sábado, 2 de febrero de 2008

El jardín

La princesa era bella y altiva. Lucía oro en los cabellos y blanco marfil en su tez. Sus labios eran brasas encendidas pero, en cambio, el hielo asomaba en sus ojos.

Hija única de los monarcas, había crecido educada en la firme convicción de que todos cuantos la rodeaban vivían para cumplir sus deseos.

A los quince años, se despertó en ella una extraña inquietud, que la llevó a buscar sosiego fuera de los muros del palacio, en la novedad continua y en el abrazo del viento. Solía cabalgar, a lomos de su caballo árabe, acompañada tan sólo de su palafrenero, mancebo silencioso que cuidaba con devoción de su señora y de las monturas.

Un día, su paseo a caballo la llevó hasta el mercado de la ciudad. Hastiada de los buhoneros, los mercaderes de telas y de objetos exóticos, sus ojos se posaron en un sencillo puesto de flores.

La florista era joven, tal vez de su misma edad. De cabello castaño y ojos de miel, el rubor de la alborada se posaba en sus mejillas. No necesitaba anunciar su mercancía. Las flores pregonaban su belleza, saturando el aire con sus aromas.

La princesa las contempló, fascinada.

-¿Qué deseáis, mi señora?
Su voz era agua transparente deslizándose sobre los pétalos. Había reconocido a la princesa, y la miró con respeto y suave sonrisa.
La princesa comenzó a elegir.
-Estas… y éstas… Y aquel ramo. ¡Ah!, también esos lirios… Dame los azules, y los blancos… Mejor, ¡dámelos todos!
Con los brazos atestados de flores, el palafrenero ingenió la forma de colocarlas en las alforjas de su robusto jaco.
-¿Cuánto debo pagarte?
La florista se turbó y sus pómulos enrojecieron como las amapolas.
-Mi señora… ¡Os habéis llevado tantas flores! Para mí es un honor, consideradlo un regalo.
La princesa irguió su espalda grácil y negó con la cabeza.
-Una princesa paga espléndidamente por obtener sus deseos. No puedo consentirlo.

Sacando su bolsita de cuero, depositó tres monedas de oro en manos de la asombrada florista. Y, sin decir más, montó en su caballo y se alejó, seguida del palafrenero. Cabalgaba erguida y airosa, recibiendo la pleitesía de sus súbditos a su paso por las calles. Sólo el palafrenero volvió la vista atrás. La florista permanecía inmóvil, aún turbada, ante su puesto casi vacío, con las tres monedas en la mano.

Entre el frío mármol y los pesados tapices, las flores eran un estallido de vida en los aposentos de la princesa.

Ella las contemplaba, hechizada, durante horas. Paseaba por las estancias e iba de un ramo a otro, sentándose junto a ellas. Acariciaba los pétalos y aspiraba, hasta embriagarse, las fragancias rezumando néctar, aliento de hojas y savia de yerba.

-Están muertas… -murmuraba, para sí, mientras posaba sus labios sobre la piel aterciopelada de un lirio-. Sus tallos están cortados, ya no poseen raíz… pero, aún y así, ¡son tan bellas!

Jamás la habían visto sus padres tan embelesada con regalo alguno. Su melancolía desapareció, pero una euforia inquietante la invadió, alternada por súbitos cambios de humor.

Pasados unos días, cuando las flores comenzaron a marchitarse, la princesa regresó a la ciudad.

De nuevo eligió a su capricho, ante la sorpresa y la gratitud de la florista. Jamás había ganado una sola moneda de oro… y ahora su señora, la princesa, se dignaba a comprarle flores, ¡tan generosamente!

Aquella noche, la florista regresó a su morada, en el arrabal de la ciudad, allí donde las calles empedradas morían en el barro y los señoriales edificios cedían paso a las humildes casas de piedra y paja. Pensó que debía ampliar su puesto y quizás cultivar más flores, para poder agasajar a tan espléndida compradora sin desatender a sus clientes habituales.

La casa de la florista era pobre y diminuta. En cambio, estaba rodeada por un jardín exuberante. Nadie sabía por qué, pero durante todo el año rebosaba de flores. Violetas y lirios reinaban en abril, las rosas se expandían en mayo; margaritas, claveles y orquídeas competían en verano; las dalias alumbraban el jardín en otoño, los crisantemos en invierno… El perfume se derramaba por la vieja tapia de piedra, inundando la calle, hasta las casas cercanas. Los vecinos decían, admirados, que la muchachita solitaria, de quien no se conocía familia, tenía manos de hada.

La princesa se encaprichó de tal modo con las flores, que ya no podía vivir sin ellas. Al tercer día que volvió a la ciudad, fue acompañada de un carruaje y compró todas las que había en el puesto. La florista no supo qué decir, atónita.
Y así, una y otra vez, la princesa volvía, cada vez con mayor frecuencia, a buscar sus flores. Y la florista se afanaba por llenar su parada. El jardín necesitaba tiempo y comenzó a faltar algunos días en el mercado. Cuando, por segunda vez, la princesa quiso llevarse todas las flores del puestecillo, la florista intentó explicarse.

-Alteza, si os las vendo todas, mis clientes no podrán comprarme flores durante días…
La princesa se volvió, ofendida.
-¿Qué importan los otros clientes? ¿Acaso no te pago bien? ¡Soy la princesa de este reino! Debería bastarte con servir a tu señora. ¡Esas gentes nunca te pagarán con tal esplendidez!

Y la florista guardó silencio, bajando el rostro. ¿Cómo explicarle aquello que le pesaba por dentro? ¿Cómo decirle que una simple rosa teñía de gozo el rostro de una enamorada? ¿Cómo hacerle comprender que un manojo de claveles iluminaba un hogar o que un ramillete de margaritas hacía sonreír a una anciana, mientras que todas las flores de su puesto no conseguían alegrar el corazón insaciable de una princesa?

Trabajaba en su jardín, redoblando su ahínco. Se levantaba antes del alba, cuando aún el aliento de las flores se mezclaba con el rocío. Por las tardes el sol se acostaba antes, mucho antes que ella acabara su faena, removiendo la tierra, podando ramitas, regando y entresacando malas hierbas, bajo la mirada de la luna triste y la sonrisa fría de los luceros.

Sus vecinos y compradores se extrañaron. Se enojaron, y luego se entristecieron. La princesa lo tenía todo, ¿también quería privarles ahora de las flores?

Los aposentos de la princesa rebosaban. Y ella sentía acrecentarse su pasión. Vivía de las flores, no podía respirar sin ellas. Pasaba horas rindiéndose a su hechizo. Invitaba a las damas de la ciudad a visitarla, y todas admiraban la belleza de los artísticos ramos. Ella reía, aún ansiosa, las mejillas encendidas como rosas y los ojos brillantes, destilando escarcha.

Los vecinos de la florista veían cómo su mirada se apagaba y la tristeza se adueñaba de su rostro. Agotada y pálida, la veían trabajar, incansable, en su jardín. Ella se amustiaba con los días, pero las plantas florecían bajo sus manos, derrochando amor.

Hasta que un día, la princesa quiso más.

-Voy a celebrar mi fiesta de aniversario, ¡y quiero inundar el palacio de flores! –dijo a la florista-. No me basta con las flores de tu parada… ¡Quiero ver tu jardín!

Ocultando su temblor, la florista se encaminó hacia su casa, seguida de la princesa, el palafrenero y los sirvientes que conducían el carro, atestado de flores.

Cuando la princesa vio el huerto florido, enmudeció.

-¡Lo quiero! –exclamó- ¡Lo quiero todo! Todas esas flores… ¡en mis salones! Será magnífico.
La florista la miró, suplicante.
-Mi señora, no es posible. Si las cortamos todas, ¡no volverán a crecer en mucho tiempo!
De nuevo la princesa montó en cólera.
-¿Dices que no es posible? ¿Cómo osas oponerte a mis deseos?

En vano intentó la jovencita explicarle que las flores necesitaban tiempo y las plantas debían recuperarse… La princesa no quiso oír más. Llamó a sus guardias y a los jardineros del palacio real. Mientras dos soldados sujetaban a la florista, los jardineros y los guardias se armaron de picos, azadas y sacos. Impotente, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón desgajado, la vendedora de flores vio como, en pocas horas, devastaban su jardín.

Un solo hombre permaneció inmóvil, apartado, testigo mudo del llanto; el joven palafrenero.

En el palacio, un batallón de criadas recibió las montañas de flores y se libraron a la tarea. La víspera de su aniversario, la princesa ordenó a todos salir afuera. Sola, bajo la luz ambarina del ocaso, recorrió su salón, revestido de guirnaldas y maravillosos centros, donde surtidores de flores se desbordaban sobre lechos de hojas trenzadas. Allí recibiría a sus invitados, regia y hermosa, envuelta en el esplendor de las flores. Se descalzó y caminó sobre un sendero de pétalos, aspirando hondamente la fragancia. Cerró los ojos y suspiró, henchida de belleza y perfume.

Allá en el arrabal, en un jardín despojado, una muchacha humilde lloraba, arrodillada en el suelo. Hundió las manos en la tierra herida, húmeda y sangrante. Y lloró. Lloró sin descanso y sin consuelo, hasta ahogarse en sus lágrimas. Entonces cayó. Sus dedos abiertos enraizaron en la tierra, y sus cabellos esparcidos se cubrieron de rocío. La luna sonrió, con tristeza, y la besó en el rostro. La noche cerró sus ojos.

Amaneció el gran día. El palacio real bullía en gran agitación, preparándose para celebrar el aniversario de la princesa. Criados y sirvientes iban y venían, frenéticos, preparando mesas, abriendo balcones y cortinajes, disponiendo sillas y acomodo para los invitados. Los músicos afinaban sus instrumentos; en las cocinas, los hornos desprendían aromas de crema y pasteles. Las doncellas de la princesa se afanaban en el ropero, preparando sus mejores galas y joyas. Otras llenaban una bañera de agua humeante, perfumada con pétalos de rosa y jazmín.

La princesa madrugó. Apenas había dormido. Inquieta, no pudo esperar que llegara su hora. Tenía que verlas… antes. Antes de la recepción solemne, antes de abrir su salón, cuajado de flores, a sus vasallos e invitados.

Corrió descalza por el pasillo, sin apenas cubrirse, el fino camisón de seda queriendo huir de su cuerpo. Empujó la puerta de madera labrada, lacada en esmaltes y oro, y entró en la sala.

Las doncellas se alarmaron. ¿Dónde estaba su señora? Avisaron a la reina.
-La princesa no está en su lecho. ¿Dónde puede haber ido?

Angustiados, reyes, criados y doncellas, emprendieron su búsqueda, llamándola sin obtener respuesta. Hasta que llegaron a su salón privado, allí donde debía celebrarse la fiesta.

La puerta estaba entornada y el rey la abrió de par en par. Entró, seguido de la reina y una multitud de criados. Un grito escapó de todas las gargantas.

Horrorizados, contemplaron el funesto esplendor del salón. Todas las flores se desprendían, colgando de macetas y columnas, ennegrecidas y mustias. Las guirnaldas de hojas marchitas, macilentas como harapos, exhalaban un hálito putrefacto. Y en medio, tendida en el suelo, vieron a la princesa, los cabellos esparcidos sobre los pétalos arrugados y el horror contrayendo su rostro. En una mano, una rosa seca se deshacía entre sus dedos crispados.

Al anochecer de aquel aciago día, que debía ser festivo y fue duelo en el reino entero, un mancebo a caballo atravesó las calles de la ciudad. Los cascos de su montura resonaban en el pavimento desierto. Nadie vio a dónde iba.

Se dirigió al arrabal, y desmontó ante un viejo tapial de piedra. Entró por la cancela abierta y llamó a la puerta de la casita. Nadie le respondió. Volviendo sobre sus pasos, rodeó el muro y contempló el jardín, negra desolación de tierra desentrañada. Buscó con la mirada. ¿Dónde estaba la joven florista? Caminó, con suavidad, sintiendo el dolor de la tierra. ¿Dónde estaba la doncella, de ojos de miel y manos de hada?

De pronto, se detuvo. Cayó de bruces, y no pudo contener el llanto.

La florista ya no estaba allí. Pero en medio del jardín desnudo había brotado un arriate esplendoroso, cubierto de flores fragantes.

El sol se había ocultado y la luna asomó por el horizonte violeta. A lomos de su caballo, el joven palafrenero emprendió el galope. Su destino era ir lejos, muy lejos de aquel país. Tan sólo llevaba su capa y un puñado de recuerdos. Y una pequeña rosa, prendida en el cinturón.