sábado, 14 de abril de 2007

Alumbramiento

Sonia se abrochó la bata, se embutió un par de guantes de látex en el bolsillo y se colgó la mascarilla del cuello. Salió apresuradamente del vestidor, dirigiéndose al mostrador de recepción.

─Sala tres, jefa ─le dijo Lola, que coordinaba el turno de noche. La pantalla del ordenador se reflejaba en sus lentes enormes, que cubrían el rostro maquillado y risueño. Sonia le devolvió una sonrisa y asintió, cogiendo el expediente al vuelo.

Se apresuró por el pasillo. Maternidad era una planta que bullía de actividad día y noche. Rara era la hora en que no se cruzaban camillas con parturientas, médicos y enfermeras corriendo de un lado a otro, tropezando con padres ansiosos y abuelas entrometidas. Pero era un estrés casi gozoso, pensaba ella. Entre las prisas, el rodar de camillas y el olor a suero, Sonia podía distinguir perfectamente el olor a madre y a sangre, el olor de recién nacido. Olores que, con el tiempo, se habían hecho entrañables para ella. Olor a vida.

De pronto, se topó con un grupo que empujaba otra camilla. A su lado, corría el padre del futuro bebé. Sonia se detuvo de golpe. Él también.

─¡Sonia!
─¡Carlos…! ¿Qué…?

Carlos desvió la mirada hacia la mujer tendida, con el vientre prominente bajo la sábana. Un simple vistazo le bastó a Sonia para comprender que algo no funcionaba.

─Es Alicia… está de parto. Y… y creo que viene mal.
─¿Qué le ocurre?
─El ginecólogo ya nos avisó. El niño viene de través. Lo intentaron girar, pero no fue posible. Está sufriendo mucho…

Sobraban las palabras, pensó Sonia. Alicia estaba irreconocible. El dolor contraía su cara. Pálida, sudorosa y sin rastro de maquillaje, la belleza había huido de aquel rostro oval y perfecto.

─¡Quirófano cuatro! –gritó Lola, asomando desde el mostrador. Las enfermeras empujaron la camilla a toda velocidad.

Carlos la tomó de las manos y la miró a los ojos.

─Sonia… ¿Querrás estar por ella? Si es posible, que no la abran… Es alérgica a varios anestésicos. Si podéis evitarlo…

Ella le estrechó las manos, deseando abrazarlo, besándolo con la mirada. Apretó los labios.

─¿Sabes cuáles son?
─No… no. Son nombres extraños… Tenía una lista… La tenía… La he olvidado. ¡Maldita sea…! ¡Lo siento!

Se mesó los cabellos, desesperado. Sonia lo miró, moviendo la cabeza. Por una vez, había algo que Carlos no podía controlar. Y allí lo tenía, abatido, desconcertado e impotente, como un niño perdido. No se había peinado, lucía barba de dos días y llevaba el suéter del revés, observó. Y también había bebido. Lo adivinaba en su aliento, y en la forma de la petaca, asomando de un bolsillo de su chaqueta. Pero ella lo encontraba tan atractivo, tan arrebatador como siempre. Y le apretó más las manos, ¡ojalá pudiera estrechar su cuerpo entero!

─Por favor, Sonia… No, no dejes que…

Ella asintió. Si Alicia era alérgica a varios anestésicos y no los recordaba, esto significaba que deberían hacerle pruebas. Sólo lograrían alargar el parto y el suplicio. El niño podía peligrar. Y su vida también.

─No te preocupes. Me ocuparé de ella. Tú espera aquí, en la salita… No sufras.
Carlos aún le sostenía las manos. Ahora tenía los ojos llenos de lágrimas.
─Sonia…
Ella se acercó y le besó suavemente en la mejilla. Una lágrima le mojó los labios.
─Carlos, basta. Sé fuerte.

Dio media vuelta y se alejó a toda prisa. “Sé fuerte”, se dijo a sí misma. El corazón bamboleaba en su pecho y las piernas le temblaban. Se acercó al mostrador de recepción.

─Lola, dile a Marisa que vaya al quirófano tres. Yo iré al cuatro.
─Muy bien, jefa –Lola tomó el expediente de manos de Sonia y le alargó otro papel.

Se cruzó con Marisa a punto de entrar en la sala. Marisa le guiñó el ojo mientras se enfundaba los guantes.

─Vaya, veo que te gustan los casos difíciles… ¡Esa del cuatro va a dar guerra!

Sonia forzó una sonrisa y no respondió. Empujó la puerta del quirófano y entró.


Alicia se debatía, el enorme vientre sobresaliendo bajo la sábana y las piernas, blancas, desnudas, retorciéndose sobre la camilla. Sonia observó la piel impecablemente depilada y los pequeños pies, con las uñas cuidadosamente pintadas de esmalte rosa perla. Siempre conservaría un retazo de su elegancia, pensó. Pero ahora gemía, lastimera, como un animal torturado, mientras agarraba con las manos la barandilla metálica de la cabecera. A su alrededor se reunieron Celia y Rosa, sus compañeras, el joven enfermero de prácticas y el doctor Ríos, el ginecólogo de turno en la planta.

─Habrá que preparar una cesárea ─comentó Ríos, tras examinar brevemente a la paciente.
─Nada de anestesias. Es alérgica –dijo Sonia, terminante, apartando con un gesto a Rosa, que se acercaba con una jeringuilla.
─Señora, ¿sabe a qué es alérgica? –el médico se inclinó sobre la parturienta.
Alicia profirió un quejido y dio un nombre, con voz entrecortada…
─Eso… y otras cosas… No lo recuerdo. Tenía una lista…
Sonia llamó al doctor aparte.
─No han traído la lista –susurró.
─Entonces, le haremos las pruebas –dijo, disponiéndose a salir, y añadió, mirando a Celia─: preparad los testers y tenedlo todo a punto. Voy a ver a la paciente del seis. Esto va para largo.

Apenas el médico salió, Sonia se acercó a la parturienta. La miró. Alicia seguía gimiendo, sin poder contenerse. Aquella era la mujer que le había arrebatado tanto… pensó, y no pudo evitar sentir rabia. Rabia y dolor, mezclados con la lástima. Ahora la tenía en sus manos.

Alicia volvió hacia ella sus ojos marrones y dulces, oscurecidos por el insomnio y el daño. Suplicantes. Ah, si ella supiera…

─¿Le damos algún calmante? –preguntó el joven enfermero. A todas luces, se sentía incómodo. Era su primer parto. Sonia lo miró.
─No. Puede rechazarlo.
─Cesárea y acabamos ya –replicó Celia─. Con estas primerizas, lo mejor es cortar por lo sano. Ellas también lo prefieren.

Celia era una de las veteranas, expeditiva y curtida. A veces a Sonia le parecía que trataba a las parturientas como si fueran ganado. Miró de nuevo a Alicia y le acarició la frente, mojada de sudor, fría. “Por favor, que no la abran”, las palabras de Carlos resonaban en ella. “No dejes que…” Sonia sabía que tendrían complicaciones. Alicia era menuda y frágil y el bebé, a juzgar por el voluminoso abdomen, era enorme. “Será como su padre”, pensó Sonia, intentando olvidar el cuerpo atlético de Carlos.

─Apartad. ¡Vamos!

Lo dijo en tono tan autoritario que sus compañeros se alejaron, sorprendidos. Por una vez, ejerció su autoridad como enfermera jefe de la planta. Sonia se subió a horcajadas en la camilla, se quitó los guantes y los arrojó al suelo.

─¿Qué coño haces? –le espetó Celia.
─Dejadme.

Sonia retiró las sábanas y Alicia quedó desnuda ante ella. Miró a la enfermera, antes de cerrar los ojos. Gimió débilmente.

─Tranquila… Respira hondo. Relájate ─susurró.

Y le habló con palabras dulces, como a una niña, acariciando su cara, apartando los rubios cabellos, apelmazados por el sudor. Entonces se frotó las manos y las posó sobre el abdomen de la parturienta. Sus compañeros la miraban, atónitos, pero la dejaron seguir. Sabían que Sonia, pese a vivir inmersa en el mundo de la cirugía y los agresivos tratamientos hospitalarios, creía firmemente en la medicina natural. Era experta en terapias alternativas y más de una compañera se había beneficiado de sus masajes. Sonia a menudo había disputado con los médicos sobre la conveniencia o no de aplicar cesárea a las pacientes. Los médicos eran humanos, pensaba, pero el trabajo los abrumaba y ante la avalancha de parturientas las salas de partos se convertían en máquinas de parir bebés. Ella sostenía que en la mayoría de casos las cesáreas eran innecesarias, y defendía el parto natural contra lo que ella consideraba una agresión.

Mientras sus manos trabajaban sabiamente, amasando el endurecido vientre, Sonia no pudo evitar que su pensamiento volara. Con aquellas manos había acariciado tantas veces a Carlos… Qué poco podía imaginar la doliente madre que aquellas manos habían jugado con el cuerpo de su esposo, arrancando el placer de su piel. Y se estremeció pensando que aquel cuerpo hinchado, que ahora masajeaba, también había recibido las caricias de su amante. También se había hundido en ella, plantando su semilla en aquellas carnes blancas y tersas. En ella, en Sonia, tan sólo había sembrado el placer… El placer, y mucho más. Sonia había sentido como Carlos vertía en ella todo su ímpetu, sus sueños, sus locuras y sus anhelos. Pero Carlos era hombre ambicioso. Sonia sabía muy bien que su matrimonio era pura conveniencia, una alianza entre familias –y entre empresas también. Alicia, a buen seguro, vivía engañada. Él intentaba quererla, ocultaba su secreto amor y ella quizás nunca llegaría a sospechar de las escapadas de su marido, sus encuentros fugaces con la mujer que ocupaba su corazón. Carlos había sido capaz de traicionar sus sentimientos. Pero no había podido renunciar a su amor. Y ella tampoco había querido hacerlo.

Alicia se relajó, y Sonia pudo sentir al bebé agitándose en el vientre. Entonces llamó a sus compañeros. Ellos se acercaron mientras Sonia tomaba de las manos a la parturienta y la obligaba a incorporarse. Clavó sus rodillas contra los muslos de Alicia, abriendo sus piernas.

─¡Empuja fuerte! ¡Ahora!

Alicia obedeció, y gritó con todas sus fuerzas.


Cuando el doctor Ríos entró en el quirófano, se encontró con una escena inesperada. Volvía preparado para una cesárea y vio a Sonia, con la bata y los pantalones mojados y salpicados de sangre, y un pequeño bebé en brazos. Celia le acababa de cortar el cordón umbilical y Sonia lo mecía con energía, hasta que el recién nacido rompió a llorar. Entonces lo enjugó con una toalla, delicadamente, y se lo entregó a su madre. El médico no salía de su asombro. Aquello no era lo prescrito por el protocolo, de ninguna manera. Alicia abrió los brazos, sonriendo, débil y agotada, para acoger al bebé sobre sus senos desnudos. Y Sonia, la ejemplar enfermera jefe, que a todas luces se había saltado hasta la última norma, no llevaba guantes.

Cuando vieron al doctor, todos se sobresaltaron. Todos menos la feliz madre, que apretaba al pequeño, aún sanguinolento, contra sí. Sonia no dijo palabra y salió apresuradamente, con una toalla entre las manos.

Se dirigió a la salita de espera. Afortunadamente, pensó, la parentela de Alicia no había llegado aún. No le apetecía en absoluto encararse con la envarada madre de la joven, o con aquel Don Juan engreído y enfundado de Armani que era su padre… o con sus histéricas hermanas.

Carlos se puso en pie cuando la vio. Lo alarmó el manchón de sangre y la ropa mojada. Pero ella sonrió. Jamás sonreír le había resultado tan dulcemente doloroso.

─Entra a verla. Está en el número cuatro. Todo ha salido bien.
─Sonia… ─estaba a punto de abrazarla, pero ella se apartó un paso.
─Tienes un hijo. Un hijo precioso. Anda, ve a verlo.

Carlos se precipitó pasillo adelante. Sonia sabía que el protocolo tampoco contemplaba que los padres entraran en las salas de parto, salvo excepciones… Pero también sabía que, esta vez, nadie se lo iba a impedir. Rosa, Celia y el joven enfermero aún se exclamaban, ante el estupefacto doctor Ríos, porque, con un increíble masaje, Sonia les había ahorrado la cesárea y un sinfín de complicaciones.

Caminó despacio detrás de Carlos, pero no entró en el quirófano. Apoyó la espalda en la pared y se dejó deslizar hasta el suelo, hasta quedar en cuclillas. Y pensó que, en la vida, a veces se daban carambolas inesperadas. Entre todos los días del año, había sido en su turno cuando le había llegado la hora a la esposa del hombre que amaba. Había sido la primera mujer en tener su hijo en brazos… Las fuerzas la abandonaron de repente. Se abrazó las piernas y, hundiendo la cabeza entre las rodillas, lloró.

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