lunes, 20 de octubre de 2008

A la sombra de los dioses

Mamá Toya

Los veía cada día. Al amanecer, cuando las calles polvorientas despertaban, los pequeños salían de sus guaridas. Pasaban la noche escondidos, bajo cartones, planchas oxidadas o al abrigo de las cañerías secas. Durante las horas de sol pululaban entre la muchedumbre variopinta de vendedores ambulantes, bicicletas, mujeres cargadas de bultos y hombres más o menos ociosos. Unos mendigaban, otros se afanaban ofreciendo pequeños servicios, algunos se convertían en momentáneos porteadores de cualquier mercancía. La mayoría, robaban.

Mamá Toya los contemplaba, con las entrañas encogidas, las manos en jarras alrededor de su cintura dilatada. “Ah, cuántos niños… Cuántos. ¡Y en esta casa no queda ninguno!”

Echó un vistazo a su hogar. De las tres hornadas de hijos que había dado al mundo, los últimos ya se habían emancipado. Con quince años, el muchacho trabajaba en los cafetales, para los franceses. La chica, de catorce, se había casado. Hacía unos años que su vientre ubérrimo había caído en la ruina. Tras semanas de dolorosos sangrados, el médico del dispensario la envió a la capital a operarse. Fue el viaje más largo, y el más penoso, que recordaría en su vida. Fue sola. El tiempo se ocupó de diluir en su memoria las horas de recorrido traqueteante, en un autobús descalabrado; la espera angustiosa, los dolores atroces, el olor a formol y a muerte en las salas del desportillado hospital, las hileras de termitas que escalaban las paredes, cayendo sobre las camas –cientos de camas—todas grises, todas iguales, alineadas en aquella sala ventilada por tres aspas, que el calor y la humedad se resistían a abandonar. Sólo recordaba el veredicto final, que se le clavó en la mente: “Ya no podrá tener más hijos”. Apenas recordaba la cara del médico. Llevaba bata blanca. “Está usted vacía”. Eso sí lo recordó.

¡Tan vacía! Los hijos habían sido una gran carga, que se había llevado por delante su juventud, su belleza y sus fuerzas, pero también habían sido su gozo, y casi su motivo para vivir. Eran, también, lo único que podía mitigar la otra presencia… la de él.

Él bebía. Como tantos otros. Trabajaba poco, y mal pagado. ¡Eso era mal de muchos! La pegaba. Como les sucedía a tantas. Pero, con el paso de los años, Mamá Toya había aprendido a endurecerse y a pertrecharse tras un batallón de niños y adolescentes bulliciosos. “Me han salido callos en el alma”, se decía, en las escasas ocasiones en que se miraba a un pedazo de espejo, sorprendiéndose de toparse con el rostro de una mujer cada vez más desconocida. Más vieja, más gorda. “Yo no era así”. Algún día, muy lejano, estuvo enamorada… “Pero ahora soy más fuerte, y más sabia”. Y se sentía orgullosa. “Quince hijos he entregado al mundo. Todos vivos. ¡Ni uno solo he perdido!” Y se ufanaba ante sus comadres, palpándose su vientre enorme, ahora vacío y estéril, cargado de grasa y recuerdos.

Y, sin embargo, la soledad le pesaba, más aún que los golpes. Y los niños, aquellos niños de la calle, ¡Dios santo, no había uno solo que no fuera hermoso!, pese a sus costras, sus piojos, sus chorretones. Los niños la llamaban, con sonrisas de granuja zalamero y ojazos melosos.

Un día, se decidió. Sacó la marmita a la puerta de la casa, humeante y a rebosar de puré de mandioca, y llamó a dos que estaban cerca.

―Eh, vosotros dos, ¡venid!

Los diablillos se acercaron, con la desconfianza pintada en el rostro. Mamá Toya, con su delantal apretado bajo el seno inmenso, su gruesa barriga y sus brazos elefantinos esgrimiendo cazuela y cucharón, los intimidaba.

Les ofreció de comer. Al poco, eran ya media docena, y luego se les sumaron tres más. En minutos, vaciaron y rebañaron, hasta el fondo, la cacerola. Mamá Toya los contemplaba con ojos húmedos. Por primera vez, en muchos días, sentía el corazón cálido y el sosiego en el vientre.

Cuando su marido lo supo, se enfureció. La pegó más. Pero a ella no le importó. Al día siguiente, fueron doce los niños que se acercaron. Y al otro, más de veinte. Tuvo que hacer dos ollas. Y después, le pidió prestada otra a su vecina. Las comadres de la calle echaron el grito en el cielo. “¡Se ha vuelto loca!”. “¡Está dando de comer a esos ladronzuelos, como si fueran chuchos!”

Los niños iban ganando territorio. Al cabo de una semana, algunos se quedaron a dormir en la casa. Ella barrió el suelo e hizo espacio para prepararles unos jergones. Cuando su marido regresó, el vocerío se escuchó en medio arrabal y los chiquillos salieron corriendo, despavoridos, para regresar a sus planchas, a sus cartones y a sus albañales. Pero Mamá Toya no se amedrentó. Pasado un mes, los niños tampoco temían las palizas y los gritos del furibundo esposo. Por fin, tras una borrachera monumental y una filípica desaforada, él descargó sus puños, por última vez, y se fue.

Nunca volvió a su casa. Y Mamá Toya respiró.

Papá Marcel

La iglesia no era mucho mayor ni más sólida que cualquiera de aquellas chabolas de adobe y planchas de zinc. Pero las cuatro paredes encaladas, con sus hornacinas para la Virgen y el Sagrado Corazón, vibraban con el fervor de los cantos y las danzas a ritmo de palmas, cada domingo.

El Padre Marcel pensaba. Era joven, recién llegado de la capital, y ardía en deseos de hacer algo nuevo. Le habían dicho que la ciudad estaba protegida por los dioses. En realidad, había nacido a la vera del ferrocarril, construido por los alemanes un siglo atrás. Embutida entre los cráteres de dos volcanes dormidos –los dioses―, se desparramaba por la llanura a ambos lados de la carretera, un batiburrillo de cabañas rodeando media docena de añejos edificios coloniales. Era una ciudad provinciana. Las gentes se conocían. Almacenes modernos, un hospital, colegios, talleres de coches, copisterías callejeras y hasta un McDonalds convivían con los puestecillos de frutas ambulantes, las aglomeraciones de desperdicios y la más flagrante miseria, genuinamente africana. El Padre Marcel pensaba mucho y observaba, caminando por las calles del arrabal. Deseaba alimentar a sus feligreses con algo más que esperanza. A él también le habían embrujado los ojos. La mirada tierna y oscura de los hijos de la calle.

Mamá Toya pidió auxilio a sus vecinas. Su huerto estaba esquilmado, su casa reventaba de niños y sus cacerolas ya no daban abasto para dar de comer a tantos. Lo que había comenzado como un gesto benévolo amenazaba convertirse en una pesadilla. “Son tantos, tienen tanta hambre… ¡Ángeles de Dios!”. Las comadres la reprendían. “Mujer, nunca podrás alimentarlos a todos”. “Crecen y se multiplican como las ratas, ¡un día te echarán de casa!”

Unos la llamaban loca. Otros comenzaron a llamarla santa. Alguien le dijo: “Ve a ver al Padre Marcel”.

Una mañana, al acabar sus oraciones, el Padre Marcel se encontró con aquella mujer enorme, vestida de verde y rebosante de maternidad, seguida de una ristra de gamines andrajosos que rebullían a sus espaldas.

―Padre, vengo a hablar con usted.

Él ya la conocía. No faltaba a las misas dominicales y su vozarrón rico y potente destacaba tanto como su ingente humanidad de diosa nativa.

―Pasa, hermana. ¿En qué puedo ayudarte?
Ella miró hacia atrás.
―Son los niños, padre. Tenemos que hacer algo.

Hicieron mucho más que algo. El apremio de Mamá Toya era la única chispita que faltaba para poner en marcha el imparable motor que albergaba el Padre Marcel. Un motor revolucionado que llevó a la persistente matrona a acompañarlo arriba y abajo, de un despacho a otro por toda la ciudad. Se sumieron en una vorágine de papeleos, colas ante burócratas impasibles, gestiones interminables y noches insomnes redactando documentos con la vieja máquina de escribir que les prestó un maestro del barrio. Mamá Toya no salía de su asombro, y no entendía muy bien el porqué de todo aquel embrollo.

―¿Para qué necesitamos todo eso, Padre? ¡Si sólo queremos cuidar a los niños!
El Padre Marcel sonreía, paciente, y le explicaba, paso a paso, el intrincado proceso de crear lo que él llamaba una “asociación benéfica”.
―Hermana, hemos de hacer las cosas bien. Todo esto es necesario.

Mamá Toya sólo lo comprendió cuando, un buen día, el gobierno decidió cederles un edifico entero para que instalaran allí su hogar de niños “desfavorecidos”, tal como figuraba en el documento oficial.

El edificio era una antigua villa colonial abandonada. Amenazaba ruina y tuvieron que reclutar un escuadrón de voluntarios, armados con escobones, palas y fumigadoras, para desalojar las miríadas de hormigas, termites y escolopendras, amén de culebras, monos y otros especímenes que se habían adueñado del lugar. También hubo que tapar goteras, poner puertas, instalar cañerías, construir letrinas… Fueron meses de trabajo febril hasta que, por fin, el Hogar pudo inaugurarse y los primeros veinticinco niños, los retoños de Mamá Toya, se instalaron allí. Con ellos fueron la feliz matrona, que se convirtió en cocinera, un maestro y dos jovencitos estudiantes, que el Padre Marcel reclutó entre su cuantiosa parentela.

El Padre tuvo que comenzar a pedir ayuda. Faltaba dinero para todo y los niños llegaban a puñados, empujados por las oleadas de hambre. En los meses de la estación lluviosa siempre venían más. Llegaron a pasar de cien. Mamá Toya hacía prodigios culinarios, sacando de las piedras panes y multiplicando las lentejas en sus gastadas perolas. Gaston, el maestro, impuso a los niños una disciplina marcial. Quería llevar un registro ordenado e insistía en conocer el origen de los pequeños, pues muchos tenían familia y no podían acogerlos a todos. Pero la tarea resultaba ímproba, pues las familias se desentendían de los chiquillos sobrantes y ellos mismos eran los primeros en ocultar su origen. Nada les haría cambiar la seguridad de las paredes húmedas de la vieja mansión, los amorosos guisotes de Mamá Toya y sus achuchones, por un hogar desvencijado, azotado por la bebida y las tundas.

Impelido por la necesidad, el Padre Marcel acudió a los misioneros blancos. Ellos se sorprendieron. Era poco habitual que un sacerdote negro se ocupara de obras sociales y, mucho menos, que fundara una oenegé. Pero se brindaron a ayudarle. Le pagaron el pasaje en avión y así fue como comenzó a viajar por Europa, recorriendo parroquias y visitando a familias pudientes, pidiendo ayuda para su obra de caridad. Los niños del Padre Marcel conmovían corazones y bolsillos y el dinero de padrinos y benefactores comenzó a llegar. Mamá Toya y Gaston respiraron. La amenaza del hambre quedó atrás. Pintaron las paredes, compraron camas, ¡construyeron duchas! y contrataron a una educadora, Cécile, para atender a las niñas. Comenzaron a vivir tiempos de mayor bonanza. El dinero blanco era lluvia benévola. Con él, también, llegaron los cooperantes.

La hermana blanca

Un día, el Padre Marcel llegó de París acompañado de una muchacha alta y espigada, de piel descolorida y cabello pajizo, muy corto, vestida en shorts y calzada con un par de botas militares. Lo primero que pensó Mamá Toya al verla fue, “Qué lástima de pelo, tan bonito y tan mal cortado”. Y lo segundo: “Qué botas tan grandes para unas piernas tan flacas”.

Se llamaba Leonor, pero la llamaban Nora. Venía a pasar un mes y luego decidió quedarse. Era enfermera y maestra, y había llegado cargada de ilusiones, ávida de naturaleza salvaje, de sonrisas y de niñez. Se quedó y, en pocos meses, el Padre Marcel la hizo directora del Hogar.

Nora trajo la revolución. Los niños la adoraban, como adoraban a todos los blancos que los visitaban, y ella se hizo querer. Puso orden en aquel hogar cálido pero desmadrado. Mamá Toya refunfuñó cuando vio los primeros guantes de látex y el dispendio desmesurado, a su juicio, en productos de limpieza. “Eso es de médicos… ¡de hospitales!” Con sonrisa condescendiente, Nora intentó inculcarle las primeras nociones de higiene a la occidental. Le habló de la importancia del lavado, de hervir el agua, de usar lejía y desinfectantes… “¿Para qué queremos todo eso?”, pensaba ella, removiendo enérgicamente sus pucheros. “Siempre hemos fregado con agua y arena, y nunca hemos caído enfermos”.

Se peleó con Gaston, queriendo convencerlo de la bondad de suavizar su drástica disciplina de boy scout. Se peleó con él, una y otra vez, hasta que acabaron siendo amigos y, una noche de lluvia torrencial, ella lo arrastró hasta su mosquitera.

También introdujo las nuevas tecnologías. Instaló un ordenador en su dormitorio, organizó el caótico despacho de Gaston y acometió, con éxito, la proeza de llevar el archivo al día. Visitó las escuelas y el hospital, hizo planes de estudio para cada niño y los puso al día con sus vacunas. El Padre Marcel, encantado, bendecía al cielo una y otra vez y no cesaba de aleccionar a sus colaboradores. “Escuchadla, ella sabe cómo hacer las cosas profesionalmente”.

Nora había caído víctima del hechizo africano. Cada año, marchaba durante un mes a Europa, con una agenda de vértigo. Rezumando pasión, se lanzaba a visitar colegios, clubes selectos, parientes y conocidos. Les hablaba de los niños de piel chocolate, de su miseria y de su alegría desbordante, y les pedía ayuda para su oenegé. Y regresaba, cargada de palos de fregar, cheques y regalos, presa de un violento síndrome de abstinencia que la precipitaba en brazos de los niños –sus niños– en la húmeda calidez del que ahora era su hogar.

Nora hizo exactamente lo que le habían dicho que no debía hacer. Se dejó embriagar por el país de alma negra y piel verde, que invade con el instinto voraz de la selva hasta el menor resquicio de civilización. Ya no era la cooperante, ni siquiera la directora del Hogar. Se convirtió en la mamá de los niños, en la hija de Mamá Toya, en la hermana del Padre Marcel y en la amante de Gaston. Se dejó crecer el cabello y se hizo trenzas africanas. Aparcó las botas militares y enterró los shorts en un cajón, para vestir faldas coloreadas y chancletas de goma. Olvidó echarle pastillas de cloro al agua, un día la mosquitera se rompió, y no se molestó en coserla. Las píldoras antipaludismo caducaron en su neceser.

Y entonces comenzaron los problemas.

Todo empezó con los cooperantes. Nora pisaba fuerte. Imponía sus ideas, sus normas, su voluntad. Mamá Toya ya se había plegado a sus exigencias, Gaston estaba rendido a sus pies y el mismo Padre Marcel no hacía nada sin consultarle. Pero los cooperantes, cada vez más formados y con criterios propios, no estaban dispuestos a dejarse avasallar. Y el buen sacerdote comenzó a ver, con desolación, como aquellos jóvenes serios y voluntariosos, que él y sus amigos misioneros se esforzaban en reclutar, chocaban con su Nora, una y otra vez. Más de uno abandonó, indignado, el Hogar. Otros, familiares de padrinos y donantes, amenazaron con cortar sus ayudas. La situación se tornaba insostenible… ¿qué hacer?

A continuación, estalló el conflicto con Cécile. A la llegada de Nora, ambas fueron uña y carne. Pero con los años llegaron a ser acérrimas enemigas y Mamá Toya no tardó en adivinar que, en el fondo de sus continuas fricciones, latía una feroz competencia por el lecho de Gaston.

Los niños se convirtieron en armas involuntarias de la contienda que se desató entre ambas mujeres. Mamá Toya, escamada e indignada, comenzó a tomar partido por Cécile –que, finalmente, era de las suyas ― y, por primera vez, Nora se sintió traicionada. El Padre Marcel se debatía, enredado sin quererlo en la madeja inextricable de las rivalidades entre mujeres celosas, y ora defendía a la una, ora daba la razón a la otra, incapaz, con toda su experiencia como sacerdote y ser humano, de descifrar la oscura psicología femenina.

Nora se irritó. Comenzó a sentirse sola, a deprimirse y a perder los estribos. Gritaba a los niños, se encerraba largas horas a trabajar, tecleando furiosamente su ordenador, jugaba con Gaston, provocándolo para luego rechazarlo. De pronto, sintió que todos conspiraban contra ella y la amargura la invadió. Ella, que tanto había dado… Ella, que tanto había trabajado, que tantas cosas había conseguido por los niños –sus niños―; ella, que lo había dejado todo por África, por el Hogar, por los pobres… ¿Así se lo agradecían? Se sintió agraviada e injustamente rechazada. “Ah, ingratos… ¡Nadie ha hecho tanto por vosotros!”

Para acabarlo de rematar, ocurrió el accidente.

Fue un día en que se llevaron a los niños de excursión al monte. De regreso, comenzó a llover. Gaston dijo que podían continuar caminando. Nora se opuso. En cuanto llegaron a la carretera, insistió en que esperaran al autobús, que debía pasar de un momento a otro. “¿Cómo puedes permitir que los niños se empapen de esa manera?” Discutieron. “A los niños no les hace daño la lluvia”. El autobús llegó, y Nora logró embutir a bordo a no menos de treinta críos, los más pequeños. Subió con ellos y marchó, comprimida entre los nativos que se apretujaban en la guagua desvencijada. Gaston se quedó con los mayores, en compañía de Cécile, y continuó a pie.

Llegaron al Hogar mucho antes que Nora. La lluvia y el barro provocaron un deslizamiento de tierras y el autobús volcó. Hubo cinco muertos. Entre ellos, un niño.

La muerte del pequeño Bruno sumió a Nora en la desesperación. Los reproches y las culpas volaron entre ella y Gaston. Pero el hecho era innegable. Todo el mundo en Camerún sabía que, en días lluviosos, los transportes por carretera eran un riesgo. Fue entonces, durante aquellos días de duelo y confusión, cuando el Padre Marcel insinuó suavemente a Nora que necesitaba tomarse un descanso y, tal vez, marchar unos meses a su país.

Nora se fue. Regresó a su París natal con el alma rasguñada, ardiendo en resentimiento y culpa. Llegó enferma, palúdica, con la muerte en los ojos y una persistente infección vaginal que la torturó durante meses. Nunca volvió a ver a sus niños.

Muchos años más tarde, en la calma de la distancia, Nora pudo mirar hacia atrás con suficiente lucidez como para comprender que ella había ido a África, no para dar, sino para tomar. Y quien arrebata una presa a una madre salvaje siempre acaba pagando un precio muy alto.

El milagro de la calle Moungo

La partida de Nora dejó un agujero negro en el Hogar. Los niños pequeños lloraban, llamando a su Mami blanca. El caos y la suciedad se enseñoreaban de las habitaciones, los niños faltaban a escuela, Gaston y Cécile discutían y no lograban organizarse. Los donativos comenzaron a escasear, no llegaba el dinero de los padrinos y tuvieron que racionar la comida. Sólo Mamá Toya, ya envejecida, con su pelo rizado y canoso, continuaba cocinando con el mismo entusiasmo, y si cabe aún más, supliendo el cataclismo reinante con su creatividad forjada en la miseria, con sus besos de abuela y su imperturbable humor.

El Padre Marcel, abrumado, lloraba en silencio, arrodillado ante la imagen de la Virgen. “Santa Madre, socórrenos.” Veía su gran obra, su hogar, su familia de niños hijos de Dios a punto de derrumbarse. Tantos esfuerzos, tantos años dejándose la piel y el alma… ¿Habría sido todo inútil? No se percató del chirriar de la puerta, ni de los pasos tímidos, hasta que una voz a su espalda lo sobresaltó.

―Papá Marcel.

Se volvió, y el corazón le dio un vuelco. Allí estaban, serios y erguidos, los niños mayores del Hogar. Los que ya no eran niños, y un día u otro tendrían que marchar, para aprender un oficio o, quizás, seguir estudiando. Delphine, Toinette, Mathieu y Jean Luc. Fue Delphine, la mayor, la que tomó la palabra.

―Papá Marcel, nosotros podemos ayudarte.

Y poco a poco, a medida que las jovencitas hablaban y los muchachos asentían, la luz se fue haciendo en el nublado corazón del Padre y, de pronto, comprendió que el milagro que tanto había pedido al cielo ya se había producido.

―Nosotros podemos hacerlo. Podemos cuidar de los pequeños. Hemos aprendido con Gaston y con Cécile…
―Nora nos enseñó a usar el ordenador. Nos ocuparemos de la secretaría, y de las cartas, y de los padrinos.
―Haremos turnos y nos repartiremos el trabajo. ¡No necesitamos a nadie más!

El Padre Marcel los abrazó, uno por uno, y los bendijo, antes de despedirlos y volver a llorar, esta vez de gratitud. Y ellos regresaron, alborozados y con la cabeza bullendo de planes, junto a los fogones de Mamá Toya.

―Tenías razón, Ma’ Toya, ¡se ha alegrado mucho!
―¡Entre todos podremos hacerlo!
Ella los escuchó mientras removía el arroz, sonriente y orgullosa.
―Ah, mis niños ―les dijo, levantando un cucharón en alto―, se acabó el vivir del dinero blanco.

El dinero blanco volvió a llegar, con el tiempo. Pero ya no lo necesitaban. Gaston y las chicas mayores organizaron el Hogar, sin ayuda de nadie más. Con la precisión de un campamento scout, los niños volvieron a sus hábitos, a su escuela, y también a sus juegos y a sus danzas tribales. Toinette estudió Magisterio y ensayó con ellos los más modernos métodos pedagógicos. Jean Luc montó un improvisado taller de reparación de bicicletas y trastos que hizo las delicias de los chiquillos más mañosos y que, con el tiempo, se convertiría en un taller de electrodomésticos. Y Mamá Toya y sus muchachos abrieron una casa de comidas en la esquina del Hogar con la calle Moungo. Al principio, sólo acudían unos pocos vecinos, recelosos, y los mendigos y los borrachos que se arrastraban por la calle. Pero no hay mejor altavoz que un olor delicioso y un paladar satisfecho, y los guisos y fritangas de Mamá Toya comenzaron a hacerse célebres. Más tarde, instalaron mesas y bancos, montaron cobertizos, ampliaron el patio y, finalmente, construyeron un restaurante. La cocina de Mamá Toya dio de comer a muchos y sostuvo el Hogar durante años.

Y cuando era ya vieja, reumática, casi impedida, y Delphine se ocupaba del próspero negocio, casada con Mathieu, y el Padre Marcel ya había fundado cinco orfanatos más y viajaba por todo el mundo dando conferencias y recogiendo donativos a espuertas, Mamá Toya, la que había entregado al mundo quince hijos y la que alimentó y dio amor a otros doscientos, ¡sin perder ni uno!, aún continuaba removiendo pucheros, encaramada a un taburete, sazonando los estofados con sal, pimienta y su incomparable mixtura de especias, para darles el toque secreto que ella decía, riendo con su boca desdentada, que no consistía en otra cosa que en guisar la comida con amor.

1 comentario:

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