jueves, 16 de agosto de 2007

La escopeta y las rosas

-¡Niñas! ¡Corred a espantar las palomas! ¡Corred!

Las niñas salieron corriendo. De la cocina al pasadizo y de allí, en dos saltos, al prado. Cuando estuvieron fuera, comenzaron a batir palmas. La bandada de palomas levantó el vuelo al instante, rizando el aire con frenesí de alas. Ariadna y Melania se miraron, divertidas, y chillaron, mientras el escuadrón alado sobrevolaba el huerto. Cucurrú, cucurrú, cucurrú.

Regresaron a la cocina, junto a los fogones de leña, donde la abuela trajinaba entre pucheros.
-Ya está, abuelita. ¡Se fueron todas!
-Muy bien, bonitas. Pues andad y vigilad, no sea que vuelvan.
Ellas no se hicieron de rogar y salieron de nuevo a jugar al prado.

Desde que el tío Benito había construido el palomar en el prado anexo, espantar palomas se había convertido en uno de los pasatiempos de las dos hermanas. La abuela gruñía. ¿Por qué al espabilado aquél se le había ocurrido criar palomas, justo al lado del huerto? Las inoportunas aves hacían frecuentes incursiones al campo vecino y expoliaban las berzas y los planteles de judías. Picoteaban en los manzanos y causaban estragos en las tomateras. La abuela Artemisa, mujer de temperamento encendido, andaba a la greña con el tío Benito. Sacó la escopeta del abuelo, la engrasó y la colgó tras la puerta que daba al prado. “Paco, mételes una perdigonada y verán lo que es bueno”, había dicho, en más de una ocasión. Pero el abuelo, por algún motivo, se resistía a tomar el arma. La otra solución era estar al acecho y espantar las palomas cuando se cernían sobre la huerta.

El tío Benito era hermano del abuelo. Las niñas lo temían un poco, pero lo respetaban. Era el dueño del horno, y su esposa, la tía Nina, las dejaba entrar y ver cómo se amasaba la harina en la enorme batidora industrial. A veces les dejaba arrebañar los cubos de la crema para roscones. El palomar, aquella caseta blanca, plantada en medio del prado, sin más entrada que un largo ventanuco alargado junto al techo de pizarra, les llamaba la atención. Era como un castillo prohibido. ¿Por dónde se entraba?

El abuelo sacó las viejas jaulas de conejos al prado. Habían comprado jaulas nuevas para los animales pero al abuelo le costaba tirar las cosas. Ariadna y Melania en seguida vieron la oportunidad. “Abuelo, dánoslas. Jugaremos a casitas con ellas”. Y el abuelo Paco no se hizo de rogar. En un santiamén, las dos conejeras vacías estuvieron instaladas en medio del prado.

Ariadna sentía fascinación por las joyas. “Mel, vamos a montar dos joyerías”. Y los cajones de tablones y alambre que habían albergado camadas de conejitos grises se transformaron en los aparadores de dos inesperadas boutiques. Las niñas se afanaron por el prado recogiendo flores, que luego iban disponiendo sobre sus improvisados escaparates. Una hora más tarde, contemplaron orgullosas las hileras de botones de oro, dientes de león, magarzas y tréboles, cuidadosamente alineadas sobre las maderas. Melania encontró campánulas, y luego se aventuraron en los márgenes del prado contiguo, para pispar caléndulas del tío Benito. Arrancaron furtivamente algunos geranios y margaritas de los parterres de la abuela. ¡Ojalá no se enterara! Aquellas grandes flores eran las joyas de la colección. Los rojos geranios se convertían en racimos de rubíes. Y las margaritas se transformaban en broches de perlas blanquísimas.

Ariadna levantó la mirada hacia la casona de los abuelos. Alrededor de la puerta que daba al prado, el rosal trepador extendía sus ramas, formando un arco de verdor, cuajado de rosas. Eran pequeñas, de perfume suave y color carmín. El color preferido de Ariadna.
-Mel, si pudiéramos coger alguna rosa...
-La abuela se enfadará. No podemos arrancarlas.
-Es verdad. Qué pena.

Pero la abuela andaba enojada por otras cosas.

-Paco, ya están ahí las palomas otra vez. Nos van a esquilmar la huerta. Anda, saca la escopeta y pega un par de tiros.
Las niñas miraban, con los ojos muy abiertos.
-¿Vas a matar las palomas, abuelito?
- Si cae alguna, esta noche cenaremos un buen guisado –dijo la abuela, guiñando el ojo a sus nietas.
El abuelo no respondió. La abuela Artemisa acarició los mofletes rosados de Mel.
- ¿Verdad que os gustan los pichones, bonitas? Me ayudaréis a pelarlos.

Mel sonrió a la abuela y se relamió, golosa. Ariadna tragó saliva. Recordaba cuándo habían traído pichones la última vez, y cómo la abuela les había pedido a ella y a su hermana que la ayudaran a desplumarlos. Lo había odiado. Al final, viendo su cara descompuesta y su poca maña, la abuela se lo había quitado de las manos. Melania se mostró mucho más hábil. Sus deditos se movían con destreza y desplumaron el pájaro con asombrosa rapidez. Mientras Ariadna se retiraba, asqueada y un poco celosa, la pequeña Mel había disfrutado de su momentáneo protagonismo y de la preferencia de la abuela.

El abuelo salió con la escopeta, y las niñas detrás. La bandada de palomas se había posado, como una colección de abanicos grises, sobre las verduras del huerto.

-¿Y si las espantamos, abuelo? –susurró Ariadna, a su lado.
El abuelo la miró. El abuelo Paco no hablaba mucho. Pero sus miradas lo decían todo. Ariadna se había acostumbrado a sus silencios y a aquellas muecas que arrugaban el rostro curtido, bajo los mechones de pelo blanco. Sabía leer en ellos.
- Abuelito, pega un tiro –dijo Mel, juguetona.
-No, ¡no las mates! –suplicó Ari.

El abuelo empuñó el rifle. Plantado en medio del prado, apuntó hacia la huerta. Las niñas contuvieron la respiración y cerraron los ojos. ¡Pum! ¡Pum!

¡Pum! Una vez más. Mientras se tapaban los oídos, Ariadna miró hacia el abuelo. Estaba disparando al aire. Tres aros de humo blanco se elevaban en el azul. Las palomas levantaron el vuelo y trazaron varios círculos antes de posarse en el tejado del palomar del tío Benito.

-¡Se fueron! –exclamó Mel.
Ahora el abuelo reía, su risa era tenue y contagiosa, pensó Ariadna, y las dos niñas rieron con él.
-No las apuntabas –observó Ari.
-No le digáis nada a la abuela –dijo él-. Se han espantado igual. Ahora están escarmentadas y tardarán días en volver.
-¿Es un secreto? –preguntó Mel, excitada.
-Sí, bonitas. Es un secreto.
-¡Vale! –prometieron las niñas.

Al regresar a la casa, Ari volvió a mirar las rosas trepadoras.
-Abuelo, ¿podemos coger alguna rosa? Para nuestras casitas...
-Sólo dos... –añadió Mel, con su sonrisa zalamera.

El abuelo dejó la escopeta en el suelo, apoyada en la pared, y fue a por las tijeras de podar. Les cortó, no una ni dos. Recorrió todo el rosal y fue podando ramitas y depositando las rosas que caían en las faldas de las regocijadas nietas.

-¡Cuántas, Ari! –exclamó Mel, abriendo mucho los ojos.
Ariadna no cabía en sí de alegría. Acariciaba los pétalos y se llevó una a la nariz. Olía dulce.
-Abuelito, ¿qué dirá la abuela?
El las miró, con ojillos pícaros.
-A la abuela no le digáis nada... No se enterará.
-¡Otro secreto! –chilló Mel.
-Ssssst. Sí, otro secreto…

Corrieron a sus jaulas de conejos y las adornaron con ristras de rosas. Luego llamarían a sus primos, a su amiguita de calle abajo, y a los nietos de la vecina, y les mostrarían sus preciosas colecciones de alhajas. El abuelo sonreía, de lejos, mirándolas, mientras tomaba la escopeta y la descargaba. Ariadna lo saludó, agitando su mano con una rosa.

7 comentarios:

JUAN PAN GARCÍA dijo...

¡Qué maravilla de cuento! Es de los que me gustarúia contarle algún día
ia a mi nieta.
Lo he disfrutado sonriendo, y emocionado por la ternura que emana del texto. Te felicito, amiga. Un beso. Juan Pan

JUAN PAN GARCÍA dijo...

¡Qué maravilla de cuento, amiga! El texto rezuma ternura por todas partes, es bonito y transmite emociones. Te felicito. Un beso.

Montse de Paz dijo...

Hola, Juan,

¡Qué bueno encontrarte por aquí! Me alegro que te gustara la historia... Es muy real, ¿Sabes? Como el cuento del puñal árabe, basado en una vivencia de mi infancia. Saludos y besos a tu nietecita.

Anónimo dijo...

Me gustó re-leerlo. No sé si mi juicio tenga alguna validez cuando pretende ser objetivo, pero esto es literatura, o al menos lo que yo entiendo como tal. En cualquier caso estaría bueno leerlo en papel algún día.

Suerte con tus andanzas literarias.

Alejandro.

Montse de Paz dijo...

Hola, Alejandro. ¿Eres Fulgencio? Gracias por tu visita y relectura. Bueno, ojalá pueda publicar los cuentos un día, aunque para mí no son muy buenos y algunos más bien impublicables... ¡Ya veremos! De momento, en octubre saldrá la primera novela (si te pasas por mi otro blog verás novedades... http://comollegarapublicar.blogspot.com)

Saludos y feliz verano,

Elisabet

Anónimo dijo...

Si que es verdad que hay algún que otro cuento que no está a la altura de lo que pueda uno esperar, pero eso no desmerece en suma tu trabajo; los hay bastante buenos. Mira que cada día me gusta menos elogiar, pero, en fin, baste con que diga que pagaría por leerte algunos cuentos. Perucho, bueno, ya sabes que me gustó tanto que hasta quise apadrinarlo, jaja.
Ah, no hay por que agradecer la visita, me apeteció saludarte y saber como te iba, como hace tanto que no te dejas ver.
Enhorabuena por la publicación de tu novela.
Está muy interesante ese otro blog.
Gracias por desearme feliz verano; espero que así sea… Y, a su vez yo también te lo deseo.
Un abrazo;
Alejandro.

PD:Fulgencio, of course.

Montse de Paz dijo...

Alejandro, pues si quieres, ¡resérvate para mi novela! Es juvenil, pero bueno, ya se sabe que lo que es para todos los públicos puede gustar a todos... Hace tiempo que no voy por los foros porque he estado liada con las correcciones de esta novela y otra nueva que he escrito y justo acabo de terminar... ¡la que más guerra me ha dado de todas! Pero ya acabé, la semana que viene vacaciones y en septiembre, regreso.

Un abrazo,

Eli