jueves, 14 de diciembre de 2006

24 diciembre 1959

Detestaba la Navidad. Aborrecía las calles invadidas de gente, las luces de los centros comerciales, la cantinela estridente de los villancicos repetidos hasta la saciedad... Odiaba los christmas, las guirnaldas, los Santa Claus apostados en cada esquina, el frenesí loco de unas fiestas que, para él, apenas significaban un recuerdo lejano y agridulce de la infancia.

Hundió las manos en los bolsillos de su garbardina y apretó el paso. El cielo incoloro languidecía y una ráfaga de viento gélido le azotó el rostro. En otros lugares nevaba. Pero en Texas rara vez se veía la nieve. El invierno era frío y gris, y los vientos helados peinaban las praderas desnudas y pardas. Se alejó del centro urbano y pronto se encontró bajo el cielo raso, solo con su silencio y sus pensamientos, caminando sobre la ancha avenida de cemento. Y se acercó al que era, casi, su hogar. Las fachadas lisas y familiares de los módulos de la universidad parecían darle la bienvenida.

Era Nochebuena. Apenas quedaba nadie en la facultad, salvo el bedel, que se consolaba en su solitaria guardia escuchando la radio. Se saludaron. “¿No hace vacaciones, doctor?”. “No, Jimmy, esta noche no. Tengo un trabajo que me trae de cabeza... ¿Está abierto el laboratorio?”. El bedel sonrió y abrió las manos. “Todo suyo, doctor. Feliz Navidad”. “Feliz Navidad”, gruñó él, perdiéndose en el pasillo.

La universidad aparecía inmensa y vacía. Sus pasos resonaban en los brillantes pasillos desiertos. Se encerró en el laboratorio. Hacía días que apenas salía de allí. Estaba solo, pero no sentía frío. Las brillantes redomas, los microscopios, las pilas de papeles desordenados, los portaobjetos... Y su taburete giratorio, su mesa y su flexo. Lo esperaban, como viejos amigos. Se enfrascó en su trabajo.

La noche caía. Tras horas de ardua tarea, silenciosa, concentrada, levantó la vista. Los ojos le escocían y se puso en pie. Dio unos pasos hacia la ventana y miró afuera. Debía ser cerca de medianoche. Estiró los brazos y respiró hondo. Las estrellas lucían enormes, guiñándole los ojos, casi provocadoras. ¿Será porque es Navidad?, pensó. Y le vino a la memoria el verso de un viejo villancico, “esta es la noche más clara...”. No pudo evitar una punzada de nostalgia. Pero atrás quedaba su niñez, el calor del hogar y del horno de pan familiar, sus juegos infantiles en la calle, cargando a los niños del barrio en el carrito de panadero de su padre, sus años universitarios en la ciudad provinciana, y su gran sueño, ya cumplido. Había querido ser un científico, y lo había logrado. Había querido ir a Estados Unidos, y allí estaba, arraigado en su patria adoptiva, sin desear volver, sumergido en la que sería su mayor pasión.

El origen de la vida. Desde chiquillo, contemplando los cielos estrellados de su pueblo natal, se había hecho la misma pregunta. ¿De dónde viene todo? La religión no le había dado respuestas. Y sus estudios sólo despertaron más preguntas. Ahora, consumía sus horas en el laboratorio investigando cómo en un pequeño planeta azul se llegaron a formar aquellas cadenas microscópicas, pequeños collares de perlas, en cuyas cuentas se contenía la fórmula secreta para engendrar la vida. Mirando los astros relucientes, se sonrió para sí, y repasó los versos de su poema favorito: “has hecho las cosas a mis ojos tan bellas / has creado mis sentidos para ellas...”

Sí, la ciencia también era poesía. En un pedazo de ADN había tanta belleza como en aquellos rosarios de estrellas desparramadas en el inmenso telón de la noche.

Volvió al trabajo y encajó los ojos, de nuevo, en el microscopio. Y entonces el corazón le dio un vuelco. Allí, sobre el portaobjetos inmaculado como una luna transparente, una pequeña serpentina azulada acababa de formarse. Dio un grito alborozado.

Agua y cianuro. Era una hermosa y fascinante paradoja, que llevaba días gestándose en su mente. Y por fin había estallado. El elemento vital y el veneno mortal, fundidos en una misma reacción, eran capaces de generar los compuestos primigenios de los seres vivos. Dio varias vueltas por el laboratorio. Era la primera vez que aquella fusión, preludio del surgimiento de la vida, se producía en un laboratorio. Y había sido allí, sobre su mesa, entre sus manos. Sintió vértigo y una emoción muy honda. ¡Tenía que contarlo a alguien! Y entonces pensó que aquella era la noche de Navidad. Todo el mundo estaría en sus casas, con familiares y amigos, celebrando el nacimiento de un niño –de un Dios- en el que él había dejado de creer, mucho tiempo atrás. Natividad. Nacimiento. Vida. Sí. Aquella noche clara y luminosa él también tenía algo que celebrar.


Dedicado a la memoria de un gran científico y excelente persona, a quien tuve el privilegio de conocer y con quien compartí deliciosas conversaciones y los versos de su poema favorito, recitado de memoria bajo la luz de las estrellas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bonito...

Una sonrisa.