jueves, 15 de septiembre de 2011

Rincón de lectura

Esto es lo que encontraréis a la sombra del arce:

Poesías y retazos

Sonetos

Premios

Mis novelas. Breves reseñas. Todas ellas están inscritas en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona

Relatos cortos. Os presento mi recopilación de relatos "Sal y Canela", con lista de cuentos y enlaces a todos ellos. Obra registrada en el Registro de la Prop. Intelectual de Barcelona.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Mis novelas

Por orden de publicación:

Estirpe Salvaje, la odisea de dos hermanos que luchan por sobrevivir y buscan su lugar en el mundo. Publicada por Espasa en 2008.

Ciudad sin estrellas. En un paraíso urbano del futuro, un joven inquieto decide romper las fronteras de su mundo "programado por defecto"... VII Premio Minotauro (2011).

El heredero del clan. Una historia de amores difíciles, guerra, amistad y traición en el agreste país de los fiordos. Publicada por Espasa, 2011.

Las demás, escritas e inéditas, y las que sólo habitan en mi mente, por ahora, irán saliendo a la luz.

Las próximas podrían ser...

¿La continuación de Estirpe Salvaje?
¿La secuela y final de Ciudad sin Estrellas?

Cuando lo sepa, lo anunciaré.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Nueva reseña

"Alguien" ha hecho una reseña de Estirpe Salvaje aquí.

Un saludo :-)

Juan

P.D.: Cómo me ha gustado tu novela. Y ya decía yo que ese final... Así que hay segunda parte. A ver si se anima la editorial que hay "alguien" que la leería :-)

lunes, 20 de octubre de 2008

Estirpe Salvaje

El día 7 de octubre ha salido a la luz Estirpe Salvaje, mi primera novela publicada por una editorial clásica, Espasa. Estará a la venta en las principales librerías de toda España, FNAC, La Casa del Libro y el Corte Inglés.

A los futuros lectores interesados en comentarla y cambiar impresiones, os invito a visitar el hilo de discusión del Rincón del Autor, en el portal en el portal http://www.sedice.com.
Quiero compartir con los visitantes a este blog mi alegría y la emoción de ver cómo un sueño largamente acariciado se convierte en realidad. Publicar un libro es el fin de un largo trayecto y también la punta del iceberg. Tras esas tapas se esconde una gran montaña, no de hielo, sino de pasión, lucha y perseverancia. Si las letras os encienden el corazón, ¡os animo a todos a emprender esta escalada!

Mis relatos


Sal y Canela es mi menú de relatos, con sabores varios. Esperando que los disfrutéis, os invito a su lectura:

La aparición
El mal de ojo
El rayo
El fantasma
Los supervivientes
La caza de gamusinos
Píramo y Tisbe
Jasmine I - Jasmine II - Jasmine III - Jasmine IV
Virgen
El amo del habitaco
24 de diciembre 1959
El puñal árabe
La hermana del cura
La garra del diablo
Que baje el Espíritu Santo
Nunca tengas piedad
Seducción
Uluru
Pascua de sangre
El monje y el bandolero
Alumbramiento
El croissant
Ishtar
El chocolate y yo
Seducción 2
El Seiscientos
Bellydance
...y el cisne desplegó sus alas
El ojo celeste
Las raíces del corazón
Contigo pan y cebolla
El síndrome monstrual
Dolce Roma
Castigo
Cara de foto
Madonna de Montigalá
Chandella
La escopeta y las rosas
Perucho, Xan y la bruja Rosalía
Añoro el fuego
Las cosas tienen patitas
Piropos
Censura
Dios de la lluvia
Cinco noches
La rosa de cuatro picos
El desatascador
La silla del obispo
La venganza
El jardín
Amante reemplazado
La leyenda de la reina mora

Pan de ángeles

Me fascinaba entrar allí. Me fascinaban las rechonchas columnas salomónicas, los cirios y las flores, los dorados. Sí, sobre todo los dorados, y el brillo del cristal de roca, de la plata y de los cálices. La inmaculatez de los manteles almidonados, los encajes, el olor de cera, incienso y de madera vieja. Desde muy pequeña, me llevaron a la iglesia. Sabía que era un lugar santo, importante, muy serio… Conocí muchas iglesias. Pero ninguna despertaba en mí aquella conmoción, aquella excitante mezcla de respeto, temor y curiosidad, que me provocaba la vieja iglesia de nave irregular, artesonado picado por la carcoma y muros torcidos, del pueblo de mis abuelos.

La abuela nos llevaba a la iglesia. Y nos gustaba. Ella iba a diario, a Rosario, a novenas y a misa. Mi hermana Mel y yo siempre estábamos dispuestas a acompañarla. Regocijadas, correteábamos a su alrededor, mientras ella, abuela orgullosa luciendo nietas, se paraba cada dos por tres a saludar a alguna vecina en el largo periplo desde su casa en una punta del pueblo hasta la parroquia, casi en la otra. El pueblo se alargaba como rosario deshilachado a los pies de la sierra, formando tres racimos de casas. Casa de mis abuelos estaba en el más extremo, casi a las afueras, de manera que la caminata se convertía en una peregrinación por caminos embarrados y prados.

A Mel también le fascinaba. Creo que nos atraía como un imán aquella aura de espacio sagrado, el encanto de lo prohibido, de lo enigmático, de lo que no se puede ver ni tocar… La oscuridad de las bóvedas, el silencio denso preñado de bisbiseos, crujidos de reclinatorios y pasar de cuentas entre los dedos. ¡Ah, los reclinatorios! Todos diferentes, con su color y su forma, se alineaban como tropa silenciosa a uno de los lados del altar. Era el lado de las mujeres. Enfrente, al otro lado, estaban los bancos de los hombres. Que, casi siempre, los días de diario, estaban vacíos. La abuela, como cada feligresa devota, tenía el suyo. Cuando sobraba alguno, y si no era domingo siempre sobraban, Mel y yo ocupábamos otros dos, a su lado. Nos sentíamos como nobles damas, revestidas de dignidad y decoro, arrodillándonos sobre los cojines forrados de raso y terciopelo ajado. Apenas llegábamos al reposabrazos y, en vez de erguirnos para alcanzarlo, nos sentábamos sobre los tobillos y asomábamos las manos para unirlas por debajo, entre los listones que lo sostenían. Como dos princesas orantes, elevábamos el rostro hacia arriba y nuestra imaginación volaba, mientras la vista se nos perdía en medio de aquel paraíso de angelotes rubios, santos de rostro virginal y flores de plástico que competían con las uvas doradas de las ondulantes columnas del retablo.

Pero había algo que nos cautivaba más, mucho más que los retablos, los cálices y el silencio trepidante. En misa había algo prohibido, reservado sólo para los mayores, y Mel y yo nos moríamos de intriga.

Sabíamos que dentro de unos años podríamos. Pero no ahora. Tendríamos que prepararnos. Y nos estrujábamos los sesos cavilando qué ocurría, a qué sabía, qué se sentía por dentro, cuando se tomaba aquella forma sagrada de nombre impronunciable que despertaba tanta adoración.

Un día, el cura del pueblo nos invitó a la sacristía al acabar la misa. La abuela nos llevó, y nosotras temblábamos de emoción. La sacristía… ¡sólo la palabra, tan sacra y solemne, nos resultaba imponente! Era un paso más hacia lo desconocido, una antesala del reino vedado al que nosotras, niñas ignorantes, aún no teníamos acceso. Apenas entramos, comenzamos a devorar con los ojos todo cuanto alcanzábamos a ver. Las albas y las estolas, colgadas en sus perchas, las estanterías con los librotes litúrgicos, la cómoda con decenas de cajones larguísimos y estrechos… ¿Qué había en aquellos cajones? Y, sobre todo, ¡ah! el armario entreabierto por donde asomaban los cálices relucientes y las vinajeras de cristal tallado. Allá se nos fueron los ojos.

El cura era afable. Nos dejó mirar, nos dejó preguntar… Y entonces, ante nuestras caritas admiradas e incrédulas, sacó un copón dorado, lo destapó… y nos ofreció dos formas. “Es pan de ángeles”, nos dijo, sonriente.

Mel y yo no podíamos creerlo.

No habíamos hecho la comunión, aún no éramos mayores… Tomamos las blancas obleas y nos las metimos en la boca. Se nos pegaron en el paladar. Tuvimos que forcejear con la lengua, al final recurrimos a los dedos. La abuela y el cura reían. Nosotras degustábamos aquella fina masa con la emoción de estar catando un alimento dotado de mágico poder.

Entonces pregunté.
―Si comes de esto, ¿vas al cielo?
El cura sonrió y me pellizcó los mofletes.
―Sí, bonita. Así es.

Supongo que añadió algo más sobre ser buena, rezar e ir a misa… Ya no lo escuché. En mi mente quedó grabada una idea. Quien toma el pan de ángeles va al cielo. Nosotras lo habíamos tomado. Con la lógica aplastante de mis seis años, llegué a la conclusión de que, puesto que habíamos tomado el pan sagrado, ya nada había que temer en esta vida mortal: ¡teníamos el cielo asegurado!

Me sentí ligera, pletórica y liberada. Ah, realmente, aquel pan causaba un impacto profundo… De vuelta a casa, no dejaba de pensar. Y, ese verano, algo se desató en mí. La niña modosita que había sido, con sus esporádicos brotes de genio y vanidad, engendró una criatura indómita de imaginación salvaje, capaz de cualquier desafuero imaginable.

El pueblo y los campos eran nuestro universo. Capitaneando la cuadrilla formada por mi hermana Mel, nuestra amiga Lita, hija de la vecina de calle abajo; los nietos de la vecina de calle arriba, a quienes sus padres tuvieron la genial idea de bautizar como Julián y Julio; nuestro primo Lucas, que era un dechado de perfección infantil, y algún otro rapaz que reclutamos en el barrio, me lancé a vivir las vacaciones más enloquecidas y transgresoras de mi infancia.

Nos revolcábamos en la hierba, pisando los montones de heno segado, saltábamos vallas de los campos vecinos, desafiando las alambradas electrificadas de los pastores, espantábamos a las vacas, nos metíamos a alborotar en gallineros ajenos, chapoteábamos en el río, cazando ranas y culebras, y explorábamos buscando tesoros perdidos en el vertedero del pueblo. Nos escabullíamos de la siesta, deambulábamos por los escombros de una vieja casa en ruinas, robábamos masa cruda en el obrador del panadero y librábamos batallas con los aperos de la huerta, ¡cuanto más peligrosos, mejor! Y cuando no se nos ocurría nada más, jugábamos a médicos y a trapecistas al oscuro amparo de los pajares… Mi cabecita no dejaba de idear qué nueva aventura nos podía ofrecer aquel mundo prodigioso, lleno de lugares por descubrir y erizado de normas a infringir, porque, como las malas yerbas, nuestra naturaleza agreste sólo esperaba un obstáculo para saltar, o un muro para trepar por él.

Cuando el campo nos cansaba, siempre quedaba la casa. Los recodos oscuros, el salón cerrado que nadie usaba, la silenciosa biblioteca, repleta de libros antiguos, con el escritorio señorial, su tintero y sus plumas. Más incitante aún: el desván. “Niñas, no subáis, que ahí hay garduñas”, nos decía el abuelo. Garduñas… otro monstruo acechante en las sombras del reino prohibido. El desván nos atraía tanto como una sacristía oculta. Y en cuanto podíamos, subíamos al trote las viejas escaleras que crujían a cada paso. Allí, bajo las vigas de madera inclinadas, caminando con tiento sobre el entarimado y sorteando las fragantes manzanas tendidas a secar, desempolvamos antiguallas, viejas cámaras de fotos, cajones con puñados de cartas, escritas en tinta china, que ya amarilleaban… Decenas, cientos de cartas, ¿de quién? Botas militares, galochas en desuso. Destapamos un baúl atestado de vestidos antiguos, doblados entre bolas de alcanfor. Y un lote bolsos de los años cincuenta. Nos disfrazamos. El desván se convirtió en una decadente pasarela de moda, hasta que alguien oyó nuestras vocecitas chillonas y el rechinar de las maderas bajo nuestros pasos. Vieron el desbarajuste de vestidos arrugados y cartas esparcidas por el suelo, entre zapatos y bolsos charolados, y nos sacaron de allí por las orejas.

Las broncas se sucedieron. “No tenéis bastante con el patio, ¡que tenéis que ir a los de los vecinos!”, “No os basta con el prado, ¡que tenéis que enredar en la casa!”. Para colmo, estábamos corrompiendo a los niños del vecindario y al primito de conducta intachable. Mel y yo bajábamos la cabeza, sumisas y sonrojadas. Callábamos. No teníamos intención alguna de enmendarnos. Si acaso, debíamos perfeccionar nuestras técnicas de disimulo, huída y camuflaje.

“No seáis malas”. Lo oímos una y otra vez, de las bocas bienintencionadas de mamá, abuela, tías y tíos. No seáis malas. Eso no me preocupaba. Mel a veces se angustiaba un poco. “Ari, nos van a castigar”. “No tengas miedo”, le decía yo. “Hemos comido el pan de ángeles, ¡iremos al cielo!” Aquella galleta de harina sagrada se nos había adherido hasta el alma, nos reconfortaba y nos daba alas. La tranquilizaba. Me tranquilizaba y, apenas digeríamos la bronca, ya pensábamos en la próxima trapisonda.

“Estas niñas se están volviendo rebeldes”. “¿Qué le pasa a Ariadna? ¡Antes no era así!” Lo achacaban a los aires del campo, a la influencia de los niños del pueblo, al exceso de libertad… Nadie podía adivinar que la verdadera causa, la razón por la que una nena buena de ciudad se había transformado en un auténtico diablillo con coletas, era el pan de ángeles.

La balada del Pato Loco

Ai las, tan cuidava saber
D'amor, e tan petit en sai,
Car eu d'amar no’m posc tener
Celeis don ja pro non aurai.
Tout m'a mo cor, e tout m'a me,
E se mezeis e tot lo mon!
E can se’m tolc, no’m laisset re
Mas dezirer e cor volon.

Bernart de Ventadorn

Me vuelven loco esos ojos. ¡Esos ojos! Verdes y luminosos, como dos faros en la tez morena y huesuda… ¡Divina tez! Desde el primer día que me lanzó una mirada… Fulminado. Caí fulminado.
Lo confieso. Estoy enamorado. Pienso en ella noche y día. No pienso, no… Ella ha conquistado mis pensamientos. Me invade el cerebro y enerva mi cuerpo. Me ha tomado al asalto, sin piedad. Y yo me he rendido… ¡gustosamente rendido!

Estoy loco por ella.
Estoy loco.
Loco… Loco, ¡loco! Un fou d’amour.

Recuerdo aquella vez. Lanzó una pregunta a la clase, ciento cincuenta alumnos atestando la gradería, boquiabiertos y absortos, pendientes de su voz, del menor de sus gestos. Se quedó en silencio y recorrió el aula con mirada interrogante. Creo que al menos una veintena de manos se alzó. Entre ellas la mía.

Llegó mi turno. Tenía preparado el discurso… ¡quería causar impacto! Puedo hacerlo, lo sé. Cuando me invitó a hablar, me puse en pie. Proyectó hacia mí su mirada… Esa mirada. Entonces me temblaron las piernas. Me sudaban las manos, el corazón me trepó a la boca y toda mi retórica se esfumó. Me quedé en blanco. Balbuceé. Deslumbrado y aturdido, comencé tartamudeando.

―O… opino que los tro…trovadores occitanos…

Ella no dejaba de mirarme. ¡Dios, me estaba perforando! Con esos ojos. No sonreía, pero me animó a seguir. Y poco a poco, fui arrojando a borbotones mi perorata sobre los bardos provenzales.

Al final salí airoso. Ella asintió levemente. Seguía mirándome. Recogió una frase mía… ¡Una frase! Y continuó. Creo que le gustó. Dijo, “Gracias. Ha sido una buena aportación”. Me senté de golpe. Ya no me sentía el cuerpo. Sólo la fiebre. A mi lado, Gelo me dio un codazo.

―La has impresionado, tío ―susurró.
Yo hice un mohín desdeñoso.
―Quita.

Hemos formado un pequeño club. A media mañana, nos reunimos en el Pato Loco, un bar cutre y concurrido a la vuelta de la esquina, saliendo de la facultad. Allí, entre clase y clase, tomamos nuestros cafés y nuestras magdalenas proustianas mientras desgranamos críticas feroces y paridas pretendidamente geniales. Lo comentamos todo. Clásicos y contemporáneos, todos pasan por nuestro cedazo implacable. Aventuramos teorías y criticamos a Joyce, a Borges, a Hemingway o a Kafka con la misma libertad que osamos emular a Larra o ensayamos versos imitando a Bécquer o a Baudelaire. Devoramos libros, vamos al teatro, trituramos la prensa y saqueamos bibliotecas. Somos una peña curiosa, sí. Paco, el camarero del Pato Loco, nos llama los Literatos. Somos siete. Todos hombres, menos dos. Tenemos nuestras musas. Beatriz, que va en camino de convertirse en la Beatrice de nuestro diletante profesor de Crítica Literaria. Es encantadora, siempre ha leído lo último y nos trae todas las novedades del teatro. Y es guapa. Alta y morena. Creo que, de no ser por ella, todos estaríamos enamorados de Beatriz. La otra es Helena. Ella es el alma de las tertulias. Madre soltera, trabaja por las tardes y cualquiera de nosotros podría ser su hijo. Cultivada y elegante, desde hace meses, hemos trasladado a su casa nuestras fiestas de fin de semana. Cada uno lleva algo, gambas, canapés, pizza. Ella pone el vino, cada vez uno distinto. Con ella hemos aprendido a beber. Catamos el aroma, apreciamos el bouquet… Sentados en el sofá, envueltos en la bruma del vino y los cigarrillos, conversamos hasta la madrugada. Diálogos platónicos, disputas literarias, ¡poemas! Helena habla poco y escucha mucho, como buena anfitriona. Reclinada en el sofá, cuando toma la palabra nos asombra y nos provoca. Ella es nuestra Diotima.

En el Pato Loco, continuamos la discusión del fin de semana. Pero, cuando nuestras musas no están, acabamos hablando de mujeres. Mejor dicho, de una mujer.

Todos estamos enamorados de ella.

Buscamos formas de asediar su castillo. Es altiva e inexpugnable. Acaba sus clases y se va, con su paso de bailarina, dejando atrás una tropa de estudiantes con la mente ebria de lirismo y el corazón devastado. Hemos ido en grupo a verla a su despacho, en el Departamento de Literatura Medieval. Le hemos hecho consultas, presentado trabajos… Sabemos que es una autoridad y nos sentimos privilegiados. Ella nunca sonríe, pero siempre nos escucha con atención. Y mientras habla nos mira, a uno tras otro, subyugándonos con esos ojos. Todos caemos rendidos. Todos.

Hemos comenzado a escribir un poema. Es un experimento absurdo, pero está funcionando. Comenzamos en el bar, garabateando en una servilleta de papel, y así hemos seguido. Ya hemos llenado doce. Cada cual escribe unos versos. Uno continúa los del otro. Entre todos, queremos componer nuestro gran romance. Una elegía amorosa, dedicada a la Dama que nos roba el aliento. Nos sentimos como trovadores.


Un día, se lo conté a Gelo. Estaba eufórico. “Tengo un plan”. Cuando se lo expliqué, me dijo que estaba chiflado. Pero yo iba dispuesto a todo.

Al final de la clase, bajé las gradas atropelladamente y me acerqué al estrado. Algunos días, ella se quedaba a responder consultas. Esperé, pacientemente, a que el corro de chicas acabara. Las chicas… Ahora, ni me fijo en ellas. Ahí estaban Beatriz y sus amigas. Creo que todas la imitan. Pero ninguna tiene esa clase… Ni siquiera Helena. Es la única profesora que luce tacones altos. Y ese día llevaba una falda corta, por encima de las rodillas. Tiene las piernas largas y angulosas, como su cara… como su cuerpo. ¡Divinas piernas! Gelo bromeó un día. “Debajo de la ropa, no hay nada”. Casi me ofendió. ¡Qué me importa eso! Dijo que no había donde agarrar… Y a poco le propiné un puñetazo. Aunque así fuera. Hasta el aire que desplaza es bello.

Hablé con ella y me saqué el prospecto del bolsillo. Lo alisé sobre la mesa, nervioso, y la miré a los ojos.

Y, por primera vez, ella sonrió.

¡Dios, y qué sonrisa!

Sí, estaba al corriente. Había oído anunciar el concierto, tenía el programa ―lo sacó de su bolso. Por supuesto, asistiría. Era una ocasión única. Pocas veces un grupo de música medieval tan afamado visitaba nuestra ciudad. Darían su recital en el Palacio de la Música… ¡el marco perfecto! Y las entradas estaban prácticamente agotadas. Yo tenía dos.

Ella, por supuesto, ya tenía la suya. Posiblemente no iría sola. Y entonces me quedé en silencio. Creo que ella leyó el mensaje agonizante en mi rostro.

―Si quieres, puedes venir con nosotros. Iremos dos o tres del Departamento. Trae a tu amigo.
Me volvió a sonreír y yo le devolví la sonrisa desde las esferas celestes.
―Sí… Es… estupendo. Muchas gracias.
―Quedamos en la entrada a menos cuarto ―dijo ella, recogiendo su portafolios―. A la salida, podemos tomar algo y comentarlo.

Se fue, con su leve paso de danzarina rusa. Me dejó en llamas.

Fui con Gelo. Él se reía. También está enamorado, eso dice, pero no como yo. No como yo. Me esmeré en mi atuendo. No soy un galán, pero sé que puedo llamar la atención. Soy alto, tengo buen cuerpo. Peiné una y otra vez mi cabello ralo y negro. Me perfilé cuidadosamente la barbita, fina, y atusé la perilla. Limpié el cristal de las gafas. Pequeñas y redondas, de intelectual, como dice Paco. Esa noche, me puse mi traje. El negro. Creo que sólo lo había usado una vez, en la boda de mi hermana.

Apenas recuerdo nada… Fueron el profesor de Crítica Literaria, ¡con Beatriz! y dos más del departamento. Gelo estaba tan nervioso como yo, incómodo en su americana a rayas. Recuerdo en una nebulosa el brillo del palacio modernista, las butacas de terciopelo, la platea a oscuras… La luz crepuscular sobre el escenario y los artistas, ataviados con túnicas medievales. La música era hermosa, las voces herían el alma. Recuerdo el trinar de las liras, como cascada luminosa. Los melódicos lamentos, desgranando versos en dulce provenzal. No sé cómo, me senté a su lado. La música era hermosa… Pero yo estaba embriagado de ella.

La vi emocionarse. Una lágrima vacilante, gruesa y transparente, atrapada en sus pestañas. Alargué la mano sobre el brazo de la butaca. La posé sobre la suya, delgada, huesuda. Ella no la movió. Se giró levemente hacia mí y pude atisbar sus labios. Entonces la lágrima cayó y ella retiró la mano.

A la salida fuimos a tomar algo en una cafetería. Gelo y yo escuchábamos, cohibidos, las animadas disquisiciones de nuestros insignes maestros. Pero, en realidad, yo no escuchaba. Ni bebía. Dejé mi vaso casi intacto.

Sólo la bebía a ella.

Era tarde y las calles estaban desiertas. Nuestra Beatriz había desaparecido con el flamante profesor de Crítica. El resto, compartimos un taxi berlina para regresar. Uno tras otro, todos fueron apeándose… ¿Fue el destino, o una jugada de los dioses? Al final, quedamos ella y yo solos. Cuando bajó del taxi, yo también salí. Quería despedirla… No sabía cómo. La voz me fallaba.

―¿Quieres subir?

No podía creerlo. La miré, aturdido. Me sonreía, cálida, insinuante. Quizás sólo quería hablar. O invitarme a una última copa. O comentar aquel poema…

Temblando, vacilé ante ella. Mi hermosa Dama, mi adorada, mi luz. Alta y erguida, con el abrigo negro entallado, sus largas piernas y sus zapatos de tacón. El cabello de volutas cobrizas nimbaba la tez morena, ahora pálida, bajo el farol. Sus ojos centelleaban. Dios.

De pronto lo comprendí, ¡tan claro! Moví la cabeza, al tiempo que algo se desbordaba dentro de mí.

―No… gracias.

La vi desaparecer tras los cristales de la portería, sacudido por el temblor. Me desangraba por dentro, pero me sentí inmensamente lleno.

Permanecí largo tiempo allí, ante la fachada dormida del elegante bloque neoclásico. Plantado junto al farol, arropado por el silencio y la noche, comprendí que hay algo más ardiente, más sublime e infinitamente más inspirador que la felicidad colmada.

Y entonces, después de meses febriles volcándome en el estudio de la lírica medieval, desentrañé el secreto de los trovadores. Me sentí uno de ellos. Cantando, sin esperanza, con el alma sedienta bajo la ventana de su amada.

Esa noche, la poesía me penetró. Al día siguiente falté a la primera clase. Solo, en el Pato Loco, cogí un puñado de servilletas y comencé a escribir. Llevado por un súbito rapto, acabé mi balada.