Dicen que las mujeres guardamos una extraña relación de amor – odio con ese manjar divino que llaman chocolate. Tanto, que si el paraíso terrenal hubiera estado enclavado en los trópicos y no en los vergeles mesopotámicos, como se dice, estoy convencida de que el fruto prohibido que perdió a Eva no fue una inocente manzana, sino el tentador y cálido fruto del cacao.
Pero lo mío con el chocolate es más que pasión. Es una relación íntima y singular. Llevo el chocolate en la sangre. O, más bien, lo tengo inyectado en mis mismos genes.
La noche que mis padres me engendraron, creo yo que mi madre debió tomarse un helado de chocolate de postre, o tal vez un par de aquellos bombones Nestlé de caja roja que mi padre le solía regalar. Dicen que el chocolate es un buen afrodisíaco… En realidad, ellos no lo necesitaban. Después de veinticuatro meses de noviazgo a pan y agua, sin ir más allá de pudorosos besos y abrazos bajo la atenta vigilancia de los centinelas de turno, la pasión estalló en ellos con tal fuerza que, a los nueve meses exactos, yo salí brincando de entre los muslos de mi madre, casi con prisa, rebosante de ganas de vivir.
Ya cuando eran novios, papá tomó la costumbre de regalarle a mamá, cada semana, una caja de bombones que ella devoraba, uno tras otro, en apenas unas horas, para gran disgusto de mi abuela –también amante del dulce- y complacencia del entusiasta novio, quien, viéndola degustar con tal fruición los chocolates, imaginaba con deleite cómo serían esos labios degustando otras delicadezas… Y, entre rosas, bombones y fantasías, se pasó el noviazgo volando. Fue corto, más de lo que se estilaba en aquella época. “Pues, niña mía”, me explicaba mamá, años más tarde, “Éramos jóvenes, la sangre hervía y ya no podíamos aguantar más”.
Tras la boda, uno podría pensar que los melindres y halagos del noviazgo cesarían. Pues no fue así, sino que papá continuó con su costumbre de comprar la caja roja de bombones de los sábados. Costumbre que no cesó durante su embarazo, pese a ser muy consciente de que las embarazadas no deben consumir alcohol ni substancias nocivas… Imagino que mamá nunca pensó que el cacao podía ser tan intoxicante. Y, como sabido es que una mujer preñada debe comer por dos, mamá siguió el consejo de las abuelas más o menos al pie de la letra… incluyendo en él su ración de bombones y chocolatinas. El caso es que el pequeño feto que se iba desarrollando en su vientre generoso comenzó a absorber ingentes cantidades de cacao a través del líquido amniótico. La chocolateada solución pasaba a chorros a través del cordón umbilical hasta sus diminutas venas, inoculando sus células tiernas… Estoy convencida de que mi adicción a esta droga maravillosa comenzó ahí, justamente, en el útero materno.
Así, cuando nací, las enfermeras y la comadrona notaron un extraño aroma a chocolate fundido que se esparcía por todo el quirófano… Y algo debieron notar papá y mis abuelos, que esperaba a pocos pasos de allí, impacientes. El peculiar aroma debió estimular sus jugos gástricos, porque siempre he oído contar en casa que mi nacimiento fue celebrado en la cafetería del hospital con chocolate caliente y churros, recién traídos de la churrería de la esquina por mi abuelo.
Ahora, cuando miro mis fotos de bebé y de niña pequeña, no me sorprende nada ver mi piel de color crema de leche, la carita redonda con dos ojos en forma de almendra y el pelo oscuro y brillante, de un bonito color cacao. “Eras un bombón”, me dicen mamá y las tías. “Estabas para comerte”. Ja, ja, ja, ¡claro que era un bombón! El chocolate formaba parte de mí… ¡y de qué manera! No tardarían en descubrir hasta qué punto.
Mamá me dio de mamar y, como su dieta básica no varió mucho, su leche era rica y cremosa como un Cacaolat. Lo malo es que, cuando me destetaron, comenzó el martirio. ¡No me gustaba nada! Rechazaba absolutamente todo, ante la desesperación de mamá, las abuelas y las tías. Ni frutas, ni purés, ni papillas de sobre ni papillas caseras de galleta chafadita con fruta y zumo… Ni arroz con leche, ni gachas. ¿Qué podemos darle de comer a esta niña?
Hasta que, un día, en la farmacia, rebuscando entre los potitos Bledine alguna sabia combinación de alimentos que pudiera aceptar mi exigente estómago, mamá dio con la solución. Hacían por aquel entonces una promoción de una nueva papilla, “Milupa de chocolate”. Mamá no se lo pensó dos veces y compró dos cajas. Fue mi salvación.
Durante los años de mi tierna infancia me crié a base de papillas de chocolate.
Esto, por supuesto, no podía continuar. El nacimiento de mi hermana mediana, con la consiguiente ración de celos y rabietas, y mi primer año de guardería, acabaron con semejante monodieta. Desde que me llevaron al jardín de infancia, me acostumbré a comer más cosas… ¡qué remedio! Mi alimentación varió forzosamente, aunque debo reconocer que, las más de las veces, comía forzada o engatusaba a mis compañeros de mesa para que se zamparan mi ración, cuando ésta no me gustaba. Menos mal que, al regresar a casa, por la tarde, mamá siempre tenía la merienda a punto. Y en ésta nunca faltaba el cuadradito de chocolate de una tableta Nestlé que mamá dosificaba rigurosamente.
Toda mi familia coincide en señalar que, a parte de ser una niñita alegre y modosa, fui muy mala comedora. Aunque logré acostumbrarme a comer casi como los adultos, de tanto en tanto me asaltaba una aversión inexplicable a los alimentos que podía durar meses, incluso un año. Todo comenzaba de repente. Un buen día, el plato de verdura o el filete que me servían se me antojaba revulsivo. Ante cualquier intento de engullir mi comida, mi cuerpo protestaba con violentas arcadas. Ni siquiera el arroz a la cubana, mi plato favorito, conseguía abrir mi veleidoso apetito. La primera vez que esto sucedió, me permitieron dejar de comer. Pero cuando se repitió a la hora de la cena, y al día siguiente, las escenas de lagrimeos y peloteras ante un plato de comida se sucedieron. Hasta que mis padres desistieron, so pena de convertir la hora de las comidas en un suplicio penoso para toda la familia. Yo lloraba, con pena, sin poder explicar qué me sucedía. Entonces mamá, viéndome tristona y famélica, sacó del armario de la cocina la tableta Nestlé, rompió un pedacito y me lo dio. Imagino que mi cara debió cambiar al instante. Lo devoré y pedí con la mirada, suplicante, un poquito más. Mamá suspiró resignada y comprendió. Al día siguiente, papá me preparó cacao fundido para desayunar… y para comer, y para cenar… En esas extrañas épocas de mi niñez, la única cosa que mi cuerpo admitía era, como podéis imaginar, el chocolate.
Hasta que llegó la adolescencia. Tenía catorce años y, un día, al salir de la ducha, me miré desnuda al espejo del baño. El mundo se cayó a mis pies. Y entonces comenzó el drama. Como era natural, después de una infancia regalada comiendo chocolate, mi cuerpo adolescente no era el de una sílfide, precisamente. No es que fuera muy gorda, porque siempre he sido nerviosa, un culo de mal asiento, como dicen las mujeres de mi familia, y jamás he podido estar quieta en un lugar más de veinte minutos –seguramente por la acción estimulante del cacao en mi sangre. Pero el caso es que yo me veía gorda, y desaprobé al instante aquellos muslos macizos de chocolate blanco, la cintura ancha y la barriguita prominente. Lo único salvable era, quizás, mi cara… Pero eso no bastaba. De manera que, un buen día, comenzó mi particular batalla contra los kilos.
¡Ah, eso fue otra tragedia familiar! Cuando ya parecía que las manías de la infancia quedaban atrás, la preciosa niña casi-modélica cayó en una implacable obsesión por la delgadez. Tanto es así, que en tres años reduje mi cintura en casi dos palmos, y a los dieciséis gastaba la misma talla de pantalones que mi hermana pequeña de nueve –que, dicho sea de paso, tampoco era gordita, pues ha sido la más esbelta de todas las hermanas.
En esa época pasé yo muchos males, de amores y desamores, de pasiones juveniles secretas y de tremendas dudas existenciales. Si algo me salvó de morir de consunción, fue, justamente… el chocolate.
Pues en mi espartano régimen tenía cabida un solo “pecado”, una sola concesión que endulzara mi amarga y atormentada existencia. Las tabletas de bitter con avellanas se convirtieron en mi sustento básico. Gracias al chocolate evité convertirme en un lánguido esqueleto andante. Estoy convencida de que la teobromina, esa sustancia alquímica que albergan las moléculas del cacao, fue la responsable de que no se apagara el brillo de mis ojos, que se habían hecho enormes y saltones sobre la cara flaca, y de que siempre permaneciera un leve tinte rosado en mis mejillas chupadas de novia romántica.
Mi familia andaba preocupada, al igual que mis amigas, que se alarmaron cuando un día les confesé que, con mi metro setenta de altura, pesaba tan sólo cuarenta y siete kilos… Pero yo veía las cosas de otra manera. Me gustaba estar delgada y me encantaba comprarme la ropa que jamás soñé llevar: mallas de punto, chaquetas de cinturas ajustadas, faldas cortas de tuvo, botas de caña larga y medias negras, jerseis ceñidos que revelaban mis frágiles formas de bailarina… Además, no todo el mundo me veía tan mal. Recuerdo perfectamente los comentarios de dos de mis profesores, en la universidad. El uno, un auténtico dandy que nos daba crítica literaria, me llamaba “la chica exótica”, seguramente a causa de mi cabello largo y ondulado y de los enormes pendientes morunos que me gustaba lucir, cuajados de piedras brillantes, tintineando junto a mi cuello de garza. El otro era nuestro profesor preferido. La mitad de las chicas de la universidad andaban medio prendadas de él… y la otra mitad perdidamente enamoradas. Un día, en el breve recreo entre clases, estábamos mis amigas y yo en el patio porticado de la facultad. Yo había sacado mi consabida manzana –mi desayuno- que iba mordisqueando mientras charlábamos. El profesor pasó junto a nosotras y lo saludamos. Él se me quedó mirando y dijo: “Pareces Eva con la manzana”.
¡Glups! Yo respondí al cumplido con una de mis sonrisas, entre seductora y cándida, mientras mis compañeras, apenas él se alejó, levantaban un coro de murmullos. “¿Sabes lo que te ha dicho?”. Sí, claro que lo sabía… Me supo tan dulce como un bombón de licor con guinda.
Mi racha de delgadez también se acabó. Aquello no podía seguir y, a fuerza de recibir consejos, reprimendas y amenazas de mis bienintencionados parientes y amigos, comencé a ser consciente de que algo tenía que cambiar. Pero, ¿cómo? Os aseguro que dejar de adelgazar es mucho más difícil que engordar, sí. Aunque muchas chicas rellenas desesperadas por perder peso se indignen al leer esto y piensen lo contrario. Juro que cuesta.
No fueron médicos, ni psicólogos, ni tratamientos, ni nada de eso, lo que me curó. Aparte del chocolate, al que me aficioné aún más, si cabe… la mejor terapia fue la que yo llamo CCA. Fue infalible.
CCA son las siglas de Cuenta-Con-tusAmigos. Me repugna pensar que los amigos puedan convertirse en una especie de terapia, pero, en mi caso, fueron ellos, y nadie más, los auténticos responsables de mi recuperación.
Mis amigos no pensaban que yo fuera una enferma. Me gastaban bromas por mi delgadez y se empeñaban en que engordara, regalándome con chocolate y otras finezas cuando salíamos los fines de semana. Delicadezas que, claro está, aceptaba complacida. Con ellos podía permitirme tales excesos… ya tenía el resto de la semana para purgar. El caso es que cada vez que me iba de viaje con ellos, ya fueran fines de semana, puentes o vacaciones, regresaba a casa con uno o dos kilos de más. Kilos que ellos se apuntaban como victorias en su haber, en medio del regocijo general.
La amistad durante la primera juventud siempre raya abismos peligrosos… Peligrosos y fascinantes. Como no podía ser de otra manera, surgieron las primeras parejitas entre nuestra peña de amigos. Yo simpaticé mucho con uno de ellos, un chico guapote y morenazo, con un cuerpo apolíneo y grandes ojos dulces como un par de marrons glassées. Una noche, regresando de un viaje por las montañas, íbamos él y yo en la parte trasera del coche y convertimos aquel asiento de atrás en nuestra particular sala de masajes. Tras los escarceos, vinieron las caricias. Y tras las caricias, los besos y el liarse de cuerpos. Cuando él se tendió en el asiento y yo sobre él, arropada en aquel pecho firme de chocolate blanco, sus manos se deslizaron bajo mi suéter y comenzaron a juguetear sobre mis costillas, hasta llegar a mis diminutos senos –el inútil sujetador hacía rato que yacía arrugado bajo un asiento-. Entonces –lo recuerdo como si fuera hoy- me mordió levemente la oreja y susurró, al oído: “Mmmm, qué lástima de huesos…”
Eso me curó de repente. ¿Huesos? No, nunca más.
Gané unos kilitos y, a los pocos años, llegué al peso ideal que conservo, gracias a Dios, hasta el día de hoy, con no pocos esfuerzos y haciendo malabares con una dieta generosa en manzanas y lechuga… convenientemente compensada con mis raciones de chocolate.
Me emparejé con un hombre estupendo que, ¿serán guiños del destino?, es de color. Hijo de americanos, se vino a España con una beca de estudios empresariales. Acabó la carrera y montó un negocio que le ha ido de maravilla, y cuyos entresijos prefiero no saber, creo que tiene algo que ver con el petróleo y ciertas transacciones comerciales que le obligan a viajar a Suiza con frecuencia… En fin, mi amor es chocolate puro. Dicen que todos los hombres negros son formidables en el lecho. No puedo saberlo, porque no tengo con quién compararlo… pero él lo es. Y no sólo ahí, sino en cualquier lugar y situación. A ambos nos encantan las acrobacias y las expediciones hacia las profundidades, de manera que no hay un solo rincón blando y húmedo en nuestro loft que no hayamos explorado y disfrutado. Es sumamente excitante y tiene la virtud de levantar mis ánimos como un buen tazón de cacao caliente. Mi pareja desciende de la orgullosa raza Ibo, según me ha explicado. Una raza de la actual Guinea –país rico en cacao, por lo demás- que era muy apreciada por los traficantes de esclavos por sus extraordinarias condiciones físicas –y doy fe que, en su caso, es digno descendiente de sus ancestros. Con él llevo una cómoda relación de DINC, según el neologismo que han acuñado los sociólogos. Es decir, “double income, no child” o, hablando en plata, pareja joven, culta y adinerada, cuya única preocupación es pasárselo bien y consumir como cochinos burgueses. Y sí, somos un par de egoistones y nos dedicamos a disfrutar de la vida. Viajamos, vamos al cine y a conciertos, nos tomamos unas vacaciones de órdago… Y nada de pensar en hijos.
Hacer el amor con él es la única cosa que me gusta más –o casi más- que comer chocolate. Porque, como podéis imaginar, con mi potente visa en mano y esas magníficas chocolaterías de diseño que han abierto en el centro de la ciudad, de tanto en tanto me regalo con alguna que otra caja de esos increíbles bombones de importación, auténticas delicatessen que me llevan al séptimo cielo. Para no caer en la burda voracidad de mi madre, me ofrezco a compartirlos gentilmente con mi pareja, pero resulta que a él no le gusta el chocolate ni el dulce, prefiere lo salado. De manera que siempre acabo comiéndolos yo sola. Tengo mi cajita siempre a punto, en el segundo cajón del escritorio, en mi despacho… Y de tanto en tanto hago una pausa en mi tarea, desvío los ojos del ordenador y pierdo la mirada en el cielo de la ventana, mientras saco uno de mis tesoros del cajón y me lo llevo a la boca con deleite. Ah, qué momentos…
Pero hace poco me llevé un buen susto que me ha hecho replantear, seriamente, si mi peculiar régimen alimenticio es el más indicado…
Sucedió un mediodía. Volvía del trabajo caminando y vi uno de esos autocares que recorren la ciudad haciendo campaña a favor de las donaciones de sangre. “Dona sangre, dona vida”, rezaba la pancarta que lo anunciaba. En el mismo autocar, convertido en dispensario, se podía hacer la donación. Yo jamás había sido donante y la vetita solidaria afloró en medio de mi sangre de acomodada burguesa. Voy a probar, pensé. La verdad es que lo que me ayudó a decidirme fue que, a la salida, a los donantes se les obsequiaba con un pequeño regalo –un bolígrafo, un llavero, que a mí me importaban bien poco- pero, además, se les ofrecía un pastelillo de chocolate y alguna bebida dulce para reponer fuerzas. Infame bollería industrial, me dije, pero, al fin y al cabo, chocolate. Así que subí al autocar, muy decidida, rellené mi cuestionario y pasé sin problemas el test del hierro en sangre. Como no podía ser de otra forma, mi sangre es riquísima en hierro, habida cuenta del chocolate que consumo… Pero también en otras cosas, como pronto tendría ocasión de comprobar.
Me tumbé en la camilla y sonreí a mi alrededor, un poco nerviosamente. La enfermera me enchufó la jeringa y el tubo y, cuando el chorro de sangre salió de mi brazo con fuerza, no me sorprendió en absoluto lo que vi. La sangre de los demás donantes, que observé furtivamente, se veía roja. La mía tenía un sospechoso color de fondant oscuro…
Regresé a casa comiendo mi Tigretón de chocolate, disfrutando como una chiquilla y rememorando mi tierna infancia. Y me olvidé del asunto.
Pasados un par de meses, recibí una llamada del hospital. Normalmente, tenían la gentileza de enviar a casa de los donantes los resultados de su análisis sanguíneo, con una nota de agradecimiento por su aportación al banco de sangre. Pero, en mi caso, los médicos habían detectado una extraordinaria particularidad y querían hablar conmigo de ello.
Un tanto intrigada y algo escamada, me presenté en el despacho del médico especialista en hematología del hospital.
- Señora –me dijo, mirándome fijamente tras sus gruesos lentes-. Hemos observado que en su sangre existen componentes químicos fuera de lo habitual… Hemos detectado una elevada concentración de una sustancia llamada teobromina.
Me callé y me hice la tonta, abriendo mucho los ojos. Teobromina. ¡Claro que sabía lo que era! El mágico componente del cacao. Responsable, dicen, de sus efectos excitantes y afrodisíacos…
- El caso es que –explicó el doctor- este fenómeno es único y resulta sumamente interesante. La teobromina, debe usted saber, tiene propiedades antidepresivas y estimulantes del sistema nervioso central y periférico…
Asentí, algo inquieta. ¿A dónde quería ir a parar? El médico continuó.
- Nos ha sucedido un hecho curioso. El primer paciente al que fue suministrada su sangre padecía una larga depresión que se curó, de manera inexplicable, a los dos días. Desde entonces es otra persona y ha dejado toda medicación. La segunda paciente fue una mujer anciana, aquejada de artritis y jaqueca crónica… Lo mejor del caso es que salió del hospital como nueva y sus familiares aseguran que ríe como nunca, se mueve como una jovencita y no ha vuelto a ser la misma. Esto, mi querida señora, nos ha llevado a pensar que se podría abrir una interesante línea de investigación…
No podía creer lo que oía. De pronto eché a temblar. Dejé de escuchar, o escuché, a retazos, la perorata del doctor sobre las propiedades únicas de mi sangre.
-… que podría ser el preludio de grandes avances médicos… Si usted, claro está, aceptara... por supuesto, con todas las garantías médicas… Sería una vez cada dos meses, o quizás cada mes… un experimento único, sin precedentes… Depende de la respuesta de su organismo…
Yo lo miraba, ahora con horror. Ignoro si mis ojos me delataban. “Vampiro chupa sangre”, fueron las únicas palabras que llenaron mi cabeza. El doctor seguía hablando.
- ¿… se da cuenta usted, de lo que podríamos llegar a descubrir…? ¡Incluso podríamos tratar el Alzheimer!
¡Era el colmo! Querían estudiar mi sangre, experimentar con ella, convertirme en un cobaya de laboratorio… Querían succionar hasta la última gota de mi chocolateado líquido vital. De repente, me puse en pie. No quería escuchar más. Le espeté un apresurado “Discúlpeme, doctor, no me interesa”, y salí escopeteada del despacho, cerrando la puerta bruscamente tras de mí.
Corrí por el pasillo del hospital. Creo que ni cogí el ascensor, descendí a pie, atropelladamente. Corrí por las calles, tomé el autobús… “Dios santo. Tienen mi nombre, mi ficha… Pueden buscarme y… ¡Oh, no! Jamás pisaré un hospital en mi vida…” La imaginación volaba. Y no paré hasta llegar a casa. Dejé caer el bolso en el sofá, me descalcé y me refugié en el estudio, apoltronándome en mi butaca, junto a la ventana… El tembleque aún me duraba. Y respiré hondo, cerrando los ojos.
Al poco, me puse en pie y me dirigí al escritorio. Abrí el segundo cajón. Allí estaba, fiel y amistosa, la cajita transparente de Ferrero Rocher. Apenas la había estrenado el día antes. Cogí un bombón. Le quité el papel dorado, lo arrugué y lo tiré a la papelera, luego me acomodé de nuevo en la butaca. Lo sostuve en mi mano, contemplando amorosamente la pequeña esfera rugosa, un mundo de placeres escondidos, hasta que los dedos se pringaron. Entonces lo llevé a los labios. Suave, como un beso. Mmmmm. Lo lamí un poco y me lo metí en la boca, dejando que la capa de chocolate se fundiera y que los pedacitos de almendra flotaran sobre mi lengua. Ah… eso estaba mejor. Entonces mordí la galleta de dentro, cerrando mis dientes con fuerza sobre la avellana. Crunch. Una explosión de chocolate dulce y almibarado inundó el cielo de mi paladar. Ah, delicioso… tantas veces lo he probado, y cada vez me sabe como la primera… Suspiré, perdiendo la mirada en la ventana, mientras la deliciosa catarata de cacao se deslizaba garganta abajo, encendiéndome el estómago, prendiendo un calorcillo en mi pecho. Ah, ya me sentía mejor… Ya podía pensar más claro. El médico, el hospital y la espantosa pesadilla de la sangre comenzaban a quedar lejos, muy lejos…
Pasaron unos minutos. Y me levanté de nuevo. Mi amorcito aún tardaría unas horas en volver. Sólo hay una cosa mejor que un Ferrero Rocher… Dos.
Y cogí otro bombón de la caja.
Pero lo mío con el chocolate es más que pasión. Es una relación íntima y singular. Llevo el chocolate en la sangre. O, más bien, lo tengo inyectado en mis mismos genes.
La noche que mis padres me engendraron, creo yo que mi madre debió tomarse un helado de chocolate de postre, o tal vez un par de aquellos bombones Nestlé de caja roja que mi padre le solía regalar. Dicen que el chocolate es un buen afrodisíaco… En realidad, ellos no lo necesitaban. Después de veinticuatro meses de noviazgo a pan y agua, sin ir más allá de pudorosos besos y abrazos bajo la atenta vigilancia de los centinelas de turno, la pasión estalló en ellos con tal fuerza que, a los nueve meses exactos, yo salí brincando de entre los muslos de mi madre, casi con prisa, rebosante de ganas de vivir.
Ya cuando eran novios, papá tomó la costumbre de regalarle a mamá, cada semana, una caja de bombones que ella devoraba, uno tras otro, en apenas unas horas, para gran disgusto de mi abuela –también amante del dulce- y complacencia del entusiasta novio, quien, viéndola degustar con tal fruición los chocolates, imaginaba con deleite cómo serían esos labios degustando otras delicadezas… Y, entre rosas, bombones y fantasías, se pasó el noviazgo volando. Fue corto, más de lo que se estilaba en aquella época. “Pues, niña mía”, me explicaba mamá, años más tarde, “Éramos jóvenes, la sangre hervía y ya no podíamos aguantar más”.
Tras la boda, uno podría pensar que los melindres y halagos del noviazgo cesarían. Pues no fue así, sino que papá continuó con su costumbre de comprar la caja roja de bombones de los sábados. Costumbre que no cesó durante su embarazo, pese a ser muy consciente de que las embarazadas no deben consumir alcohol ni substancias nocivas… Imagino que mamá nunca pensó que el cacao podía ser tan intoxicante. Y, como sabido es que una mujer preñada debe comer por dos, mamá siguió el consejo de las abuelas más o menos al pie de la letra… incluyendo en él su ración de bombones y chocolatinas. El caso es que el pequeño feto que se iba desarrollando en su vientre generoso comenzó a absorber ingentes cantidades de cacao a través del líquido amniótico. La chocolateada solución pasaba a chorros a través del cordón umbilical hasta sus diminutas venas, inoculando sus células tiernas… Estoy convencida de que mi adicción a esta droga maravillosa comenzó ahí, justamente, en el útero materno.
Así, cuando nací, las enfermeras y la comadrona notaron un extraño aroma a chocolate fundido que se esparcía por todo el quirófano… Y algo debieron notar papá y mis abuelos, que esperaba a pocos pasos de allí, impacientes. El peculiar aroma debió estimular sus jugos gástricos, porque siempre he oído contar en casa que mi nacimiento fue celebrado en la cafetería del hospital con chocolate caliente y churros, recién traídos de la churrería de la esquina por mi abuelo.
Ahora, cuando miro mis fotos de bebé y de niña pequeña, no me sorprende nada ver mi piel de color crema de leche, la carita redonda con dos ojos en forma de almendra y el pelo oscuro y brillante, de un bonito color cacao. “Eras un bombón”, me dicen mamá y las tías. “Estabas para comerte”. Ja, ja, ja, ¡claro que era un bombón! El chocolate formaba parte de mí… ¡y de qué manera! No tardarían en descubrir hasta qué punto.
Mamá me dio de mamar y, como su dieta básica no varió mucho, su leche era rica y cremosa como un Cacaolat. Lo malo es que, cuando me destetaron, comenzó el martirio. ¡No me gustaba nada! Rechazaba absolutamente todo, ante la desesperación de mamá, las abuelas y las tías. Ni frutas, ni purés, ni papillas de sobre ni papillas caseras de galleta chafadita con fruta y zumo… Ni arroz con leche, ni gachas. ¿Qué podemos darle de comer a esta niña?
Hasta que, un día, en la farmacia, rebuscando entre los potitos Bledine alguna sabia combinación de alimentos que pudiera aceptar mi exigente estómago, mamá dio con la solución. Hacían por aquel entonces una promoción de una nueva papilla, “Milupa de chocolate”. Mamá no se lo pensó dos veces y compró dos cajas. Fue mi salvación.
Durante los años de mi tierna infancia me crié a base de papillas de chocolate.
Esto, por supuesto, no podía continuar. El nacimiento de mi hermana mediana, con la consiguiente ración de celos y rabietas, y mi primer año de guardería, acabaron con semejante monodieta. Desde que me llevaron al jardín de infancia, me acostumbré a comer más cosas… ¡qué remedio! Mi alimentación varió forzosamente, aunque debo reconocer que, las más de las veces, comía forzada o engatusaba a mis compañeros de mesa para que se zamparan mi ración, cuando ésta no me gustaba. Menos mal que, al regresar a casa, por la tarde, mamá siempre tenía la merienda a punto. Y en ésta nunca faltaba el cuadradito de chocolate de una tableta Nestlé que mamá dosificaba rigurosamente.
Toda mi familia coincide en señalar que, a parte de ser una niñita alegre y modosa, fui muy mala comedora. Aunque logré acostumbrarme a comer casi como los adultos, de tanto en tanto me asaltaba una aversión inexplicable a los alimentos que podía durar meses, incluso un año. Todo comenzaba de repente. Un buen día, el plato de verdura o el filete que me servían se me antojaba revulsivo. Ante cualquier intento de engullir mi comida, mi cuerpo protestaba con violentas arcadas. Ni siquiera el arroz a la cubana, mi plato favorito, conseguía abrir mi veleidoso apetito. La primera vez que esto sucedió, me permitieron dejar de comer. Pero cuando se repitió a la hora de la cena, y al día siguiente, las escenas de lagrimeos y peloteras ante un plato de comida se sucedieron. Hasta que mis padres desistieron, so pena de convertir la hora de las comidas en un suplicio penoso para toda la familia. Yo lloraba, con pena, sin poder explicar qué me sucedía. Entonces mamá, viéndome tristona y famélica, sacó del armario de la cocina la tableta Nestlé, rompió un pedacito y me lo dio. Imagino que mi cara debió cambiar al instante. Lo devoré y pedí con la mirada, suplicante, un poquito más. Mamá suspiró resignada y comprendió. Al día siguiente, papá me preparó cacao fundido para desayunar… y para comer, y para cenar… En esas extrañas épocas de mi niñez, la única cosa que mi cuerpo admitía era, como podéis imaginar, el chocolate.
Hasta que llegó la adolescencia. Tenía catorce años y, un día, al salir de la ducha, me miré desnuda al espejo del baño. El mundo se cayó a mis pies. Y entonces comenzó el drama. Como era natural, después de una infancia regalada comiendo chocolate, mi cuerpo adolescente no era el de una sílfide, precisamente. No es que fuera muy gorda, porque siempre he sido nerviosa, un culo de mal asiento, como dicen las mujeres de mi familia, y jamás he podido estar quieta en un lugar más de veinte minutos –seguramente por la acción estimulante del cacao en mi sangre. Pero el caso es que yo me veía gorda, y desaprobé al instante aquellos muslos macizos de chocolate blanco, la cintura ancha y la barriguita prominente. Lo único salvable era, quizás, mi cara… Pero eso no bastaba. De manera que, un buen día, comenzó mi particular batalla contra los kilos.
¡Ah, eso fue otra tragedia familiar! Cuando ya parecía que las manías de la infancia quedaban atrás, la preciosa niña casi-modélica cayó en una implacable obsesión por la delgadez. Tanto es así, que en tres años reduje mi cintura en casi dos palmos, y a los dieciséis gastaba la misma talla de pantalones que mi hermana pequeña de nueve –que, dicho sea de paso, tampoco era gordita, pues ha sido la más esbelta de todas las hermanas.
En esa época pasé yo muchos males, de amores y desamores, de pasiones juveniles secretas y de tremendas dudas existenciales. Si algo me salvó de morir de consunción, fue, justamente… el chocolate.
Pues en mi espartano régimen tenía cabida un solo “pecado”, una sola concesión que endulzara mi amarga y atormentada existencia. Las tabletas de bitter con avellanas se convirtieron en mi sustento básico. Gracias al chocolate evité convertirme en un lánguido esqueleto andante. Estoy convencida de que la teobromina, esa sustancia alquímica que albergan las moléculas del cacao, fue la responsable de que no se apagara el brillo de mis ojos, que se habían hecho enormes y saltones sobre la cara flaca, y de que siempre permaneciera un leve tinte rosado en mis mejillas chupadas de novia romántica.
Mi familia andaba preocupada, al igual que mis amigas, que se alarmaron cuando un día les confesé que, con mi metro setenta de altura, pesaba tan sólo cuarenta y siete kilos… Pero yo veía las cosas de otra manera. Me gustaba estar delgada y me encantaba comprarme la ropa que jamás soñé llevar: mallas de punto, chaquetas de cinturas ajustadas, faldas cortas de tuvo, botas de caña larga y medias negras, jerseis ceñidos que revelaban mis frágiles formas de bailarina… Además, no todo el mundo me veía tan mal. Recuerdo perfectamente los comentarios de dos de mis profesores, en la universidad. El uno, un auténtico dandy que nos daba crítica literaria, me llamaba “la chica exótica”, seguramente a causa de mi cabello largo y ondulado y de los enormes pendientes morunos que me gustaba lucir, cuajados de piedras brillantes, tintineando junto a mi cuello de garza. El otro era nuestro profesor preferido. La mitad de las chicas de la universidad andaban medio prendadas de él… y la otra mitad perdidamente enamoradas. Un día, en el breve recreo entre clases, estábamos mis amigas y yo en el patio porticado de la facultad. Yo había sacado mi consabida manzana –mi desayuno- que iba mordisqueando mientras charlábamos. El profesor pasó junto a nosotras y lo saludamos. Él se me quedó mirando y dijo: “Pareces Eva con la manzana”.
¡Glups! Yo respondí al cumplido con una de mis sonrisas, entre seductora y cándida, mientras mis compañeras, apenas él se alejó, levantaban un coro de murmullos. “¿Sabes lo que te ha dicho?”. Sí, claro que lo sabía… Me supo tan dulce como un bombón de licor con guinda.
Mi racha de delgadez también se acabó. Aquello no podía seguir y, a fuerza de recibir consejos, reprimendas y amenazas de mis bienintencionados parientes y amigos, comencé a ser consciente de que algo tenía que cambiar. Pero, ¿cómo? Os aseguro que dejar de adelgazar es mucho más difícil que engordar, sí. Aunque muchas chicas rellenas desesperadas por perder peso se indignen al leer esto y piensen lo contrario. Juro que cuesta.
No fueron médicos, ni psicólogos, ni tratamientos, ni nada de eso, lo que me curó. Aparte del chocolate, al que me aficioné aún más, si cabe… la mejor terapia fue la que yo llamo CCA. Fue infalible.
CCA son las siglas de Cuenta-Con-tusAmigos. Me repugna pensar que los amigos puedan convertirse en una especie de terapia, pero, en mi caso, fueron ellos, y nadie más, los auténticos responsables de mi recuperación.
Mis amigos no pensaban que yo fuera una enferma. Me gastaban bromas por mi delgadez y se empeñaban en que engordara, regalándome con chocolate y otras finezas cuando salíamos los fines de semana. Delicadezas que, claro está, aceptaba complacida. Con ellos podía permitirme tales excesos… ya tenía el resto de la semana para purgar. El caso es que cada vez que me iba de viaje con ellos, ya fueran fines de semana, puentes o vacaciones, regresaba a casa con uno o dos kilos de más. Kilos que ellos se apuntaban como victorias en su haber, en medio del regocijo general.
La amistad durante la primera juventud siempre raya abismos peligrosos… Peligrosos y fascinantes. Como no podía ser de otra manera, surgieron las primeras parejitas entre nuestra peña de amigos. Yo simpaticé mucho con uno de ellos, un chico guapote y morenazo, con un cuerpo apolíneo y grandes ojos dulces como un par de marrons glassées. Una noche, regresando de un viaje por las montañas, íbamos él y yo en la parte trasera del coche y convertimos aquel asiento de atrás en nuestra particular sala de masajes. Tras los escarceos, vinieron las caricias. Y tras las caricias, los besos y el liarse de cuerpos. Cuando él se tendió en el asiento y yo sobre él, arropada en aquel pecho firme de chocolate blanco, sus manos se deslizaron bajo mi suéter y comenzaron a juguetear sobre mis costillas, hasta llegar a mis diminutos senos –el inútil sujetador hacía rato que yacía arrugado bajo un asiento-. Entonces –lo recuerdo como si fuera hoy- me mordió levemente la oreja y susurró, al oído: “Mmmm, qué lástima de huesos…”
Eso me curó de repente. ¿Huesos? No, nunca más.
Gané unos kilitos y, a los pocos años, llegué al peso ideal que conservo, gracias a Dios, hasta el día de hoy, con no pocos esfuerzos y haciendo malabares con una dieta generosa en manzanas y lechuga… convenientemente compensada con mis raciones de chocolate.
Me emparejé con un hombre estupendo que, ¿serán guiños del destino?, es de color. Hijo de americanos, se vino a España con una beca de estudios empresariales. Acabó la carrera y montó un negocio que le ha ido de maravilla, y cuyos entresijos prefiero no saber, creo que tiene algo que ver con el petróleo y ciertas transacciones comerciales que le obligan a viajar a Suiza con frecuencia… En fin, mi amor es chocolate puro. Dicen que todos los hombres negros son formidables en el lecho. No puedo saberlo, porque no tengo con quién compararlo… pero él lo es. Y no sólo ahí, sino en cualquier lugar y situación. A ambos nos encantan las acrobacias y las expediciones hacia las profundidades, de manera que no hay un solo rincón blando y húmedo en nuestro loft que no hayamos explorado y disfrutado. Es sumamente excitante y tiene la virtud de levantar mis ánimos como un buen tazón de cacao caliente. Mi pareja desciende de la orgullosa raza Ibo, según me ha explicado. Una raza de la actual Guinea –país rico en cacao, por lo demás- que era muy apreciada por los traficantes de esclavos por sus extraordinarias condiciones físicas –y doy fe que, en su caso, es digno descendiente de sus ancestros. Con él llevo una cómoda relación de DINC, según el neologismo que han acuñado los sociólogos. Es decir, “double income, no child” o, hablando en plata, pareja joven, culta y adinerada, cuya única preocupación es pasárselo bien y consumir como cochinos burgueses. Y sí, somos un par de egoistones y nos dedicamos a disfrutar de la vida. Viajamos, vamos al cine y a conciertos, nos tomamos unas vacaciones de órdago… Y nada de pensar en hijos.
Hacer el amor con él es la única cosa que me gusta más –o casi más- que comer chocolate. Porque, como podéis imaginar, con mi potente visa en mano y esas magníficas chocolaterías de diseño que han abierto en el centro de la ciudad, de tanto en tanto me regalo con alguna que otra caja de esos increíbles bombones de importación, auténticas delicatessen que me llevan al séptimo cielo. Para no caer en la burda voracidad de mi madre, me ofrezco a compartirlos gentilmente con mi pareja, pero resulta que a él no le gusta el chocolate ni el dulce, prefiere lo salado. De manera que siempre acabo comiéndolos yo sola. Tengo mi cajita siempre a punto, en el segundo cajón del escritorio, en mi despacho… Y de tanto en tanto hago una pausa en mi tarea, desvío los ojos del ordenador y pierdo la mirada en el cielo de la ventana, mientras saco uno de mis tesoros del cajón y me lo llevo a la boca con deleite. Ah, qué momentos…
Pero hace poco me llevé un buen susto que me ha hecho replantear, seriamente, si mi peculiar régimen alimenticio es el más indicado…
Sucedió un mediodía. Volvía del trabajo caminando y vi uno de esos autocares que recorren la ciudad haciendo campaña a favor de las donaciones de sangre. “Dona sangre, dona vida”, rezaba la pancarta que lo anunciaba. En el mismo autocar, convertido en dispensario, se podía hacer la donación. Yo jamás había sido donante y la vetita solidaria afloró en medio de mi sangre de acomodada burguesa. Voy a probar, pensé. La verdad es que lo que me ayudó a decidirme fue que, a la salida, a los donantes se les obsequiaba con un pequeño regalo –un bolígrafo, un llavero, que a mí me importaban bien poco- pero, además, se les ofrecía un pastelillo de chocolate y alguna bebida dulce para reponer fuerzas. Infame bollería industrial, me dije, pero, al fin y al cabo, chocolate. Así que subí al autocar, muy decidida, rellené mi cuestionario y pasé sin problemas el test del hierro en sangre. Como no podía ser de otra forma, mi sangre es riquísima en hierro, habida cuenta del chocolate que consumo… Pero también en otras cosas, como pronto tendría ocasión de comprobar.
Me tumbé en la camilla y sonreí a mi alrededor, un poco nerviosamente. La enfermera me enchufó la jeringa y el tubo y, cuando el chorro de sangre salió de mi brazo con fuerza, no me sorprendió en absoluto lo que vi. La sangre de los demás donantes, que observé furtivamente, se veía roja. La mía tenía un sospechoso color de fondant oscuro…
Regresé a casa comiendo mi Tigretón de chocolate, disfrutando como una chiquilla y rememorando mi tierna infancia. Y me olvidé del asunto.
Pasados un par de meses, recibí una llamada del hospital. Normalmente, tenían la gentileza de enviar a casa de los donantes los resultados de su análisis sanguíneo, con una nota de agradecimiento por su aportación al banco de sangre. Pero, en mi caso, los médicos habían detectado una extraordinaria particularidad y querían hablar conmigo de ello.
Un tanto intrigada y algo escamada, me presenté en el despacho del médico especialista en hematología del hospital.
- Señora –me dijo, mirándome fijamente tras sus gruesos lentes-. Hemos observado que en su sangre existen componentes químicos fuera de lo habitual… Hemos detectado una elevada concentración de una sustancia llamada teobromina.
Me callé y me hice la tonta, abriendo mucho los ojos. Teobromina. ¡Claro que sabía lo que era! El mágico componente del cacao. Responsable, dicen, de sus efectos excitantes y afrodisíacos…
- El caso es que –explicó el doctor- este fenómeno es único y resulta sumamente interesante. La teobromina, debe usted saber, tiene propiedades antidepresivas y estimulantes del sistema nervioso central y periférico…
Asentí, algo inquieta. ¿A dónde quería ir a parar? El médico continuó.
- Nos ha sucedido un hecho curioso. El primer paciente al que fue suministrada su sangre padecía una larga depresión que se curó, de manera inexplicable, a los dos días. Desde entonces es otra persona y ha dejado toda medicación. La segunda paciente fue una mujer anciana, aquejada de artritis y jaqueca crónica… Lo mejor del caso es que salió del hospital como nueva y sus familiares aseguran que ríe como nunca, se mueve como una jovencita y no ha vuelto a ser la misma. Esto, mi querida señora, nos ha llevado a pensar que se podría abrir una interesante línea de investigación…
No podía creer lo que oía. De pronto eché a temblar. Dejé de escuchar, o escuché, a retazos, la perorata del doctor sobre las propiedades únicas de mi sangre.
-… que podría ser el preludio de grandes avances médicos… Si usted, claro está, aceptara... por supuesto, con todas las garantías médicas… Sería una vez cada dos meses, o quizás cada mes… un experimento único, sin precedentes… Depende de la respuesta de su organismo…
Yo lo miraba, ahora con horror. Ignoro si mis ojos me delataban. “Vampiro chupa sangre”, fueron las únicas palabras que llenaron mi cabeza. El doctor seguía hablando.
- ¿… se da cuenta usted, de lo que podríamos llegar a descubrir…? ¡Incluso podríamos tratar el Alzheimer!
¡Era el colmo! Querían estudiar mi sangre, experimentar con ella, convertirme en un cobaya de laboratorio… Querían succionar hasta la última gota de mi chocolateado líquido vital. De repente, me puse en pie. No quería escuchar más. Le espeté un apresurado “Discúlpeme, doctor, no me interesa”, y salí escopeteada del despacho, cerrando la puerta bruscamente tras de mí.
Corrí por el pasillo del hospital. Creo que ni cogí el ascensor, descendí a pie, atropelladamente. Corrí por las calles, tomé el autobús… “Dios santo. Tienen mi nombre, mi ficha… Pueden buscarme y… ¡Oh, no! Jamás pisaré un hospital en mi vida…” La imaginación volaba. Y no paré hasta llegar a casa. Dejé caer el bolso en el sofá, me descalcé y me refugié en el estudio, apoltronándome en mi butaca, junto a la ventana… El tembleque aún me duraba. Y respiré hondo, cerrando los ojos.
Al poco, me puse en pie y me dirigí al escritorio. Abrí el segundo cajón. Allí estaba, fiel y amistosa, la cajita transparente de Ferrero Rocher. Apenas la había estrenado el día antes. Cogí un bombón. Le quité el papel dorado, lo arrugué y lo tiré a la papelera, luego me acomodé de nuevo en la butaca. Lo sostuve en mi mano, contemplando amorosamente la pequeña esfera rugosa, un mundo de placeres escondidos, hasta que los dedos se pringaron. Entonces lo llevé a los labios. Suave, como un beso. Mmmmm. Lo lamí un poco y me lo metí en la boca, dejando que la capa de chocolate se fundiera y que los pedacitos de almendra flotaran sobre mi lengua. Ah… eso estaba mejor. Entonces mordí la galleta de dentro, cerrando mis dientes con fuerza sobre la avellana. Crunch. Una explosión de chocolate dulce y almibarado inundó el cielo de mi paladar. Ah, delicioso… tantas veces lo he probado, y cada vez me sabe como la primera… Suspiré, perdiendo la mirada en la ventana, mientras la deliciosa catarata de cacao se deslizaba garganta abajo, encendiéndome el estómago, prendiendo un calorcillo en mi pecho. Ah, ya me sentía mejor… Ya podía pensar más claro. El médico, el hospital y la espantosa pesadilla de la sangre comenzaban a quedar lejos, muy lejos…
Pasaron unos minutos. Y me levanté de nuevo. Mi amorcito aún tardaría unas horas en volver. Sólo hay una cosa mejor que un Ferrero Rocher… Dos.
Y cogí otro bombón de la caja.
2 comentarios:
gracias por la excelente lectura, me gustaria poder contactar a la autora
Mireya, puedes contactarme en este correo: labaladademaya@hotmail.com. Gracias por tu comentario.
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