martes, 17 de julio de 2007

Contigo pan y cebolla

En sus largos periplos por este mundo, Perucho Correcaminos no anduvo siempre solo. Uno de sus compañeros de andanzas fue Xan, el Tonto, o el Grande, según se mire. Porque Xan era grande de cuerpo y de corazón, y todo lo que tenía de grande su anatomía osuna lo tenía de pequeño su cerebro. Cansada su familia de mantenerlo, porque no era útil para nada, más que para vaciar la despensa, le hicieron un hatillo y lo mandaron a buscarse la vida por esos caminos de Dios.

Así fue cómo se encontró con Perucho Correcaminos, el galopín. Ambos hicieron buenas migas y estuvieron algún tiempo juntos, compartiendo aventuras, gracias y desgracias. Como Xan poseía una fuerza descomunal y Perucho era zalamero y espabilado, lograron encontrar varios trabajos, como peones, criados o jornaleros en el campo. Pero el empleo les duraba a lo sumo dos o tres días, pues Xan, aunque fuerte, era torpe, y su bobería y apetito voraz pronto lo echaban todo a perder. Anduvo tentado Perucho de abandonar a su compañero de camino en más de una ocasión, pero cuando veía su cara de hogaza, con aquella sonrisa bonachona y aquellos ojos cándidos que lo miraban tiernamente se le partía el alma.

Andaban de esta guisa las cosas cuando, una noche, llegaron a una posada, situada junto al camino en medio de dos poblaciones importantes. El mesón tenía renombre, era un conocido lugar de paso. Perucho pensó que, tal vez a cambio de algún trabajillo, él y su forzudo compañero podrían pernoctar allí y llevar un buen bocado a sus desiertos estómagos. Pero la posadera, que los recibió, hizo una mueca malcarada y a buen seguro debió juzgar que, por sus caras famélicas y el tamaño de Xan, no bastaría ni un cuartal de caldo para saciarlos. De modo que les dio dos mendrugos secos, duros como pedruscos, y los despidió de mala manera.

-Si queréis, podéis pasar la noche en la cuadra. Pero mañana ya os podéis largar, si no queréis que mi marido os muela a palos.

Mordisqueando las cortezas de pan, Perucho y su camarada se refugiaron entre las pajas del corral, no lejos de las ovejas, resignados a pasar una noche más de hambre y de pulgas.

Sucedió que, al poco, llegó a la posada un hombre rico de una aldea, que iba a la feria de la ciudad a vender una recua de mulas. Habiéndose hecho de noche, y oyendo de la buena fama de aquel mesón, el hombre y sus criados hicieron noche allí. Xan y Perucho, medio adormilados, oyeron a los criados cómo dejaban las mulas en el corral, no muy lejos de ellos. Al menos había media docena.

Sabido es que “gente llama gente”, como reza el dicho popular. Tras el hombre rico, llegaron otros viajantes y así, al poco rato, la posada bullía de animación, todas las mesas y escaños ocupados, los fogones del hogar a rebosar de cazuelas y pucheros humeantes. Las jarras de vino corrían de mano en mano y la hija del posadero no daba al abasto rebanando pan y sirviendo a los comensales. En medio del jolgorio, y mientras Perucho y el pobre Xan intentaban conciliar el sueño, acallando los rugidos de protesta de sus estómagos e ignorando los sabrosos efluvios que de la cocina llegaban hasta ellos, un puñado de sombras se deslizó por detrás de la casa. Agazapándose en la oscuridad, cinco hombres de catadura siniestra ganaron la puerta de los corrales.

El que ostentaba el pomposo cargo de “jefe” siseó a sus compañeros.
-Son seis mulas. A una por cabeza, ¿lo oís? Vais a entrar, de uno en uno, desataréis a las bestias y aguardaréis hasta que se tranquilicen. Cuando estéis todos, entraré yo. Daré la señal y saldremos todos montando, al galope. ¿Habéis entendido?
-Sí, jefe, sí…
-Adelante, pues. Pacorro, tú el primero.

* * *

Era media noche y el bullicio aún reinaba en la posada. Perucho dormitaba y Xan, atacado de una súbita necesidad, se incorporó a su lado.

-Mmmmm, Xan, ¿qué pasa? –murmuró Perucho, entre sueños.
-Voy a mear –susurró él.
-Pues vete a donde los caballos… y mira a dónde apuntas –gruñó Perucho, antes de darse la vuelta para seguir durmiendo.

Xan caminó a tientas por el establo, guiándose por los leves resoplidos y los cascos de las mulas, que de tanto en tanto resonaban contra el suelo. Cuando le pareció que llegaba a un lugar lo bastante espacioso, a juzgar por el negro hueco que se abría ante él, se desabrochó los pantalones y sacó su poderosa manguera.

Apenas el chorro salió, cuando un airado juramento rompió el silencio.
-¡Me cago en tu p… madre!
Xan dio un bote, y el juramento que salió de su boca no fue menos monumental. Sólo que, con su vozarrón, el trueno parecía haberse metido entre aquellas cuatro paredes.
-¡Carallo de ratas! –bramó Xan, y la emprendió a puntapiés con el pobre diablo que, después de recibir la cuantiosa rociada de orín, rebullía bajo sus pies, intentando zafarse de aquellas pezuñas descomunales que amenazaban con molerle los huesos.

Perucho se desveló de pronto. Las mulas coceaban y resoplaban, los malandrines saltaron de sus escondrijos, maldiciendo, sobresaltados, Xan voceaba y lanzaba puñetazos y patadas a diestro y siniestro. La algarabía era tal que los ocupantes de la posada no tardaron en apercibirse. Al poco, el posadero, su mujer y un grupo de parroquianos acudieron a la cuadra, con un par de teas. El posadero esgrimía una porra y su esposa había echado mano de una enorme sartén de hierro.

Como podéis imaginar, los facinerosos fueron rápidamente descubiertos y reducidos. Varios resultaron magullados y más de uno recibió un sartenazo que resonó en su cráneo como una insólita campanada. En pocos minutos, fueron maniatados y un par de vecinos fueron en busca de la guardia civil. Bastante más les costó calmar y reducir a Xan, que, fuera de sí, no distinguía entre malandrines y honrados parroquianos a la hora de repartir mamporros. Hasta que Perucho se plantó ante él y, con palabras severas, lo reprendió. Al oírlo, Xan se calmó al punto, y todos pudieron ver, con sorpresa, como el gigante se apaciguaba ante el rapaz, con su sonrisa bobalicona y cara de manso cordero.

Ni que decir tiene que Perucho no perdió tiempo ni ocasión, y se apresuró a contar a sus atónitos oyentes cómo él y su forzudo compañero habían avistado a la banda de malhechores, aguardando que entraran en los establos, y saltando sobre ellos cuando se disponían a robar los caballos. Con tanto salero lo explicó, que arrancó aplausos de su entusiasta concurrencia. El posadero los hizo pasar al comedor y la posadera, ahora toda mieles, les ofreció asiento.

-Sois mis invitados –exclamó el rico propietario de las mulas-. Por haber salvaguardado mis mulas, esta noche comeréis en mi mesa. Patrona, sírveles lo que quieran.
-¿Lo que… lo que queramos? –dijo Xan, abriendo mucho los ojos.
-Sí, muchachos, pedid lo que queráis –los animó la mesonera-. Que aquí tenemos buen yantar, para picos finos.
Xan miró a Perucho, rascándose la cabezota. Perucho sonrió, picarón, guiñándole el ojo.
-Pues… pues… pido… ¡pan con cebolla!

Un súbito silencio se produjo, seguido de un coro de carcajadas. “¿Serás cabrito?”, masculló Perucho, para sus adentros, “Cuando podías haber pedido empanada de carne, o buey a la cazuela, o pulpo con cachelos, o…”

-¡Pan con cebolla! –exclamó el posadero, humoroso-. Pues sí, hijo, ¡marchando pan con cebolla! Lo mejor de nuestra tierra… ¡Que no falte!

Al poco, la hija del posadero trajo ante ellos una enorme sartén, bien repleta de cebollas fritas, y una hogaza de pan recién horneado. Xan se frotó las manos, babeando, y luego miró a Perucho, con la misma ilusión que un niño ante su primer regalo. Y mientras los dos masticaban a dos carrillos, engullendo la jugosa y dulce cebolla, sepultada en la miga de pan tierno, Perucho dio en pensar que, sin duda, aquel era el manjar más exquisito del mundo.

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