uluru proyectaba su larga sombra, lienzo inacabable de noche sobre la llanura. La montaña resplandecía bajo la luz del sol poniente, como una gigantesca brasa púrpura sobre el azulón del firmamento.


A media noche, alguien la despertó. Ariadna se removió en el saco. Apenas oyó el susurro al oído lo reconoció. Era Ian.
– Sssst. Vamos a intentar escalar la montaña ahora –siseó él–. Todos duermen, nadie nos ve y tengo todo lo necesario para subir. ¿Te vienes con nosotros?
A su lado, Ariadna distinguió la silueta inquieta y espigada de Nina.
- Claro –dijo, sacudiéndose el sueño, y sentándose de golpe.

Se calzó las gruesas botas de trekking y se abrigó con el anorak ligero. Dormía vestida, con su camiseta y sus shorts. Sintió la piel de gallina en las piernas. Hacía frío. Pero siguió a Ian y a Nina a buen paso, entre las tiendas y los grupos que dormían a la intemperie. El silencio del desierto no era tal, pensaba Ariadna. La tierra reposaba, pero el cri-cric de los grillos invadía la noche. De tanto en tanto, lejano y siniestro, el gañido de algún animal restallaba sobre la llanura. Hasta el leve crujir de la tierra bajo sus pasos parecía casi estrepitoso.

Ian tenía un plan. La cara norte de Uluru permanecía sin vigilancia. Los aborígenes habían acampado en la vertiente sudeste. La policía no esperaría una incursión por allá.
- Esa falda es más escarpada y no hay guías ni senderos. Pero se puede escalar sin problemas –explicó Ian, siempre en un susurro–. Nina y yo la hemos estado examinando esta tarde. Si vamos despacio, en un par de horas, como mucho, podemos estar arriba.
- Los aborígenes suben descalzos, y sin barandillas –comentó Nina–. Nosotros llevamos buenas botas, cuerdas y algunos piolets por si acaso. ¡No será tan difícil!
Ariadna podía atisbar el brillo de sus ojos negros a la luz de las estrellas. En aquel momento, su amiga parecía una niña traviesa y alborozada. “Esa es la Nina que enamoró a Ian”, pensó, durante un instante. Pero se sentía tan excitada como ella. “Dios, es mejor de lo que había imaginado. Vamos a escalar Uluru, de noche, a escondidas...” La trasgresión hacía la aventura mucho más emocionante.

Emprendieron el camino a buen paso, hasta llegar al pie de la montaña. Acostumbrados sus ojos a la oscuridad, no necesitaban luz alguna. Ariadna siempre se maravillaba de cuán luminosa podía ser la noche, aún sin luna, en un lugar abierto y despejado. Uluru se elevaba ante ellos, como una muralla imponente, negra y lisa. Pero, tal como había dicho Ian, el ascenso no era tan arduo. De cerca, la roca era más rugosa. No necesitaron sacar las cuerdas ni los clavos. Despacio, casi reptando, apoyando pies y manos y zigzagueando, fueron remontando la curva del monte en silencio.

Ian iba delante, abriendo camino. Ariadna en medio, Nina detrás. Llevaban unos cuantos minutos subiendo, cuando, de pronto, Ariadna oyó el derrape sobre la tierra, seguido de un grito de Nina y el crujido de las piedras al desprenderse.
- ¡Nina!
Nina cayó y resbaló, rodando hasta un saliente, donde se detuvo, aferrándose a la roca. Ian y Ariadna se volvieron y se apresuraron a llegar a su lado.
- ¿Estás bien? –preguntó él, arrodillándose junto a ella.
Nina se llevó la mano al pie.
- El tobillo... –gimió, lastimera–. Creo que está roto...
Ian la sujetó entre los brazos y la ayudó a ponerse en pie. Apenas apoyó la bota en el suelo, Nina aulló de nuevo.
Ariadna se acercó más, desesperada. Quería mostrarse amable y compasiva, pero por dentro rabiaba. “¡Tenía que ser ella! Maldita sea... ¿Es que siempre nos tiene que aguar la fiesta?”
- ¿Te duele mucho? –preguntó, intentando dar a su voz el tono más dulce, y le pasó un brazo por los hombros.
Nina lloraba. No estaba fingiendo.
- No puedo... No puedo. Seguid vosotros. Os esperaré aquí...
Ariadna vio un atisbo de esperanza. Pero Ian se negó.
–Ni hablar. Si tú no subes, no voy a dejarte sola.
Se volvió un instante hacia Ariadna. Ella vio su rostro, blanco y preocupado, en la tenue luz de la noche. “La ama. ¿Esperabas otra cosa? Es lógico que sea así...”
- Ariadna –dijo Ian–. Sube tú. Nina y yo te esperaremos aquí. Llévate la cuerda y los piolets por si acaso. Si sigues despacio, como ibas ahora, podrás llegar sin problemas. No te lo pierdas por nosotros...
Ariadna tomó la cuerda y el saquito de lona que Ian le tendía. Asintió, en silencio.
- Me sabe mal... –balbució.
- No te preocupes. Nosotros estaremos bien. Te esperaremos al pie del monte.
- Está bien –el deseo de subir podía más en ella–. No... no tardaré mucho, espero.
Ian sonrió. Ariadna podía adivinar el levísimo centelleo de sus ojos en la oscuridad.
- Tómate el tiempo necesario. No corras. Sería bonito ver amanecer ahí arriba... No nos moveremos hasta que regreses.
- De acuerdo.
- Adelante, chica valiente.
Ian le frotó el brazo con una mano. Una caricia leve, pero amistosa y cómplice. Fue suficiente. Con aquel calor en el cuerpo, Ariadna se dispuso a emprender la subida.


Mientras remontaba la pendiente, a ritmo pausado y constante, Ariadna no pudo evitar pensar en sus compañeros de viaje. Pensó en Jean Paul y Etienne, que pasarían una más de sus noches de amor, abrazados bajo la pequeña canadiense. Ella había preferido dormir a la intemperie. Odiaba inmiscuirse en la intimidad de otros, aunque más de una vez su curiosidad la había espoleado. ¿Cómo debía ser el amor entre dos hombres? Pensó en la gruesa Daisy, que estaría apoltronada en una tumbona plegable, el enorme trasero rozando el suelo, contando historias de su juventud al caballeroso ex capitán Philip, mientras se daba un atracón de barritas Mars derretidas. Qué asco. Y pensó en los despreocupados Juanma y Pepe, a quienes había visto sentados junto al camión bar, con Robin y varias parejas de la expedición, pillando una tranca monumental a copia de cerveza y whisky barato. Al día siguiente, si se resolvía el conflicto con los indígenas, ni con grúa serían capaces de subir la montaña, se dijo, desdeñosa. Pensó en Ian y en Nina. Allá estarían los dos, acurrucados al pie del monte, esperándola, haciéndose carantoñas... Qué demonios. Haciendo el amor, bajo las estrellas del sur. Junto al regazo de la montaña madre. Y esta vez fue un pinchazo lo que sintió, de dolorida envidia e inoportuno placer, recorriendo la base de su columna vertebral, haciendo temblar sus muslos. Maldita sea. Y, finalmente, pensó en sí misma. Allí estaba, escalando un monte perdido, sin más compañía que la noche oscura… “Siempre tengo que acabar sola”. Sola con sus pensamientos, con su imaginación y con sus locuras. Sola y en camino. “Siempre buscando el hilo perdido…”, se dijo, con una mueca. Controló su respiración y continuó remontando la ladera con energía.

Una bocanada de aire frotó su rostro. Se detuvo un instante y miró hacia atrás. “Es increíble. Estoy llegando a la cima”. Había subido todo el tramo sin parar, y ahora tomó aliento. Estaba en buena forma. Sudaba, pero no se sentía cansada. Aún podía seguir y seguir. El deporte siempre la había hecho sentirse poderosa. Entonces un pensamiento pasó por su mente.

“Este es un lugar sagrado... Descálzate”. No recordaba dónde lo había leído u oído. Ariadna se agachó y se quitó las botas y los calcetines. Pisó la tierra con los pies descalzos. El altar. La roca aún conservaba el calor. “Parece viva”, pensó. Continuó caminando, casi de puntillas, sintiendo la dureza del suelo y el pellizco de la arenilla en sus plantas. Hasta que ganó la cumbre.

Quería devorar el aire, pero contuvo la respiración. Sobre la tierra plana, inmensa, dormida, un mundo de estrellas caía a su alrededor. Enormes y brillantes. Ariadna caminó por la cima desnuda, con delicadeza, casi con reverente temor, sintiendo que millares de ojos lucientes la observaban. Los ojos de la noche... La brisa apenas soplaba. La roca madre también contenía su aliento.

“Llegué”. “Lo conseguí”. Sentía deseos de gritar, pero su alborozo quedó aprisionado adentro. Apenas osaba moverse. El corazón le palpitaba a flor de piel. Se detuvo en el centro de la explanada. Sintiendo el peso del cielo y la tierra cálida, palpitante, bajo sus pies.

“Este lugar es un templo... Aún más, es una diosa”. Las palabras de Jane la habían turbado, sin saber por qué. La mención a la catedral y a sus creencias había removido algo en su interior. Ariadna se consideraba una agnóstica. Pero, sin embargo, buscaba... Creía en una energía universal, trascendente, misteriosa y eterna. Por eso la atraían las religiones orientales. Quería creer en algo... o quizás en alguien... ¿Qué había perdido, desde hacía tanto tiempo, que esperaba encontrar allí?

Un sonido extraño la hizo volverse. Parecía el rumor de una respiración, y un escalofrío recorrió sus vértebras. “Dios santo”.
- ¿Quién está ahí?
Nadie respondió. Miró a su alrededor. Nada se movía en la desolada cumbre. De pronto, echó a temblar. Y entonces los vio.

Tres, cuatro, media docena. Y otros más, subiendo por el otro lado. Sobresaltada, se giró y vio a otros más, a sus espaldas. Llegaban por todos los lados, caminando, silenciosos y sutiles, hacia el centro de la cima.

“Maldita sea. Son los aborígenes. Han subido, como tú. Ari, no seas estúpida...”
Intentó hablar, pero la voz se le ahogó en la garganta. No subían. Algunos bajaban... Se acercaban desde el horizonte vacío. Y seguían avanzando, siluetas recortadas en la noche sin luna. Los había grandes y chicos. Hombres y mujeres. Algunos niños... Abajo no había niños, recordó, inquieta. Iban desnudos y pudo distinguir los tatuajes, hileras de puntos blancos sobre su piel. Se acercaban. “Oh, Dios”. “Diles algo...” Pero no pudo proferir una palabra, y sus pies permanecieron clavados en tierra. Sólo podía mirar... Entonces se dio cuenta. No eran normales. No eran negros. Más bien eran blancos. O, mejor dicho, luminosos. Sus cuerpos brillaban.

“¡No!”, chilló, con todas sus fuerzas. Pero el grito salió pequeño y asfixiado. Era como en las pesadillas. Se abrazó, desesperada, y cayó de bruces. Ellos continuaban acercándose. La rodeaban.
- No... Por favor... No... Dejadme, dejadme...

Se inclinó sobre la tierra y se enroscó, tapándose la cabeza. “Oh, Dios, parezco una criatura... Aunque no vea, aunque no oiga, ellos están ahí... Dios santo, ¡qué estúpida soy! Son sólo espectros…” Entonces sintió una mano sobre ella. Alguien la tocó en la espalda. Y se incorporó de golpe. “Los espíritus no tocan.”

Parecía la mujer aborigen que había visto junto a Jane. Sólo que, esta vez, iba desnuda, como los demás. Una espiral de puntos salpicaba su vientre, y su piel despedía aquella extraña luz fosforescente. Tenía el cabello plateado y sonreía.

Ariadna no supo cómo, se encontró en medio de ellos. De pronto ya no tenía miedo. Hablaban, y podía entenderlos. ¿Cómo era posible? Estaban hablando en lengua aborigen, pero comprendía sus palabras. Se oyó a sí misa respondiendo a la mujer... “Debo estar volviéndome loca”.

“Ven con nosotros”. Formaron un círculo y comenzaron a bailar, oscilando sus cuerpos, tarareando una cantinela que se le antojó suave y rítmica, como una nana. La mujer clara la tomó de una mano. No era un fantasma. Sentía el tacto de sus dedos, cálido y áspera, como la tierra. “No sé... No puedo.” balbució ella. “Sí, sabes”. “Sabes y puedes, como todo el mundo”. Ariadna tembló al oír las palabras. “Sí, sabes”. No se referían sólo a la danza. “Sabes y puedes...” era algo enorme y terrible. De pronto sintió vértigo. Se aferró a la mano de la mujer y enlazó la otra mano en la de un hombre, a su izquierda, y danzó con ellos.

“Estoy soñando. Esta es la magia de Uluru. Soy víctima de una alucinación...” Se dejó llevar. El calor de la danza recorrió su cuerpo. Sintió el sudor en sus axilas, en las ingles... “Dios mío, pero si estoy desnuda... ¿Dónde han ido a parar mis ropas? ¿Cuándo me las quité...?” Sacudió la cabeza. “Esto es un sueño... No vale la pena preocuparse... Voy a disfrutar de él”.

Una miel dulce recorrió sus venas, de pies a cabeza. Era como estar embriagada. “No he bebido. Ni me he chutado un porro... Estoy sobria. Debiera estarlo”. “Sólo estoy soñando...” Pero sentía una extraña lucidez mientras su cuerpo se movía, aleteando entre los demás. “¿Seré yo también luminosa?”, se preguntó. Cuando todos se sentaron, varios la rodearon. Cantaban y recitaban extrañas salmodias. Sus voces sonaban extrañamente familiares. Se estremeció. Ahora podía oírla, claramente, susurrando a su oído. “La abuela cantándome una nana”. “¿Qué hace la abuela aquí?”. Se le llenaron los ojos de lágrimas. “Abuela”. “Mi perla”, respondió la voz. La buscó con la mirada, pero sólo vio a la mujer aborigen, con su sonrisa de labios gruesos bajo la nariz chata. Mi perla… ¿Cómo sabía ella que su abuela la llamaba así?

No recordó lo que sucedió a continuación. Sólo supo que, en un momento dado, la hicieron extenderse en el suelo. Sintió la espalda rozando la piedra, caliente, y las estrellas cerniéndose sobre ella. Varios rostros la contemplaban. “No estarás nunca sola”. “Siempre estaremos contigo...” ¿Cómo podían saber ellos de su soledad?, se preguntó. ¿Qué sabían de su vacío, de su búsqueda ansiosa, de su laberinto perdido? “Tu camino está aquí”. “Aquí”. “Adentro”. Ella abrió los brazos. La tocaron, sentía las yemas de muchos dedos posándose sobre su vientre, sobre su pecho, sobre su sexo. Quemaban, pero el tacto era reconfortante y deleitoso. Cerró los ojos. Su cuerpo entero vibraba, como un enorme corazón. Y la montaña la cobijaba en su matriz de roca, viva y palpitante. Respiró hondo y la invadió una inmensa placidez. “No temas”. “Nunca estarás sola...” Sonaba tan dulce. Se durmió, mecida en el eco de las palabras.


El sol asomó por el horizonte. Un primer rayo hirió la cresta del monte con su lanza de fuego. A los pocos minutos, la luz inundó la explanada batida por los vientos. Amanecía en Uluru.

Ariadna se despertó, encogida sobre sí misma, con los brazos agarrotados, abrazándose la cintura. Se estiró, dolorida, y se puso en pie lentamente. Sentía el cuerpo rígido y entumecido. Se sacudió la tierra de las rodillas, los shorts y el anorak. Tenía los pies lívidos y helados.

“Oh, Dios, me he dormido... He pasado la noche aquí, casi sin darme cuenta...” Y los sueños. “Menudos sueños”. Parecían tan reales... “Casi ha sido una experiencia mística”, pensó, sacudiendo la cabeza. A la luz del día, las cosas eran más claras, más racionales... Volvía su escepticismo, su lucidez. Abrió los brazos y respiró con fruición, volviéndose hacia el sol naciente. El cielo desplegaba su lienzo azul sobre el mar de arenas rojas. “Ah, al menos tengo algo que contar... He visto salir el sol sobre la roca de la Madre Tierra”.

Miró con curiosidad a su alrededor. No había huellas en la tierra. Ni rastro de los salvajes. Ella no estaba desnuda. Sus botas estaban allá, a unos cuantos metros, tal como las dejara la noche anterior. Los calcetines estaban húmedos del rocío y resolvió calzarse sin ellos. Mientras se ataba los cordones, iba recordando las imágenes que aún llenaban su mente. “Jamás había soñado así”. Era un sueño de aquellos que dejaban resaca. Se sentía diferente. Extrañamente fuerte y despreocupada. Alegre. Cuando emprendió el descenso del monte, se sorprendió canturreando.

“But I still haven’t found what I’m looking for...” Era una de sus favoritas. U2, The Joshua Tree. “Así soy yo”, se dijo, sonriendo para sí. “Viajando de aquí para allá, recorriendo millas y países extraños, buscando algo que no sé lo que es... Y ahora he estado en Uluru, desafiando a policías y a activistas, he soñado con esos espíritus aborígenes y vuelvo tan campante. Pero aún no he encontrado...”. Se detuvo de golpe.

Sí. Claro que lo había encontrado. La certidumbre cayó sobre ella, como un relámpago. “Oh, Dios, claro que lo he encontrado...”

“No estás sola”. “Siempre estaremos contigo”. “¡Santo cielo!”. Continuó el descenso, trotando, casi a la carrera, como un canguro saltarín. Los guijarros rodaban bajo sus pies, parecían brotarle alas.

Ian y Nina la esperaban, pálidos, ojerosos, preocupados.
- Temíamos lo peor. ¿Cómo has tardado tanto? Ya íbamos a buscar ayuda... –exclamó Nina, apenas la vio llegar.
- ¿Lograste llegar? –preguntó Ian, mirándola fijamente.
Ella sonrió.
- Sí. Todo ha ido bien. Fue muy fácil... Es... –no encontraba las palabras-. Es increíble.
No podía seguir. Ian la seguía observando con insistencia.
- ¿Qué ocurre? Vamos, no sufráis por mí. Volvamos. ¡Estoy bien!
Ahora Nina también la miraba con extrañeza. Ariadna soltó una carcajada, sin saber por qué.
- ¿Qué os pasa a vosotros? ¿Por qué me miráis así? Ya sé que debo tener mala cara. He dormido muy poco. Pero os aseguro...
- No –la interrumpió Ian–. No tienes mala cara. ¡Estás guapísima!
Le tocó la mejilla con la punta de un dedo. Ariadna se sonrojó sin querer.
- Es por el ejercicio. He bajado casi corriendo.
Nina movió la cabeza, desconfiada. Ariadna no sabía por qué, pero no la veía convencida.

Cuando regresaron al campamento, los campistas levantaban las tiendas y los jeeps se preparaban para partir. Los representantes del gobierno no habían llegado a un acuerdo con los manifestantes. Los activistas no querían ceder y la policía se limitaba a controlar a unos y a otros, para evitar que los indignados turistas llegaran a las manos con ellos. Una resignada Daisy hacía fotografías sin cesar con su cámara automática. Philip la seguía como perro faldero, brindándose a fotografiarla posando ante los diferentes ángulos de la montaña.

Ariadna pasó junto a la línea acordonada de aborígenes. Allí estaba Jane Evans, erguida y poderosa. “Ella es también una montaña”, se dijo para sí, y esta vez la contempló con admiración. Luego, buscó con la mirada a la mujer aborigen. La del sueño... ¿Dónde estaba?

Se volvió bruscamente al oír la voz. La mujer la llamaba. Estaba allí, tras ella, haciéndole señas con una mano. Ariadna se acercó sin poder evitar un leve temblor.
- Ahora lo sabes –dijo la mujer, clavando en ella sus ojos. Negros como dos flechas de obsidiana. Pero su voz era grave y dulce. “Aquella voz”. No era posible.
Ariadna asintió, en silencio.
- No lo olvides nunca –continuó la mujer, y la tomó de las manos. Ariadna sintió de nuevo la calidez de la tierra entre sus dedos.
- No lo haré –afirmó. Sin saber por qué, se acercó más y la besó en la mejilla.
La aborigen sonrió levemente y se apartó de ella. Desapareció entre los manifestantes, y Ariadna no la volvió a ver.

Mientras caminaba hacia su saco de dormir, Ariadna iba nadando en un mar de dudas. “¿En qué idioma me ha hablado la mujer?” “¿Era inglés?”. No, estaba segura de que no. Entonces... “Santo cielo, aún me dura esta locura... ¿Qué me está pasando?”

Etienne le salió al encuentro mientras doblaba el saco.
- Un café-lait pour mademoiselle? –preguntó, sonriendo seductor, mientras le tendía una taza de plástico humeante.
Ella le devolvió la sonrisa, negando con la cabeza.
- No, merci... Ya sabes que no tomo café.
- ¿Dónde estabas? Has madrugado mucho... ¿Has ido a correr por el desierto?
- Sí... algo así –respondió ella, con la mirada soñadora. Ahora, no sabía por qué, no le apetecía contar su aventura.
Jean Paul se acercó. Se había lavado el cabello, como de costumbre. “Increíble cómo siempre encuentra la manera de lucir la melena pulcra y reluciente”, pensó Ariadna, dedicándole otra sonrisa.
- Ariadna, estás preciosa –le dijo.
“Y dale. ¿Qué les ocurre a todos, que no dejan de piropearme?”.
- No seas adulador. ¡No es cierto! Estoy asquerosa. No he dormido bien, huelo mal, no he podido ducharme... ¿Dónde te has lavado el pelo?
Jean Paul señaló un garito de planchas de zinc, montado junto al camión.
- Es un cuchitril infecto... Pero más vale eso que nada. Creo que ahora no hay cola. Si quieres ir, te esperamos.

Ariadna cogió su toalla, su frasco de gel y un peine. Se encerró entre las cuatro paredes de plancha y miró alrededor. La ducha consistía en un depósito de agua de dudosa procedencia, un pedazo de manguera insertado en un orificio, ajustado con teflón, y un oxidado teléfono de ducha. En el suelo había cuatro tablones de madera y una palangana. Ariadna colgó su toalla de un clavo y se despojó de las ropas aprisa.

Apenas miró hacia abajo, la sangre se heló en sus venas. Con el corazón batiendo furiosamente, Ariadna observó su vientre cóncavo y bronceado. Dos hileras de puntos blancos recorrían su piel. Redondos como lunares, como las yemas de los dedos. Pasó sus manos por encima. Eran cicatrices.

Tuvo que apoyarse en la pared del depósito para no caer al suelo.

“No estás sola”. “No tengas miedo”.