lunes, 15 de enero de 2007

La garra del diablo

Corría por el pueblo que un trasgo andaba suelto, merodeando por los alrededores del camposanto, e iba la gente algo medrosa por los caminos. En los corrillos de comadres y en las tertulias del bar no se hablaba de otra cosa.

Pepín el de la Rosarito se reía. El hombre tenía estudios, alardeaba de ser persona cultivada y librepensadora, y no creía en aquellas supersticiones de pueblo anclado en el pasado.
-Anda, madre, ¿cómo puedes creer esas majaderías? Eso son cuentos de viejas.
Y se reía, a carcajadas, de Dios y del diablo. Su madre se santiguaba.
-Ay, filliño, no te rías del demonio, no, que ése nunca perdona.

En el bar, se las daba de intelectual y valiente.
- Yo no creo en meigas ni en trasgos. ¿En qué siglo vivís?
-Dejad, dejad que lo pille el demonio y veréis quién ríe más... –decían los lugareños.

Una noche subía Pepín de la capital de comarca de regreso al pueblo. El coche de línea lo había dejado a las afueras del pueblo y aún le quedaba un buen trecho para llegar a casa. Muy práctico él, por acortar camino, abandonó la calle empedrada y cortó por los prados.

La noche era oscura y cerrada, sin luceros, y tenía que pasar junto al cementerio. Pero Pepín se dijo que eso no le importaba. Que le vinieran con cuentos a él...

Caminó por el sendero, bordeando los prados. Allá se adivinaba, larga y grisácea, la tapia del cementerio. El campo y el cielo estaban envueltos en sombras. Noche negra como boca de lobo, pensó. Ni los grillos cantaban.

Una ráfaga fría siseó a su lado. Se estremeció. “Es el relente”, pensó. Sin querer, aceleró el paso.

De pronto, cayó sobre él. Rápida como el rayo, una zarpa de hierro lo agarró por la espalda. Pepín dio un alarido. La noche siseaba, oscura y fría, a su lado.
-¡Suéltame! ¡Por todos los santos! ¡Angel o diablo, déjame ir!
Intentó correr, no podía dar un paso. Lo sujetaban tan fuerte, que dio un traspiés y cayó de bruces. ¡Dejadme! ¡Dejadme!, imploró, aulló, lloró, por fin. -Por Dios bendito, dejadme ir... Tembloroso y aterrado, se encogió sobre si mismo y apretó los párpados. No lo soltaban. Cuanto más forcejeaba por liberarse, con más fuerza lo asían. No podía moverse. No se atrevía a volverse.

Pasó la noche, y Pepín había rezado ya todas sus oraciones. Las fuerzas lo abandonaban, se sentía perdido. Por fin clareó por levante. El frío le calaba los huesos, y se sentía entumecido. No puedo seguir así, pensó. Con la claridad del alba, hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban. Despacio, muy despacio, comenzó a volver la cabeza. Lo aterraba pensar qué podía encontrarse. “Madre bendita, Dios santo...”

Acabó de girar la cabeza, y a punto estuvo de caer desplomado al suelo. A sus espaldas, prendida en la chaqueta, se alargaba la rama de un grueso zarzal.

3 comentarios:

JUAN PAN GARCÍA dijo...

Los cementerios siempre han sido materia prima para los escritores y creadores de chistes.
Este tuyo está muy bien contado y se cumple el dicho que "solo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena", en este caso, se acordó de Dios y le pidió ayuda y protección.
Muy bien llevado hasta la última frase. Felicitaciones. Saludos cordiales. Juan Pan

Anónimo dijo...

Hola, por fin he leído algo tuyo; y así incluyo algún comentario, que yo también tengo un blog pelón de comentarios y sé lo que es eso. Es uno de esos relatos concisos pero completos; es decir, tenga o no mayor profundidad, sea o no una historia anecdótica, hacer un relato tan breve es muy difícil, y éste no deja nada por contar. Muy bien.

Montse de Paz dijo...

Gracias a los dos, Juan y Zanbar. Hace días que no pasaba por el blog y no había visto vuestros comentarios, aunque sí nos hemos comunicado en los foros de BV.

Parece que este relato tiene "garra", es de los que he recibido más respuestas y de los más leídos en el foro.

Saludos.