sábado, 14 de abril de 2007

Pascua de sangre

Dong, dong, dong, dong…

Graves, solemnes, las campanas de Santa Nonna comenzaron a tañer, mientras la noche cernía su velo sobre la ciudad. Alrededor de la vieja iglesia, levantada en las campas del arrabal, una muchedumbre comenzaba a reunirse, murmurante, sin osar levantar revuelo. Oscuros mantones y candelas vacilantes se entremezclaban con los saludos a media voz y los rezos siseados de las mujeres. Entre la multitud, descollaban, como alas de cuervo, las capas negras de terciopelo y los picudos capuchones de los cofrades.

Viernes santo. Víspera de dolor y de muerte en el crepúsculo de la ciudad milenaria.

En las profundas callejas, retorcidas como tripas, del centro de la ciudad, el rocío cayó con la tiniebla. En una lóbrega rúa una puerta se abrió, arrojando a la calle una cuchillada de luz, con la vaharada de humo, vino y algarabía. Tres sombras se perfilaron y al instante tres figuras envueltas en capas salieron a la fría intemperie. Sus voces alegres resonaron en la noche.

─¡Vamos, mozos! ¡Llegaremos tarde y el canónigo nos hará cargar doble!
─Rodrigo, ¿llevas los capuchones?
─Aquí están… ¡Martín! Deja ya el vaso, ¡que aún nos queda brega!
Risas de adentro y afuera, mientras el cuarto hombre se reunía con ellos.
─¡Eh, Alonso! ¿Llevas la espada nueva?
El aludido se llevó la mano al costado, ufano, e hizo asomar la vaina bajo la negra capa de terciopelo.
─¡No la he olvidado, no! Ahí, bien sujeta…
Alonso se volvió una última vez hacia el interior. En el umbral, la luz anaranjada descubrió un rostro joven de rasgos agraciados, barba fina y sonrisa predadora.
─¡Adiós, Elvira y la compaña! ¡Volveremos después de la procesión! No se os ocurra cerrar…

Una risa femenina y alborozada le contestó desde el interior, con algún comentario procaz. Luego, la puerta se cerró bruscamente y los cuatro se envolvieron en sus capas y emprendieron el camino. Las suelas claveteadas de sus botas resonaban en los húmedos adoquines de piedra, mientras se alejaban. Sus carcajadas de ave rapaz se apagaron en la distancia.

En la taberna, la sonrosada Elvira, descotada y frescachona, mudó su sonrisa por una expresión preocupada. Tras la partida de los alborotadores mancebos, apenas quedaban clientes. Dos viejos borrachos impenitentes que, ni aún siendo Viernes Santo, habían dejado de acudir. Cuatro rezagados que deberían correr, si querían llegar a la procesión. Llamó a una de las mocitas que la ayudaban.
─Feli. Déjalo todo y corre a casa de Sara. Dile que los mozos ya han salido para allá.
La muchacha asintió, muy seria. Se echó un mantón a la espalda, se cubrió la cabeza y salió a la calle.

* * *

Dong, dong, dong.

Campanadas de muerte. Ana levantó los ojos de la costura.

─Tocan a completas. Van a comenzar la procesión ─dijo, en voz tenue.

Inmediatamente, sus hijas se pusieron en pie. Elisabet corrió a atrancar los porticones de las ventanas. Miriam se arrodilló junto al hogar para avivar el fuego. Removió las brasas y echó un nuevo tronco entre chisporrotear de llamas. Ana, la dulce, silenciosa y discreta como su madre, se deslizó hasta la cocina a preparar la cena. Se oyó el delicado cling, cling de platos y tazones y el gorjeo del agua al llenarse la jarra.

Cuando llegó a la puerta, Elisabet se detuvo con las manos en la balda y miró atrás. Su padre se acercó en silencio. Samuel el escribiente pasaba horas entre rollos de pergamino, tintero y pluma. Haciendo su trabajo y estudiando la Torah. Padre e hija cruzaron las miradas. Desde que ella era pequeña, ambos habían aprendido a comunicarse en silencio. Ahora leyó de nuevo el mensaje en sus ojos.

─Ya deberían estar aquí ─dijo, en voz baja.
─Se fueron a eso de las cuatro ─murmuró el padre, moviendo la cabeza─. Quizás se han entretenido con la matanza. Tienen un buen trecho de camino… y venían cargados.
Ella asintió, y dejó la puerta sin atrancar.
─Se habrán detenido en casa de tía Sara.
─Puede ser…

Tragándose la ansiedad, padre e hija regresaron al comedor, donde Ana y la madre preparaban la mesa, con gestos suaves y precisos, como si de un ritual se tratara. Ana la madre encendió el candelabro y miró a su esposo, esbozando una leve sonrisa. Samuel se la devolvió. Ella siempre sonreía, pensó, enternecido. Lo haría hasta a la misma muerte. Y viendo su rostro ajado por los años, sus espaldas cargadas por los múltiples partos y el trabajo, no pudo evitar rememorar la joven airosa y resuelta que le había robado el corazón, hacía más de veinte años. Mujer fuerte como una roca, hermosa como la aurora y dulce como el perfume de los lirios…

Varios golpes en la puerta los interrumpieron. Ana y sus hijas se miraron, sobresaltadas. Samuel caminó hacia la entrada despacio, sin vacilar.

Era la tía Sara. Envuelta en su mantón de lana, Samuel la hizo pasar al comedor y le ofreció una silla. Sara se descubrió el rostro y miró a su hermano y a sus sobrinas, grave.

─Ya han salido. Y van armados, como siempre. Más vale que atranquéis bien puertas y ventanas. Que no vean luces.
─Los muchachos aún no han llegado ─dijo Samuel.
Sara movió la cabeza.
─¿Dónde están?
─Fueron a casa del tío Elías, a la Alminara. Mataban allí los corderos. Ya deberían estar de vuelta.

Sara pasó su mirada por los rostros de todos. Miró con ternura a las jovencitas de semblante demudado, a su cuñada Ana reprimiendo la angustia. Y finalmente a su hermano, Samuel. El hombre justo, el rabino. Siempre sereno, siempre ponderado. Un hombre de paz, respetado incluso por sus vecinos cristianos. En su rostro afeitado, orlado por la mata de cabello canoso, la inquietud sólo se adivinaba en los ojos. Aquellos ojos claros y rasgados que buena parte de la familia había heredado.

─Pues más vale que lleguen en seguida ─dijo Sara─. Me quedaré con vosotros.
─Por supuesto ─se apresuró a decir Ana la madre, acercándose a ella y ayudándola a quitarse la capa, con delicadeza─. Quédate a cenar. Las chicas te prepararán cama. Esta noche es mejor no salir…

Miriam corrió a preparar su propio lecho para la tía, casi alborozada. Adoraba a la tía Sara, sus historias y sus sabias recetas de hierbas y remedios. No le importaba compartir cama con su hermana Elisabet por una noche. Mientras mullía el colchón y tendía un lienzo nuevo de hilo, la jovencita no pudo frenar sus ensueños. El lienzo olía a espliego y tenía apresto. Su madre era una lavandera concienzuda, pensó. Un día, ella prepararía su ajuar y tendería las sábanas nuevas sobre su lecho nupcial… Miriam se sonrió a solas. Un nombre danzaba en sus labios y aleteaba en su pecho. “Alonso…” El era cristiano, ella judía. Pero en su juvenil ingenuidad aún pensaba que podían resolverse las cosas. En su fantasía, el amor aún era posible. Casi de inmediato, el nombre le hizo recordar a sus hermanos. Y la preocupación cayó sobre ella como el rocío helado. Acabo de estirar la cama y bajó al comedor. La familia se reunía ya alrededor de la mesa.

* * *

Salieron ya anochecido y emprendieron el camino de regreso a buen paso. Iban por la antigua vía romana, camino recto trazado a pulso firme entre los campos, aquí y allá custodiado por hileras de olmos centenarios. Sabían que era tarde, y Viernes Santo no era día para aventurarse de noche en las calles de la vetusta ciudad. Elías marcaba el ritmo, robusto y constante. Llevaba el saco al hombro, con el cordero sacrificado según el rito kosher, y avanzaba a largas zancadas. Su cuerpo era grande y musculoso y, a cada paso que daba, su rostro esculpido de nariz recta cortaba el aire. A su lado, el delgaducho David marchaba, ligero como un corzo, los negros cabellos lacios flotando sobre la espalda grácil. Llevaba otro morral en bandolera, aún caliente, rezumando olor de harina y de leña. Los panes ácimos de la tía Ruth. Detrás de ellos, el pequeño Samuel correteaba, con un palo entre las manos, persiguiendo presas invisibles y golpeando los matorrales de la vereda. Su hermano Elías se volvía de tanto en tanto para reprenderlo.

─¡Corre, enano! No te entretengas, que llevamos prisa.

Samuel obedecía con pocas ganas, enarbolando su vara de fresno verde, saltando los charcos del camino, enfrentándose a enemigos imaginarios, inmerso en cacerías fantásticas.

Dong, dong, dong, dong. Las campanas de Santa Nonna sonaban a lo lejos, mientras los muchachos se acercaban a la ciudad.

* * *

Samuel levantó las manos y pronunció la bendición. Alrededor, su esposa, su hermana Sara y las tres hijas inclinaron la cabeza sobre la mesa. La luz de las velas iluminaba las bandejas, pulcramente preparadas. La fuente con verduras aliñadas. La bandeja de pescado. El pan. Al día siguiente, pensó Miriam, cenarían cordero. Habría pan ácimo de la tía Ruth, y tortas de manzana, uvas pasas y nueces con miel de postre. Sería una cena mucho más festiva, cena de Pascua. Pero sería igual de silenciosa, a puertas cerradas y con el miedo en el cuerpo, pensó, con desmayo. Ah, ¿por qué tenían que ser así las cosas…? De nuevo se le retorció el estómago y, de pronto, perdió el apetito.

Ana se puso en pie y comenzó a servir. La otra Ana, la hija, miró a su familia y sonrió.
─No os preocupéis. Volverán pronto ─dijo, y sus palabras les dieron más calor que la lumbre que ardía, en el hogar─. Elías es prudente y sabe lo que hace.

Samuel miró a su hija mediana con dulzura. Siempre trayendo paz, siempre desparramando esperanza. “Ojalá fuera cierto lo que dices”, pensó en su interior. Sí, Elías era prudente… a ráfagas. También era impetuoso y arrojado. Y Samuel sabía, aunque su primogénito jamás se lo había dejado entrever, que su hijo se entrenaba con la espada con los mozos de la ciudad. Muchos temían su estocada, y muchos otros envidiaban su destreza y su fuerza. Elías era hermoso y fuerte como un roble, y Samuel sabía también que los mejores árboles eran los que recibían más pedradas.

En vísperas como aquella, confiaba más en la sensatez de su segundo, David. El que llevaba nombre de rey pero no tenía corazón de héroe. De su glorioso ancestro, el joven David sólo mostraba el amor por la poesía y su bella voz de trovador. Mientras mascaba la ensalada despacio, Samuel meditó que sus hijos no hacían mucho honor a sus nombres. Elías nunca se parecería a un profeta. Su carácter fogoso delataba el alma beligerante y guerrera. David, en cambio, llegaría a ser un buen rabino algún día, como su padre. Él era el hombre de paz, el sabio. Y el pequeño Samuel… aquel querubín de ojos verdes y largos bucles caoba, que su madre se resistía a cortar, ¡sólo Dios sabía qué tenía dentro! Aparte de su fantasía. Samuel adivinaba que el muchacho poco tenía de sacerdote, y mucho más de guerrero, como su hermano mayor. El pequeño Samuel bien podría haberse llamado Sansón.

* * *

Se encontraron en un recodo. Los tres muchachos avanzaban, seguros y firmes. Las cuatro sombras negras embozadas les cortaron el paso.

─¡Mirad a quién tenemos aquí!
─¡Vaya! ¿No oléis a puerco judío?
─Eh, amigo, no tan deprisa…

Elías hizo ademán de apartarse a un lado, para seguir su camino. Su hermano David se arrimó a él como una sombra. Samuel se detuvo en seco, mirando de hito en hito a los cuatro caballeros.

Cuando Elías quiso forzar la marcha, ignorando las burlas de los embozados, uno de ellos se le plantó delante, desafiante.

─¿Dónde crees que vas, jodido hebreo?
Elías lo empujó con fuerza. Era más robusto, e hizo trastabillar al joven de la capa con aliento vinoso.
─Déjame pasar, Rodrigo. A ti te esperan, y a mí también.
Rodrigo soltó una carcajada. Sus compañeros lo rodearon. Las capas ondearon como negras alas.
─¿Quién te has creído que eres, para decirme qué debo hacer? ¡Cochino judío!
─Estas no son horas de pasearse por ahí, ¿aún no lo sabes?

El joven David intervino, inesperadamente.
─Dejadnos ─casi suplicó─. Ya volvíamos a casa.

Los otros lo miraron, estallando en risotadas. Uno de ellos lo empujó brutalmente. David se tambaleó y dejó caer el zurrón.
─¡Dale, Martín! ─lo jalearon sus compañeros─. Míralo, tiembla como un pelele.

Entonces Elías saltó. Librándose del saco, se encaró con los jóvenes de negro y desenvainó su espada.
─¡No le pongáis la mano encima, o morderéis el polvo! ¡Atrás! ¡Largo de aquí!

Sus oponentes retrocedieron de un salto, desconcertados. Pero inmediatamente se repusieron del susto y las carcajadas sonaron de nuevo. Las capas se abrieron y cuatro aceros brillantes resplandecieron bajo la luz de las estrellas.
─¡Ahora verás, hijo de perra!
─¡Sabrás lo que es bueno!
─¿Te atreves con cuatro? ¡Vamos, valiente!

Elías se abalanzó hacia ellos. Los mantuvo en jaque durante varios minutos. Hasta que Alonso lo rodeó por atrás y golpeó con su sable nuevo. El filo de acero toledano, virgen y hambriento de sangre, rasgó el aire y se hundió en el cuello blanco. Varios mechones negros saltaron sobre el pavimento. Negro y húmedo, de rocío. Negro y empapado, ahora de sangre. Elías se derrumbó. David miraba, sobrecogido, inmóvil, con el sudor corriendo por su espalda y el cuerpo adherido a un frío muro. El pequeño Samuel echó a correr, nadie sabía a dónde. En medio de la noche sin luna. Noche de Viernes Santo.

* * *

Dong, dong, dong, dong.

El tañido de las campanas cesó. Y la procesión se puso en marcha. El paso del sepulcro, relumbrando lloroso a la luz de los cirios, avanzaba renqueante a hombros de los porteadores. La muchedumbre silenciosa y orante se deslizaba detrás, serpenteando por las calles en tinieblas. Los capellanes entonaban el miserere con voz plañidera. Y en medio de todos, arracimados entorno al paso, apuntaban picudos los capuchones negros de los cofrades. Como una bandada de urracas con alas de terciopelo.

En las calles, silencio. Silencio de hogares vacíos y de plazas desiertas. Silencio en el barrio judío, pertrechado de miedo y de puertas atrancadas.

El Cristo yacente se mecía sobre los hombros de los porteadores. La luz de las candelas lamía el cuerpo escuálido, los goterones de sangre pintada, el rostro sufriente, los bucles de castaño tallado, las espinas… Las manos retorcidas sobre el lienzo blanco adornado con flores. Las mujeres lo miraban, gimientes. Muchas lloraban.

* * *

Ana la madre lloraba. Lloraba sin lágrimas, con el corazón yerto. Samuel iba y venía, de la puerta al hogar, del hogar a la puerta, como autómata. Las brasas del hogar languidecían, rojas y sangrientas… Elisabet cerró los puños y las miró con ira. La rabia anidaba en su pecho. Miriam se había dormido, en el regazo de tía Sara. Ana la hija lloraba. Ella sí, con lágrimas. Silenciosa y dulce, ahogando los sollozos.

Al amanecer, nada se sabía de ellos. Elisabet se puso en pie, bruscamente.
─Voy a buscarlos.
─¡No! Hija… ─Ana la miró, suplicante. Samuel se volvió hacia la muchacha.
─No sabemos dónde están. Ni siquiera…
Elisabet movió la cabeza. No lloraba, no, pensó su padre. Pero leyó el dolor lacerante, la hiriente verdad, en los ojos rasgados.
─Sé dónde están ─dijo ella─. Todos lo sabemos.
La madre se hundió y rompió a llorar. Su hija Ana la abrazó.

Tía Sara se levantó, sacudiendo suavemente a Miriam de su falda. La mocita se apartó, soñolienta y quejumbrosa.
─Voy contigo.
─¡No! No corráis riesgos innecesarios. Saldré yo. Llamaré a Isaac.
Sara negó con la cabeza, enérgica.
─Sois vosotros los que corréis peligro. Nadie se fijará en dos mujeres cubiertas. Podemos pasar por dos devotas que madrugan para rezar ante el monumento.

Samuel no las pudo detener. Miró a su hija mayor y se estremeció. Por sus venas también corría la veta de sangre belicosa. Si hubiera sido hombre, pensó, apesadumbrado, le habría faltado tiempo para salir a la calle, espada en mano, buscando venganza.

* * *

Llegaron al pie de las murallas. La luz mortecina del alba las guió hasta los torreones. Allí los encontraron. En el mismo lugar, donde, cada año, la noche del Viernes Santo se cobraba su precio de sangre. Aquella vez, había sido su familia la que había sufrido el azote. Los dos cuerpos yacían, desnudos y ensangrentados. La tosca cruz, un par de maderos mal clavados, aún se levantaba, torcida, a su lado.

Elisabet tomó las manos de Elías. Aquellas manos hábiles y fuertes, capaces de empuñar una espada. Teñidas de sangre, las palmas perforadas y los dedos crispados. Los pies estaban amoratados, no habían tenido fuerza, o ganas, de taladrarlos también. En cambio, una limpia estocada le había abierto el costado. Y no sólo el costado. Conteniendo la repugnancia y el horror, Sara apretó la piel del abdomen de su sobrino, tapando el amasijo de sangre y entrañas. Desprendiéndose de su manto, lo cubrió con él. Elisabet corrió hacia el cuerpo sin vida de David. Se habían limitado a coserlo a tajos de espada. Pero habían destrozado su rostro. Aquel rostro delicado, aquella boca, capaz de tan bellas palabras… Elisabet estalló en sollozos y abrazó el torso delgado de su hermano mediano. Las lágrimas saladas mojaron la sangre seca. Entonces se incorporó de súbito.

─¡Samuel! ¿Dónde está Samuel?

Sara levantó el rostro, mientras acababa de envolver el cadáver de Elías. Era una hermosa mujer, a pesar de su edad madura. Pero en aquella fría madrugada, vigilia de Sábado Santo, había envejecido diez años de golpe.

─Hemos de llevárnoslos de aquí.

¿Cómo? El mudo interrogante asomó en los ojos de la sobrina. Sara la miró con lástima. Elisabet era hermosa también, con aquel rostro de marfil y el pelo trigueño que sólo ella, entre sus hermanas, había heredado. Pero aquel día también ella había envejecido, pensó Sara, con tristeza. Apenas tenía veinte años y parecía una viuda de cuarenta.

─Iré a buscar un carro. Isaac nos dejará el suyo. También hemos de avisar a tu padre. ¿Quieres acompañarme o…?
Elisabet negó con la cabeza.
─No. Me quedo aquí.

Sara asintió en silencio. Era una decisión arriesgada. Nadie la defendería si alguna pandilla de jóvenes trasnochados decidía continuar su peculiar matanza, su noche de Viernes Santo. Los judíos habían matado a Dios. Nadie acusaría a sus agresores. Y el silencio cómplice de las murallas y el miedo los envolvería en la inmunidad.

Sara se alejó presurosa mientras la muchacha velaba, de rodillas, junto a los cuerpos de sus hermanos. Ella también sentía, con el dolor, la rabia anidando en el cuerpo.


El día asomaba, pálido y frío, y la muralla milenaria arrojó su sombra sobre la yerba. Elisabet se inclinó, de rodillas, y posó la frente en tierra. Ya no le quedaban lágrimas. Le escocían los ojos. Pero era peor el ardor que le corroía el alma. Había agrupado los dos cuerpos, uno junto al otro. Los había estirado y les había cruzado las manos sobre el pecho, como había visto que se hacía en los sepulcros de nobles y reyes. Le costó un poco, comenzaban a estar rígidos. Se sorprendió a sí misma, siempre la había asustado la muerte y jamás había imaginado que los primeros cuerpos que amortajaría serían los de sus hermanos… Alisó los bucles enmarañados de Elías y lo besó en la frente, antes de cubrirlo de nuevo. Y arropó con mimo el cadáver de David. Se detuvo, con reparo, ante la cabeza ensangrentada. Por fin, se inclinó sobre él y lo besó también, antes de taparlo. La sangre sabía salada en sus labios.

Alguien le tocó la espalda y se volvió sobresaltada. Casi de inmediato, ahogó un grito.

─¡Samuel!
El niño se arrojó en brazos de su hermana.
─Oh, Dios santo… Dios santo… ¿Dónde estabas? ¿Cómo pudiste salvarte?
Samuel sollozaba, mojando el hombro de Elisabet. Ella lo apretaba contra su pecho, acariciando los enmarañados bucles caoba.
─Corrí… corrí mucho… Me escondí…
Elisabet estrechó más a su hermano menor. Cuando el chico se tranquilizó un poco, se apartó y lo miró a la cara.
─Lo vi todo ─susurró él, con voz enronquecida.
Ella asintió, sorbiéndose las lágrimas. En los ojos de Samuel también brillaba la ira, fluyendo con el mordiente dolor. Y, de pronto, Elisabet tuvo la certeza de que su hermano jamás volvería a ser un niño. Le enjugó las mejillas con el borde de su falda.

* * *

Dong, dong, dong, dong…

Las campanas de la catedral comenzaron a tañer, lastimeras y solemnes. Sábado Santo. Día de duelo y quebranto. Para los judíos era la Pascua. Y la celebraban, cerrados a cal y canto, yerbas amargas y cordero asado, ágape sazonado de silencio y de miedo. En algunos hogares, sazonado de sangre.

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