sábado, 9 de diciembre de 2006

Jasmine -III-

Desvelos y despertares

No se dio cuenta hasta meses más tarde, cuando Oscar irrumpió en sus sueños nocturnos. Era media noche y se incorporó de golpe, en el lecho, temblando y empapada de sudor, con el corazón palpitante como si hubiera corrido un maratón. Apartó el sueño de su mente, de un manotazo. “No puede ser”, se dijo. Olvídalo. No pienses más... Abrió la ventana, sigilosa, y se tendió en la cama, echando a un lado las sábanas. Permaneció inmóvil largo rato. Pero su mente era un ciclón arremolinado. Y aquel calor que le subía por el bajo vientre, encendiéndole las entrañas, la turbaba. Ya no era el viejo dolor, no. Pero aún asustaba más. Era tremendamente placentero.

Un día se miró al espejo. Había acabado el entrenamiento un poco antes que sus compañeras, pues debía regresar a casa por un compromiso familiar. Estaba sola, desnuda, en el vestuario. Ya se había acostumbrado a la fresca y desabrida intimidad con las otras chicas, las primeras mujeres desnudas que jamás había visto, entre vapores de duchas calientes, zumbidos de secadores y revolotear de toallas, champús, desodorantes y tubos de gomina. Pero jamás se había atrevido a mirarse a sí misma. Aquel día lo hizo. Se plantó ante el azogue empañado y se observó de los pies a la cabeza. Contempló el cuerpo alargado de color chocolate claro, las largas piernas, el torso delgado y las pequeñas dunas morenas de sus senos enhiestos de adolescente. Dio media vuelta. Los glúteos redondeados de su recién estrenada feminidad, pequeños y respingones, dibujaban una curva osada entre su espalda y sus muslos. ¿Era bonita? No lo sabía. Se miraba, absorta y curiosa. El pelo negro, suelto, pecaminosamente rizado y alborotado, se desparramaba sobre sus hombros y goteaba sobre su piel, haciéndole cosquillas. ¿Era ella, de veras, aquella imagen que le devolvía el espejo? Se tocó el vientre, casi cóncavo como una cuchara, y la piel se le erizó.

De pronto, salió del ensueño. Sus compañeras llegaron, ruidosas como bandada de gaviotas, y en pocos segundos invadieron el baño. Se apresuró a envolverse en su toalla. Vanessa le palmeó el trasero, riendo desenfadada.

–¿Os habéis fijado qué tipazo? Podrías presentarte a un casting de modelos...

Ella enrojeció, de vergüenza y de secreto placer. Jamás, jamás, jamás en su corta vida, había soñado ni por asomo que alguien pudiera considerarla atractiva.

Otro día, se quitó el velo. La primavera entraba, el sol apretaba aquella tarde durante los entrenamientos, y el travieso pañuelo no se quería dejar atar. Después de verla hacer el nudo, por cuarta vez, Oscar se acercó, sonriente.

–Quítatelo, ¡no pasa nada! Aquí sólo estamos nosotros... Nadie más te verá.

Y Jasmine se lo quitó, de una revolada. De pronto, se sentía rebelde. Y se dirigió saltando a su puesto, esperando el relevo que le pasó Sandra. Cuando salió corriendo, le pareció que su cabeza volaba. El aire silbaba entre sus orejas, los bucles flotaban al viento... ¡Era increíble! Desde aquel día, y sólo durante los entrenamientos, Jasmine se quitó el velo. Bien recogido el pelo en una coleta, eso sí. Sus compañeras la animaban. “Así corres más, ¿no lo ves? El velo te frena” Sí, tal vez tenían razón. Pero no era su cuerpo solo el que corría.

Desde hacía muchos meses, desde el día en que entró en el gimnasio, Jasmine sabía que era otra. Con el movimiento, brotaron alas de sus brazos. No sólo sentía la fuerza latir en sus piernas y en sus miembros que se estiraban. A medida que podía hacer más cosas con su cuerpo, su espíritu también se ensanchaba. Ahora caminaba y sentía el suelo, firme, bajo sus pies. Era como si hasta entonces hubiera vivido en una nube, flotando, y de repente hubiera descendido al mundo real. Una nube feliz y dulce en la infancia, arropada en un hogar seguro y previsible, mimada por su madre, su padre y sus hermanos. Una burbuja irisada que había acabado degenerando en un negro nubarrón, lúgubre y opaco. Ahora había caído al suelo. Echaba raíces para crecer. Tocaba, olía, respiraba. Se había hecho mujer. Y Jasmine comenzaba a soñar en su futuro, con cierto temor. Quería seguir con el deporte. Y quería estudiar. Su padre siempre había alentado en sus hijos el amor al estudio. Su hermano mayor ya estudiaba derecho, y los siguientes también esperaban hacer carrera. Cuando ella había formulado que quería ir a la universidad, babá no había puesto impedimentos. “Pues claro, preciosa. Serás toda una licenciada”, le había dicho. Ahora, Jasmine soñaba. Le gustaba la historia y se imaginaba, como las heroínas del cine, excavando yacimientos arqueológicos entre los tells arenosos de aquellos países lejanos, donde decían que se había fraguado la cuna de la civilización. Soñaba... y no se atrevía a soñar en aquel otro aspecto de su vida. Allí acababan los sueños. Su madre y las amigas de ella la aleccionaban, introduciéndola en otro mundo y otras artes, la sabiduría y los secretos que toda esposa amante debía conocer. Un mundo fascinante y aterrador a la vez. Cadenas de seda, brumas de sándalo. Pensaba en Oscar y la angustia la atenazaba de nuevo. Sólo tenía quince años. ¿Hasta cuándo podría permitirse soñar?

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