miércoles, 23 de enero de 2008

La silla del obispo

Con los pies embutidos en las galochas, chapoteando en la paja hedionda y escobilla en mano, Perucho contuvo el aliento y, por primera vez en mucho tiempo, maldijo su suerte.

Y no porque le fuera mal dada por la fortuna, no, la singular circunstancia en la que se hallaba. Más bien era una consecuencia irremediable de su regalada existencia durante los últimos tres meses.

Tres lunas atrás, el galopín aventurero había entrado a servir con Don Ramón, otro cura de entre el puñado de amos que conoció. Este era un prelado orondo y acomodado, tan amante de los placeres de la vida terrena como de las promesas de la eterna. Habíase ganado la simpatía y el favor de todo el pueblo por su carácter humoroso y campechano, su labia florida y su humanidad desbordante.

Don Ramón tenía formas peculiares de conquistar almas para la causa divina, y por ello no reparaba en frecuentar asiduamente la taberna –su segunda parroquia, como él la llamaba-, o en organizar sonadas batidas de corzo por el monte, reuniendo a mozos y señores de toda la comarca en alegres partidas de caza.

Durante el tiempo que Perucho sirvió en su casa, la vida se sucedió como una fiesta continua. Don Ramón ya tenía una mayordoma, doña Claudia, que se ocupaba de los menesteres más fatigosos de la casa rectoral. Mujer avinagrada y flaca, tiesa como una vara, doña Claudia era el contrapunto exacto de su pomposo amo, con quien mantenía no pocas y ruidosas disputas. Mas Don Ramón la conservaba a su vera, pues la buena señora era eficiente como la que más cocinando, cosiendo y fregando, y era mucha la faena por hacer en aquella santa casa. Perucho era su monaguillo, su “secretario” –aunque no sabía escribir- y su acompañante de correrías. Día sí y día también el buen párroco recibía huéspedes en la rectoría, cuando no acudía invitado a otros lares ajenos. Y en toda ocasión, el zagal acompañaba a su amo, compartiendo montura y mesa con él, pues Don Ramón era hombre afectuoso y de carácter llano, poco amigo de melindres y ceremonias, y pronto le tomó cariño al muchacho.

En pocas semanas, Perucho mudó su aspecto de forma notoria, hasta el punto de precisar ropa nueva, pues creció un palmo de estatura, ganando no menos de diez libras de peso.

La intensa vida social de Don Ramón y su floreciente parroquia, con abundante y generosa feligresía, no pasaron desapercibidas ante la diócesis. Y así fue cómo una noche, compartiendo cena con el sacristán, Perucho y un par de feligreses, el buen cura les anunció solemnemente la noticia.

-El señor obispo vendrá a visitarnos. El domingo que viene, concelebrará misa en la parroquia, y luego se quedará a comer en el pueblo. Por supuesto, lo he invitado a la rectoría.
A Doña Claudia, que servía la mesa, le faltó tiempo para echar el grito en el cielo.
-¡Y, por supuesto, no podía haber avisado antes, el monseñor obispo ese! ¿Este domingo, dice? ¡Y no se le ocurre otra cosa que invitarlo a su casa! ¡Dios santo! ¿Sabe usted la faena que me llevará? ¡No hay tiempo!
-Vamos, vamos, Claudia –Don Ramón sonrió, condescendiente-. ¡No será para tanto! Dios proveerá de tiempo y de cuanto haga falta. Todos te ayudaremos. ¿No es verdad, Perucho?
Perucho asintió vehemente.
-¡Sí! Él me ayudará… -bufó la Claudia-. ¡Otro inútil que no trabaja lo que come! ¡Santa Virgen! Más valdrá que se aleje de la cocina, ¡y de la casa! ¡Me lo pondrá todo patas arriba!
Perucho se encogió de hombros. Bien sabía que no era santo de su devoción, y sus incursiones furtivas a la despensa sacaban de quicio a la pobre señora. Los otros dos parroquianos, el Pepe y el Quico, se miraron entre sí, burlones.
-Claudia –la reprendió Don Ramón, benevolente-, no seas injusta con el rapaz. ¿No ves que es sólo un chico? No te preocupes, ya le daré yo trabajo en la iglesia, no te estorbará.
-Más le vale –gruñó Claudia, y se alejó aprisa, los brazos en jarras y el mandil azotando su gruesa falda de paño.
-Bueno, muchachos –agregó Don Ramón-. Hemos de preparar una buena recepción a nuestro obispo. ¡Será un acontecimiento extraordinario! Hace mucho que un obispo no visita este pueblo… ¿No es verdad?
Ni Pepe ni Quico ni el sacristán, y todos pasaban de los cuarenta y muchos, recordaban una sola visita episcopal a la aldea.
-Este pueblo está dejao de la mano de Dios –dijo Pepe-. Aquí no vienen ni los gitanos…
-… sólo los “deputaos” esos –continuó Quico-, cuando vienen a pedir votos, ¡los muy cabrones!
Don Ramón sonrió afable.
-Pues ahora, Dios se ha dignado a mirar sonriente a este pueblo, y nos envía a uno de sus insignes ministros, el señor obispo. Así que hemos de brindarle una recepción digna de un rey, para que siempre se acuerde de su visita y quiera repetirla, Dios mediante, en el futuro.

Todo el pueblo se puso en pie y, en pocas horas, el vecindario se volcó en preparar la venida del señor obispo. Las calles fueron barridas, las mujeres sacaron flores a los balcones, se arregló el caño de la fuente, atascado y roto desde hacía años… La parroquia sufrió el asalto de un batallón de feligresas devotas, que dejaron baldosas, suelos y altares relucientes como patenas, amén de atestar de flores los jarrones, cambiar todos los velones por cirios nuevos y poner los mejores paños, planchados con almidón e inmaculados.

En casa de Don Ramón tampoco hubo descanso. El buen cura era hombre detallista y había previsto todo cuanto el señor obispo pudiera necesitar. Le arreglaron el mejor dormitorio, en caso que quisiera reposar o dormir la siesta, con jofaina de porcelana fina y sábanas nuevas de hilo. Claudia preparó el servicio del banquete con esmero: mantelerías, cubiertos de plata, vajilla nueva. El carpintero del pueblo arregló un viejo sillón de brazos, sacado del coro de la iglesia, para que monseñor pudiera asentar sus sacras posaderas, y Claudia cosió un cojín forrado de terciopelo púrpura. Durante dos días, Perucho merodeó ansioso, acechando la cocina, con la boca hecha agua bajo los tentadores efluvios de guisos, empanadas y caldos que amenazaban con invadir la casa entera. Aunque no tuvo mucha ocasión de distraerse, porque Don Ramón parecía atacado del mal de San Vito, y no cesaba de dar órdenes, mandar recados o acudir a este o a aquél, con alguna nueva idea que se le había ocurrido para mejor agasajar al obispo.

Pero había un detalle, un solo detalle, que Don Ramón no había resuelto, y que le daba mal dormir. Así, el viernes por la noche, se reunió en la taberna con Perucho y sus dos buenos consejeros, Pepe y Quico, y les confió su inquietud.

-Hemos pensado en todo menos en una cosa… ¡y es casi la más importante!
-¿Qué es? –preguntó Perucho, muerto de curiosidad.
-Pues… ¿Cómo decirlo? Hemos pensado en su llegada, en la iglesia, en la mesa, el comedor, en las viandas… Pero, ¿qué ocurre después de comer, cuando uno ya está lleno y…?
Don Ramón se dio unas palmaditas en el vientre, mientras Pepe y Quico abrían mucho los ojos, asintiendo.
-¡Coño! Pos sí, es lo más importante…
Perucho los miró, sin comprender.
-¿Qué es lo más importante? –preguntó, inocentemente.
Ni Pepe ni Quico acertaron a pronunciar la palabra. Don Ramón miró al rapaz, comprensivo.
-Pues hacer de vientre, hijo mío, defecar… Y ¿cómo vamos a dejar que nuestro obispo vaya al corral, con sus vestimentas y sus zapatos… ¡Ah, eso no es digno! ¡Hemos de pensar algo!

Surgieron varias ideas, a cual más inverosímil o enojosa para poner en práctica. Hasta que, finalmente, fue Quico quien dio con la solución.

-Hagamos un bujero en el techo del corral, que dé a un cuarto retirado. Arriba, clavamos un cajón de madera en el suelo, con otro bujero que dé abajo. Y asentamos al señor obispo allí, con todo regalo.
Pepe aplaudió la idea.
-¡Esos lujos ni en la capital! Carajo, ¿de ánde sacaste esa idea?
Quico se ufanaba, y Don Ramón convino en que la solución era inmejorable.
-Y, pa’ hacerlo más refinao –añadió Quico-, que alguien se meta abajo, con una escobilla, y cuando monseñor descargue, que pase el cepillo po’l hueco y lo friegue.
De nuevo Don Ramón aplaudió la idea, mientras Quico jaleaba a su amigo. Perucho también reía a carcajadas. Reía alborozado imaginando el brillante ingenio… hasta que algo lo acalló de súbito.
-¿Y quién se mete ahí abajo?
-Pos… No sé. Cualquiera se pone.
Silencio sepulcral. Perucho tragó saliva, mientras las miradas se cruzaban entre unos y otros, vacilantes, para acabar posándose sobre su persona.
-Perucho, hijo… -comenzó Don Ramón.

Y allí estaba. Metido en el oscuro corral, oyendo resoplar a la mula y cloquear a las gallinas, que parecían mofarse de él, calzado con las madreñas y el cepillo, aguardando la hora fatal… Él, que había ejercido como digno monaguillo en la fastuosa misa solemne. Él, que había acompañado, engalanado con su chaleco y sus polainas nuevas, a su amo el cura y a monseñor el obispo, por su paseo en procesión por el pueblo. Él, que había esparcido la fragancia divina, a golpe de incensario, alrededor del altar. El que había ayudado a doña Claudia a acomodar a su ilustre huésped, su séquito y los invitados del pueblo a la mesa… Poco había podido disfrutar del pantagruélico banquete, y lo poco que había engullido fue aprisa, de pie en la cocina, mientras Claudia se afanaba con bandejas y fuentes para servir a los comensales. Tampoco le había aprovechado mucho, se lamentaba, mientras sentía su estómago inquieto, revolviéndose en la penumbra. El penoso cometido le había quitado el apetito y apenas pudo catar la torta del postre. Antes de enfrentarse a su destino, Perucho se asomó por la puerta entornada y contempló el salón comedor, saturado de voces, humo y olores, entre el clinc clinc de los cubiertos y las copas y el muelle sonido de treinta bocas masticando a dos carrillos los suculentos estofados de Claudia. Perucho observó al obispo. Era un hombre enorme y cuadrado, aún más corpulento que Don Ramón, y más alto. En la iglesia se había mostrado severo y distante, pero en el ubérrimo comedor del párroco, tal vez por arte del guiso, del buen pan, o del mejor vino, monseñor comenzó a charlar por los codos, sin dejar de comer con buen apetito. Perucho apretó los dientes, intentando no pensar en su misión.

Don Ramón lo vio, asomando la nariz pecosa por la puerta entornada, y le hizo una señal. Obediente, Perucho cogió su escobilla y descendió a los infiernos.

Por fin oyó unos pasos en el techo. Perucho aguardó, vigilante, y se apostó en su lugar. Echó un vistazo hacia arriba y no tardó en ver una sombra tapar la luz del agujero. “Ya está”, pensó. “Ahora, la descarga”.

Tras la última andanada, Perucho estiró el brazo, esgrimió su cepillo y lo pasó cuidadosamente por el orificio. Lo sacudió un poco y se retiró inmediatamente.

“Coño”, oyó decir, al tiempo que la luz volvía a asomar por el agujero. Perucho se sonrió. Sin duda, el obispo había quedado impresionado.

En el piso superior, monseñor se incorporó, atónito. Había juzgado prematuramente aquel pueblo perdido en las montañas como lugar primitivo y atrasado… ¿Pues no tenían retrete, con mecanismo de limpieza incorporado? Intrigado, se arrodilló junto al poyo de madera, apoyó las manos a ambos lados y aplicó el rostro a la apertura circular. Tenía que averiguar cómo funcionaba, para instalar un artilugio semejante en su palacio episcopal.

Perucho vio que la sombra tapaba otra vez el hueco del improvisado retrete. “No habrá quedado lo bastante limpio”, pensó. Y, ni corto ni perezoso, volvió a pasar el cepillo por el agujero. Esta vez lo hizo concienzudamente, una repasada de ida y otra de vuelta.

Tal como vaticinara Don Ramón, el señor obispo jamás olvidaría su visita a aquel pueblo.

2 comentarios:

zoquete dijo...

Tres de tres... ;)

Muy ingenioso y lo sorprendente es que todo el cuento está al servicio de la anécdota, pero se disfruta como si fueran instantáneas complementarias...

Esther dijo...

La picaresca que uno aprendió a amar y a disfrutar. Divertida, con un regusto a otras épocas y otros mundos, y siempre, siempre, sumamente humana. Detrás de la risa y del humor aparece la humanidad, con sus tremendas flaquezas y también, por qué no, con sus heroísmos.

El cura es todo un personaje, delicioso personaje, querible cien por cien. ¿Quién no querría a este Don Ramón, tan cercano a sus feligreses, tan dado a la taberna, a la mesa, a las diversiones sanas de esta vida? Me lo imagino rubicundo, panzón, feliz... un cura que amaría su ministerio, su dios, su gente, porque ama su vida.

Perucho... es un pícaro inocente, con poca picardía en realidad y mucho de bondad. Perucho es un personaje del cual no me cansaré nunca, Elisabet. Y ojalá algún día publiques sus andanzas, que es bueno encontrarse con los Peruchos, como dice Ñam.

El final es... es desopilante. Se me cayeron las lágrimas, Eli, leyendo esa última escena, con Perucho y su escobillón y el obispo, que creía que era un pueblito atrasado, pero no creyó en la astucia de los pueblerinos... ¡o en la desesperación de Don Ramón, que ya se sabe que la desesperación activa la inventiva!

¿En términos literarios? Es asombrosa la calidad de la prosa, el uso de términos, las expresiones, los diálogos... una prosa de una elegancia admirable hasta para Elisabet, y eso es decir mucho. El balance entre un estilo que tiene que estar basado en giros y circunloquios de años ha (para ser creíble el cuento), con la necesidad de que fluya sin escollos para el lector del hoy... pues creo que es perfecto. Creo que hay que saber en serio cómo escribir para conseguir este efecto.

También, creo, por eso el final es tan bueno. Todo el cuento forma parte del final, de esos dos últimos y breves párrafos; que no se escribieron para terminar el cuento, ni tampoco se trata de un cuento que se escribió para lograr escribir esos dos últimos párrafos. Todo funciona como una unidad. Y entonces, uno, lector, llega a un final al que está ansioso por llegar... y no se siente defraudado. Y uno se ríe con alegría (no con ironía ni amargamente), por una escena que imagina... sólo imagina, porque la escena final no está escrita en el cuento.

Toda mi admiración, Elisabet...

Y un abrazo,
Esther