lunes, 31 de diciembre de 2007

El desatascador

Subió los oxidados peldaños de hierro de dos en dos. Se dio el consabido coscorrón con el dintel del último rellano, dejó ir el acostumbrado “¡coño!” entre dientes y rebuscó en sus bolsillos antes de dar con las llaves. Los goznes chirriaron y el olor a piso cerrado, a pizza revenida y a calcetín de dos días le dio la bienvenida. Cuando la puerta se cerró de golpe, respiró hondo. Se despojó de la cazadora y lanzó sus zapatos a un rincón, dejando caer la pesada bolsa deportiva sobre la cama deshecha.

¡Por fin en casa!

Diego vivía en un palomar. Al menos, así lo llamaban los vecinos. Era un cubículo de apenas cuatro por cuatro, comedor-cocina-dormitorio todo en uno, con un WC y un plato de ducha empotrados en un pedazo de pared, detrás de un biombo apolillado. Estaba situado en lo alto de un decrépito bloque de pisos del casco antiguo de la ciudad y en su tejado anidaba una bandada de no menos de doscientas palomas callejeras, grises, ruidosas y plagadas de parásitos. Al principio las detestó. Odió el batir de alas, los despegues y aterrizajes, el cu-cu-rru-cú insistente, la lluvia de excrementos sobre el pequeño terrado. Pero, con el paso del tiempo, se acostumbró a su compañía y acabó reconciliándose con ellas. Su arrullo lo acompañaba durante sus largas sesiones de trabajo, lo adormecía por las noches y, al despuntar el día, lo desvelaba como el más sincronizado despertador.

Se sentó ante la ventana, en el escritorio atestado de papeles, con su tintero, su plumilla, sus lápices… y se sumergió en su trabajo.

Mojó la pluma en tinta y comenzó a retocar los dibujos de la tira que ya tenía ilustrada. Le gustaba hacerlo así, a mano. Rechazaba las nuevas tecnologías porque disfrutaba tanto inventando historias como sintiendo el tacto de la pluma entre sus dedos, la tinta deslizarse sobre el papel, rellenando huecos, trazando líneas, jugueteando en las curvas. Era un placer casi físico, que por nada hubiera querido cambiar.

Aquella tarde comenzó con Joshua. Su primer personaje. Aparentemente, resultaba una curiosa mezcla de Charlie Brown y Bart Simpson, pero él estaba convencido de que era original y mucho más ácido. Con Joshua, Diego arremetía contra las convenciones sociales y la familia tradicional, decía. Sus amigos, Lolo y Chema, insistían que aquel nombre no pegaba ni con cola para un personaje de cómic humorístico, pero Diego se defendía, alegando que era muy intencionado, todo un homenaje a las marujas y a una generación de niños llamados así. Sin embargo, los periódicos y revistas a los que había enviado sus tiras debían compartir la opinión de sus amigos, pues jamás se habían dignado a darle respuesta.

Cuando acabó la tira de Joshua, anochecía. Encendió el pequeño flexo y suspiró, mirando a la niña de sus ojos. Angelina. Esta vez, el nombre era un homenaje a su actriz favorita y amor platónico, Angelina Jolie. El personaje en cuestión era una adolescente de piernas largas y negros cabellos erizados, “la versión manga de Mafalda”, bromeaban sus amigos. Angelina era su arma política, sostenía Diego, y con ella desmenuzaba los avatares políticos de actualidad, pasándolos por el filtro de su humor más cáustico y demoledor. Chema y Lolo, sin embargo, no le encontraban la genialidad a las tiras de Angelina y, una vez más, las editoras debían pensar lo mismo, pues tampoco habían respondido a los envíos de sus mejores selecciones.

Era igual, pensaba Diego. El disfrutaba así. Aunque no ganara un duro con su arte… Sin embargo, el hambre obliga a ser realista y se había procurado otro trabajo alternativo que, al menos, le diera qué comer. También era fruto de su creatividad. Porque, además de artista, Diego era inventor.

El invento había sido un accidente, de hecho. Un día, en que la roña amenazaba peligrosamente su integridad en el palomar, Diego bajó al colmado de la esquina, decidido a comprar jabón y lejía. Omar el pakistaní entendía tan poco como él de productos de higiene hogareña, pero se las apañó para venderle las “joyas” de su colección –a saber, las botellas más polvorientas y trasnochadas de su variopinto stock-, sacándose de encima un par de litros de limpiahogar de la era jurásica y otro par de un producto de sospechosa apariencia, en cuya etiqueta, perdida entre caracteres chinos, había impresa una calaverita con dos tibias cruzadas que ni uno ni otro acertó a ver.

Llegado a su cubículo, y sin saber cómo emplear tanto líquido corrosivo, optó por una solución diplomática. Llenó medio cubo de agua y a continuación vació en él dos botellas, una de cada producto. Metió el mocho y removió… Tosió un poco y se enjugó los ojos llorosos. Pero hizo caso omiso del humillo que se elevaba del cubo y la emprendió con las desconchadas baldosas del palomar. A continuación, mojó una esponja en la mezcla y frotó con ahínco los azulejos del minúsculo baño. Y, para acabar, cuando ya el olor a ácido le perforaba los pulmones y se había visto obligado a abrir la puerta y la ventana, vació el contenido del cubo –negro, negro y espumeante- en la taza del inodoro. Se apartó unos segundos, tosió… y luego tiró de la cadena. Cerró la tapa de golpe y, a los dos segundos, volvió sobre sus pasos. “Coño, cómo brilla. ¡Y ha tragado!” Hay que señalar que el WC llevaba dos meses atascado y que, cada vez que tiraba de la cadena, debía andarse con tiento, pues el sumidero se llenaba hasta los bordes y tardaba su buena media hora en evacuar… Súbitamente inspirado, Diego decidió probar. Mezcló de nuevo: dos partes iguales de producto, una de agua. Esponja y a frotar. En pocos minutos, la pica del lavabo, la mesa de formica, el respaldo de sky de la silla… ¡hasta los cristales!, relucían. Diego se acostó aquel día, con las manos enrojecidas y la nariz irritada, y una idea insistente dándole vueltas en la mente. Pensó. Pensó en su madre, que lo creía compartiendo apartamento con sus amigos. “Un piso céntrico”, le había dicho. Sí, céntrico. Tan céntrico como el barrio chino… el barrio de las prostitutas, de los drogatas y la miseria. El distrito cutre. Donde, sin embargo, las marujas aún limpiaban. Pensó en las mujeres musulmanas. Ciento y la madre en un piso. En las viejecitas acartonadas del siglo pasado, sin fuerzas para fregotear. En las latinas. En las gordas del barrio de toda la vida. En los locutorios y los bares de shawarmas y falafel, en los pisos de citas... ¿Cuántos váteres, cuántas picas debían atascarse en los lóbregos tugurios de aquel marasmo de calles?

Así fue como, de la noche a la mañana, Diego desarrolló su fórmula y comenzó a venderla. Hizo un pacto con Omar: le proporcionaría la materia prima a precio de coste y, a cambio, él le pasaría una comisión sobre las ventas. Omar se frotó las manos: tenía todo un palet de aquel innombrable producto chino con fecha de caducidad y no sabía cómo darle salida. Sellaron el acuerdo tomándose una cerveza en las Ramblas. Y así dio comienzo su negocio. Incluso ilustró las etiquetas para su producto: Desatascador “el Ariete”. No hay roña que lo resista. Lolo y Chema se rieron aún más fuerte cuando lo supieron, pero sus carcajadas cesaron cuando su amigo les mostró las primeras ganancias obtenidas de su última creación. Diego no era muy guapo, pero sabía cómo seducir a las marujonas, mirándolas con ojos inocentones y ladeando la cabeza. Su mejor argumento era la prueba. In situ, les mostraba los prodigiosos efectos del “Ariete” vertiendo un chorro de líquido en los inodoros, amarillentos y con incrustaciones de lustros. La reacción era inmediata. Y a una venta se sucedía otra, pues sabido es que no hay mejor propaganda que el boca-oreja… “Joder, tío, aún te harás rico vendiendo esa mierda”. Diego reía con ganas. Rico no se haría, no… Pero, al menos, tenía con qué vivir. Y con qué pagar su pasión.

Sin embargo, aquella tarde Diego regresó a su casa descorazonado. Más que eso, ligeramente asustado. Al parecer, una extraña plaga se había extendido entre las viviendas del barrio: una inexorable corrosión había atacado todas las tuberías y sistemas de desagüe de los decrépitos edificios y toda una brigada de fontaneros no daba abasto a reparar fugas, inundaciones y atolladeros. Las perspicaces amas de casa no tardaron en relacionar tales catástrofes domésticas con el uso del nuevo producto y, como consecuencia, aquel día Diego se había topado con un puñado de miradas hostiles y caras agrias, más alguna insinuación de denuncia, entre dientes. Así que había regresado al palomar apresuradamente, con su mercancía intacta, barruntando cómo escapar de aquella. Como tantas otras veces, fueron Joshua y Angelina quienes lo rescataron de la negra depresión. Y se enfrascó en su trabajo.

El móvil sonó. Riiiiiing. Riiiiiing. Riiiiing. Lo ignoró, como solía hacer cuando estaba concentrado. En ese momento, daba los últimos retoques a una preciosa cola de caballo de su Angelina, disfrutando de cada pincelada… Dejó sonar el aparato hasta que se detuvo. “Ya me dejarán el mensaje”. Y continuó con la siguiente viñeta. Riiiiiing. Riiiiing. Riiiiiing. Otra vez, insistente. “Me cago en la…”. De pronto, una idea lo sacudió. “Un periódico. Puede ser de una redacción…” Aquella semana había enviado sus tiras a varias. Podían estarlo llamando. “Mierda. ¿Dónde estás?”.

Revolvió el arrugado edredón, tropezó con la pata de la cama y a punto estuvo de darse de narices contra la pica del lavabo. Por fin lo encontró, en el bolsillo de la cazadora.
-¿Diga?
-¿Es usted el señor Diego Garrido?
-Sí… ¿quién es?
-Señor Garrido –Dios, sonaba tan serio… Señor Garrido. Se irguió, inconscientemente-. Verá, quisiéramos hacerle un pedido.
-¿Un… un pedido? –sonaba extraño, pero también prometedor-. Sí, por supuesto. ¿Han visto lo que les envié? ¿Le ha gustado?
Silencio al otro lado del teléfono.
-¿Me… me oyen?
-Por supuesto, señor Garrido. No, no hemos recibido nada –leve carraspeo-. Debe de tratarse de una confusión. Usted no nos conoce… Deje que le explique.
Con el corazón saltándole en un puño, Diego tragó saliva.
-Hemos sabido que usted comercializa un desatascador de probada eficacia, vendiéndolo puerta a puerta.
Toda la ilusión se esfumó de golpe y Diego se dejó caer en la cama, desinflado.
-Bueno, la verdad es que… el producto necesita… eh… necesita perfeccionarse un poco, ¿sabe? De hecho…
La voz pareció sonreír. Era masculina. Grave pero correcta.
-Tal como está ahora, nos resulta perfecto –dijo.
¿Ignoraría el misterioso y futuro cliente los devastadores efectos secundarios de su invento? Diego sintió un leve escalofrío. Algo le decía que no.
-¿Quieren que les lleve el producto a su casa? –preguntó, tragándose la inquietud.
-No, no se trata de eso. Escuche, le voy a dar una dirección. Preséntese allí mañana, muy puntual, a las 8 de la tarde. No es necesario que traiga su producto. Lo elaborará in situ. Nosotros aportaremos los materiales que hagan falta. Ah, señor Garrido… Le pagaremos muy bien por esto.
-Sí… bueno –ahora sintió que el corazón trepaba hasta su garganta-. Claro... deberíamos hablar de las condiciones. Como comprenderán, este pedido es un poco…
-Sé que se sale de sus previsiones –lo interrumpió la voz del teléfono, amable-. No se preocupe. Firmaremos un acuerdo por escrito. Todo quedará muy claro. Y usted saldrá ganando, se lo aseguro.
“Maldita sea, quieren apoderarse de la fórmula. Debí patentarlo antes y ahora podría venderlo por una fortuna… ¿Cómo no se me ocurrió?”
-Oigan, ¿si lo que quieren es comprarme la patente o algo así, creo que deberíamos hablarlo antes.
Leve risa comprensiva.
-Oh, no se preocupe. No es nada de eso, se lo aseguro. No pensamos arrebatarle la fórmula, ni siquiera nos interesa saber cómo lo fabrica. Tan sólo queremos que fabrique una cierta cantidad, para un cliente que lo precisa, y nada más. Le pagaremos al contado y muy generosamente, créame. Y usted podrá volver a su trabajo y a vender su producto como lo hace cada día… No tiene por qué preocuparse.
¿No? Diego asintió, mientras su mente racional protestaba dentro de su cabeza.
-De acuerdo. Mañana a las ocho. ¿En qué dirección?

* * *

Las señas lo llevaron hasta un enorme rascacielos de cristal, situado en la moderna villa olímpica, junto al mar. Diego miró hacia arriba, casi con vértigo. Jamás había entrado en un edificio como aquel… Se preguntó cómo debían sentirse los trabajadores de aquella urna transparente, dotada con la más moderna tecnología. “Joder, cuando se lo cuente a Lolo y a Chema… ¡No se lo van a creer!”.

Lo esperaba a la puerta un hombre de cráneo rapado e impecable traje gris, junto a otro mucho más alto y robusto, con gafas oscuras y vestido con cazadora y vaqueros negros. Le dio un vuelco el corazón cuando vio la forma de un revólver colgando de su cinturón. “Dios, es un guardaespaldas… ¿Dónde me he metido?”. El hombre calvo le alargó una mano, rápida y seca.

-¿Señor Garrido? Encantado.
Diego farfulló un saludo. El hombre no se presentó, ni presentó a su acompañante. Tampoco reveló quién era su cliente. Y Diego comenzó a sentir un doloroso hormigueo en la boca del estómago. “La mafia… Son mafiosos, seguro. Y me han llamado para un trabajo sucio… Dios, ¿cómo escapo de ésta?”. Si echaba a correr, podía oír las balas silbando sobre su cabeza.
El vestíbulo del edificio estaba desierto. Se dirigieron al ascensor y, apenas las puertas se cerraron, el hombre calvo marcó el -2. “Me llevan a los sótanos, al parking…” Las imágenes de decenas de películas, crímenes horribles, asesinatos en garajes desiertos, poblaron su mente. Se mordió los labios, intentando ocultar su temblor.
Lo condujeron por un largo pasadizo hasta una sala iluminada por fluorescentes, con las paredes de cemento y varios enormes cuadros eléctricos. En el centro habían instalado varias mesas con caballetes, un ordenador, impresora, teléfono y fax. Había también una pica de agua, muchos bidones, cubos y embudos. En una esquina, Diego vio aparcado un pequeño toro mecánico. Un par de hombres de piel pálida y cabello rubio, con suéteres y vaqueros, los recibieron con breves gestos de saludo.
El calvo del traje gris lo hizo sentarse en una de las mesas y él ocupó una silla enfrente.
-Señor Garrido, éste será su lugar de trabajo… Digamos que su laboratorio, durante unas horas –esbozó una leve sonrisa-. Le explicaré en qué consiste su trabajo…
“No ha dicho pedido, sino trabajo”, se dijo él. “Joder, ¿en qué lío me he metido?”
-¿Cree que podría producir mil litros de desatascador en una noche?
Diego abrió mucho los ojos.
-¿Mil… litros? ¿En una noche?
-Exactamente.
-Bien, déjeme calcular cuánto necesitaría…
Uno de los hombres le alargó una calculadora. Diego se obligó a despejar su mente y se concentró en los números.
-Veamos… -tecleó, intentando pensar con rapidez-. Me ha dicho mil litros de producto. Diluido en una proporción del veinticinco por ciento… Son doscientas cincuenta ampollas de producto base concentrado. O sea, ciento veinticinco de cada. Pero eso… ¡es imposible de fabricar de golpe!
El hombre sonrió, benévolo.
-Para usted, que trabaja de forma artesanal, sí lo es. Pero nosotros le proporcionaremos todo el producto y el material necesario. Díganos qué necesita y se lo traeremos.
-Bueno… en realidad, mi proveedor principal es un tendero del Raval, un pakistaní… No creo que él tenga tanto stock. No…
-No se preocupe por eso. Denos sus señas y hablaremos con él.
Incrédulo, Diego les dio la dirección del colmado de Omar. ¿Qué pretendían hacer con tal cantidad de producto corrosivo? La imaginación se le disparó. “Joder, armas químicas… Esos tipos planean un atentado, por lo menos”. Tragó saliva y maldijo la hora en que contestó aquella llamada. Ya era tarde para volverse atrás. El guardaespaldas no le quitaba el ojo de encima y Diego vio, con alarma creciente, cómo bajo su cazadora llevaba en bandolera un rifle de asalto.
-Ahora, hablemos de sus honorarios.
“Honorarios”. Diego tragó saliva y apenas pudo murmurar un sí de consentimiento cuando vio el folio que escupía la impresora sobre la mesa y leyó las cifras.
-Sí, señor Garrido. Ha leído bien. Le pagaremos por cada litro veinte veces más de lo que pide usted cuando lo vende. Y será en efectivo, apenas acabe su trabajo. Tiene toda la noche por delante.

* * *

Las siguientes horas las pasó concentrado en su trabajo de mezclar y diluir botellas de producto en grandes cubetas. Los hombres rubios de vaquero y suéter entraron el toro mecánico cargado de botellas de detersivo chino, lejía, limpiahogar, bidones de agua, cubos, mangueras y embudos… El guardaespaldas trajo mascarillas para todos, y Diego intentó hacer oídos sordos a las conversaciones susurradas a media voz, en un idioma que se le antojó rarísimo y desconocido, bien distinto del chino, el árabe o el paquistaní que ya se había acostumbrado a oír en el barrio. “Ruso”, concluyó. Y se obligó a no pensar en todas aquellas películas de acción que le habían atiborrado la mente, presentando la mafia rusa como la más brutal de todas las organizaciones criminales. Pero no podía ignorar las entradas y salidas del hombre calvo y trajeado, cada vez más impaciente, sus continuas llamadas telefónicas, sus cuchicheos con los otros hombres, las miradas frías que le lanzaba… Finalmente, captó una conversación en español. Sus oídos se aguzaron y lo que oyó lo dejó atónito.
-Sí, ¡ja, ja, ja! … Como lo oye. Con esa mierda, nos ahorraremos al menos medio millón de euros por día. Sí… Reducirá todos los costes de la tuneladora… Ja, ja, así es. Cuando vean la demostración nos otorgarán la concesión de la obra… Por supuesto.
La tuneladora. De pronto, Diego lo vio claro como el día. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Su fenomenal producto abrasivo iba a substituir el trabajo lento, penoso y carísimo de una gigantesca máquina excavadora.
Reduciría el trabajo. Reduciría los costes. Y aquellos mamones, pensó, conseguirían la concesión de innumerables obras y se forrarían de millones a costa de su producto. De su invento.
Y, de pronto, se indignó. Cuarenta mil miserables euros no pagaban aquel negocio redondo.
Su reloj marcaba las cinco de la madrugada cuando tuvieron los mil litros de preparado, convenientemente mezclado y envasado en las garrafas. El calvo alargó a Diego un papel, del cual apenas pudo leer nada. “Un recibo”, le indicó el hombre de la calva, en un tono que no admitía réplica.
Con dedos torpes, Diego firmó.

El guardaespaldas extrajo el fajo de una maleta, que a buen seguro contenía otros muchos como aquel, se sacó una goma de pollo del bolsillo y sujetó con ella los billetes. El calvo se lo tendió pero cuando Diego alargó la mano, se detuvo.
-Recuerde una cosa, señor Garrido –su voz sonó amenazadoramente serena-. Este dinero paga su trabajo y su silencio. ¿Me entiende?

Diego asintió, tragando saliva, y lo embutió en su bolsillo, tembloroso. Apretón de manos, escolta hasta el ascensor, subida al vestíbulo y a la calle. El sol lo deslumbró pero apenas tuvo tiempo de mirar a su alrededor. El guardaespaldas lo obligó a meterse en el vehículo y lo dejó lejos de allí, junto al parque de la Ciudadela, despidiéndolo con un gesto. Diego regresó andando a su casa, con la mente en una nube y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.

Cuando por fin ganó la seguridad del palomar, apenas sintió el dintel tras el consabido coscorrón. Trastabillando, llegó a la puerta, introdujo la llave en la cerradura casi a tientas y, tras cerrar la puerta, se derrumbó en la cama deshecha, sin quitarse la cazadora ni los zapatos siquiera. Lo último que recordó, antes de caer dormido, fue el tacto del abultado fajo de billetes en el bolsillo del pantalón y el escozor intenso en los ojos.

Despertó a media tarde, con el currucucú de las palomas armando alboroto en la azotea. Alguna atolondrada golpeteó el cristal de la ventana, antes de remontar el vuelo hasta el tejado. Diego entreabrió los párpados, doloridos e irritados, y desvió la mirada hacia el reloj digital de su muñeca.

¿Las seis? ¿Hasta tan tarde había dormido? Se puso en pie, sobresaltado. “Joder, ¿qué hago acostado… con zapatos? El peso en el lateral de su pantalón lo devolvió a la realidad. Palpó los billetes. Se frotó la frente. Caminó arrastrando los pies hasta el espejo del lavabo. No, no había sido una pesadilla.

Contó y recontó los billetes, esparciéndolos y amontonándolos sobre su escritorio, entre los lápices, las borraduras de goma y las tiras de Joshua y Angelina. Cuarenta mil euros. ¿Qué demonios hacer con todo eso?
Descartó abrir una cuenta en el banco. Jamás había tenido una, ni la necesitaba. “Sería sospechoso. Viviendo en este barrio, tendría a la poli detrás de mí en un periquete”. Podía mudarse e ir vivir a un apartamento grande, moderno, limpio… Aunque, pensándolo bien, una casa grande sólo le daría más trabajo. Más espacio que ordenar, más que limpiar. “Bah, ya estoy bien aquí. Además, en el barrio todos me conocen y nadie me molesta cuando quiero dibujar…” No vale la pena. Luego pensó que podría autoeditar su obra, lanzar una tirada de sus comics e intentar distribuirla y venderla por todas las librerías. ¡Sí, esa sería una buena inversión! Pero pronto se desanimó. La distribución sería cara, tendría que luchar por vender cada uno de los libros… No, valía más esperar que alguna editorial la valorara en su justa medida, y ahorrarse tantos afanes. También podía montar una pequeña imprenta digital, pensó, y así publicar sus obras y las de tantos artistas anónimos muertos de hambre, como él. Su veta solidaria afloró, durante unos minutos de euforia soñadora. Pero la realidad se impuso de nuevo. Una cosa es la inversión inicial, otra mantener el negocio… Si no funciona, en poco tiempo puedo estar en la ruina de nuevo. Mejor no complicarse la vida.
Una lucecita perversa se encendió en su mente. Ah, podía emplear otros métodos… Con esa cantidad, podía sobornar a algún periódico de gran tiraje para que publicara sus viñetas, al menos durante un tiempo. Estaba convencido de que los personajes gustarían tanto que los propios editores le pedirían que continuara trabajando para ellos. Sí, esa era una buena idea… que acabó descartando, también. Y no por exceso de de honradez, sino por orgullo. “No. Si mis tiras se publican, será por mérito propio, no porque haya comprado a nadie. Será porque lo valen”.
Y así, dándole vueltas al asunto y manoseando los billetes nerviosamente, Diego cayó en la cuenta de que todo aquel dinero no le serviría para ayudarlo a alcanzar sus sueños.

* * *

Transcurrieron varios días de inquietud e insomnio, días en que hasta la inspiración huyó de él, instalándose en el palomar un permanente desasosiego, un negro temor. Como fugado de la justicia, Diego rehuyó la presencia humana de sus vecinos, de Omar e incluso de sus amigos, Lolo y Chema, quienes se cansaron de dejarle mensajes en el móvil. Escondió los billetes en los lugares más inverosímiles de su cubil, cambiándolos de escondite cada dos por tres, temiendo ser descubierto de un momento a otro. Salía al anochecer, tan sólo para comprar coca cola, un shawarma para cenar y la prensa diaria, temiendo ver, cualquier día, una noticia alarmante en portada: “Terroristas rusos perpetran un atentado con productos químicos explosivos”. “Descubierto laboratorio de armas químicas en un sótano de la villa olímpica”. “Socavón inexplicable en las obras del AVE en…”
Por fin tomó una determinación. En un súbito arranque de inspiración, decidió invertir sus cuarenta mil euros en aquello que accidentalmente le había procurado la prosperidad: su desatascador.

* * *

Decidió mejorar la fórmula. Hizo pruebas. Con menor concentración de producto, “el Ariete” podía funcionar… Y funcionó. Se alió con Omar, el paquistaní. Alquilaron un localito y compraron producto al por mayor. Contrataron a una administrativa y un par de comerciales a comisión dura, dos latinos sin papeles con una labia sin igual. Diego diseñó nuevas etiquetas, que, esta vez, hizo imprimir a todo color. Compró un ordenador portátil nuevo y creó una página web. Y se dispusieron a distribuir “el Ariete”, puerta a puerta, por toda la ciudad, y en la red.

Al cabo de un año, Diego abría su primera cuenta bancaria con ciento treinta y cinco mil euros en depósito.

Al cabo de dos, abrió su primera sucursal, con oficina y central de llamadas. Omar era el gerente, tenía diez empleados y los latinos –ya con papeles- actuaban como jefes de comerciales y responsables de exportaciones. Facturó doscientos mil euros más.

Al cabo de tres, habiendo perdido la cuenta de sus ganancias, se presentó a un concurso. No de cómic, ni de dibujo, sino de “jóvenes emprendedores”, organizado por la federación de empresarios de la ciudad. Por su brillante y original iniciativa de venta de productos higiénicos a domicilio y por Internet… quedó finalista.

En la cena de entrega del premio, ocupó mesa junto a sesudos señores de la élite empresarial y política barcelonesa… Y, ¿quién era aquel señor barbudo, con su pipa, vestido de traje negro y con gemelos de brillantes, que lo miraba escrutador? Nada menos que el “director”. El director del periódico en el que siempre había soñado publicar…

Angelina y Joshua lo habían acompañado siempre. Jamás había dejado de tener un tiempo para ellos, en sus años de expansión empresarial. Y Diego supo que aquella noche era su oportunidad. Allí, en la mesa redonda, entre copas de cristal de bohemia, puros habanos y centros de orquídeas, supo que debía presentar batalla.

Y la libró. “Envíeme unas muestras”, le dijo el director.

* * *

Cuatro años y un mes después de una llamada singular, Diego Garrido publicó su primera tira de Joshua en un gran rotativo de la ciudad. Seis meses después, Angelina se convirtió en la heroína de miles de adultos y adolescentes, ávidos de inocencia mezclada con cáustico humor. Y una conocida empresa de ropa se lanzó a comercializar bolsitos de charol y camisetas con su efigie.

* * *

Seis años después, Diego ya no vive en un lóbrego palomar del Raval. Pero aún lanza sus zapatos al aire cuando entra en el elegante ático de la Avenida de Sarriá; aún se derrumba vestido en la cama de metro sesenta con edredón de seda, que la chica de limpieza se empecina inútilmente en alisar, y su inmenso escritorio de metacrilato, iluminado por un foco halógeno, no da abasto para contener los papeles, la tinta, los lápices y las borraduras de goma…

A veces se detiene a pensar. Nunca supo más del hombre calvo del traje gris, de su guardaespaldas ni de sus compinches. Pasaron por su vida como un sueño, una pesadilla fugaz. Pero dejaron algo muy real. En medio de la abundancia, Diego mira por los ventanales impolutos de doble cristal de su ático. A un lado ve el Tibidabo, al otro puede ver el mar. Sólo echa de menos una cosa. Las palomas. Nunca creyó que las llegaría a añorar. Aún recuerda el cucurrucú, el jaleo de alas revoltosas, el olor que llegó a detestar… Lo añora intensamente, cuando sale ya anochecido para recorrer las calles del Raval, para encontrarse con Omar a pasar cuentas y tomarse un Shawarma en el garito de la esquina, en compañía de Lolo y Chema, a la sombra del bloque destartalado que fue su hogar.