lunes, 30 de abril de 2007

Ishtar

La raptaron. Como a tantas otras. No hubo doncella virgen y hermosa en toda la ciudad que se escapara al brutal escrutinio de los soldados del rey.

Se unió a la caravana de muchachas atemorizadas, dejando atrás un coro de madres llorosas y un centenar de hogares ultrajados.

Ella no tenía madre que la llorase, ni padre que reclamase venganza, ni hermanos que la defendieran. Pero su tío abuelo, Marduk, el hombre que la había adoptado siendo huérfana, el que había sido su padre y su madre desde la infancia, le había aferrado las manos, clavándole aquella mirada elocuente, más penetrante que el filo de una espada.

-Nunca olvides quién eres… ¡No olvides tus raíces! Y confía en Yahveh, ¡Él es tu Señor!

Ella asintió, aturdida, mientras una bofetada de hielo azotaba su interior. Como un árbol sacudido de raíz, su universo se derrumbaba. Oyó la voz airada de un soldado, apremiándola.

- ¡No te apartes nunca de Dios! –gritó aún Marduk, mientras un oficial lo empujaba-. Él no te abandonará…

La apartaron de él. Lejos de los protectores muros de adobe, del pequeño patio, de la sombra cálida del que había sido su hogar.

Arrebujándose en su velo, siguió a los soldados, irguiéndose, apresurando el paso, intentando rescatar la última brizna de dignidad. No tendrían que arrastrarla, pensó. No a ella. “No olvides quién eres”. Marduk la había educado en su sólida fe y en su cultura, exiliado en tierra extraña. Había alimentado en ella el amor a la patria perdida, el orgullo de su estirpe hebrea. Pero, de pronto, se sentía como una hoja arrancada, a merced del viento.

El viento era la ira del rey Asher. Ofendido por su esposa, la reina Vasti, acababa de repudiarla y había lanzado un edicto que se leyó en todas las ciudades del reino. “Ninguna mujer se enfrentará jamás a su marido, ni lo humillará con su arrogancia. Toda esposa deberá someterse a su legítimo esposo, bajo severa pena de muerte”. Y, habiendo quedado desierto el lugar de la real consorte, el rey decidió buscar nueva esposa.

Lo hizo de la forma más expeditiva. Guerrero ahíto de gloria y sangre de batallas, Asher emprendió la búsqueda de esposa como una nueva conquista. Envió patrullas de soldados por toda la ciudad y sus contornos, en busca de jóvenes bellas y vírgenes, entre las cuales debía escoger a su futura reina.

“No te apartes de Dios… Él no te abandonará”. Era abandono lo que sintió ella, cuando emprendió el camino del palacio. Abandono y frío, pese al tórrido sol de verano. Las doncellas en hilera avanzaban, medrosas, sumisas, flanqueadas por los soldados. Oyó un llanto contenido y se volvió. La muchacha que caminaba tras ella era apenas una niña. Delgada y morena, con largos bucles oscuros, tal vez nunca se los había cortado. Tan frágil… La niña la miró, llorosa, y ella le dio la mano. Se agarró a ella y no la soltó, hasta que llegaron ante los muros de la ciudadela.

Lejos del amasijo de callejuelas polvorientas, impregnadas del olor de humanidad y de bestias, la ciudadela de Asher se elevaba, como una corona de piedra, dominando la ciudad. Las murallas del palacio encerraban un universo distinto. Un laberinto de terrazas y jardines, patios porticados, fuentes cristalinas y salones fastuosos. Las jóvenes vírgenes fueron conducidas al harén. Mientras atravesaban un patio, se cruzaron con otro grupo de soldados armados. En el centro, vieron a una hermosa mujer, envuelta en seda púrpura. Avanzaba, erguida y solemne. Pero sus cabellos caían esparcidos en desorden y eran cadenas de hierro, y no brazaletes de oro, las que ceñían sus muñecas. Apretaba los labios, el rostro herido de infamia. Era la reina Vasti.

La reina destronada se volvió hacia la joven hebrea. Sus miradas se cruzaron. Vasti podía romperse, pero jamás doblegarse, pensó ella, con desazón. Las doncellas contemplaban con espanto a la que había sido mujer poderosa y admirada. La que había osado desafiar a su rey, negándose a ser exhibida, como burdo trofeo, en un banquete de varones ebrios. Ella retuvo la mirada, hiriente, mordaz, mezcla de piedad y desdén, y recorrió la hilera de vírgenes. “Rebaño conducido al matadero”, murmuró entre dientes. Un soldado la oyó y la empujó. Vasti avanzó de nuevo, girando la cabeza con un mohín altanero. Ella era conducida al cadalso.

Tras las puertas del gineceo, el mundo exterior se cerró para ellas. Desapareció el sol, y se sumergieron en suave penumbra de candelas doradas, sedas, inciensos, vapores de baños y perfumes. Comenzaron otra vida. Y no era tan dura como habían esperado, pensó ella, entre sorprendida y temerosa. Porque, aunque la prisión fuera de oro, todas conocían su destino.

Las pusieron en manos de Orfa, la mujer sabia, y de Hatak, el jefe de los eunucos. Cuando le señaló su pequeña alcoba, ella se volvió hacia el eunuco e inclinó levemente la cabeza. “Gracias”. El eunuco la miró, sorprendido, y ella levantó los ojos. Ambos sostuvieron la mirada, en silencio, durante unos instantes. Y entonces ella supo que en Hatak tendría un amigo.

Hatak se retiró con pasos sigilosos. La hebrea era la única que había osado dirigirle la palabra. Y lo había hecho con la cortesía y el donaire de una reina.

De noche, cuando se refugiaba en su lecho, rememoraba las palabras de Marduk. “No olvides quién eres… “ Intentaba rezar. ¿Dónde estaba su Dios? Perdida en medio de aquel reino de voluptuosidad y fragancias, el Dios poderoso y guerrero parecía muy lejano, y el Dios misericordioso, casi superfluo. El harén era mundo de sutilezas y palabras suaves. Dulces, aunque encerraran atroz veneno escondido. Las envidias y el odio se velaban, como la piel, disfrazadas de sonrisas, ahogadas en susurros. “No te alejes de Él. Nunca te abandonará”. ¿Nunca? ¿También estaría a su lado el día que la llamaran? ¿Estaría a su lado cuando fuera enviada al tálamo del rey?

* * *

Pasaron doce lunas. Cada noche el rey Asher mandaba a sus eunucos a buscar a una doncella. Si le agradaba, podía volver a llamarla o la incorporaba al harén. Si no era de su agrado, la muchacha era despedida y devuelta a su familia.

“Ojalá sea rechazada”, pensaba ella, con vana esperanza. Loco pensamiento. Era una discípula aventajada de la anciana Orfa. Sabía todo cuanto debía hacer. En doce lunas, las temerosas vírgenes raptadas se habían convertido en maestras del arte de amar. Y, entre todas ellas, la muchacha hebrea de talle esbelto y mirada serena se contaba entre las más hermosas. Además, cavilaba Orfa, observándola escrutadora, ella era diferente. Callada, discreta, poco dada a confidencias y a risas, la hebrea guardaba celosamente su alma, como prohibido jardín. Era bella y misteriosa. Y Orfa la reservaba, haciendo pasar a otras antes que ella. Estaba convencida. Cuando el rey Asher la viera, caería bajo su hechizo.

Un día Orfa la llamó. “Esta noche irás tú”.

Las criadas y los eunucos se pusieron a sus órdenes. La elegida podía llevar a los reales aposentos cuanto quisiera, atavíos y ornamentos, dulces y licores. También podía elegir a un grupo de esclavas que la atendieran. Ella miró a Hatak y a Orfa, luego movió la cabeza. “Iré sola”. Y no quiso llevar consigo más que un vaso de óleo con fragancia de mirra y sándalo.

La habían bañado y perfumado. Orfa la había vestido con esmero. Sus compañeras habían peinado su cabello, rizando y ungiendo con aceite aromático los largos bucles. La habían cubierto de joyas. Ella desdeñó la mitad. Luego, siguió a Hatak, caminando silenciosa por los largos pasadizos. Sus brazaletes y ajorcas tintineaban. Apretaba el pomo de perfume entre las manos, mientras veía danzar la sombra vigorosa del eunuco ante ella, jugando en el pavimento bajo la luz vacilante de las antorchas.

No sentía miedo. En aquella larga noche de doce lunas, había aprendido a esperar. Descubrió que había un lugar, muy adentro, que era sólo suyo, y donde nadie podía entrar. Era su parcela de libertad, campo abierto e infinito, donde su alma podía volar. Descubrió su intimidad oculta, aquel jardín secreto que nadie, más que ella, podía hollar. Ella, y Él. Las enseñanzas del anciano Marduk no habían sido en balde. Había aprendido a hablar con su Dios. Y ahora sabía que Él siempre respondía.

Atravesaron varias puertas. Entraron en los aposentos del rey. Los lampadarios refulgían sobre oro y mosaicos. El incienso flotaba en el aire. Los eunucos del rey cambiaron breves saludos con Hatak y observaron furtivamente a la recién llegada.

Ella avanzó sin temor. Ahora eran las palabras de Orfa las que resonaban en sus adentros. “El hombre cree ser poderoso. Con su lanza os clavará, pero vosotras sois más fuertes. Sois un vaso que contiene su ímpetu y su furor.” “Su energía se dispersa, vuestra fuerza la recoge y la contiene”. “Recordad bien: siempre sois más fuertes. Pero él no debe saberlo”.

De pronto, se vio sola. Hatak había desaparecido. No se oía un murmullo en la cámara. Estaba sola. Ella, y él.

Asher la esperaba, reclinado en su lecho. Una cortina de seda cubría el tálamo, como dorado capullo transparente. Ella apartó los tules y subió al lecho, despacio. Él estaba desnudo. Se incorporó, y ella deslizó la mirada por el cuerpo, moreno y aceitado. Se estremeció un poco. La esperaba.

Hizo tal como Orfa le indicara. Se arrodilló sobre el lecho, inclinó la cabeza y se quitó el velo, dejando que los negros bucles cayeran, relumbrando sobre sus espaldas. Él reptó hasta llegar a su lado y le tomó el rostro con una mano, haciéndole levantar la barbilla. Ella lo miró a los ojos, sin pestañear.

- ¿Cómo te llamas?
Ella vaciló un instante y murmuró su nombre, en voz dulce y queda. Era un nombre hebreo. Podía rechazarla al instante por ello. Pero las palabras de su tío volaron a su mente. “No olvides quién eres”.
- Te llamaré Ishtar. Porque tus ojos brillan como luceros. Esta noche, tú serás mi estrella.
La estaba cortejando, pensó. ¿Tenía necesidad de hacerlo? Su voz era ronca y suave, sus dedos acariciaban el contorno de sus mejillas, su cuello. Contenía su deseo, pero ella lo veía reverberar en su cuerpo.

- Como desees, mi señor.
La miró con curiosidad.
- ¿No tienes miedo?
Ella negó con la cabeza. Y las palabras afloraron a sus labios, inesperadas y audaces.
- ¿Debo temer al hombre que he de amar?
Dios misericordioso. Aquellas no eran las enseñanzas de la sabia Orfa. Por primera vez, su corazón comenzó a latir aceleradamente.

Pero el rey Asher sonrió. Le había complacido la respuesta.

Y ella se acercó más. Esta vez, siguió las instrucciones de Orfa al pie de la letra. Se abrió el escote, dejó que la suave túnica se deslizara por sus hombros, hasta dejarlos desnudos. Soltó un broche, y la seda descendió hasta sus senos, deteniéndose un breve instante sobre sus pezones, para caer desnudando su cintura, aquel talle esbelto y flexible como junco, y reposar de nuevo en sus caderas.

Fue él quien continuó. Puso sus manos sobre las de ella y las acompañó, recorriendo sus muslos, hasta que el vestido cayó sobre el lecho. Entonces ella se irguió. Asher se recostó hacia atrás y ella montó a horcajadas sobre sus caderas, mientras él la atraía hacia sí.

Y, aquella noche, el rey Asher se embriagó bebiendo la miel de los senos de Ishtar, saciándose en el néctar de sus labios.

Ella lo sintió, recio y duro, contra su cuerpo, rasgándola mientras se adentraba en ella. Pero algo la sorprendió. La piel era suave. Suave y resbaladiza, como la suya misma, ungida en aceites fragantes. Y mientras caía envuelta en sus brazos, sintió la piel contra la piel, frotándose, ansiándose, devorándose. Hasta que el fuego prendió en sus entrañas.

Y entonces comprendió a la sabia Orfa, maestra en las artes del amar. Ella era más fuerte. Si él era un torrente impetuoso, ella era el mar. Más allá del daño, del embate, de la herida, más hondo aún, reposaba un océano de calma. Asher se apartó de ella al amanecer, exhausto. Y mientras respiraba a su lado, entregado al sueño, ella abrió los brazos y se hundió en el silencio. Sí, su Dios también estaba allí, junto al tálamo. No la había abandonado. Y su jardín secreto no había sido hollado.

Tal como Orfa adivinara, Asher gustó de la presencia de la joven hebrea. La llamó de nuevo, una y otra vez. Olvidó al resto de concubinas. Despidió a las jóvenes vírgenes. Pasada una luna, Ishtar fue coronada como la nueva reina de los persas.

* * *

Tiempos tormentosos corrían fuera de los muros del palacio. El imperio de Asher crecía y, con él, las intrigas. Un hombre ambicioso, Amán, ascendió a la sombra del rey y comenzó a urdir su trama.

La reina Ishtar era amada y admirada por el pueblo, que se hacía lenguas de su sabiduría y belleza. Pero ella apenas abandonaba sus aposentos, recatada y discreta, y sólo exhibía su esplendor en la cámara de su esposo. Hatak, el eunuco, conocía mejor que nadie la escondida historia de amor. Rara vez los reyes amaban a sus esposas. Disfrutaban de ellas, engendraban hijos y, al poco, las olvidaban, para entregarse a sus cacerías y batallas, y probar nuevos placeres con las mil y una concubinas del harén. Pero Ishtar era diferente, y Hatak lo sabía. Atisbaba entre velos y columnas. Asher hacía con ella algo que jamás había hecho con las otras. Muchas noches, el eunuco oía sus voces quedas. Mientras yacían abrazados en su lecho, al amor de las velas, Ishtar hablaba con su esposo. Y él la escuchaba.

Ishtar también conversaba con el eunuco. Y, gracias a él, pudo recuperar sus raíces, a escondidas. Era él quien llevaba y traía las misivas entre la reina y su tío, Marduk. Fue él quien, una tarde, le procuró una entrevista en secreto en el más apartado jardín del palacio.

Marduk llegó cubierto con un raído manto, el semblante agitado, las barbas mesadas y el temor en los ojos. La comunidad hebrea se había esparcido por todo el reino. Los antaño exiliados prosperaban, y mucho se hablaba de sus presuntas riquezas. El ambicioso Amán había acudido al rey con una tentadora propuesta. Si ordenaban el exterminio de aquella casta extranjera y requisaban todos sus bienes el tesoro real se enriquecería enormemente y podrían financiar nuevas campañas guerreras, para someter a los enemigos más allá de la frontera. Amán había convencido al rey de que los hebreos eran peligrosos conspiradores que amenazaban su corona. Marduk miró a su sobrina, implorante.

- Es Dios quien te ha enviado en medio de la corte persa. En tus manos está la salvación de tu pueblo. No olvides de dónde vienes… Habla con el rey. Socórrenos.

Ishtar lloró, alarmada y conmovida. Habían pasado ya los tiempos del primer idilio. Asher estaba enfrascado en sus planes de conquistas y distraído con nuevas y bellas cautivas, recientemente llevadas al harén. Más de una luna hacía que no la llamaba a su lecho. ¿Qué podía hacer ella? Sabido era de todos, que, temeroso de asesinos e intrigantes, el rey se había rodeado de una feroz guardia y castigaba con pena de muerte a aquel que, sin su permiso, irrumpiera en sus estancias. Ella también era hebrea… ¿Acaso no corría peligro también?

Marduk volvió a clavarle los ojos elocuentes.

- Si tu pueblo perece, no creas que tú correrás mejor suerte.

¿Qué podía hacer? Era la reina, sí. Pero tan sólo era una mujer. Una mujer entre cientos, débil e indefensa, rodeada de hombres amantes de la guerra. ¿Qué armas podía emplear, contra la sangre y la espada? Aquella noche, en la soledad de su alcoba, Ishtar dirigió los ojos al cielo. Y de nuevo oró, como hacía tiempo no oraba. Paseó en silencio por las terrazas del palacio, bajo el velo de la noche cálida, contemplada por mil estrellas. Invocó a su Dios, suplicante. ¿Qué hacer?
Él le respondió.

Al día siguiente, Ishtar se atavió con sus mejores galas. Y se hizo acompañar de Hatak hasta las dependencias del rey. Asher conversaba animadamente con Amán y sus oficiales, cuando la reina fue anunciada ante él.

Ella cayó de rodillas a sus pies. Un velo transparente la cubría, velando y a la vez ciñendo su cuerpo de grácil gacela.

- Habla, Ishtar. ¿Qué desea mi bella esposa?

Ishtar se incorporó ante él y besó el cetro de oro que le alargaba. El rey le otorgaba su gracia.

- Mi esposo y señor. Te ruego me hagas el honor de visitarme esta noche. Deseo ofrecerte una cena, a ti y al noble Amán, en mis aposentos.

Asher aceptó complacido. Y no menos ufano aceptó Amán la inesperada invitación. Sabía que la reina Ishtar no le guardaba simpatía… Pero ahora lo contemplaba con nuevos ojos. Y la miró, ocultando su lascivia, mientras ella insinuaba una leve sonrisa.

Aquella noche, en sus aposentos, la reina Ishtar dispensó sus favores a dos hombres.

Amán salió a medianoche, ahíto de dulce vino y de palabras, promesas de deleites futuros. Asher permaneció allí, y yació con su esposa. Ella lo enlazó entre sus muslos, derrochando besos, prodigando caricias. “Estas son mis armas”. Los dedos audaces, los labios mojados. Aliento de fuego. Sólo había algo más fuerte que la guerra, más hiriente que las armas, más poderoso que el odio. Amor. Amor, amor, amor… Con voz susurrante derramó las palabras en sus oídos. Y su cuerpo abierto absorbió la furia. Como ola gigantesca lo envolvió, arrollándolo en sus alas.

…porque es más fuerte el amor que la muerte,
son sus dardos saetas encendidas, llamaradas de Yahveh…


Al día siguiente, Ishtar comenzó a tejer su trama secreta. Hatak fue el cómplice silencioso, emisario mudo y leal entre la reina hebrea y el astuto Marduk.

Al amanecer, cuando su esposo abandonaba el lecho, Ishtar se refugiaba en su jardín secreto. “Mi Dios, mi Señor… Tú eres mío. Yo soy tuya. No me abandones ahora.” La conspiración se desencadenaba, y tan sólo un cabo suelto podía hacer peligrar su vida. Pero, una vez más, su Señor estuvo a su lado.

* * *

Una luna más tarde, el ambicioso Amán, el prohombre del reino, el capitán de los ejércitos de Asher, era públicamente ajusticiado en la plaza de la capital. El hebreo Marduk y la reina Ishtar habían descubierto una siniestra conjura, encabezada por el arrogante noble, y Asher había ordenado su ejecución. Ante la muchedumbre del pueblo, los soberanos y sus consejeros contemplaron cómo caía el hombre que había traicionado a su rey.

Ishtar volvió la cabeza, modestamente cubierta por un velo. Y cerró los ojos. Aquel día, un hombre perecería por su causa. Aquel día, también, miles de hebreos celebrarían en sus hogares la gracia del rey. La amenaza del exterminio se había desvanecido. Asher no sólo les restituía los bienes confiscados, sino que otorgaba a la comunidad hebrea privilegios sin precedentes. Y Marduk, el leal vasallo, había sido encumbrado por el rey y nombrado consejero del reino.

Respiró hondo. Había ganado la batalla, sí. Una débil mujer, envuelta en velos, doblegando la ira a golpe de besos, ahogando la violencia en el cáliz de su cuerpo. Había sido un arduo combate, sin sangre, pero sin tregua. Lanzó una breve mirada al cielo. Y se refugió, de nuevo, en su secreto jardín.

Ella y Él. Solos los dos.

1 comentario:

Azul dijo...

Parece como si al escribir este relato, detrás del pensamiento y del profundo sentimiento que expresas, hayas tocado un Velo de inspiración. No puedo sino felicitarte. Enhorabuena por lo sublime y trascendente.