Ai las, tan cuidava saber
D'amor, e tan petit en sai,
Car eu d'amar no’m posc tener
Celeis don ja pro non aurai.
Tout m'a mo cor, e tout m'a me,
E se mezeis e tot lo mon!
E can se’m tolc, no’m laisset re
Mas dezirer e cor volon.
Bernart de Ventadorn
Me vuelven loco esos ojos. ¡Esos ojos! Verdes y luminosos, como dos faros en la tez morena y huesuda… ¡Divina tez! Desde el primer día que me lanzó una mirada… Fulminado. Caí fulminado.
Lo confieso. Estoy enamorado. Pienso en ella noche y día. No pienso, no… Ella ha conquistado mis pensamientos. Me invade el cerebro y enerva mi cuerpo. Me ha tomado al asalto, sin piedad. Y yo me he rendido… ¡gustosamente rendido!
Estoy loco por ella.
Estoy loco.
Loco… Loco, ¡loco! Un fou d’amour.
Recuerdo aquella vez. Lanzó una pregunta a la clase, ciento cincuenta alumnos atestando la gradería, boquiabiertos y absortos, pendientes de su voz, del menor de sus gestos. Se quedó en silencio y recorrió el aula con mirada interrogante. Creo que al menos una veintena de manos se alzó. Entre ellas la mía.
Llegó mi turno. Tenía preparado el discurso… ¡quería causar impacto! Puedo hacerlo, lo sé. Cuando me invitó a hablar, me puse en pie. Proyectó hacia mí su mirada… Esa mirada. Entonces me temblaron las piernas. Me sudaban las manos, el corazón me trepó a la boca y toda mi retórica se esfumó. Me quedé en blanco. Balbuceé. Deslumbrado y aturdido, comencé tartamudeando.
―O… opino que los tro…trovadores occitanos…
Ella no dejaba de mirarme. ¡Dios, me estaba perforando! Con esos ojos. No sonreía, pero me animó a seguir. Y poco a poco, fui arrojando a borbotones mi perorata sobre los bardos provenzales.
Al final salí airoso. Ella asintió levemente. Seguía mirándome. Recogió una frase mía… ¡Una frase! Y continuó. Creo que le gustó. Dijo, “Gracias. Ha sido una buena aportación”. Me senté de golpe. Ya no me sentía el cuerpo. Sólo la fiebre. A mi lado, Gelo me dio un codazo.
―La has impresionado, tío ―susurró.
Yo hice un mohín desdeñoso.
―Quita.
Hemos formado un pequeño club. A media mañana, nos reunimos en el Pato Loco, un bar cutre y concurrido a la vuelta de la esquina, saliendo de la facultad. Allí, entre clase y clase, tomamos nuestros cafés y nuestras magdalenas proustianas mientras desgranamos críticas feroces y paridas pretendidamente geniales. Lo comentamos todo. Clásicos y contemporáneos, todos pasan por nuestro cedazo implacable. Aventuramos teorías y criticamos a Joyce, a Borges, a Hemingway o a Kafka con la misma libertad que osamos emular a Larra o ensayamos versos imitando a Bécquer o a Baudelaire. Devoramos libros, vamos al teatro, trituramos la prensa y saqueamos bibliotecas. Somos una peña curiosa, sí. Paco, el camarero del Pato Loco, nos llama los Literatos. Somos siete. Todos hombres, menos dos. Tenemos nuestras musas. Beatriz, que va en camino de convertirse en la Beatrice de nuestro diletante profesor de Crítica Literaria. Es encantadora, siempre ha leído lo último y nos trae todas las novedades del teatro. Y es guapa. Alta y morena. Creo que, de no ser por ella, todos estaríamos enamorados de Beatriz. La otra es Helena. Ella es el alma de las tertulias. Madre soltera, trabaja por las tardes y cualquiera de nosotros podría ser su hijo. Cultivada y elegante, desde hace meses, hemos trasladado a su casa nuestras fiestas de fin de semana. Cada uno lleva algo, gambas, canapés, pizza. Ella pone el vino, cada vez uno distinto. Con ella hemos aprendido a beber. Catamos el aroma, apreciamos el bouquet… Sentados en el sofá, envueltos en la bruma del vino y los cigarrillos, conversamos hasta la madrugada. Diálogos platónicos, disputas literarias, ¡poemas! Helena habla poco y escucha mucho, como buena anfitriona. Reclinada en el sofá, cuando toma la palabra nos asombra y nos provoca. Ella es nuestra Diotima.
En el Pato Loco, continuamos la discusión del fin de semana. Pero, cuando nuestras musas no están, acabamos hablando de mujeres. Mejor dicho, de una mujer.
Todos estamos enamorados de ella.
Buscamos formas de asediar su castillo. Es altiva e inexpugnable. Acaba sus clases y se va, con su paso de bailarina, dejando atrás una tropa de estudiantes con la mente ebria de lirismo y el corazón devastado. Hemos ido en grupo a verla a su despacho, en el Departamento de Literatura Medieval. Le hemos hecho consultas, presentado trabajos… Sabemos que es una autoridad y nos sentimos privilegiados. Ella nunca sonríe, pero siempre nos escucha con atención. Y mientras habla nos mira, a uno tras otro, subyugándonos con esos ojos. Todos caemos rendidos. Todos.
Hemos comenzado a escribir un poema. Es un experimento absurdo, pero está funcionando. Comenzamos en el bar, garabateando en una servilleta de papel, y así hemos seguido. Ya hemos llenado doce. Cada cual escribe unos versos. Uno continúa los del otro. Entre todos, queremos componer nuestro gran romance. Una elegía amorosa, dedicada a la Dama que nos roba el aliento. Nos sentimos como trovadores.
Un día, se lo conté a Gelo. Estaba eufórico. “Tengo un plan”. Cuando se lo expliqué, me dijo que estaba chiflado. Pero yo iba dispuesto a todo.
Al final de la clase, bajé las gradas atropelladamente y me acerqué al estrado. Algunos días, ella se quedaba a responder consultas. Esperé, pacientemente, a que el corro de chicas acabara. Las chicas… Ahora, ni me fijo en ellas. Ahí estaban Beatriz y sus amigas. Creo que todas la imitan. Pero ninguna tiene esa clase… Ni siquiera Helena. Es la única profesora que luce tacones altos. Y ese día llevaba una falda corta, por encima de las rodillas. Tiene las piernas largas y angulosas, como su cara… como su cuerpo. ¡Divinas piernas! Gelo bromeó un día. “Debajo de la ropa, no hay nada”. Casi me ofendió. ¡Qué me importa eso! Dijo que no había donde agarrar… Y a poco le propiné un puñetazo. Aunque así fuera. Hasta el aire que desplaza es bello.
Hablé con ella y me saqué el prospecto del bolsillo. Lo alisé sobre la mesa, nervioso, y la miré a los ojos.
Y, por primera vez, ella sonrió.
¡Dios, y qué sonrisa!
Sí, estaba al corriente. Había oído anunciar el concierto, tenía el programa ―lo sacó de su bolso. Por supuesto, asistiría. Era una ocasión única. Pocas veces un grupo de música medieval tan afamado visitaba nuestra ciudad. Darían su recital en el Palacio de la Música… ¡el marco perfecto! Y las entradas estaban prácticamente agotadas. Yo tenía dos.
Ella, por supuesto, ya tenía la suya. Posiblemente no iría sola. Y entonces me quedé en silencio. Creo que ella leyó el mensaje agonizante en mi rostro.
―Si quieres, puedes venir con nosotros. Iremos dos o tres del Departamento. Trae a tu amigo.
Me volvió a sonreír y yo le devolví la sonrisa desde las esferas celestes.
―Sí… Es… estupendo. Muchas gracias.
―Quedamos en la entrada a menos cuarto ―dijo ella, recogiendo su portafolios―. A la salida, podemos tomar algo y comentarlo.
Se fue, con su leve paso de danzarina rusa. Me dejó en llamas.
Fui con Gelo. Él se reía. También está enamorado, eso dice, pero no como yo. No como yo. Me esmeré en mi atuendo. No soy un galán, pero sé que puedo llamar la atención. Soy alto, tengo buen cuerpo. Peiné una y otra vez mi cabello ralo y negro. Me perfilé cuidadosamente la barbita, fina, y atusé la perilla. Limpié el cristal de las gafas. Pequeñas y redondas, de intelectual, como dice Paco. Esa noche, me puse mi traje. El negro. Creo que sólo lo había usado una vez, en la boda de mi hermana.
Apenas recuerdo nada… Fueron el profesor de Crítica Literaria, ¡con Beatriz! y dos más del departamento. Gelo estaba tan nervioso como yo, incómodo en su americana a rayas. Recuerdo en una nebulosa el brillo del palacio modernista, las butacas de terciopelo, la platea a oscuras… La luz crepuscular sobre el escenario y los artistas, ataviados con túnicas medievales. La música era hermosa, las voces herían el alma. Recuerdo el trinar de las liras, como cascada luminosa. Los melódicos lamentos, desgranando versos en dulce provenzal. No sé cómo, me senté a su lado. La música era hermosa… Pero yo estaba embriagado de ella.
La vi emocionarse. Una lágrima vacilante, gruesa y transparente, atrapada en sus pestañas. Alargué la mano sobre el brazo de la butaca. La posé sobre la suya, delgada, huesuda. Ella no la movió. Se giró levemente hacia mí y pude atisbar sus labios. Entonces la lágrima cayó y ella retiró la mano.
A la salida fuimos a tomar algo en una cafetería. Gelo y yo escuchábamos, cohibidos, las animadas disquisiciones de nuestros insignes maestros. Pero, en realidad, yo no escuchaba. Ni bebía. Dejé mi vaso casi intacto.
Sólo la bebía a ella.
Era tarde y las calles estaban desiertas. Nuestra Beatriz había desaparecido con el flamante profesor de Crítica. El resto, compartimos un taxi berlina para regresar. Uno tras otro, todos fueron apeándose… ¿Fue el destino, o una jugada de los dioses? Al final, quedamos ella y yo solos. Cuando bajó del taxi, yo también salí. Quería despedirla… No sabía cómo. La voz me fallaba.
―¿Quieres subir?
No podía creerlo. La miré, aturdido. Me sonreía, cálida, insinuante. Quizás sólo quería hablar. O invitarme a una última copa. O comentar aquel poema…
Temblando, vacilé ante ella. Mi hermosa Dama, mi adorada, mi luz. Alta y erguida, con el abrigo negro entallado, sus largas piernas y sus zapatos de tacón. El cabello de volutas cobrizas nimbaba la tez morena, ahora pálida, bajo el farol. Sus ojos centelleaban. Dios.
De pronto lo comprendí, ¡tan claro! Moví la cabeza, al tiempo que algo se desbordaba dentro de mí.
―No… gracias.
La vi desaparecer tras los cristales de la portería, sacudido por el temblor. Me desangraba por dentro, pero me sentí inmensamente lleno.
Permanecí largo tiempo allí, ante la fachada dormida del elegante bloque neoclásico. Plantado junto al farol, arropado por el silencio y la noche, comprendí que hay algo más ardiente, más sublime e infinitamente más inspirador que la felicidad colmada.
Y entonces, después de meses febriles volcándome en el estudio de la lírica medieval, desentrañé el secreto de los trovadores. Me sentí uno de ellos. Cantando, sin esperanza, con el alma sedienta bajo la ventana de su amada.
Esa noche, la poesía me penetró. Al día siguiente falté a la primera clase. Solo, en el Pato Loco, cogí un puñado de servilletas y comencé a escribir. Llevado por un súbito rapto, acabé mi balada.