sábado, 28 de julio de 2007

Castigo

Sueño. Estoy yaciendo dormida, con las manos cruzadas sobre el pecho. Una bóveda de árboles se eleva sobre mí. Huele a rosas. Estoy yaciendo sobre un lecho de rosas.

Abro los ojos. Está muy oscuro. Una raya de luz pasa por debajo de la rendija de la puerta. Somos tres los que estamos encerrados. Dos, y yo. Ellos se han dormido. Los oigo respirar. Pero yo no duermo. No puedo dormir. Aprieto los párpados, y sueño.

Respiro hondo. Estoy en el bosque. Las aves callan y la brisa enmudece. Una sombra cruza el claro. Duermo.

Me han encerrado, otra vez. Nunca puedo dormir, soy inquieta. A veces finjo hacerlo. Otras, no puedo, y no dejo dormir a los demás. Por eso nos han encerrado, a los tres. Pero ellos ya duermen. Estoy sola, y despierta… pero él vendrá a rescatarme.

La sombra se cierne sobre mí. Se inclina. Lo veo, a través de los párpados entornados. Lo espero, en mi sueño. Mis labios se entreabren… y los suyos se posan en mi boca. Sabe caliente… mojado y suave.

Soy mala. No duermo. Pero él me ama. Me busca en lo hondo del bosque. Y me besa. Mi cuerpo vibra como cuerda pulsada. Estremecida. Ya no me importa estar ahí… Nadie me ve. Encerrada. Me gusta estar ahí. Él me besa.

Me han castigado de nuevo. Estoy en el cuarto oscuro. Al otro lado de la puerta, en sus pequeñas hamacas, mis compañeros se entregan plácidamente al sueño. Yo no puedo dormir, y alboroto. Por eso me han encerrado.

Tengo cuatro años. Es la hora de la siesta en la guardería.

Dolce Roma

Éramos unos locos idealistas. Llegamos a Italia imbuidos de literatura y del espíritu romántico de Francisco de Asís. Nos gustaba andar descalzos, dormir sobre el suelo y filosofar bajo las estrellas. Visitábamos monumentos, nos extasiábamos en los museos, rezábamos en las iglesias y retozábamos en los jardines. Chapoteábamos en las fuentes y alborotábamos en los autobuses… donde jamás pagamos un billete. Nos gustaba soñar despiertos, devorar carreteras y acariciarnos en fugaces instantes de intimidad robada. Y bebíamos, sí, hasta embriagarnos, el aire mágico del crepúsculo y el néctar divino de la mutua compañía.

Locos enamorados, idealistas y exaltados. Enfermos de juventud, ávidos de vida. Roma nos acogió con los brazos abiertos y su amplia falda de abuela milenaria, desplegada sobre las siete colinas. Nos acogió y nos sorbió en su marasmo de humo y piedra, engulléndonos por sus callejuelas, laberinto de mugre y mármol. Nos succionó y nos encantó. Durante días vagamos por sus calles, donde hasta la pátina negra tiene sabor de historia.

La dolce Roma… dove non si mangia, ma si vive dell’arte!


* * *

Los carabinieri

No se nos ocurrió nada mejor que, mapa en ristre, introducirnos hasta el mismísimo centro de Roma con nuestra polvorienta furgoneta. Por supuesto, el barrio era peatonal… pero en Roma, si se puede pasar, se pasa. Apenas cruzamos una calleja y desembocamos en una plaza, cuando nos vimos súbitamente cercados por media docena de carabinieri, surgidos como por encanto, y por una multitud de turistas curiosos. Tuvimos que frenar en seco. Me asomé a la ventanilla y miré. Estábamos ante el Panteón de Agripa.

Alex, que conducía, me miró con ojos asesinos. Yo era la guía, la que tenía el plano de Roma y la que hablaba italiano. La que se suponía tenía que saber… El caso es que soy buena leyendo mapas, sí, pero muy mala guiando conductores. Porque donde yo veo una calle abierta, olvido que suele haber sentido contrario, o doble dirección… o un prohibido el paso. Quique, de copiloto a mi otro lado, me sonrió condescendiente, apretando los labios para no enseñarme los dientes. Vociferando y gesticulando, los carabinieri nos hicieron saber que, obviamente, no se podía entrar allí con vehículo. “Dejadme bajar”, dije, y salté a tierra. Les expliqué, con mi italiano macarrónico de manual, que teníamos que alojarnos muy cerca de allí, en una casa de la Via dei Pastini, y supliqué, mirándolos con ojitos de ragazza inocente, que nos dejaran al menos sacar nuestros equipajes, que luego nos iríamos de inmediato a aparcar bien la macchina. Promesso! Dadas las circunstancias y nuestra condición de idiotas extranjeros que-no-se-enteran-de-nada nos permitieron estacionar provisionalmente y descargar nuestra tartana. Debieron pensar que, finalmente, un hatajo de diez veinteañeros con pinta de hippies tampoco podía ser tan peligroso. Inmediatamente formamos una cadena humana, vaciando la parte trasera de nuestro furgón, pasándonos mochilas, sacos de dormir, la guitarra, el fogón de camping gas, las cajas de cereales, la nevera portátil, el cubo con el mocho… Los turistas nos miraban como una atracción más y algún vecino cínico señaló, soltando la carcajada, el nombre de la empresa de nuestro vehículo de alquiler, impreso en los laterales. Al parecer, en italiano la palabreja sonaba rara… Más que rara, debía sonar a algo tremendamente obsceno, a juzgar por las caras y las risitas entre dientes de los propios carabinieri. Durante nuestro viaje por Italia nos sucedió más veces, pero, por más que intentamos averiguar qué significaba “eso” en italiano, nadie nos sacó de dudas. De modo que, pienso yo, debía ser muy gordo… o muy guarro.

* * *

El piso de Via dei Pastini

Dimos con la calle, el número, la puerta… Alex tenía el manojo de llaves que le había entregado el amigo de un amigo que tenía parientes en Roma, que se habían avenido a prestarnos su viejo piso desocupado. Abrió el portón de tres metros de altura. Una vaharada de penumbra y humedad nos envolvió, “Mmmm, huele a antiguo”, comentó Roger, encantado. Él siempre tan romántico. Apenas traspasamos el umbral, retrocedimos de un salto a los años cincuenta.

En Roma, ya lo he dicho, todo, hasta la roña, tiene historia. Incluido el olor a moho rancio, las paredes desconchadas, las baldosas sin color… Subimos por una estrecha escalera de peldaños cóncavos, a fuer de gastados. Dos, tres, cuatro pisos… y llegamos resoplando a nuestro flamante apartamento, en pleno centro de la città, a cincuenta pasos del Panteón. ¿Qué más podíamos pedir?

Apenas Alex abrió la puerta, el larguirucho Fran, decidido a hollar el primero aquel habitáculo fuera del tiempo, cruzó el minúsculo vestíbulo y entró en lo que parecía el salón comedor. Pisó triunfante y solemne… y de pronto se detuvo, con un pie en el aire y el pánico pintado en el rostro. Oímos “crash”… y vimos elevarse una nubecilla de polvo a sus pies.

Con ojos muy abiertos, nos apelotonamos tras el incauto, para contemplar atónitos el perfecto boquete en forma de baldosa. “¡Anda! Se ve el piso de abajo”, comentó Roger.

Se veía, sí. Por fortuna, tan desierto como el nuestro. Alex, siempre práctico, dijo que debíamos acordonar la zona para evitar nuevos derrumbes y así lo hicimos. Lástima, tuvimos que renunciar a nuestro polvoriento y señorial comedor… y nos refugiamos en el resto de la decrépita vivienda.

Pisando con tiento, ocupamos los cincuenta metros cuadrados de piso cutre, repartidos entre un pasillo torcido de paredes altísimas, una minúscula cocina, dos habitaciones cuyas puertas casi tocaban la pared de enfrente y una salita de baño. Mientras Alex y Quique, los únicos conductores, salían a la calle para buscar acomodo a nuestro vehículo, los demás emprendimos con entusiasmo la conquista de nuestro nuevo hogar.

Lo primero fue desalojar el polvo y los inquilinos no deseados –léase arañas, cucarachas, dragones… Abrimos todas las ventanas de par en par. Rociamos la casa con insecticida. Yo me armé con la escoba y el trapo, y Naomi se agarró al mocho. Mientras, mi tranquila hermana, Mel, capitaneó el asalto de la cocina con filosofía, secundada por Laia y Fran. A Roger, siempre tan dispuesto, le endosé el Vim limpiahogar y un estropajo y lo exilié en el baño. Aitor y Gianlú se encargaron de las habitaciones. Y, como era de esperar del sibarita Gianlú, su saco y su mochila pronto ocuparon su lugar en la mejor de las estancias… si es que se puede decir que había una mejor que otras. La mitad de nosotros, todo sea dicho, optamos por dormir en el pasillo, por donde se colaba una ligera brisilla romana, aminorando el calor húmedo que rezumaba hasta por las paredes.

Las horas vividas en Via dei Pastini fueron inolvidables. Aún me maravillo de cómo nuestros veinte años sabían sacar partido de la situación más incómoda. Le veíamos encanto a todo. Y donde no había estética posible, metíamos humor. Mel dijo que parecíamos escapados de una película de Fellini, inmersos en el realismo negro italiano. Había un pequeño balcón, que daba a un lóbrego patio interior, con su barandilla y sus alambres para colgar la ropa. Aún conservo una foto de esa vista, un rayo de sol abriéndose paso entre los muros ennegrecidos y el cristal polvoriento. Y nuestras braguitas, recién lavadas con jabón de ducha, tendidas e inmaculadas, como mariposas blancas revoloteando en medio de aquel sórdido pozo, impregnado de olor a humanidad vieja.

Por las mañanas, nos reuníamos a desayunar en la cocina. Alex preparaba café con leche. Nos despertaba el aroma amarguillo y el borboteo de la cafetera. Quique hacía las tostadas al fuego, sobre el hornillo del camping gas, apartando a manotazos a Roger, que no dejaba de merodear, picoteando aquí y allá. Y las chicas entrábamos, pelos mojados, ropa arrugada y emanando efluvios de champú fresco desde el baño. Nos apretujábamos alrededor de la diminuta mesa de formica, imitación mármol de no-sé-dónde. Por supuesto, no podíamos apoyar manos ni codos, sólo cabían los platos, las tazas y nuestro yantar… Muertos de hambre, como refugiados de la postguerra, atacábamos con fruición las tostadas con mermelada, el tarro de Nocilla, los corn flakes reblandecidos en la leche y el Colacao. Bromeábamos, sacudiéndonos el sueño y el entumecimiento tras una noche romana, durmiendo en el duro suelo con los codos clavados en las costillas del compañero de al lado… Nadie se atrevió a yacer sobre los desvencijados somieres del piso, que utilizamos como almacén de mochilas. Y planificábamos un nuevo día, atestado de visitas y cultura.


* * *

Qui non si mangia…

El día era una sucesión frenética de caminatas bajo el sol y empachos de arte y piedras. Mel y yo habíamos confeccionado una guía casera para conocer Roma, señalando de forma desenfadada todo lo que “había que ver”, y así fuimos cumpliendo religiosamente nuestro programa. Alex y Fran siempre encabezaban la marcha, los líderes y los intelectuales del grupo. Laia mostraba amable interés y Naomi, a quien se le iban los ojos detrás de las boutiques de moda y los italianos, me atosigaba a preguntas para hacerse la entendida… Los demás, “seguían”. Seguían y miraban, obnubilados, cuando yo les señalaba esta fachada… o aquella estatua… o cuando Mel explicaba, con su gracia inigualable, la historia de aquel personaje histórico o de aquel romántico rincón.

Basílicas, plazas, el colosal Vaticano, donde hicimos colas interminables, pasadizos y salas repletas de estatuas, pinturas y frescos, fuentes, palazzos… Ruinas romanas, glorias arruinadas. Sol implacable. Y adoquines y más adoquines. Quique llevaba una curiosa cuenta de los quilómetros pateados, y Roger se llevó hasta un adoquín de recuerdo, que guardó en su mochila. A mediodía, como íbamos de baratillo, buscábamos algún colmado para comprar embutido, pan y fruta, y así improvisar nuestro ágape. Ahí nos topamos con las primeras dificultades. En el centro de Roma, al menos en aquel entonces, encontrar un sencillo colmado o un panificio era tarea harto difícil. Tan sólo veíamos tiendecitas de artesanía, de recuerdos, de ropa… El primer día ya desesperábamos cuando de pronto dimos un bote: “Restaurante”, rezaba un artístico cartel forjado. ¡Salvados! Al menos, comeríamos. No tardamos en caer en la cuenta de que, en italiano, nuestros restaurantes son “ristorantes” o “trattorias” y que “restaurante” no significa otra cosa que “restaurador” de antiguallas. Y, de éstos sí, hay un buen puñado. Cuando Alex se dirigió al orondo dependiente de uno de estos establecimientos, preguntando si aquí no se comía jamás, él sonrió con cachaza, enseñando los dientes, mientras con una mano esgrimía una pequeña Venus de bronce, tentadora.

“Signore, qui non si mangia… Si vive dell’arte!”

* * *

¿Dónde están los romanos?

Esa es la pregunta que nos hacíamos una y otra vez. ¿Dónde se meten los romanos? En particular, Naomi estaba intrigadísima. Se había traído su colección de modelitos veraniegos, bien embutidos en su enorme mochila, y una plancha. ¿A quién se le podía ocurrir traer una plancha??? Bueno, pues los romanos, como no tardamos en descubrir, deben llevar una vida eremítica durante el día, bien escondidos en sus umbrosas y añejas casas… al menos, en la Roma vieja, a resguardo de las avalanchas turísticas. Pero, como las aves nocturnas, a la caída de la tarde asoman. Y digo “romanos” en sentido literal, pues de las romanas no vimos ni la sombra. Apenas declina el sol, plazas y calles se ven invadidas por pelotones de muchachos guapotes, con el pelo engominado y las camisas impolutas, a la caza de turistas hambrientas. No exagero, lo juro. La primera tarde, al anochecer, salí a comprar pizza para cenar, acompañada de Fran y Aitor. Ibamos los tres, ellos flanqueándome a los lados, sorteando las bandadas de apuestos galanes. Fran miraba a su alrededor, boquiabierto. Y Aitor se arrimó a mi lado, como solícito guardaespaldas. Lo cual no dejó de complacerme, pues él bien podría ser un digno ejemplar escapado de aquella tropa. De manera que… ¡ahí estaban los romanos! Dios santo, no había ni uno feo.

Regresamos cargados de pizzas, quemándonos las manos bajo los envoltorios de papel, no sin antes cobrarnos nuestra “tasa de servicialidad” y comernos un cuarto de napolitana aún humeante, sentados en un banco de una plazuela y bromeando los tres, antes de subir a nuestra guarida.

Cuando explicamos nuestra excursión, Naomi se puso en pie de un salto. “¡Yo también quiero ir! He de ver a los romanos”. Todos rompimos a hablar en voz alta, y a discutir. Las chicas, todas queríamos volver a salir, los chicos protestaban… Tenían los pies hechos trizas. Hasta que Alex, que siempre llevaba la voz cantante, convino en que saldríamos “todos” a pasear después de la cena.

Salimos, y las cuatro féminas bien protegidas por los siete ragazzi. Sólo que Alex y Gianlú se descolgaron sospechosamente del grupo, a los pocos minutos, para enfrascarse en sus mutuas confidencias... Fran peroraba con Roger sobre cuestiones metafísicas y a los demás no les interesaba mucho el paisaje ni la fauna. Mel, Laia, Naomi y yo íbamos bien juntitas, cogidas de los brazos. Mel en el centro, dominando la situación, con Laia a su lado. Nada escapaba a sus ojos. A Naomi se le caía la baba. Llevaba su falda negra y su top lencero más escotado y dispensaba sonrisas de cine a todo bicho viviente. Quique fumaba, haciéndose el indiferente, y la miraba con el rabillo del ojo… ¡Todos sabíamos por qué! Yo no perdía de vista a Aitor, que caminaba a mi lado. A mí me interesaban poco aquellos italianos. Tantas miradas insinuantes y piropos susurrados al vuelo me acabaron resultando molestos y empalagosos. Decidí olvidarme de ellos y dejé vagar mi fantasía mirando hacia las fachadas, bañadas en la tenue luz de las farolas. Roma de noche es dorada. Hasta la iluminación es suave, para no romper el hechizo de las piedras. El aire es dulce y templado.

* * *

Gelato italiano

Me solté de mis compañeras y corrí hacia una puerta iluminada. Era una tiendecilla de artesanía, abierta para turistas noctámbulos. Miré la quincalla, los pañuelos de seda, los pendientes de fantasía, los brazaletes, las sandalias romanas de tiritas de cuero. En un momento, tuve a Roger y a Aitor a mi lado. Siempre que la cabra loca se escapaba –o sea, yo- había dos locos más que la seguían. Les sonreí. Me sonrieron. Curioseamos un poco. “¿Qué te gusta?”. Señalé un pasador de pelo. “Es muy caro”. Al poco, salimos de allí, y regresamos junto a las demás.

Alex había descubierto una heladería cerca y decidió comprar helados para todos. Tutti frutti, gianduja, fragola, nocciola, stracciatella… Sólo los nombres ya nos hacían la boca agua. Estábamos muy cerca de la plaza Navona y los saboreamos allí, sentados en el borde de una de las fuentes. Las aguas cantaban entre dioses de piedra y delfines iluminados. Gianlú se descalzó, se arremangó los bermudas deshilachados y caminó por las aguas del Nilo naciente… ¿o era el Eufrates? Fran le sacó una foto. Unas turistas japonesas lo vieron y, alborozadas, le pidieron que posara junto a ellas. “Bello romano”, “Bello romano”, exclamaban, con su acento peculiar, parece que no su italiano no pasaba de ahí. Y allá quedó inmortalizado nuestro guapo Gianlú, con su melena rubia y su cuerpo de Apolo, metido hasta las rodillas en la piscina color turquesa, entre dos risueñas niponas.

El helado estaba delicioso. Si habéis probado los helados italianos sabréis por qué. El mío era de dos sabores, con pedacitos de almendra hundidos en la crema helada. Lo saboreé despacio, dejando que se derritiera un poco, y provocando la envidia a los demás, que ya habían devorado los suyos. Al final, permití que Alex me “ayudara” y le regalé el cucurucho. Entonces Roger y Aitor se me acercaron. “Cierra los ojos”. “¿Qué?” “Cierra los ojos y abre las manos”… Me reí. Juegos de niños, qué bobos… Apreté los párpados y abrí las manos. Cuando miré, allí estaba mi precioso prendedor, filigranas de fantasía esculpidas en bronce romano.

No sé por qué lo hicieron. Sólo sé que me acerqué a ellos y les di un beso a cada uno. Aitor se lamió los labios. “Sabes a helado de mándorla”.

* * *

El Trastévere y las casas barbudas

A Quique nunca le interesó mucho el arte, ni la historia. Tampoco era poeta, el trovador del grupo era Roger, con su inseparable guitarra. En cambio, Quique tenía una curiosa forma de ver las cosas, con su mentalidad de arquitecto en ciernes. Cuando daba con una de sus geniales definiciones, inmediatamente todos la adoptábamos. Fue él quien captó, como nadie, el encanto de las casas del Trastevere.

Mel y yo dimos la tabarra a nuestros sufridos compañeros. No podíamos marchar de Roma sin visitar el barrio más típico, más castizo, más genuinamente romano… Nos topamos con media docena de caras largas. El que no tenía ampollas en los pies, tenía dolor de espalda. Naomi se quejaba de agujetas en las pantorrillas. Fran se había quemado la nariz con el inclemente sol romano… Ahora lucía un sombrero de paja de ala ancha que le había prestado Roger, con lo cual su silueta filiforme resultaba quijotesca. Pero incluso él, siempre hambriento de conocer, estaba cansado. Por fin, dimos con un argumento lo bastante convincente. “En el Trastevere se come una pasta de muerte…” Al menos un día teníamos que comer bien, dejando de lado nuestro régimen de pan con tomate, mozzarella derretida y salami. Mel adobó el discurso, siempre ha sido única para describir alimentos… Los spaghetti al dente, la salsa jugosilla y agridulce, los tropezones de carne, el queso fundido, calentito y cremoso… Los dientes comenzaron a afilarse. A Roger se le caía la baba. Finalmente Alex, redomado gourmet, se animó y arrastró a los indecisos.

Apenas cruzamos un puente de piedra sobre el Tíber, Quique se quedó mirando las casas, con sus viejos muros renegridos y los verdes doseles de hiedra, descolgándose de tejados y ventanas. “¡Mirad! ¡Son casas barbudas!”.

Y se echó a reír. La risa de Quique es contagiosa, si la oyerais entenderíais por qué. De manera que todos entramos con buen humor en el reino mágico del Trastevere. Naomi comentó que aquellas casonas con sus balconcillos le recordaban la historia de Romeo y Julieta… No nos faltó más para soñar.

Invadimos una minúscula trattoria situada en un callejón. Nos guió hasta ella el olor a sofrito de pommodoro, que salía con el rechinar del aceite de un ventanuco con rejilla. Alex la señaló. “Esta es buena”. Como no cabíamos dentro, el dueño nos instaló afuera en tres mesas, con sus manteles a cuadros. Al principio torció el gesto. “Turistas desarrapados sin un cuarto”, debió pensar, repasándonos de la cabeza a los pies. Pero la cara le cambió cuando, al poco, atraídos por nuestra algazara, un grupo de rubicundos alemanes se acercó al lugar. Sin duda debieron pensar que, por lo atestado del restaurante, allí debía comerse muy bien. De manera que, aquel día, nuestro anfitrión hizo el agosto.

Nos sirvieron pasta, ¡y qué pasta! Sólo recuerdo que nos hartamos como glotones romanos, además de practicar la cortesía medieval: a saber, que cada cual debía compartir su plato con el de al lado. Así todos pudimos catar las exquisiteces de cada variedad de pasta. El camarero parpadeó cuando nos vio pasándonos los platos de unos a otros e hincando el tenedor en los spaghetti del vecino. Debió pensar que éramos unos auténticos "porcos". Nos saltamos el segundo plato pero, a la hora del postre, nadie se resistió a probar los tiramisú de café y chocolate… Y nadie renunció a su capuccino. Cuando nos levantamos de las mesas, creo yo que todos teníamos una talla o dos más. Para bajar la comida, nada mejor que seguir recorriendo callejuelas.

Mel y yo teníamos la veta mística subida, por aquel entonces. Iglesia que veíamos, iglesia a donde debíamos entrar. Esta vez, nos siguieron Fran, Roger y Aitor. El intelectual, el poeta y el aventurero. La iglesia no era una capilla cualquiera. Quisimos visitar Santa María del Trastevere, mientras el resto del grupo, exhausto e incapaz de asimilar más arte, tomaba los escalones de piedra al pie de la fuente, en medio de la plaza, y acampaba esperando nuestro regreso.

Entrar allí fue un regalo. En la fresca penumbra del templo, un grupo de música de cámara hacía sus ensayos para un concierto de aquella misma noche. La flauta, el clavecín, una viola y cuatro voces melodiosas nos transportaron. Durante unos minutos, vivimos en la Roma renacentista, con aroma de incienso y de rosas, luz arrebolada y ecos de danza cortesana.

Mientras Mel y Fran levitaban, y Roger miraba embobado a los músicos, Aitor se movió en el banco y se acercó a mí. Me tocó el cabello y me volví hacia él. Le gustaba juguetear con mis bucles. Suaves dedos, suaves ojos. Respiré hondo, con la piel estremecida. Estábamos en una iglesia. Y, no sé por qué, pensé que un lugar sagrado era el sitio perfecto para paladear las delicias de los sentidos.

* * *

La tumba del papa Borgia

Hay dos lugares en San Pedro del Vaticano que siempre me han fascinado, y a los que nunca me resisto a volver. Me pasaría horas allí. Una es la capilla de la Pietà de Miguel Angel. Por desgracia, entre que hay que pelear con una turba de turistas para captar un atisbo, y que está bien protegida tras un grueso cristal, acaba resultando distante y apenas se puede disfrutar. Por eso recomiendo a los amantes del arte que hagan lo que yo hice. Compré el libro de fotografías que Robert Hupka hizo a esta escultura, cuando fue trasladada a Nueva York para una exposición, allá por los años 60. Las imágenes de este libro captan lo que nunca podremos ver en la realidad. Los ángulos insólitos, los rostros, las luces y las sombras… Los labios. Las manos. La vida que se escapa de esa roca de mármol, serena y latente, pero poderosa. Si los ángeles existen, sin duda Miguel Angel fue inspirado por ellos cuando esculpió esa obra.

El otro lugar, que me atrae irremediablemente, es un rincón oscuro donde apenas se detienen los turistas. No es de los “recomendados” en las guías… Sin embargo, ejerce en mí una atracción singular.

Es la tumba de Alejandro VI, más conocido como el Papa Borgia.

Desde la primera vez que estuve en Roma, esa tumba atrapó mi atención. Sobre el sarcófago se yergue la figura de una mujer joven y grácil, desnuda, ofreciendo sus senos blancos a un niño que lleva en brazos. Maternidad espléndida y gozosa. A los pies de la mujer se encrespa el oleaje marmóreo de un manto agitado, y bajo él, brotando de la sombra, asoma un descarnado esqueleto, señalando con sus falanges el destino de todo mortal. La maternidad y la muerte. Hermosura radiante, con el horror acechando a sus pies.

No puedo evitarlo. Me embruja y me roba las palabras. Los minutos se deslizan veloces, clavados mis ojos en ella. La belleza y la muerte. Cuando supe de quién era la tumba, no pude dejar de pensar que era una metáfora elocuente del hombre que la ocupó. Alejandro Borja, el papa amante de las mujeres y de los placeres de la vida, orgulloso de sus hijos, aquel plantel de hermosos renacentistas: el aguerrido Juan, los inmortales César y Lucrecia… El papa denostado por la historia, maquiavélico y ladino, que soñó convertir la Iglesia en un reino terrenal, poderoso y triunfante, revestido de oro y de arte, ansiando, quizás, emular la gloria del paraíso celestial… El papa español, “el catalano”, que osó desafiar a los poderosos signores de las familias romanas, capeando sangrientas intrigas, para llevar su nombre y su enseña hasta los pináculos del cielo.

La muerte asoma bajo la gloria. He descubierto que no podemos juzgar el pasado. No con nuestros ojos de hoy. Porque todos somos hijos de muchas muertes. Las flores nacen del estiércol. Y los hombres florecen sobre el lodo de la historia, empapado, tantas veces, de sangre y de lágrimas inocentes. Somos hijos del dolor y de la guerra… Es fácil condenar a los que nos precedieron. Pero, tal vez, de encontrarnos en las mismas circunstancias, nosotros hubiéramos hecho lo mismo.

* * *

El foro que nunca vi

(Aquí le debo su aportación a un colega del foro, Mario Cavaradossi, con su permiso)

Me encantaría pasear por el foro romano a media noche, sin turistas, en silencio, bajo la luz de las estrellas... y escuchar los ecos del pasado entre las piedras.

A mí también me gustaría dar ese paseo. ¿Te animas? Ven, vamos a movernos entre las múltiples columnas, que ya no sostienen nada, y apoyémonos en sus paredes medio derruidas por el paso del tiempo para elevar los ojos hacia ese cielo estrellado. ¿Oyes esos ecos del pasado? Aguza el oído y podrás escuchar tal vez alguna de las soflamas de Cicerón contra Catilina, o a los senadores congregados frente a César exigiéndole que abandone el mando militar, o incluso a Mario y Sila discutiendo a brazo partido. Sí, escuchemos esos ecos mientras las estrellas iluminan el firmamento romano.

Y mientras la luna se eleva sobre los pinos del Capitolio, las sombras huyen tras las piedras en el corazón despojado de Roma, blanco esqueleto de mármol devorado por los siglos.

martes, 17 de julio de 2007

El síndrome mOnstrual

No, no. No me he equivocado. He escrito síndrome “monstrual”, con O de ogro, porque, no me diréis que no, algunas mujeres, ante ese fenómeno tan habitual como es la menstruación, nos convertimos –o se convierten- en auténticos monster. Y si creéis que exagero, preguntadme a mí, que lo he sufrido en carne propia.


ANTES

Convivir con mujeres no es fácil. Y si la convivencia es exclusivamente de mujeres, jóvenes, solteras, y suficientemente preparadas, como decía el anuncio, el asunto se complica aún más. En nuestro apartamento somos cuatro. Dicen que allí donde conviven féminas los ciclos menstruales se acaban sincronizando, y en buena parte es así. Sólo que, en nuestro caso, las reglas se van sucediendo una tras otra, a cuentagotas, y a cada una de nosotras le afecta de manera diferente. Veréis.

A Claudia, la maestra, le da por limpiar. Si un día os despiertan de madrugada el agua del grifo gorgoteando, los golpes del mocho contra los muebles y la lavadora rodando a toda pastilla sabréis que a Claudia le ha venido la regla. Esos días, la casa reluce, pero, ¡vigilen sus pertenencias! Porque cualquier prenda de ropa dejada al azar fuera de su lugar puede acabar sumergida en un cubo de agua con lejía.

A Inés, la enfermera, le da por comer pipas. Apenas llega del hospital, se envuelve en su bata y se calza sus babuchas, como una auténtica Maruja, y se apoltrona en el sofá, ante la tele, con una enorme bolsa de pipas. Es una forma amable de pasar la regla. Porque casi todas acabamos acurrucadas a su alrededor, viendo sus telenovelas favoritas, como polluelos picoteando semillas de girasol alrededor de mamá clueca.

Pero Jessica… eso es harina de otro costal. Porque, apenas se avecinan los días fatídicos de su temido periodo, toda ella sufre una progresiva metamorfosis, que se evidencia hora tras hora, minuto a minuto, hasta que se transforma en un monstruoso dragón, todo uñas y pezuñas, con dientes afilados como cuchillas y escamas espinosas como las zarzas.

Y de nuevo no exagero, no. Porque en esos días temibles, sus palabras hieren como puñales, sus broncas queman como hogueras y su mal genio es capaz de emponzoñar el aire.

Ni que decir tiene que todas intentamos defendernos, como podemos, de sus ataques.

Claudia lo tiene fácil. “Hoy tengo claustro”. “Esta tarde me toca reunión del AMPA”. “Mañana no vengo a comer, salgo con los alumnos…” Inés aún mejor: “Esta noche me toca suplencia”. Es increíble cómo, durante esos días, los horarios de mis compañeras se confabulan con el destino para hacerlas desaparecer, prácticamente, de nuestro pisito. Nuestro pisito que, con las incursiones furibundas de su enojado dragón, se convierte en una pequeña antesala del infierno más dantesco.

Y ahí me quedo yo… Sola ante el peligro.

No lo he dicho antes. Cuando me toca a mí, la señora Regla viene y se va, y apenas me entero de nada, salvo por un perceptible cambio de talla en esa parte delantera de mi anatomía de la que estoy tan orgullosa… y, la verdad sea dicha, el primer día siempre me pilla por sorpresa y tengo que correr a gorronear un tampax a la colega de turno. Soy una desorganizada, lo reconozco. No llevo cuentas de mis días y mis ciclos. Sería una mujer feliz… de no ser porque soy una víctima.

Jessica es una buena chica. Lo reconozco. Ella y yo somos, lo queramos o no, inseparables como Thelma y Louise. Para más inri… ¡trabajamos juntas! Las dos somos “creativas” en el departamento de diseño y publicidad de una gran revista femenina. Estudiamos juntas. Juntas encontramos trabajo… y luego piso. Compartimos coche. Nos prestamos la ropa. Estamos condenadas a vivir juntas. Pero un día esto tiene que acabar. No puedo seguir así. Porque… ya lo he dicho. Me estoy convirtiendo en una víctima. “Su” víctima.

Como Claudia e Inés se van por piernas, sólo quedo yo en casa. Y el Dragón se ceba en mí. Pero no sólo en casa. También en el trabajo. Jess llega a la redacción con sus alas desplegadas, sacando garras y sacudiendo la cola. Y yo detrás, sumisa y resignada. Mis compañeros me miran con simpatía. “Ya le llegó”. “Vaya, otra vez”. Es que los meses pasan tan aprisa… Esos días es cuando Jess me llega a sacar de quicio. Ah, y siempre delante de los demás, como si quisiera ponerme en ridículo.

Resulta que Jess y yo somos muy creativas, sí, pero de distinta manera. Ella es metódica y escrupulosa. Detallista hasta el extremo y sumamente paciente y concienzuda. Ideal para tareas impecables, que requieren mano de plata, filigranas y retoques. En cambio, yo soy una mente más bohemia, ideal para innovar. Me muevo por impulsos y súbitas inspiraciones. Cuando el Dragón se despierta, no es extraño oír en el estudio conversaciones como ésta.

-Oye, pensaba que habíamos decidido utilizar el pantone 715. ¿Por qué veo el 736?
-Bueno… Es que a última hora pensé que podía quedar mejor el fucsia, en contraste con ese anuncio de la colonia… Se lo dije a Cristina y le gustó.
-Ah.
Esos “ah” los conozco bien. Sé que nunca vienen solos. Efectivamente, el Dragón toma aliento, conteniendo sus humos, para abrir de nuevo las fauces.
-Y, ¿cuándo se supone que me lo ibas a decir?
-Pues… como te fuiste antes… Te lo iba a comentar hoy, justamente.
-Ya veo. Justamente ahora. Como ayer no nos vimos en casa…
Mierda. Claro que nos vimos. Y me echó la caballería encima por haber llegado tarde y no haber sacado el pollo del congelador. ¡Como si no hubiera microondas, para descongelar al condenado bicho!

O bien pueden oírse cosas como:
-Otra vez, cuando decidas cambiar la tipografía, si no te importa, podrías decírmelo –es el tono, maldita sea, es el tono, lo que me pone a cien.
-Lo… lo siento –intento adoptar mi pose más humilde y contrita-. Es que…
-Claro. Se te ocurrió en una súbita inspiración. Bueno. La próxima vez que te venga, avísame.

Yo creo que le da rabia porque tengo imaginación, no me sujeto a las normas y, encima, a la jefa le gusta mi trabajo. Se cree minusvalorada, porque ella invierte más horas. Yo hago mi trabajo en tres veces menos tiempo, y aún me quedan ganas para imaginar cosas nuevas. O para ayudar a otras colegas. Y me río. Me lo paso bien. Mi curro no es un “curro”. No soy una pringada. Ella, en cambio, presume de mártir y va despertando compasión por todas partes.

¡Es injusto! Lo sé. Va de víctima. Pero soy “yo” la víctima. Lo he dicho, ¿verdad? Soy una víctima de maltrato psicológico… y hace poco lo descubrí.

El maltrato a las mujeres por parte de los hombres es, desgraciadamente, un fenómeno frecuente en nuestra sociedad desquiciada… En nuestra revista hablamos mucho de eso, oh sí. Pero mi caso es al revés. Soy una mujer maltratada… por otra mujer.

Mientras Inés y Claudia se escabullen, yo aguanto los ataques despiadados del implacable monstruo. Las lluvias de improperios, las miradas hirientes, las indirectas, las pullas, el mal humor… He llegado a pensar que era yo la culpable de todo. Todo lo hago mal. “Soy” mala. Me he encerrado en mi cuarto, he ahogado llantinas y me he mordido las uñas… hasta me he golpeado contra la pared, de pura rabia, sin saber qué hacer. Luego llegan mis compañeras. A la vista de Inés, la tranquila Inés, el Dragón se apacigua. Claudia lo acalla con un gesto de autoridad pedagógica y ahí tenéis a la boba de turno, viendo desazonada cómo la bestia recoge sus zarpas esperando mejor ocasión.

No vale ponerse chula. Las peleas la excitan y es aún peor. Tampoco vale mostrarse dócil y sumisa… Sabido es que el maltratador se ensaña con la víctima atemorizada. Así que… ¿qué puedo hacer?


DESPUES

Un día, hablé. Hablé con Milena, la responsable de la sección de psicología de nuestra revista. No sé por qué lo hice. Milena es una psicóloga de tres al cuarto que debió acabar la carrera por los pelos y que jamás ha ejercido. Se inventa la mitad de lo que escribe… y copia la otra mitad de Internet o de cualquier panfleto que cae en sus manos. Pero es amable. Es simpática. Supongo que necesitaba un confesor, o un paño de lágrimas. Y, esa tarde memorable, al acabar el trabajo, e ignorando la mirada enfurruñada y los morros del Dragón, me fui con ella a tomar un refresco.
Milena me escuchó. Ella tiene sus teorías particulares. Me miró con simpatía cómplice y me animó.

-Tienes mucha rabia contenida dentro… Toda tu energía está aprisionada, como en una olla a presión. ¡Debes liberarla y sacarla a fuera!
-Pero… ¡temo lo que pueda pasar! Si estallo yo, y luego ella… ¡podemos volar media ciudad!
Ella rió.
-Qué exagerada eres. Pero, cariño, esto te hace daño. Contra un monstruo como el que describes, no hay otra solución. Has de sacar tu espada.
-¿Mi… mi espada?
-Sí, cielo, ¡tu espada! Como esos caballeros andantes, que se enfrentan al dragón. Verás cómo tu fuerza crece y la suya disminuye. Tienes que hacerlo, o te destruirá.
Sí… La miré con pena. Ella siguió hablando. Y, de pronto, la idea comenzó a tomar forma en mi interior.
-Debes hacer algo simbólico, un gesto material, para liberarte de ese yugo –concluyó Milena.

Nos dimos un par de besos y nos despedimos. Era de noche cuando llegué a casa. Jess aguardaba, agazapada tras la puerta. Como era de esperar, fue ella quien me abrió. Pero no dijo palabra. Claudia se paseaba, hablando por el teléfono móvil, mientras Inés mordisqueaba un sándwich, hipnotizada ante el televisor. Eso contenía a la fiera. De lo contrario sus bramidos se hubieran oído a tres manzanas de allí.

Aquella noche soñé. Soñé con un dragón, rojo incandescente, desplegando sus alas de murciélago gigantesco sobre mí. Rugía y lanzaba llamas. Me enseñaba los dientes y esgrimía sus zarpas, enormes como excavadoras. Pero yo no temía. Iba cubierta con una armadura de hierro, llevaba un yelmo y un escudo, como los caballeros de antaño… y tenía mi flamante espada, blanca y luminosa. La enarbolé y, gritando, me lancé contra él. ¡Aaaaaaah!

Me desperté con el grito atascado en la garganta. El despertador se desgañitaba a mi lado. Lo paré de un manotazo y me senté en la cama. Aquel mismo día, me decidí. Y comencé a llevar a la práctica mi contraataque.

A mediodía, aprovechando el parón para comer, me fui al Corte Inglés.
-¿A dónde vas? –Jessica siempre controla mis entradas y salidas, alerta como un guardia de seguridad.
-Tengo que mirar un libro para mi madre… -mentí yo-. Me han dicho que en el Corte Inglés lo tienen.
Y me fui, dejándola con un palmo de narices, sin darle tiempo a contestar. ¡Sólo faltaría que quisiera acompañarme!

Subí directa a la planta de niños. Sección juguetes. A esas horas, estaba casi vacía. Busqué entre los pasillos hasta que di con lo que buscaba.

Ah, si hubiera estado en Toledo, hubiera ido sin dudar a una de esas armerías artesanales, para hacerme con una espada de puro acero templado. Pero, en una gran capital… ¿dónde iba a buscar una? De modo que pensé que, para un gesto “simbólico”, bien valía una de juguete.

Había mucha variedad. Espadas vikingas, curvados sables árabes, espadas de mosquetero, floretes, cimitarras y katanas, espadas galácticas del futuro, de esas que se encienden con una lucecita, como un fluorescente… ¿Cuál elegir? Después de mucho dudar, y cuando la dependienta de turno ya me comenzaba a mirar mal, me decidí por la más grande y ostentosa. Una hermosa imitación de Excalibur, con piedras de cristal incrustadas en la empuñadura, su vaina y un cinturón para ceñirla. El plástico era duro, el filo largo y brillante, bien recubierto de pintura plateada… Daba el pego. La volteé en el aire, ante el ceño fruncido de la empleada de la planta, y me dirigí a caja.

-Me llevo ésta –dije, triunfante. La dependienta me miró como si no estuviera en mis cabales.

Y allá me fui, de regreso a la redacción de mi revista, caminando por las céntricas calles a grandes zancadas, con mi tesoro envuelto bamboleando a mi costado, en una bolsa del Corte Inglés.

El Dragón no tardó en atacar de nuevo. Apenas acababa de quitarme la chaqueta, ya me instalaba en mi despacho, cuando ella se acercó a mi mesa.

-Por si no lo sabes, hoy Cristina nos esperaba a las tres. Teníamos que pasarle las pruebas de maquetación, si recuerdas…
Claro que lo recordaba. Joder.
-Las tengo a punto. Ahora mismo se las paso por e-mail.
-Bien –odio esos “bien”. También sé que van seguidos de algo…
Pero, esta vez, no añadió más y volvió a su puesto. “Hasta la próxima vez”, pensé yo.

Saqué la espada con disimulo, la desenvolví y la dejé en el suelo, apoyada en el escritorio. Jess no tardó en volver.

-Ah, por cierto… ¿Has mirado las correcciones que te di?
Mierda. No, no las había mirado.
-Pues no… todavía –me estaba agobiando-. Ahora iba a ponerme con ello. Es que hay muchas cosas…
-Claro. Eso siempre puede esperar, por supuesto… Siempre hay cosas más importantes.
-Oye, Jess. No te pongas así. Te prometo…
-¿Cómo? –ha saltado ella, clavándome los ojos como pedradas-. ¿Cómo me pongo? ¡Siempre estás despreciando cuanto hago! ¿Te parece que no tengo bastante paciencia? ¡Claro! Tú, como eres doña Inspirada, ¡siempre puedes pasar de lo que digan los demás!

Era injusto. Injusto, y lo sabía. Entonces me erguí. El momento había llegado. Jessica estaba a punto de montar una escena. Lloraría y todo el mundo correría tras ella. Tomé la espada y me puse en pie de un salto. La desenvainé y la esgrimí ante ella, trazando un arco en el aire, al más puro estilo de guerrero Jedi.

No dije nada. Agarré mi arma con las dos manos, fuertemente, y me sentí como los iracundos querubines que custodian el paraíso, con sus espadas flamígeras apuntando al cielo. La miré a los ojos y apreté los dientes.

Jess enmudeció y retrocedió, asustada. Lo leí en sus ojos. “Está loca”. “Loca peligrosa”. Dio un paso atrás. Y otro. La vi tragar saliva. Giró cola y regresó a su escritorio, sin decir palabra. No me volvió a molestar en toda la tarde.

Regresamos a casa en silencio. Ni ella ni yo rompimos a hablar. Claudia e Inés nos miraron, extrañadas. “Otra pelea”, pensaron, y no le dieron importancia. Claudia rió cuando vio mi espada. No le dije para qué era. “Me gusta, como a ti te gustan los peluches, ¿no?” Y no me preguntó más.

La colgué de la pared de mi cuarto. Y, cuando vienen los días fatídicos en que Jessica se transmuta, apenas se acerca la tomo en mi diestra y eso basta para acallarla. También me la llevo al trabajo. Mientras tecleo ante la pantalla, reposa a mi lado, en la mesa. Me siento poderosa y fuerte. Y el Dragón merodea con el rabo entre las patas, tragándose la ira. El resto del equipo se ha acostumbrado. “Ah, estos creativos… ¡qué excéntricos son!” Y me llaman “Kill Bill”, ja, ja. Yo les digo que la espada me inspira. No les cuento, eso es un secreto entre Milena y yo, que es mi arma perfecta… contra el síndrome monstrual.

Contigo pan y cebolla

En sus largos periplos por este mundo, Perucho Correcaminos no anduvo siempre solo. Uno de sus compañeros de andanzas fue Xan, el Tonto, o el Grande, según se mire. Porque Xan era grande de cuerpo y de corazón, y todo lo que tenía de grande su anatomía osuna lo tenía de pequeño su cerebro. Cansada su familia de mantenerlo, porque no era útil para nada, más que para vaciar la despensa, le hicieron un hatillo y lo mandaron a buscarse la vida por esos caminos de Dios.

Así fue cómo se encontró con Perucho Correcaminos, el galopín. Ambos hicieron buenas migas y estuvieron algún tiempo juntos, compartiendo aventuras, gracias y desgracias. Como Xan poseía una fuerza descomunal y Perucho era zalamero y espabilado, lograron encontrar varios trabajos, como peones, criados o jornaleros en el campo. Pero el empleo les duraba a lo sumo dos o tres días, pues Xan, aunque fuerte, era torpe, y su bobería y apetito voraz pronto lo echaban todo a perder. Anduvo tentado Perucho de abandonar a su compañero de camino en más de una ocasión, pero cuando veía su cara de hogaza, con aquella sonrisa bonachona y aquellos ojos cándidos que lo miraban tiernamente se le partía el alma.

Andaban de esta guisa las cosas cuando, una noche, llegaron a una posada, situada junto al camino en medio de dos poblaciones importantes. El mesón tenía renombre, era un conocido lugar de paso. Perucho pensó que, tal vez a cambio de algún trabajillo, él y su forzudo compañero podrían pernoctar allí y llevar un buen bocado a sus desiertos estómagos. Pero la posadera, que los recibió, hizo una mueca malcarada y a buen seguro debió juzgar que, por sus caras famélicas y el tamaño de Xan, no bastaría ni un cuartal de caldo para saciarlos. De modo que les dio dos mendrugos secos, duros como pedruscos, y los despidió de mala manera.

-Si queréis, podéis pasar la noche en la cuadra. Pero mañana ya os podéis largar, si no queréis que mi marido os muela a palos.

Mordisqueando las cortezas de pan, Perucho y su camarada se refugiaron entre las pajas del corral, no lejos de las ovejas, resignados a pasar una noche más de hambre y de pulgas.

Sucedió que, al poco, llegó a la posada un hombre rico de una aldea, que iba a la feria de la ciudad a vender una recua de mulas. Habiéndose hecho de noche, y oyendo de la buena fama de aquel mesón, el hombre y sus criados hicieron noche allí. Xan y Perucho, medio adormilados, oyeron a los criados cómo dejaban las mulas en el corral, no muy lejos de ellos. Al menos había media docena.

Sabido es que “gente llama gente”, como reza el dicho popular. Tras el hombre rico, llegaron otros viajantes y así, al poco rato, la posada bullía de animación, todas las mesas y escaños ocupados, los fogones del hogar a rebosar de cazuelas y pucheros humeantes. Las jarras de vino corrían de mano en mano y la hija del posadero no daba al abasto rebanando pan y sirviendo a los comensales. En medio del jolgorio, y mientras Perucho y el pobre Xan intentaban conciliar el sueño, acallando los rugidos de protesta de sus estómagos e ignorando los sabrosos efluvios que de la cocina llegaban hasta ellos, un puñado de sombras se deslizó por detrás de la casa. Agazapándose en la oscuridad, cinco hombres de catadura siniestra ganaron la puerta de los corrales.

El que ostentaba el pomposo cargo de “jefe” siseó a sus compañeros.
-Son seis mulas. A una por cabeza, ¿lo oís? Vais a entrar, de uno en uno, desataréis a las bestias y aguardaréis hasta que se tranquilicen. Cuando estéis todos, entraré yo. Daré la señal y saldremos todos montando, al galope. ¿Habéis entendido?
-Sí, jefe, sí…
-Adelante, pues. Pacorro, tú el primero.

* * *

Era media noche y el bullicio aún reinaba en la posada. Perucho dormitaba y Xan, atacado de una súbita necesidad, se incorporó a su lado.

-Mmmmm, Xan, ¿qué pasa? –murmuró Perucho, entre sueños.
-Voy a mear –susurró él.
-Pues vete a donde los caballos… y mira a dónde apuntas –gruñó Perucho, antes de darse la vuelta para seguir durmiendo.

Xan caminó a tientas por el establo, guiándose por los leves resoplidos y los cascos de las mulas, que de tanto en tanto resonaban contra el suelo. Cuando le pareció que llegaba a un lugar lo bastante espacioso, a juzgar por el negro hueco que se abría ante él, se desabrochó los pantalones y sacó su poderosa manguera.

Apenas el chorro salió, cuando un airado juramento rompió el silencio.
-¡Me cago en tu p… madre!
Xan dio un bote, y el juramento que salió de su boca no fue menos monumental. Sólo que, con su vozarrón, el trueno parecía haberse metido entre aquellas cuatro paredes.
-¡Carallo de ratas! –bramó Xan, y la emprendió a puntapiés con el pobre diablo que, después de recibir la cuantiosa rociada de orín, rebullía bajo sus pies, intentando zafarse de aquellas pezuñas descomunales que amenazaban con molerle los huesos.

Perucho se desveló de pronto. Las mulas coceaban y resoplaban, los malandrines saltaron de sus escondrijos, maldiciendo, sobresaltados, Xan voceaba y lanzaba puñetazos y patadas a diestro y siniestro. La algarabía era tal que los ocupantes de la posada no tardaron en apercibirse. Al poco, el posadero, su mujer y un grupo de parroquianos acudieron a la cuadra, con un par de teas. El posadero esgrimía una porra y su esposa había echado mano de una enorme sartén de hierro.

Como podéis imaginar, los facinerosos fueron rápidamente descubiertos y reducidos. Varios resultaron magullados y más de uno recibió un sartenazo que resonó en su cráneo como una insólita campanada. En pocos minutos, fueron maniatados y un par de vecinos fueron en busca de la guardia civil. Bastante más les costó calmar y reducir a Xan, que, fuera de sí, no distinguía entre malandrines y honrados parroquianos a la hora de repartir mamporros. Hasta que Perucho se plantó ante él y, con palabras severas, lo reprendió. Al oírlo, Xan se calmó al punto, y todos pudieron ver, con sorpresa, como el gigante se apaciguaba ante el rapaz, con su sonrisa bobalicona y cara de manso cordero.

Ni que decir tiene que Perucho no perdió tiempo ni ocasión, y se apresuró a contar a sus atónitos oyentes cómo él y su forzudo compañero habían avistado a la banda de malhechores, aguardando que entraran en los establos, y saltando sobre ellos cuando se disponían a robar los caballos. Con tanto salero lo explicó, que arrancó aplausos de su entusiasta concurrencia. El posadero los hizo pasar al comedor y la posadera, ahora toda mieles, les ofreció asiento.

-Sois mis invitados –exclamó el rico propietario de las mulas-. Por haber salvaguardado mis mulas, esta noche comeréis en mi mesa. Patrona, sírveles lo que quieran.
-¿Lo que… lo que queramos? –dijo Xan, abriendo mucho los ojos.
-Sí, muchachos, pedid lo que queráis –los animó la mesonera-. Que aquí tenemos buen yantar, para picos finos.
Xan miró a Perucho, rascándose la cabezota. Perucho sonrió, picarón, guiñándole el ojo.
-Pues… pues… pido… ¡pan con cebolla!

Un súbito silencio se produjo, seguido de un coro de carcajadas. “¿Serás cabrito?”, masculló Perucho, para sus adentros, “Cuando podías haber pedido empanada de carne, o buey a la cazuela, o pulpo con cachelos, o…”

-¡Pan con cebolla! –exclamó el posadero, humoroso-. Pues sí, hijo, ¡marchando pan con cebolla! Lo mejor de nuestra tierra… ¡Que no falte!

Al poco, la hija del posadero trajo ante ellos una enorme sartén, bien repleta de cebollas fritas, y una hogaza de pan recién horneado. Xan se frotó las manos, babeando, y luego miró a Perucho, con la misma ilusión que un niño ante su primer regalo. Y mientras los dos masticaban a dos carrillos, engullendo la jugosa y dulce cebolla, sepultada en la miga de pan tierno, Perucho dio en pensar que, sin duda, aquel era el manjar más exquisito del mundo.

lunes, 2 de julio de 2007

Las raíces del corazón

Amor, amor… Lloro y me siento como una flor mustia, reseca en mi interior.

Amor. Te miro y no puedo verte en ese rostro impasible, sin color.

Me han arrancado de cuajo, como una planta indefensa, llevada por el vendaval. Ahora soy un manojo de hojas secas, sin raíz.

Dicen que las raíces del corazón están allí donde naciste. No las mías. No allí.

Mis raíces crecieron el día que te besé y prendí mis brazos alrededor de tu tronco. Como hiedra me aferré a ti, y mis raíces se adentraron en tu pecho.

Nos amamos. ¿Lo recuerdas? La primera vez éramos muy jóvenes. ¿Recuerdas aquel prado? Aquella fuente, manando sin cesar. Desbordándose sobre las rocas… Mientras tú te desbordabas en mí, y yo me sumergía en tus brazos, bebiendo, embriagándome de ti.

Ah, aún ahora te miro y creo leer un atisbo de sonrisa en tu rostro de cera… ¿Acaso puedes oírme? ¿Me oyes aún?

Me he inclinado sobre ti. He sentido las miradas de los demás, su lástima. Te he acariciado el rostro frío, de cera. No, ése no es tu tacto… Extrañamente blando, y frío. Te he besado, una y otra vez. En la frente, en los labios. Y el hielo se me ha metido dentro.

Dicen que las raíces están allí donde arraigas. ¿Dónde arraigamos tú y yo?

Nos prometimos. Acabaste tu carrera, hiciste oposiciones y el destino nos llevó, dando tumbos, de un rincón a otro de nuestra geografía. Siempre te seguí. Siempre a tu lado. ¿Dónde arraigamos tú y yo?

Nacieron nuestros hijos. Hermosos, sanos. Como brotes tiernos de pino. ¿Dónde estaban sus raíces?, aún me pregunto. Hoy, vuelan por el mundo, de un lado a otro de nuestro planeta.
Los espero, de un momento a otro. Todavía no han llegado. Pero no me siento sola. Aún estás tú.

Ahora lo sé. Yo arraigué en ti. Mis raíces se hundieron… en tu corazón.

Y ahora lloro, con llanto contenido, por no hacerles sufrir. Por no preocuparles más. “Es una mujer fuerte”, dicen. “Se repondrá.” ¿Soy fuerte? He limpiado la casa de arriba abajo, sí. He preparado comida para muchos. La casa, nuestra casa, brilla, la cocina está caliente, la mesa servida… Nadie sale de aquí sin sentarse un ratito y tomar algo. He recibido decenas de pésames, de apretones de manos, de condolencias murmuradas a prisa, con pesar. Y aquí sigo.
Diez horas. Diez horas han pasado ya, y va por la oncena. Los de la funeraria se han portado bien. El ataúd es bonito, la sala está atestada de flores…

No necesitaron vestirte. Ya lo había hecho yo. Con amor, con tanto amor… Sabía que era la última vez que acariciaría tu cuerpo. Aún estaba caliente. Aún me parecía sentir tu aliento cuando te anudé la corbata. Aquella que te gustaba… que te gustaba…

Te miro, tras un velo de lágrimas. ¿Te gusta así? Tus manos, cruzadas sobre el abdomen, aún me dicen algo… Alguien te ha puesto un Rosario entre los dedos. Yo te he puesto una flor, una rosa, sobre el pecho.

¿Recuerdas? Las flores. Siempre me traías flores. Aunque fueran del campo, silvestres, arrancadas de una vereda o de un matorral. La última vez, fueron flores de genista.

Y ahora me siento como una flor, mustia y arrancada. Sin raíces.

Siempre he sido creyente. Y aún quiero creer. Pero tu ausencia me golpea. Es un abismo espantoso, que emborrona mi fe.

¿Dónde están mis raíces? Aún siguen clavadas en ti. ¿Dónde estás tú? ¿Dónde estás?

Te miro y me parece imposible que te escondas en ese cuerpo. Ya no estás. No estás ahí.
Cierro los ojos. Pronuncio tu nombre en silencio.

Dicen que los difuntos se van al cielo… Tú eras un hombre bueno. ¿Estás allí? ¿O sigues aleteando, muy cerca de mí?

Han venido los de la funeraria y han tapado el ataúd. Te llevan. Ya no veré más tu rostro. Ya no más…

He caminado hacia la galería y he perdido la mirada en el vacío. Afuera hace sol. El cielo luce azul de gala. He mirado hacia arriba. ¿Estás ahí?

Mis raíces están clavadas en el cielo.

El ojo celeste

Negro. Negro y brillante era el río, serpenteante entre el verde, y celestes, como ojos claros, eran las pozas, abiertas en la faz de la campa.
-Hace frío…
-Está a punto de llover…
-¿De veras os apetece?
-Voy a mojarme los pies. Sólo los pies.
Se descalzó en un instante, se arremangó el pantalón y el tobillo moreno, desnudo, rompió el cristal del agua humeante.
-Mmmm, está calentita.
Laura fue la primera. Y Marco la siguió después. Los pantalones negros, las camisas inmaculadas, corbatas, chaquetas, volaron sobre un banco. Jacqueline y Sergio los miraban, entre envidiosos e indecisos.
-Dios, ¡es delicioso!
Se sumergió, dejando el cuerpo resbalar sobre las piedras mojadas, hasta que el agua la cubrió. Tendida, hundió la cabeza y abrió los ojos. Siempre le había gustado ver el cielo a través del agua.

Cuando emergió y tomó aire, Marco la estaba mirando. Él no llevaba bañador. Pero su boxer negro bien daba el pego, pensó ella. Y repasó su anatomía con disimulo, antes de desviar los ojos. Marco se sentó en el escalón y, lentamente, se deslizó hasta quedar recostado sobre los codos.

-Creo que me voy a decidir –dijo Jacqueline. Se sacó el suéter de licra y, con aquella elegancia felina, innata en todas las mujeres de color, pensó Laura, exhibió su cuerpo perfecto color chocolate. El bikini fruncido de color amarillo ceñía sus curvas impecables.

Jacqueline entró en la piscina, riendo, mientras Sergio comenzaba a desabrocharse su camisa.
Laura suspiró, estirando los brazos. Lejos quedaban las colas en el aeropuerto, lejos el vuelo, el trayecto en taxi, las decenas de caras nuevas, los apretones de manos, las presentaciones. Ah, lejos estaban las largas, interminables sesiones del congreso, las estadísticas, las cifras, los bostezos ahogados ante las presentaciones de power point en la pantalla gigante…

-Marco, ¡no podrías habernos traído a un sitio mejor!
-Es ideal para relajarse –admitió Sergio, chapoteando en el borde.
-Sabía que os gustaría –dijo Marco, con sonrisa de gato viejo–. Los turistas apenas lo conocen, la gente paga pastones por irse a un balneario… ¡Aquí lo tenemos gratis!
-Y al aire libre, en medio del monte, con este paisaje tan verde…
-Menos mal que hemos traído el bañador –dijo Jacqueline, mirando a Laura, alborozada.
-Los hombres nos apañamos igual sin él –repuso Sergio, que también lucía un tanga último modelo de Toni Miró.

Laura se puso en pie y les volvió la espalda. Sintió el agua caliente, lamiéndola, mientras bajaba por su cuerpo. Y sintió la mirada de él. Estaba segura de que la miraba.

-¿A dónde vas?
Se volvió un instante. Sí, la miraba. Y cómo la miraba.
–Voy a probar las otras. Hay que ir cambiando de temperatura, ¿no es cierto?
-Primero la caliente, luego la templada y luego la fría –dijo Sergio, con aires de experto. ¡La fría siempre al final!
-¡Oh, no! –exclamó Jacqueline, remolona–. La calentita al final…

Los dejó atrás, bromeando, mientras saltaba ágilmente el murillo de piedra. Caminó por la hierba húmeda. La llovizna caía, sentía los puntitos fríos sobre la piel. Pero su cuerpo ardía. No tenía frío en absoluto.

-¡Mírala! Como una chiquilla –oyó exclamar a Sergio. Sonrió para sí. Una chiquilla, sí. Ahora se sentía niña traviesa y aventurera.

Las pozas se abrían en la suave ladera, cubierta de césped, junto al río. Pese al día gris y lluvioso, varios bañistas disfrutaban de las termas al aire libre. Alrededor, la sombra del monte se elevaba contra el cielo sin color. Laura correteó hasta la más alejada, la más grande. Allí no había nadie. Aunque luego descubrió a un joven, inmóvil y sentado en el agua, con los ojos cerrados y las manos extrañamente abiertas, uniendo el pulgar y el corazón. “Como un buda escuálido”, pensó ella, “Un fanático del yoga”. Ah, ella también lo había sido. Yoga, tai chi, aeróbic, pilates… ¿Qué no había probado? Harta de todo, aún le quedaba algo.

Explorar.

-Hola.
Abrió los ojos y salió bruscamente de su ensueño. Ensueño flotante, mecida en el lecho transparente y tibio, mojado, del agua. Era Marco.
-Está buena –dijo ella, y sonrió estúpidamente.
Marco se sentó a un metro de ella. Distancia prudente, pensó Laura. Distancia cómoda. Removió los pies en el agua.
-¿Qué te ha parecido el congreso? –preguntó él.
-Bien… Está bien. Interesante –respondió, sin pizca de interés. Intentó decir algo más consistente–. Sobre todo… sobre todo la charla de esos japoneses, al final. ¡Lástima de la traducción simultánea!
¿Qué coño hacían hablando del congreso? Marco se giró hacia ella y se acercó un palmo.
-No lo dices muy convencida…
Ella soltó una carcajada.
­–No… No. La verdad –bajó la voz, y a él le bastó su gesto para acercarse más–. La verdad es que es un tostón. Siempre nos largan los mismos jodidos rollos… Ufff, ¡insufrible!
Ahora rieron ambos. Marco se acercó otro poco. Sus codos se rozaban, y el agua jugueteaba entre los dos.
-Me voy al agua fría –dijo ella, de repente. Pero no se movió.
-Ya me han dicho que eres muy rápida… ¿Siempre tienes prisa?
-Me llaman “la Centella” –replicó ella, coqueta–. Y sí, siempre tengo prisa. Tengo que devorar el tiempo… Si no, me da la impresión de que no estoy viva.
¿Por qué demonios le estaba contando esto? Él la miraba con atención.
-Pero has venido aquí para relajarte.
Laura movió la cabeza y se apartó ligeramente de él.
-Hasta para relajarme tengo prisa. ¡Mi hermana siempre me lo dice! ¿Sabes? Ella es todo lo contrario que yo. Calmada, profunda… Le gustan las cosas esotéricas, las terapias alternativas y qué sé yo. Es medio bruja.
-Todas las mujeres sois brujas.
Ahora fue ella quien lo miró. Y sintió el calor, que no venía del agua, sino de dentro, de muy hondo, bajo su ombligo, bajo la piel. Se puso en pie.
-Voy a explorar.
Marco la vio saltar fuera de la piscina.
–¡Ten cuidado! No vayas a toparte con el espíritu de la meiga…
Laura hizo un gesto con la mano, riendo, y se alejó.

Saltó la pequeña valla de madera. Sus pies hollaron la tierra rugosa, las piedrecillas, las hierbas ásperas y silvestres. Atrás quedaba el césped afeitado del parque. La civilización. Respiró hondo y abrió los brazos y la boca. Quería beber la lluvia. Quería algo salvaje. Su cuerpo la llamaba. Caminó a paso firme, sintiendo el frío mojado del bañador, pegado a su cuerpo. Cuando se adentró en el bosque, se apoyó en un árbol y, a tirones, se lo quitó.

Las meigas. Marco les había hablado de ellas, en el coche, mientras se dirigían hacia las pozas. Decíase que en aquel bosque, mucho tiempo atrás, había habitado una bruja. No una bruja vieja y gruñona, con la nariz llena de verrugas, su delantal mugriento y un viejo escobón de brezo, sino una hechicera sibilina, cuya belleza incomparable atrapaba a los hombres y poseía a las doncellas. Durante siglos, y cada cierto tiempo, una joven bella y virgen desaparecía del lugar. Y contaban los aldeanos que el espíritu de la bruja tomaba su cuerpo, para meterse en ella, y así continuar encantando a los incautos viajeros que se aventuraban a pasar por allí. Sergio había bromeado. “Pues bien se lo montaba”, comentó, jocoso. “Eterna juventud y amantes a pedir de boca”. Los dos hombres habían reído y Jacqueline los había reprendido, haciendo aflorar su vena feminista.

Bah, pamplinas. Cuentos de viejas. Siguió caminando por el bosque, sin pensar. Ya no sentía los rasguños en los pies, ni el frío. El aire pasaba sus dedos por ella, metiéndose en todos sus repliegues. Se sentía ligera y viva, tremendamente viva, casi eufórica. Se detuvo en un claro. Los helechos la pellizcaban. Un mirlo cantó, y se hizo el silencio. Silencio.

Silencio oscuro. ¿Tal vez debía volver? ¿Qué hora era? El cielo no tenía color. No había luz. Sólo verde. El verde del bosque.

“Las meigas tienen los ojos verdes”, decía Marco. “Bueno, en realidad, sus ojos cambian. Dicen que la bruja del bosque tiene un ojo de cada color”. “¿De qué colores?”, se interesó Jacqueline. “Uno azul y el otro verde”, respondió Marco, sonriendo avieso, y Laura tuvo la impresión de que se lo estaba inventando todo.

Dio media vuelta… ¿O siguió avanzando? Apenas le importaba. El bosque la acariciaba y caminaba sin rumbo, embriagada de él. No me importaría morirme aquí… No me importaría. Un escalofrío le recorrió las vértebras, súbitamente. ¿Era una ilusión? ¿O era una risa lo que oyó, muy cerca, entre los árboles?

Se estremeció. Aquella risa… Lasciva y alborozada. Hambrienta. Laura se detuvo. “Jóvenes bellas y vírgenes”, recordó. Bah. Ella no era… Se detuvo de nuevo. ¿No lo era? ¿No lo era?
Lo era. Joven. Bella… quizás. Marco no apartaba los ojos de ella. Sí, lo era. Bella y de ojos verdes. Y virgen… Ah, aquel era su pequeño secreto. La brillante ejecutiva, agresiva, progresista, desinhibida y cosmopolita, la mujer que se comía el mundo… era virgen. Sí, lo era. Su intimidad era un nido solitario de alas plegadas y corazón frío.

* * *

-¡Laura!
Ella se acercó corriendo y casi lo abrazó. Casi. Pero él tomó una toalla y la envolvió, estrechándola contra sí. Y le enjugó el pelo, con ternura.
-¿Qué ha pasado? Estábamos a punto de llamar a la policía…
Sergio y Jacqueline se acercaron, preocupados. Jacqueline llevaba su ropa, el bikini dibujando dos cercos de humedad en sus senos. Sergio aún no se había abrochado la camisa.
-No es nada, estoy bien. Me… me despisté en el bosque, eso es todo. ¡Ya estoy aquí!
Se apartó de Marco y sacudió los brazos.
-¡Estoy bien! -insistió–. Vamos, es tarde, ¿verdad? En el hotel nos esperan…

Llegaron los últimos a la cena. Se presentaron en el comedor del hotel con la ropa arrugada y el pelo aún mojado. Tan sólo quedaban libres los asientos en el extremo de la mesa. Los camareros empezaban a servir. Algún comentario malicioso voló acerca de los rezagados. Se sentaron y murmuraron excusas apresuradas, en medio del jolgorio. Laura ocupó la cabecera y, durante unos instantes, contempló las dos largas hileras de ejecutivos. Así debía sentirse el presidente de la compañía, pensó, y se irguió. Sentía el peso húmedo de la melena sobre la espalda desnuda. Y se sentía bella, bella y poderosa. Captó las miradas sobre ella y se alegró de haber embutido en la maleta aquel vestido, a última hora. El vestido verde abeto con escote palabra de honor. Y dispensó su sonrisa hechicera, sin pudor alguno. Después de horas de forzada cortesía, los comensales, liberados de corbatas y diplomacia, se expandían, hablando a voz en grito, riendo y bromeando. Las botellas de vino corrían y el humo de los cigarros se elevaba en rizos blancos, formando un velo de niebla bajo el techo de la sala.

La euforia la invadía. Laura habló, habló sin cesar, protagonista de aquel rincón de la mesa, mientras los platos, apenas catados, pasaban ante ella, y la copa de Ribeiro permanecía intacta. No necesitaba beber. Era una brillante conversadora y le bastaban las flores en la mesa, el tintineo sobre el cristal, las luces y las miradas de sus compañeros para dar rienda suelta a su locuacidad.

Hasta que él cambió de lugar.
Trocó su asiento por el de Sergio, enzarzado en una discusión sobre bolsa con un vehemente alemán. Y de pronto ella sintió su mano. Caliente y larga. Apretándole el muslo bajo el mantel almidonado.
-Marco…
El no respondió. Sólo le devolvió la mirada, y apretó más. Ella apartó los ojos.
-Vámonos de aquí.
Se puso en pie.
-No me encuentro muy bien –murmuró-. Disculpadme.
-¿Qué le ocurre? -preguntó alguien.
–Habrá bebido más de la cuenta…
Sergio observó la copa junto a su plato, intocada.
-Voy con ella –dijo Jacqueline, poniéndose en pie. Ella sí vacilaba.
-No. Déjame ir a mí –dijo Marco. La hizo sentarse de nuevo, cogiéndola del brazo. Y salió de la sala, sin darle tiempo a contestar.

Se encontraron junto al ascensor. No esperaron a llegar a la habitación. No podían esperar. La luz del visor en la cabina subía. Un piso. Otro. Y las manos de él descendían, arrugando el vestido de raso verde. Los labios se mordían. Y los cuerpos se anudaban, presos de doloroso placer.

Fue ella quien cerró la puerta de golpe. Fue ella quien lo desnudó. Tendido en el lecho inmaculado y terso, abrió los brazos. Laura montó sobre él. Apenas lo rozó, Marco creyó morir. La piel le quemaba, ¿era humo o vapor lo que le nublaba la vista? Su cuerpo se combó violentamente, y entró en ella como un latigazo. Laura gritó. Gritó… ¿o reía? Risa enloquecida y voraz. Se inclinó sobre él, briosa. Buscándole los labios, arañando su pecho, zambulléndose en su corazón. Lo último que vio él fueron sus ojos. Uno era verde, y el otro azul.