Éramos unos locos idealistas. Llegamos a Italia imbuidos de literatura y del espíritu romántico de Francisco de Asís. Nos gustaba andar descalzos, dormir sobre el suelo y filosofar bajo las estrellas. Visitábamos monumentos, nos extasiábamos en los museos, rezábamos en las iglesias y retozábamos en los jardines. Chapoteábamos en las fuentes y alborotábamos en los autobuses… donde jamás pagamos un billete. Nos gustaba soñar despiertos, devorar carreteras y acariciarnos en fugaces instantes de intimidad robada. Y bebíamos, sí, hasta embriagarnos, el aire mágico del crepúsculo y el néctar divino de la mutua compañía.
Locos enamorados, idealistas y exaltados. Enfermos de juventud, ávidos de vida. Roma nos acogió con los brazos abiertos y su amplia falda de abuela milenaria, desplegada sobre las siete colinas. Nos acogió y nos sorbió en su marasmo de humo y piedra, engulléndonos por sus callejuelas, laberinto de mugre y mármol. Nos succionó y nos encantó. Durante días vagamos por sus calles, donde hasta la pátina negra tiene sabor de historia.
La dolce Roma… dove non si mangia, ma si vive dell’arte!
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Los carabinieri
No se nos ocurrió nada mejor que, mapa en ristre, introducirnos hasta el mismísimo centro de Roma con nuestra polvorienta furgoneta. Por supuesto, el barrio era peatonal… pero en Roma, si se puede pasar, se pasa. Apenas cruzamos una calleja y desembocamos en una plaza, cuando nos vimos súbitamente cercados por media docena de carabinieri, surgidos como por encanto, y por una multitud de turistas curiosos. Tuvimos que frenar en seco. Me asomé a la ventanilla y miré. Estábamos ante el Panteón de Agripa.
Alex, que conducía, me miró con ojos asesinos. Yo era la guía, la que tenía el plano de Roma y la que hablaba italiano. La que se suponía tenía que saber… El caso es que soy buena leyendo mapas, sí, pero muy mala guiando conductores. Porque donde yo veo una calle abierta, olvido que suele haber sentido contrario, o doble dirección… o un prohibido el paso. Quique, de copiloto a mi otro lado, me sonrió condescendiente, apretando los labios para no enseñarme los dientes. Vociferando y gesticulando, los carabinieri nos hicieron saber que, obviamente, no se podía entrar allí con vehículo. “Dejadme bajar”, dije, y salté a tierra. Les expliqué, con mi italiano macarrónico de manual, que teníamos que alojarnos muy cerca de allí, en una casa de la Via dei Pastini, y supliqué, mirándolos con ojitos de ragazza inocente, que nos dejaran al menos sacar nuestros equipajes, que luego nos iríamos de inmediato a aparcar bien la macchina. Promesso! Dadas las circunstancias y nuestra condición de idiotas extranjeros que-no-se-enteran-de-nada nos permitieron estacionar provisionalmente y descargar nuestra tartana. Debieron pensar que, finalmente, un hatajo de diez veinteañeros con pinta de hippies tampoco podía ser tan peligroso. Inmediatamente formamos una cadena humana, vaciando la parte trasera de nuestro furgón, pasándonos mochilas, sacos de dormir, la guitarra, el fogón de camping gas, las cajas de cereales, la nevera portátil, el cubo con el mocho… Los turistas nos miraban como una atracción más y algún vecino cínico señaló, soltando la carcajada, el nombre de la empresa de nuestro vehículo de alquiler, impreso en los laterales. Al parecer, en italiano la palabreja sonaba rara… Más que rara, debía sonar a algo tremendamente obsceno, a juzgar por las caras y las risitas entre dientes de los propios carabinieri. Durante nuestro viaje por Italia nos sucedió más veces, pero, por más que intentamos averiguar qué significaba “eso” en italiano, nadie nos sacó de dudas. De modo que, pienso yo, debía ser muy gordo… o muy guarro.
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El piso de Via dei Pastini
Dimos con la calle, el número, la puerta… Alex tenía el manojo de llaves que le había entregado el amigo de un amigo que tenía parientes en Roma, que se habían avenido a prestarnos su viejo piso desocupado. Abrió el portón de tres metros de altura. Una vaharada de penumbra y humedad nos envolvió, “Mmmm, huele a antiguo”, comentó Roger, encantado. Él siempre tan romántico. Apenas traspasamos el umbral, retrocedimos de un salto a los años cincuenta.
En Roma, ya lo he dicho, todo, hasta la roña, tiene historia. Incluido el olor a moho rancio, las paredes desconchadas, las baldosas sin color… Subimos por una estrecha escalera de peldaños cóncavos, a fuer de gastados. Dos, tres, cuatro pisos… y llegamos resoplando a nuestro flamante apartamento, en pleno centro de la città, a cincuenta pasos del Panteón. ¿Qué más podíamos pedir?
Apenas Alex abrió la puerta, el larguirucho Fran, decidido a hollar el primero aquel habitáculo fuera del tiempo, cruzó el minúsculo vestíbulo y entró en lo que parecía el salón comedor. Pisó triunfante y solemne… y de pronto se detuvo, con un pie en el aire y el pánico pintado en el rostro. Oímos “crash”… y vimos elevarse una nubecilla de polvo a sus pies.
Con ojos muy abiertos, nos apelotonamos tras el incauto, para contemplar atónitos el perfecto boquete en forma de baldosa. “¡Anda! Se ve el piso de abajo”, comentó Roger.
Se veía, sí. Por fortuna, tan desierto como el nuestro. Alex, siempre práctico, dijo que debíamos acordonar la zona para evitar nuevos derrumbes y así lo hicimos. Lástima, tuvimos que renunciar a nuestro polvoriento y señorial comedor… y nos refugiamos en el resto de la decrépita vivienda.
Pisando con tiento, ocupamos los cincuenta metros cuadrados de piso cutre, repartidos entre un pasillo torcido de paredes altísimas, una minúscula cocina, dos habitaciones cuyas puertas casi tocaban la pared de enfrente y una salita de baño. Mientras Alex y Quique, los únicos conductores, salían a la calle para buscar acomodo a nuestro vehículo, los demás emprendimos con entusiasmo la conquista de nuestro nuevo hogar.
Lo primero fue desalojar el polvo y los inquilinos no deseados –léase arañas, cucarachas, dragones… Abrimos todas las ventanas de par en par. Rociamos la casa con insecticida. Yo me armé con la escoba y el trapo, y Naomi se agarró al mocho. Mientras, mi tranquila hermana, Mel, capitaneó el asalto de la cocina con filosofía, secundada por Laia y Fran. A Roger, siempre tan dispuesto, le endosé el Vim limpiahogar y un estropajo y lo exilié en el baño. Aitor y Gianlú se encargaron de las habitaciones. Y, como era de esperar del sibarita Gianlú, su saco y su mochila pronto ocuparon su lugar en la mejor de las estancias… si es que se puede decir que había una mejor que otras. La mitad de nosotros, todo sea dicho, optamos por dormir en el pasillo, por donde se colaba una ligera brisilla romana, aminorando el calor húmedo que rezumaba hasta por las paredes.
Las horas vividas en Via dei Pastini fueron inolvidables. Aún me maravillo de cómo nuestros veinte años sabían sacar partido de la situación más incómoda. Le veíamos encanto a todo. Y donde no había estética posible, metíamos humor. Mel dijo que parecíamos escapados de una película de Fellini, inmersos en el realismo negro italiano. Había un pequeño balcón, que daba a un lóbrego patio interior, con su barandilla y sus alambres para colgar la ropa. Aún conservo una foto de esa vista, un rayo de sol abriéndose paso entre los muros ennegrecidos y el cristal polvoriento. Y nuestras braguitas, recién lavadas con jabón de ducha, tendidas e inmaculadas, como mariposas blancas revoloteando en medio de aquel sórdido pozo, impregnado de olor a humanidad vieja.
Por las mañanas, nos reuníamos a desayunar en la cocina. Alex preparaba café con leche. Nos despertaba el aroma amarguillo y el borboteo de la cafetera. Quique hacía las tostadas al fuego, sobre el hornillo del camping gas, apartando a manotazos a Roger, que no dejaba de merodear, picoteando aquí y allá. Y las chicas entrábamos, pelos mojados, ropa arrugada y emanando efluvios de champú fresco desde el baño. Nos apretujábamos alrededor de la diminuta mesa de formica, imitación mármol de no-sé-dónde. Por supuesto, no podíamos apoyar manos ni codos, sólo cabían los platos, las tazas y nuestro yantar… Muertos de hambre, como refugiados de la postguerra, atacábamos con fruición las tostadas con mermelada, el tarro de Nocilla, los corn flakes reblandecidos en la leche y el Colacao. Bromeábamos, sacudiéndonos el sueño y el entumecimiento tras una noche romana, durmiendo en el duro suelo con los codos clavados en las costillas del compañero de al lado… Nadie se atrevió a yacer sobre los desvencijados somieres del piso, que utilizamos como almacén de mochilas. Y planificábamos un nuevo día, atestado de visitas y cultura.
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Qui non si mangia…
El día era una sucesión frenética de caminatas bajo el sol y empachos de arte y piedras. Mel y yo habíamos confeccionado una guía casera para conocer Roma, señalando de forma desenfadada todo lo que “había que ver”, y así fuimos cumpliendo religiosamente nuestro programa. Alex y Fran siempre encabezaban la marcha, los líderes y los intelectuales del grupo. Laia mostraba amable interés y Naomi, a quien se le iban los ojos detrás de las boutiques de moda y los italianos, me atosigaba a preguntas para hacerse la entendida… Los demás, “seguían”. Seguían y miraban, obnubilados, cuando yo les señalaba esta fachada… o aquella estatua… o cuando Mel explicaba, con su gracia inigualable, la historia de aquel personaje histórico o de aquel romántico rincón.
Basílicas, plazas, el colosal Vaticano, donde hicimos colas interminables, pasadizos y salas repletas de estatuas, pinturas y frescos, fuentes, palazzos… Ruinas romanas, glorias arruinadas. Sol implacable. Y adoquines y más adoquines. Quique llevaba una curiosa cuenta de los quilómetros pateados, y Roger se llevó hasta un adoquín de recuerdo, que guardó en su mochila. A mediodía, como íbamos de baratillo, buscábamos algún colmado para comprar embutido, pan y fruta, y así improvisar nuestro ágape. Ahí nos topamos con las primeras dificultades. En el centro de Roma, al menos en aquel entonces, encontrar un sencillo colmado o un panificio era tarea harto difícil. Tan sólo veíamos tiendecitas de artesanía, de recuerdos, de ropa… El primer día ya desesperábamos cuando de pronto dimos un bote: “Restaurante”, rezaba un artístico cartel forjado. ¡Salvados! Al menos, comeríamos. No tardamos en caer en la cuenta de que, en italiano, nuestros restaurantes son “ristorantes” o “trattorias” y que “restaurante” no significa otra cosa que “restaurador” de antiguallas. Y, de éstos sí, hay un buen puñado. Cuando Alex se dirigió al orondo dependiente de uno de estos establecimientos, preguntando si aquí no se comía jamás, él sonrió con cachaza, enseñando los dientes, mientras con una mano esgrimía una pequeña Venus de bronce, tentadora.
“Signore, qui non si mangia… Si vive dell’arte!”
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¿Dónde están los romanos?
Esa es la pregunta que nos hacíamos una y otra vez. ¿Dónde se meten los romanos? En particular, Naomi estaba intrigadísima. Se había traído su colección de modelitos veraniegos, bien embutidos en su enorme mochila, y una plancha. ¿A quién se le podía ocurrir traer una plancha??? Bueno, pues los romanos, como no tardamos en descubrir, deben llevar una vida eremítica durante el día, bien escondidos en sus umbrosas y añejas casas… al menos, en la Roma vieja, a resguardo de las avalanchas turísticas. Pero, como las aves nocturnas, a la caída de la tarde asoman. Y digo “romanos” en sentido literal, pues de las romanas no vimos ni la sombra. Apenas declina el sol, plazas y calles se ven invadidas por pelotones de muchachos guapotes, con el pelo engominado y las camisas impolutas, a la caza de turistas hambrientas. No exagero, lo juro. La primera tarde, al anochecer, salí a comprar pizza para cenar, acompañada de Fran y Aitor. Ibamos los tres, ellos flanqueándome a los lados, sorteando las bandadas de apuestos galanes. Fran miraba a su alrededor, boquiabierto. Y Aitor se arrimó a mi lado, como solícito guardaespaldas. Lo cual no dejó de complacerme, pues él bien podría ser un digno ejemplar escapado de aquella tropa. De manera que… ¡ahí estaban los romanos! Dios santo, no había ni uno feo.
Regresamos cargados de pizzas, quemándonos las manos bajo los envoltorios de papel, no sin antes cobrarnos nuestra “tasa de servicialidad” y comernos un cuarto de napolitana aún humeante, sentados en un banco de una plazuela y bromeando los tres, antes de subir a nuestra guarida.
Cuando explicamos nuestra excursión, Naomi se puso en pie de un salto. “¡Yo también quiero ir! He de ver a los romanos”. Todos rompimos a hablar en voz alta, y a discutir. Las chicas, todas queríamos volver a salir, los chicos protestaban… Tenían los pies hechos trizas. Hasta que Alex, que siempre llevaba la voz cantante, convino en que saldríamos “todos” a pasear después de la cena.
Salimos, y las cuatro féminas bien protegidas por los siete ragazzi. Sólo que Alex y Gianlú se descolgaron sospechosamente del grupo, a los pocos minutos, para enfrascarse en sus mutuas confidencias... Fran peroraba con Roger sobre cuestiones metafísicas y a los demás no les interesaba mucho el paisaje ni la fauna. Mel, Laia, Naomi y yo íbamos bien juntitas, cogidas de los brazos. Mel en el centro, dominando la situación, con Laia a su lado. Nada escapaba a sus ojos. A Naomi se le caía la baba. Llevaba su falda negra y su top lencero más escotado y dispensaba sonrisas de cine a todo bicho viviente. Quique fumaba, haciéndose el indiferente, y la miraba con el rabillo del ojo… ¡Todos sabíamos por qué! Yo no perdía de vista a Aitor, que caminaba a mi lado. A mí me interesaban poco aquellos italianos. Tantas miradas insinuantes y piropos susurrados al vuelo me acabaron resultando molestos y empalagosos. Decidí olvidarme de ellos y dejé vagar mi fantasía mirando hacia las fachadas, bañadas en la tenue luz de las farolas. Roma de noche es dorada. Hasta la iluminación es suave, para no romper el hechizo de las piedras. El aire es dulce y templado.
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Gelato italiano
Me solté de mis compañeras y corrí hacia una puerta iluminada. Era una tiendecilla de artesanía, abierta para turistas noctámbulos. Miré la quincalla, los pañuelos de seda, los pendientes de fantasía, los brazaletes, las sandalias romanas de tiritas de cuero. En un momento, tuve a Roger y a Aitor a mi lado. Siempre que la cabra loca se escapaba –o sea, yo- había dos locos más que la seguían. Les sonreí. Me sonrieron. Curioseamos un poco. “¿Qué te gusta?”. Señalé un pasador de pelo. “Es muy caro”. Al poco, salimos de allí, y regresamos junto a las demás.
Alex había descubierto una heladería cerca y decidió comprar helados para todos. Tutti frutti, gianduja, fragola, nocciola, stracciatella… Sólo los nombres ya nos hacían la boca agua. Estábamos muy cerca de la plaza Navona y los saboreamos allí, sentados en el borde de una de las fuentes. Las aguas cantaban entre dioses de piedra y delfines iluminados. Gianlú se descalzó, se arremangó los bermudas deshilachados y caminó por las aguas del Nilo naciente… ¿o era el Eufrates? Fran le sacó una foto. Unas turistas japonesas lo vieron y, alborozadas, le pidieron que posara junto a ellas. “Bello romano”, “Bello romano”, exclamaban, con su acento peculiar, parece que no su italiano no pasaba de ahí. Y allá quedó inmortalizado nuestro guapo Gianlú, con su melena rubia y su cuerpo de Apolo, metido hasta las rodillas en la piscina color turquesa, entre dos risueñas niponas.
El helado estaba delicioso. Si habéis probado los helados italianos sabréis por qué. El mío era de dos sabores, con pedacitos de almendra hundidos en la crema helada. Lo saboreé despacio, dejando que se derritiera un poco, y provocando la envidia a los demás, que ya habían devorado los suyos. Al final, permití que Alex me “ayudara” y le regalé el cucurucho. Entonces Roger y Aitor se me acercaron. “Cierra los ojos”. “¿Qué?” “Cierra los ojos y abre las manos”… Me reí. Juegos de niños, qué bobos… Apreté los párpados y abrí las manos. Cuando miré, allí estaba mi precioso prendedor, filigranas de fantasía esculpidas en bronce romano.
No sé por qué lo hicieron. Sólo sé que me acerqué a ellos y les di un beso a cada uno. Aitor se lamió los labios. “Sabes a helado de mándorla”.
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El Trastévere y las casas barbudas
A Quique nunca le interesó mucho el arte, ni la historia. Tampoco era poeta, el trovador del grupo era Roger, con su inseparable guitarra. En cambio, Quique tenía una curiosa forma de ver las cosas, con su mentalidad de arquitecto en ciernes. Cuando daba con una de sus geniales definiciones, inmediatamente todos la adoptábamos. Fue él quien captó, como nadie, el encanto de las casas del Trastevere.
Mel y yo dimos la tabarra a nuestros sufridos compañeros. No podíamos marchar de Roma sin visitar el barrio más típico, más castizo, más genuinamente romano… Nos topamos con media docena de caras largas. El que no tenía ampollas en los pies, tenía dolor de espalda. Naomi se quejaba de agujetas en las pantorrillas. Fran se había quemado la nariz con el inclemente sol romano… Ahora lucía un sombrero de paja de ala ancha que le había prestado Roger, con lo cual su silueta filiforme resultaba quijotesca. Pero incluso él, siempre hambriento de conocer, estaba cansado. Por fin, dimos con un argumento lo bastante convincente. “En el Trastevere se come una pasta de muerte…” Al menos un día teníamos que comer bien, dejando de lado nuestro régimen de pan con tomate, mozzarella derretida y salami. Mel adobó el discurso, siempre ha sido única para describir alimentos… Los spaghetti al dente, la salsa jugosilla y agridulce, los tropezones de carne, el queso fundido, calentito y cremoso… Los dientes comenzaron a afilarse. A Roger se le caía la baba. Finalmente Alex, redomado gourmet, se animó y arrastró a los indecisos.
Apenas cruzamos un puente de piedra sobre el Tíber, Quique se quedó mirando las casas, con sus viejos muros renegridos y los verdes doseles de hiedra, descolgándose de tejados y ventanas. “¡Mirad! ¡Son casas barbudas!”.
Y se echó a reír. La risa de Quique es contagiosa, si la oyerais entenderíais por qué. De manera que todos entramos con buen humor en el reino mágico del Trastevere. Naomi comentó que aquellas casonas con sus balconcillos le recordaban la historia de Romeo y Julieta… No nos faltó más para soñar.
Invadimos una minúscula trattoria situada en un callejón. Nos guió hasta ella el olor a sofrito de pommodoro, que salía con el rechinar del aceite de un ventanuco con rejilla. Alex la señaló. “Esta es buena”. Como no cabíamos dentro, el dueño nos instaló afuera en tres mesas, con sus manteles a cuadros. Al principio torció el gesto. “Turistas desarrapados sin un cuarto”, debió pensar, repasándonos de la cabeza a los pies. Pero la cara le cambió cuando, al poco, atraídos por nuestra algazara, un grupo de rubicundos alemanes se acercó al lugar. Sin duda debieron pensar que, por lo atestado del restaurante, allí debía comerse muy bien. De manera que, aquel día, nuestro anfitrión hizo el agosto.
Nos sirvieron pasta, ¡y qué pasta! Sólo recuerdo que nos hartamos como glotones romanos, además de practicar la cortesía medieval: a saber, que cada cual debía compartir su plato con el de al lado. Así todos pudimos catar las exquisiteces de cada variedad de pasta. El camarero parpadeó cuando nos vio pasándonos los platos de unos a otros e hincando el tenedor en los spaghetti del vecino. Debió pensar que éramos unos auténticos "porcos". Nos saltamos el segundo plato pero, a la hora del postre, nadie se resistió a probar los tiramisú de café y chocolate… Y nadie renunció a su capuccino. Cuando nos levantamos de las mesas, creo yo que todos teníamos una talla o dos más. Para bajar la comida, nada mejor que seguir recorriendo callejuelas.
Mel y yo teníamos la veta mística subida, por aquel entonces. Iglesia que veíamos, iglesia a donde debíamos entrar. Esta vez, nos siguieron Fran, Roger y Aitor. El intelectual, el poeta y el aventurero. La iglesia no era una capilla cualquiera. Quisimos visitar Santa María del Trastevere, mientras el resto del grupo, exhausto e incapaz de asimilar más arte, tomaba los escalones de piedra al pie de la fuente, en medio de la plaza, y acampaba esperando nuestro regreso.
Entrar allí fue un regalo. En la fresca penumbra del templo, un grupo de música de cámara hacía sus ensayos para un concierto de aquella misma noche. La flauta, el clavecín, una viola y cuatro voces melodiosas nos transportaron. Durante unos minutos, vivimos en la Roma renacentista, con aroma de incienso y de rosas, luz arrebolada y ecos de danza cortesana.
Mientras Mel y Fran levitaban, y Roger miraba embobado a los músicos, Aitor se movió en el banco y se acercó a mí. Me tocó el cabello y me volví hacia él. Le gustaba juguetear con mis bucles. Suaves dedos, suaves ojos. Respiré hondo, con la piel estremecida. Estábamos en una iglesia. Y, no sé por qué, pensé que un lugar sagrado era el sitio perfecto para paladear las delicias de los sentidos.
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La tumba del papa Borgia
Hay dos lugares en San Pedro del Vaticano que siempre me han fascinado, y a los que nunca me resisto a volver. Me pasaría horas allí. Una es la capilla de la Pietà de Miguel Angel. Por desgracia, entre que hay que pelear con una turba de turistas para captar un atisbo, y que está bien protegida tras un grueso cristal, acaba resultando distante y apenas se puede disfrutar. Por eso recomiendo a los amantes del arte que hagan lo que yo hice. Compré el libro de fotografías que Robert Hupka hizo a esta escultura, cuando fue trasladada a Nueva York para una exposición, allá por los años 60. Las imágenes de este libro captan lo que nunca podremos ver en la realidad. Los ángulos insólitos, los rostros, las luces y las sombras… Los labios. Las manos. La vida que se escapa de esa roca de mármol, serena y latente, pero poderosa. Si los ángeles existen, sin duda Miguel Angel fue inspirado por ellos cuando esculpió esa obra.
El otro lugar, que me atrae irremediablemente, es un rincón oscuro donde apenas se detienen los turistas. No es de los “recomendados” en las guías… Sin embargo, ejerce en mí una atracción singular.
Es la tumba de Alejandro VI, más conocido como el Papa Borgia.
Desde la primera vez que estuve en Roma, esa tumba atrapó mi atención. Sobre el sarcófago se yergue la figura de una mujer joven y grácil, desnuda, ofreciendo sus senos blancos a un niño que lleva en brazos. Maternidad espléndida y gozosa. A los pies de la mujer se encrespa el oleaje marmóreo de un manto agitado, y bajo él, brotando de la sombra, asoma un descarnado esqueleto, señalando con sus falanges el destino de todo mortal. La maternidad y la muerte. Hermosura radiante, con el horror acechando a sus pies.
No puedo evitarlo. Me embruja y me roba las palabras. Los minutos se deslizan veloces, clavados mis ojos en ella. La belleza y la muerte. Cuando supe de quién era la tumba, no pude dejar de pensar que era una metáfora elocuente del hombre que la ocupó. Alejandro Borja, el papa amante de las mujeres y de los placeres de la vida, orgulloso de sus hijos, aquel plantel de hermosos renacentistas: el aguerrido Juan, los inmortales César y Lucrecia… El papa denostado por la historia, maquiavélico y ladino, que soñó convertir la Iglesia en un reino terrenal, poderoso y triunfante, revestido de oro y de arte, ansiando, quizás, emular la gloria del paraíso celestial… El papa español, “el catalano”, que osó desafiar a los poderosos signores de las familias romanas, capeando sangrientas intrigas, para llevar su nombre y su enseña hasta los pináculos del cielo.
La muerte asoma bajo la gloria. He descubierto que no podemos juzgar el pasado. No con nuestros ojos de hoy. Porque todos somos hijos de muchas muertes. Las flores nacen del estiércol. Y los hombres florecen sobre el lodo de la historia, empapado, tantas veces, de sangre y de lágrimas inocentes. Somos hijos del dolor y de la guerra… Es fácil condenar a los que nos precedieron. Pero, tal vez, de encontrarnos en las mismas circunstancias, nosotros hubiéramos hecho lo mismo.
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El foro que nunca vi
(Aquí le debo su aportación a un colega del foro, Mario Cavaradossi, con su permiso)
Me encantaría pasear por el foro romano a media noche, sin turistas, en silencio, bajo la luz de las estrellas... y escuchar los ecos del pasado entre las piedras.
A mí también me gustaría dar ese paseo. ¿Te animas? Ven, vamos a movernos entre las múltiples columnas, que ya no sostienen nada, y apoyémonos en sus paredes medio derruidas por el paso del tiempo para elevar los ojos hacia ese cielo estrellado. ¿Oyes esos ecos del pasado? Aguza el oído y podrás escuchar tal vez alguna de las soflamas de Cicerón contra Catilina, o a los senadores congregados frente a César exigiéndole que abandone el mando militar, o incluso a Mario y Sila discutiendo a brazo partido. Sí, escuchemos esos ecos mientras las estrellas iluminan el firmamento romano.
Y mientras la luna se eleva sobre los pinos del Capitolio, las sombras huyen tras las piedras en el corazón despojado de Roma, blanco esqueleto de mármol devorado por los siglos.
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