martes, 16 de octubre de 2007

La guerra

Este es el primer capítulo de mi cuarta novela, Estirpe Salvaje.

–¡Yvanka! ¡Yvankaaaaa!
El niño pelirrojo se adentró en el bosque. Los rayos de sol traspasaban la penumbra verde bajo el tupido dosel de hojas, bañando la espesura de una claridad esmeralda. Tan sólo oía sus propios pasos sobre la maleza. Hasta los pájaros parecían haber enmudecido.
–¡Yvanka! –llamó, de nuevo.
Se detuvo y reprimió un juramento, el último que había oído proferir a su padre, entre dientes. ¿Dónde se había metido la chiquilla? Siempre tenía que hacer de las suyas. Lo que había comenzado como un divertido juego de escondite ahora se alargaba demasiado. Menuda bronca le esperaría en casa, si regresaba sin ella o la pequeña se hacía daño. ¡Todas las culpas se las llevaría él! ¿Por qué aquella mocosa siempre tenía que meterlo en problemas?
–Yvanka, si no sales ahora mismo, te dejaré aquí, sola. ¿Me oyes? ¡Sola en el bosque!
Nadie respondió.
–Y vendrán los lobos…-continuó–. O mejor, vendrá el gran oso negro… ¡Sí, el oso! Y te comerá enterita. ¡Desde la cabeza hasta las uñas de los pies!
De pronto, oyó una risa tenue, ahogada, y un rumor entre los árboles. Ah, allí estaba, la picaruela. Avanzó unos pasos.
–¿Se puede saber dónde estás? –exclamó, mirando a todas partes, sin verla.
–Aquí… –sonó una vocecita risueña, en algún rincón del bosque.
–Vamos, Yvanka, ¡sal de una vez! Me rindo, has ganado… Pero ahora, sal de tu escondite.
Tras varias vueltas infructuosas, dio con su hermana. La niña estaba agazapada junto a un frondoso avellano, bajo cuyas ramas se ocultaba algo.
–Ssssst –susurró ella–. Mira, Ruslan, mira...
Se agachó a su lado y miró. Era un pequeño nido, con tres huevos salpicados de pintas oscuras, que comenzaban a temblar y a resquebrajarse. Los dos observaron, conteniendo el aliento, cómo los polluelos, pelotitas de plumas arrugadas, iban rompiendo los cascarones con sus picos desmesuradamente grandes. No se atrevían a moverse.
–Deberíamos marcharnos –susurró él–. Si viene la madre y nos ve, los aborrecerá y no querrá cuidarlos.
La niña lo miró con los ojos muy abiertos, dos lunas de color verde.
–¿No los querrá? ¿Los dejará solos?
–No, si nos vamos ahora mismo –repuso el chico–. Vámonos, muy despacito, sin hacer ruido…
Incorporándose, tomó de la mano a su hermana y se alejaron con cautela. Ella miraba hacia atrás.
–¿Volveremos a verlos? –preguntó ella.
–Sí, volveremos… Pero con mucho cuidado, para no asustar a sus padres.
–¿Mañana? –insistió la niña.
–Sí, mañana…

Caminaban de regreso, cuando la pequeña se soltó repentinamente de la mano de su hermano para correr hacia unas matas.
–¡Violetas! –exclamó, arrodillándose sobre la hierba.
Él la siguió, suspirando con impaciencia. ¿Es que nunca llegarían a la aldea? A buen seguro que Bladko y sus amigos se cansarían de esperarlo. Se irían sin él, su madre le pediría ayuda para cualquier cosa y él volvería a perderse una divertida pesca de ranas en el río.
Cuando se acercó a ella, Yvanka se puso en pie y le tendió un pequeño manojo de violetas, con su manita sucia de tierra. Entonces Ruslan sintió un nudo en la garganta.
La pequeña tenía tres años, y él siete. Como hermano mayor, siempre había estado al cargo de su hermana, a quien cuidaba cuando sus padres estaban trabajando en los campos, que era una buena parte del día. Esto le impedía participar en todas las correrías de sus amigos, media docena de mozalbetes inquietos y revoltosos, que se zafaban siempre que podían de sus tareas cotidianas. La pandilla se lanzaba a recorrer los campos y el monte, peleando en batallas imaginarias con palos y piedras, cazando pequeñas presas o bañándose en los arroyos. Esto, cuando no se les ocurría alguna que otra trapacería para reírse a costa de los vecinos… Desde el nacimiento de Yvanka, Ruslan había tenido que asumir una responsabilidad más, que no compartía con sus amigos. Todos ellos tenían otras hermanas que cuidaban de los más pequeños. Él, en cambio, al ser el primogénito y único en la casa, se había convertido en el ayo forzoso de la pequeña Yvanka. A pesar de todo, Ruslan guardaba cariño hacia la chiquilla. Yvanka era pelirroja y bonita como un duende de los bosques y su carácter caprichoso y díscolo a veces tenía la virtud de sacarlo de sus casillas. Pero cuando lo miraba de aquella manera, con sus inocentes gestos de ternura, Ruslan sentía que algo dentro de él se derretía. No podía evitar quererla.
Tomó las manoseadas florecillas que le alargaba la niña y, agachándose a su lado, se las colocó en el pelo, prendiéndolas en las trenzas medio deshechas, apartando los mechones que saltaban sobre su carita pecosa.
–Ahora estás bella como un hada de los bosques –dijo, mirándola satisfecho.
–¿Sí? ¿De verdad? ¡Voy a coger más!
Sin que él pudiera impedirlo, Yvanka correteó un trecho. Trepó hasta un pequeño promontorio poblado de robles y descubrió nuevas matas de violetas bajo la fresca oscuridad del sotobosque. Ruslan siguió a la niña a unos pasos de distancia. Hasta él llegaba la fragancia dulzona y fresca de las flores. De pronto, se detuvo.
Un silencio sepulcral los rodeaba. El bosque había callado de nuevo. Algo denso y amenazador se cernía en el aire. La brisa había amainado y ni siquiera las hojas osaban crepitar. Yvanka permanecía inmóvil, en la cima del altozano, mirando hacia algún punto del horizonte. Señaló algo con el dedo.
–Ruslan… ¿qué es eso?
Él se acercó. Muy lejano, pero creciente, un rumor comenzó a resonar en el aire. Era un runrún extraño y desconocido. Ruslan sintió frío repentinamente. Miró hacia el valle que se abría a sus pies. Era una cuenca amplia y verde, surcada por la cicatriz plateada del arroyo, por donde se extendían los pastos y los huertos, sombreados aquí y allá por matas de arbolado. En lo hondo de la vaguada se agrupaba un puñado de casas y corrales, la aldea. Y entonces lo vio.
Una mancha oscura, rebullendo como un gigantesco ejército de hormigas, avanzaba cubriendo los pastos, hacia la aldea. Las motas negras alcanzaban ya las primeras cabañas de madera. Ruslan vio cómo aquella masa se extendía, desparramándose entre las casas, mientras un siniestro fragor llegaba hasta ellos.
–¡Agáchate, Yvanka!
La niña obedeció prontamente y ambos se agazaparon en tierra, mientras veían cómo aquella marea tenebrosa y voraz se desplegaba sobre el lugar que los había visto nacer.
Ruslan notó el temblor de la pequeña, y la abrazó.
–Son guerreros, Yvanka… Han invadido la aldea. No te muevas. Aquí estamos a salvo...
–¿Qué van a hacer? –preguntó la niña, con un hilo de voz.
–No lo sé… A lo mejor sólo vienen de paso…
–¿Y mamá? ¿Y papá? ¿Están allí?
Ruslan tragó saliva. No quería pensar, no quería imaginar. Pero su mente volaba.
–Seguramente están en los campos. Papá dijo que hoy se iba a cortar leña a La Mata, en el monte… No tengas miedo. Yo estoy contigo.
La niña comenzó a lloriquear, temblorosa.
–Vamos, Yvanka, ¿dónde está mi chica valiente? –murmuró Ruslan, haciendo de tripas corazón. Pero él mismo se sintió desfallecer, cuando vio lo que ocurrió a continuación.
Varios jinetes comenzaron a arrojar teas encendidas a las casas y a los pajares. En pocos minutos, densas columnas de humo se elevaron sobre la aldea. Ruslan apretó a Yvanka contra su pecho y le tapó la cara.
–Ruslan… tengo miedo. Vamos a casa…
–¡No! Ahora no puede ser… Volveremos luego, no te preocupes…
–Quiero volver con mamá y papá…
Ruslan estrechó aún más a la pequeña mientras sus ojos se anegaban en lágrimas. No quería ver ni oír, pero hasta él llegaron los gritos salvajes, los alaridos y el crepitar de las casas ardiendo, en medio del resonar de los cascos y el estrépito metálico, inconfundible y siniestro, de las armas chocando contra sí.
–Volveremos, mi princesita… mi hada. No llores. Cuando todo pase, volveremos, ya lo verás.

Cuando los dos niños llegaron al pueblo, cogidos de la mano, apenas pudieron reconocer el lugar. Buena parte de la aldea había sido pasto de las llamas. El humo acre los envolvía y un calor intenso abrasaba el aire. Por doquier se veían cadáveres, humanos y de animales. Sonaban llantos y gemidos. Ruslan sólo veía negrura, negrura y horror, y las siluetas de los jinetes que se reagrupaban, blandiendo sus armas, en lo que había sido la plaza del pueblo. Varios hombres del lugar gesticulaban ante ellos, hablando a voces. Ruslan reconoció a algunos. Pero no podía oír lo que decían.
Casi sin pensar, caminó, sobre la tierra calcinada, hacia el lugar donde estaba su casa, esquivando cuerpos informes y montones de troncos quemados. Vio a una vecina conocida, arrastrándose por el suelo, ensangrentada y escarbando las cenizas, buscando frenéticamente algo, y se estremeció. Más allá oía el llanto de algún bebé abandonado. A su lado, Yvanka no le soltaba la mano y miraba todo con su carita inexpresiva, los ojos muy abiertos y sin pestañear. Ruslan tiró de ella y la obligó a avanzar. Pronto se detuvo.
Donde hacía pocas horas se había levantado su hogar, aquella cabaña de troncos, acogedora y familiar, ahora tan sólo había un gran hueco negro y humeante, como una enorme caldera carbonizada. Donde se había levantado el tejado tan sólo se veía el cielo, azul y empañado tras el humo que despedían los escombros.
–¿Dónde está mamá? –preguntó la pequeña, súbitamente. Ruslan la miró y el corazón le dio un vuelco.
–No está… no está aquí –tartamudeó.
Yvanka señaló con el dedo una esquina de la casa. Un ángulo formado por dos paredes quedaba en pie y, sobre él, caía parte del armazón del tejado, que no había ardido completamente. Tal vez bajo aquel hueco…
–Voy a mirar –murmuró Ruslan –Tú no te muevas de aquí.
La niña asintió, sin mirarlo, mientras Ruslan, armándose de valor, se adentraba en el marasmo de cenizas y troncos quemados, ignorando la quemazón en sus pies. Mientras se acercaba a aquel rincón, podía oír los latidos de su corazón, desbocado, que parecía querer saltarle del pecho.
El muchacho olisqueó algo extraño. Sus pies tropezaron con algo. Parecía un madero carbonizado. Pero había algo más. Horrorizado, vio los dedos de un pie. Más allá, una mano… Ruslan reprimió un grito cuando distinguió la mata de pelo rojizo, aún no del todo consumido. Ahora sentía el corazón en la boca del estómago, subiendo por su garganta, a punto de asfixiarlo con su furioso batir. Dio media vuelta y corrió hacia la niña, que se aventuraba entre las cenizas para seguirlo.
La cogió en brazos y se alejó a toda prisa.
–Vámonos, Yvanka… No hay nada… Debían estar fuera. Vámonos de aquí.
Corrió y corrió, con la pequeña colgada al cuello, hasta que tropezó con algo y cayó de bruces, exhausto. Levantó los ojos y una sombra lo cubrió. Era uno de los guerreros, montado en su corcel. Desde el suelo, su altura resultaba imponente y su voz resonó, cavernosa y bronca.
–Aparta, rapaz, y déjanos pasar, o te aplastaremos bajo los cascos.
Ruslan se apartó rápidamente, arrastrando a su hermana tras de sí. Varios jinetes pasaron a su lado, galopando velozmente, profiriendo ruidosas carcajadas. Ruslan se quedó mirando cómo se alejaban en medio de una polvareda y, de pronto, sintió una rabia sorda y mordiente en su interior. Apretó los dientes. A su lado, Yvanka comenzó a lloriquear de nuevo, llamando a sus padres.

Durante el resto del día, los dos hermanos vagaron aturdidos y desorientados por el pueblo. Ruslan miraba ansiosamente, esperando ver aparecer, de un momento a otro, el perfil familiar, esbelto y robusto, y oír la voz reconfortante de Ianek el leñador, su padre. Sabía que a su madre jamás la volvería a ver pero, en cuanto a su progenitor, aún abrigaba esperanzas. Papá había salido aquella mañana, con Iafim, el herrero, y algunos vecinos, a cortar leña a La Mata, un bosque de robles cercano, cuya propiedad compartían varios hombres libres del lugar. Ellos podían haberse salvado. Ruslan observó cómo los supervivientes se agrupaban alrededor de la casa de Sboron, uno de los propietarios más ricos del pueblo. Curiosamente, su casa era la única que se había salvado totalmente de la quema y la destrucción. Se levantaba, hermosa e intacta, en medio de la aldea devastada, cuando incluso la casa comunal y el granero habían sido destruidos. No fue hasta mucho más tarde que Ruslan recordaría aquel detalle y se preguntaría por qué.

Ruslan había oído hablar de la guerra. Él y sus amigos solían jugar, formando bandos, emulando a los nobles y reyes de cuya existencia sólo conocían los nombres. La guerra era algo heroico y lejano, algo perteneciente al reino de la leyenda y a las conversaciones junto al fuego. En todo caso, algo que no concernía a una aldea pequeña y remota como la suya. Sí, era cierto que, en los últimos años, los adultos hablaban cada vez más de ella, con cierta preocupación. Los chicos del pueblo oían hablar del Señor de Dalvai, dueño de todas aquellas tierras, y de sus atávicas rencillas con Mordvin el Implacable, un poderoso señor de las tribus varik, que vivía en los bosques del Oeste. Oían hablar del rey Vladi y de su formidable ejército, de sus conquistas y su poderío. Vivían en el corazón boscoso de un gran reino, forjado alrededor de un anillo de poderosas ciudades cuyos nombres sonaban como mágicos talismanes a los oídos de los chiquillos del pueblo. Algún día, todos soñaban con conocerlas: Dazil, Valmir, Dagor, Sarlov, Duyelav… Pero todo quedaba en mera fantasía. Ruslan jamás había soñado conocer la guerra de aquella manera. Con apenas siete años, había visto cómo una horda de guerreros asolaba su aldea. Fue su primer contacto, repentino y brutal, como una bofetada inopinada. Y decidió que no le gustaba. Pero en aquellos momentos ignoraba que la guerra lo acompañaría, como una sombra, el resto de su vida.

Sboron reunió a los supervivientes y les explicó que el jefe del poblado había perecido. Organizó a los hombres para que apagaran los fuegos y retiraran los escombros y abrió las puertas de su casa para acoger a los heridos. Escuchando a unos y a otros, Ruslan supo que los invasores eran guerreros de Mordvin. Sus hordas estaban recorriendo la región de Dalvai, saqueando aldeas y apoderándose de cuantos bienes y ganado podían, para nutrir una poderosa tropa que pretendían armar contra el Señor de Dalvai. El motivo de la querella era antiguo y conocido: el oro de Dalvai siempre había sido un bien codiciado y Volován, señor de Dalvai, mantenía un férreo control sobre la explotación de los arroyos auríferos, impidiendo que ningún otro noble o capitoste pudiera obtener el preciado mineral. Mordvin había intentado comprar una parte de las tierras donde los ríos producían oro, pero sus generosas ofertas habían sido siempre rechazadas. Ultrajado y ambicioso, había optado por emplear la fuerza y ahora Dalvai era el campo de batalla entre dos poderosos señores, cuyas hordas se enfrentaban en continuas escaramuzas.
Al anochecer, Ruslan e Yvanka vagaban por la explanada central de la aldea, sin rumbo y sin saber qué hacer. Ruslan había visto a algunos de sus amigos. Bladko y Kiril habían sobrevivido, al menos. Más tarde vio a Liudik y a Ginko. Los muchachos se habían salvado al hallarse fuera del pueblo, jugando en el arroyo. Pero estaban tan trastornados y abatidos como él mismo. Al menos, pensó, Kiril había conservado vivos a sus padres… Y, más tarde, vio a la madre de Liudik y al padre de Bladko… No se sabía nada de su padre ni de los leñadores. Ruslan sentía que los ojos le escocían, pero era incapaz de derramar una lágrima. Ya casi no sentía ni la pena. Sólo notaba un vacío y un sordo dolor en el pecho. Era como si una pedrada se hubiera llevado su corazón.
Caía la noche. La pequeña Yvanka comenzó a gemir y sacudió su manita. Ruslan aflojó el pulso dolorido y se percató de que, en toda la tarde, no la había soltado, estrechándole la mano fuertemente en la suya.
–Tengo hambre… –lloró la niña.
Ruslan miró, desesperado, a su alrededor. De repente, cayó en la cuenta de que él también estaba hambriento y terriblemente sediento. Llevaban todo el día sin comer… ¿dónde encontrar comida ahora?
Alguien se acercó a ellos. Era Ogashka, la fornida esposa de Sboron. La mujer se llevó la mano al delantal y les alargó algo.
–Tomad –les dijo, y les dio un par de pedazos de pan.
Los dos niños saltaron sobre los mendrugos sin pensarlo dos veces. Yvanka se atragantó con la miga seca, pero siguió comiendo con ansia. La mujerona se quedó en jarras, mirándolos. Luego se volvió hacia su marido, que se había acercado.
–Otros dos huérfanos –dijo Ogashka, con cierto retintín–. Son los críos de Ianek y Liudena… ¿Qué te parece?
Sboron miró a su mujer y se encogió de hombros.
–Diles que pasen adentro.

8 comentarios:

Susana Torres dijo...

Enhorabuena Elisabeth, es un maravilloso comienzo para una novela. Si lo que pretendías era que se nos encoja el corazón y que fuera un relato emotivo y que enganche al lector lo has conseguido. Es más, antes de que el niño encontrase a su hermana, no dejando de llamarla ya sentía cierta angustia y la sensación de que algo malo se estaba fraguando.
Ya había tensión en la historia. Cuando encontraron el nido, me relajé y me dije, "menos mal, a la niña no le ha pasado nada malo".
Pero despues has dado el verdadero golpe de efecto: realmente estaba pasando algo terrible. En fin, que ha sido un gusto leerte. Te deseo que coseches grandes éxitos con esta novela, eres una gran escritora. Un cariñoso saludo.

Montse de Paz dijo...

Susana, gracias por leerlo y comentarlo. Has captado con mucha sensibilidad el ambiente del relato, ese peligro que se presiente antes de que se manifieste... Sin duda, eres buena lectora, por lo que no me sorprende que también seas buena escritora :) Un abrazo.

pepsi dijo...

Eli, auguras una preciosa novela.
Cuando la publiques, haznos saber, eh!

Me la compraré en un pis pas!

besos,
pepsi

Montse de Paz dijo...

Ah, Pepsi, ¡se me hará eterno el tiempo hasta que la vea en mis manos! Pero todo llegará... Ya está en camino :)
Besos,

Eli

Anónimo dijo...

¡Guau, impresionante! Largo tiempo Elisabet... He vuelto después de mucho por Bibliotecasvirtuales y al ver que no había ningún relato tuyo reciente por allí, he buscado este lugar.

Me ha encantado este primer capítulo por lo bien narrado que está. Ya casi me había olvidado de la sensación de estar viendo lo que se lee ante un relato tuyo, Elisabet. Y lo mejor, he terminado de leerlo y quiero más. ¿Sabes? Este capítulo me ha inspirado mucho a seguir escribiendo.

Espero que la publiques la obra entera.

Un saludo y te deseo la mejor de las suertes y el más dulce de los éxitos.

Besos.

Montse de Paz dijo...

Janto, ¡qué sorpresa! Y sí, cuánto tiempo. Bueno, esta es la primera novela que voy a publicar, ya está en marcha y estoy muy contenta.
Oye, te invito a pasar por esta dirección, vente y encontrarás a muchos amigos: www.prosofagos.com.ar
Yo te echaba a faltar, y seguro que no soy la única. Saludos,
Elisabet

Blanca Miosi dijo...

Hola Elisabet, he leído el primer capítulo de Estirpe salvaje, y creo que es un gran comienzo. Interesante desde las primeras líneas; sabes calibrar la tensión, mezclas escenas y diálogos muy bien estructurados y tu prosa es preciosa, me gustó cómo describes el paisaje: "surcada por la cicatriz plateada del arroyo..." es indudable que sabes utilizar las palabras apropiadas para crear atmósfera. Me gustan también los nombres, diferentes pero fáciles de recordar. Espero para cuando salga el libro y poder leerlo completo.
Un abrazo cariñoso, querida Eli,
Blanca Miosi

Montse de Paz dijo...

Gracias, Blanca. Yo tengo tu novela a punto de empezar. Estoy acabando los libros que tenía empezados y me sumergiré en tus páginas muy pronto...

Los nombres de mis personajes son uno de los puntos que alguna gente me ha hecho notar. Suenan raros, porque son eslavos o nórdicos. Los únicos que son inventados son los de las ciudades y el reino, pero no los de los personajes.

Bueno, gracias por pasar por mi blog. Yo también paso por el tuyo de tanto en tanto. Me divirtió mucho leer tus comentarios sobre el "quién es quién" de los foros... Es increíble cómo nos has calado a todos!!

Un abrazo,

Eli