lunes, 20 de octubre de 2008

Pan de ángeles

Me fascinaba entrar allí. Me fascinaban las rechonchas columnas salomónicas, los cirios y las flores, los dorados. Sí, sobre todo los dorados, y el brillo del cristal de roca, de la plata y de los cálices. La inmaculatez de los manteles almidonados, los encajes, el olor de cera, incienso y de madera vieja. Desde muy pequeña, me llevaron a la iglesia. Sabía que era un lugar santo, importante, muy serio… Conocí muchas iglesias. Pero ninguna despertaba en mí aquella conmoción, aquella excitante mezcla de respeto, temor y curiosidad, que me provocaba la vieja iglesia de nave irregular, artesonado picado por la carcoma y muros torcidos, del pueblo de mis abuelos.

La abuela nos llevaba a la iglesia. Y nos gustaba. Ella iba a diario, a Rosario, a novenas y a misa. Mi hermana Mel y yo siempre estábamos dispuestas a acompañarla. Regocijadas, correteábamos a su alrededor, mientras ella, abuela orgullosa luciendo nietas, se paraba cada dos por tres a saludar a alguna vecina en el largo periplo desde su casa en una punta del pueblo hasta la parroquia, casi en la otra. El pueblo se alargaba como rosario deshilachado a los pies de la sierra, formando tres racimos de casas. Casa de mis abuelos estaba en el más extremo, casi a las afueras, de manera que la caminata se convertía en una peregrinación por caminos embarrados y prados.

A Mel también le fascinaba. Creo que nos atraía como un imán aquella aura de espacio sagrado, el encanto de lo prohibido, de lo enigmático, de lo que no se puede ver ni tocar… La oscuridad de las bóvedas, el silencio denso preñado de bisbiseos, crujidos de reclinatorios y pasar de cuentas entre los dedos. ¡Ah, los reclinatorios! Todos diferentes, con su color y su forma, se alineaban como tropa silenciosa a uno de los lados del altar. Era el lado de las mujeres. Enfrente, al otro lado, estaban los bancos de los hombres. Que, casi siempre, los días de diario, estaban vacíos. La abuela, como cada feligresa devota, tenía el suyo. Cuando sobraba alguno, y si no era domingo siempre sobraban, Mel y yo ocupábamos otros dos, a su lado. Nos sentíamos como nobles damas, revestidas de dignidad y decoro, arrodillándonos sobre los cojines forrados de raso y terciopelo ajado. Apenas llegábamos al reposabrazos y, en vez de erguirnos para alcanzarlo, nos sentábamos sobre los tobillos y asomábamos las manos para unirlas por debajo, entre los listones que lo sostenían. Como dos princesas orantes, elevábamos el rostro hacia arriba y nuestra imaginación volaba, mientras la vista se nos perdía en medio de aquel paraíso de angelotes rubios, santos de rostro virginal y flores de plástico que competían con las uvas doradas de las ondulantes columnas del retablo.

Pero había algo que nos cautivaba más, mucho más que los retablos, los cálices y el silencio trepidante. En misa había algo prohibido, reservado sólo para los mayores, y Mel y yo nos moríamos de intriga.

Sabíamos que dentro de unos años podríamos. Pero no ahora. Tendríamos que prepararnos. Y nos estrujábamos los sesos cavilando qué ocurría, a qué sabía, qué se sentía por dentro, cuando se tomaba aquella forma sagrada de nombre impronunciable que despertaba tanta adoración.

Un día, el cura del pueblo nos invitó a la sacristía al acabar la misa. La abuela nos llevó, y nosotras temblábamos de emoción. La sacristía… ¡sólo la palabra, tan sacra y solemne, nos resultaba imponente! Era un paso más hacia lo desconocido, una antesala del reino vedado al que nosotras, niñas ignorantes, aún no teníamos acceso. Apenas entramos, comenzamos a devorar con los ojos todo cuanto alcanzábamos a ver. Las albas y las estolas, colgadas en sus perchas, las estanterías con los librotes litúrgicos, la cómoda con decenas de cajones larguísimos y estrechos… ¿Qué había en aquellos cajones? Y, sobre todo, ¡ah! el armario entreabierto por donde asomaban los cálices relucientes y las vinajeras de cristal tallado. Allá se nos fueron los ojos.

El cura era afable. Nos dejó mirar, nos dejó preguntar… Y entonces, ante nuestras caritas admiradas e incrédulas, sacó un copón dorado, lo destapó… y nos ofreció dos formas. “Es pan de ángeles”, nos dijo, sonriente.

Mel y yo no podíamos creerlo.

No habíamos hecho la comunión, aún no éramos mayores… Tomamos las blancas obleas y nos las metimos en la boca. Se nos pegaron en el paladar. Tuvimos que forcejear con la lengua, al final recurrimos a los dedos. La abuela y el cura reían. Nosotras degustábamos aquella fina masa con la emoción de estar catando un alimento dotado de mágico poder.

Entonces pregunté.
―Si comes de esto, ¿vas al cielo?
El cura sonrió y me pellizcó los mofletes.
―Sí, bonita. Así es.

Supongo que añadió algo más sobre ser buena, rezar e ir a misa… Ya no lo escuché. En mi mente quedó grabada una idea. Quien toma el pan de ángeles va al cielo. Nosotras lo habíamos tomado. Con la lógica aplastante de mis seis años, llegué a la conclusión de que, puesto que habíamos tomado el pan sagrado, ya nada había que temer en esta vida mortal: ¡teníamos el cielo asegurado!

Me sentí ligera, pletórica y liberada. Ah, realmente, aquel pan causaba un impacto profundo… De vuelta a casa, no dejaba de pensar. Y, ese verano, algo se desató en mí. La niña modosita que había sido, con sus esporádicos brotes de genio y vanidad, engendró una criatura indómita de imaginación salvaje, capaz de cualquier desafuero imaginable.

El pueblo y los campos eran nuestro universo. Capitaneando la cuadrilla formada por mi hermana Mel, nuestra amiga Lita, hija de la vecina de calle abajo; los nietos de la vecina de calle arriba, a quienes sus padres tuvieron la genial idea de bautizar como Julián y Julio; nuestro primo Lucas, que era un dechado de perfección infantil, y algún otro rapaz que reclutamos en el barrio, me lancé a vivir las vacaciones más enloquecidas y transgresoras de mi infancia.

Nos revolcábamos en la hierba, pisando los montones de heno segado, saltábamos vallas de los campos vecinos, desafiando las alambradas electrificadas de los pastores, espantábamos a las vacas, nos metíamos a alborotar en gallineros ajenos, chapoteábamos en el río, cazando ranas y culebras, y explorábamos buscando tesoros perdidos en el vertedero del pueblo. Nos escabullíamos de la siesta, deambulábamos por los escombros de una vieja casa en ruinas, robábamos masa cruda en el obrador del panadero y librábamos batallas con los aperos de la huerta, ¡cuanto más peligrosos, mejor! Y cuando no se nos ocurría nada más, jugábamos a médicos y a trapecistas al oscuro amparo de los pajares… Mi cabecita no dejaba de idear qué nueva aventura nos podía ofrecer aquel mundo prodigioso, lleno de lugares por descubrir y erizado de normas a infringir, porque, como las malas yerbas, nuestra naturaleza agreste sólo esperaba un obstáculo para saltar, o un muro para trepar por él.

Cuando el campo nos cansaba, siempre quedaba la casa. Los recodos oscuros, el salón cerrado que nadie usaba, la silenciosa biblioteca, repleta de libros antiguos, con el escritorio señorial, su tintero y sus plumas. Más incitante aún: el desván. “Niñas, no subáis, que ahí hay garduñas”, nos decía el abuelo. Garduñas… otro monstruo acechante en las sombras del reino prohibido. El desván nos atraía tanto como una sacristía oculta. Y en cuanto podíamos, subíamos al trote las viejas escaleras que crujían a cada paso. Allí, bajo las vigas de madera inclinadas, caminando con tiento sobre el entarimado y sorteando las fragantes manzanas tendidas a secar, desempolvamos antiguallas, viejas cámaras de fotos, cajones con puñados de cartas, escritas en tinta china, que ya amarilleaban… Decenas, cientos de cartas, ¿de quién? Botas militares, galochas en desuso. Destapamos un baúl atestado de vestidos antiguos, doblados entre bolas de alcanfor. Y un lote bolsos de los años cincuenta. Nos disfrazamos. El desván se convirtió en una decadente pasarela de moda, hasta que alguien oyó nuestras vocecitas chillonas y el rechinar de las maderas bajo nuestros pasos. Vieron el desbarajuste de vestidos arrugados y cartas esparcidas por el suelo, entre zapatos y bolsos charolados, y nos sacaron de allí por las orejas.

Las broncas se sucedieron. “No tenéis bastante con el patio, ¡que tenéis que ir a los de los vecinos!”, “No os basta con el prado, ¡que tenéis que enredar en la casa!”. Para colmo, estábamos corrompiendo a los niños del vecindario y al primito de conducta intachable. Mel y yo bajábamos la cabeza, sumisas y sonrojadas. Callábamos. No teníamos intención alguna de enmendarnos. Si acaso, debíamos perfeccionar nuestras técnicas de disimulo, huída y camuflaje.

“No seáis malas”. Lo oímos una y otra vez, de las bocas bienintencionadas de mamá, abuela, tías y tíos. No seáis malas. Eso no me preocupaba. Mel a veces se angustiaba un poco. “Ari, nos van a castigar”. “No tengas miedo”, le decía yo. “Hemos comido el pan de ángeles, ¡iremos al cielo!” Aquella galleta de harina sagrada se nos había adherido hasta el alma, nos reconfortaba y nos daba alas. La tranquilizaba. Me tranquilizaba y, apenas digeríamos la bronca, ya pensábamos en la próxima trapisonda.

“Estas niñas se están volviendo rebeldes”. “¿Qué le pasa a Ariadna? ¡Antes no era así!” Lo achacaban a los aires del campo, a la influencia de los niños del pueblo, al exceso de libertad… Nadie podía adivinar que la verdadera causa, la razón por la que una nena buena de ciudad se había transformado en un auténtico diablillo con coletas, era el pan de ángeles.

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