jueves, 25 de enero de 2007

Nunca tengas piedad

El bramido de los cuernos de guerra rasgó el silencio del alba. Y el estrépito de mil escudos entrechocando hizo temblar el aire. Elevando un gran clamor, la tropa de los Eldegar descendió por la falda del monte. Desde las cimas de los Montes Umbríos, las ocultas vigías vieron desplegarse las huestes enemigas, como las alas inmensas de un águila monstruosa, erizada de bronce y acero, abatiéndose sobre la verde llanura.

Al pie del valle el otro ejército aguardaba. Inmóvil, envuelto en silencio denso. Ni el más leve rumor agitaba la calma de la aurora. Una columna estrecha y compacta cerraba el paso del valle, como una muralla. A ambos lados, camuflados en el arbolado, los dos flancos acechaban. La reina Bendiora, montada en su corcel de guerra, se erguía en el centro de la tropa, rodeada de sus lugartenientes, observando impávida al enemigo. Una sonrisa mordaz se dibujó en su rostro, bajo la visera del casco, coronado con dos enormes astas de ciervo. “Los hombres siempre tienen que hacer ruido”, se dijo, desdeñosa. A su lado, las Damas Rojas, con sus capas púrpura ondeando en la brisa del valle, le devolvieron la sonrisa. “Veremos quién ríe el último”, respondió Gaidir, la feroz capitana de cabellos negros y ojos luminosos. Bendiora contempló a su tropa. Una tropa temible y silenciosa, singular. Todos sus guerreros eran mujeres.

Cuando las primeras filas de los Eldegar se aproximaban, el silencio siniestro los frenó en su carrera. ¿Acaso las amazonas no iban a resistirse? Entonces algo silbó en el aire.

Bendiora dio la señal, y cientos de saetas surcaron el cielo. La lluvia de acero cayó inclemente sobre las primeras filas de los Eldegar. Apenas reaccionaron, el rey Gerwulf ordenó el ataque. Un nuevo clamor se elevó entre los hombres. Bendiora bajó el brazo de nuevo. Y de nuevo las mortíferas flechas volaron sobre la tropa enemiga. Los caídos entorpecieron el avance de sus compañeros. Cuando el choque entre ambas tropas era inminente, Bendiora dio otra señal, y Gaidir hizo avanzar a la fuerza de a pie. Las poderosas lanceras, armadas con picas y hachas, se lanzaron contra los jinetes, dirigiendo su furia hacia los caballos. Bendiora retrocedió con las Damas Rojas y dio otra orden. Las arqueras se retiraron y la columna se abrió en dos, dejando penetrar como un torrente a los guerreros Eldegar. Al mismo tiempo, disciplinadas e implacables, bajo las órdenes de Celena y Elianta, las dos alas de amazonas a caballo avanzaron, una por cada lado. Formando un arco, cual gigantesca garra, fueron rodeando a la tropa enemiga hasta cercarla por completo. Y entonces fueron ellas quienes elevaron su clamor.

El cántico de las amazonas. El grito terrible y salvaje que conmovía las bases de los montes y las bóvedas del cielo. Los árboles del bosque temblaron y las águilas chillaron trazando círculos en lo alto. Las implacables guerreras se lanzaron al combate, dispuestas a no ceder. “¡Retroceder es morir!”, era la consigna. “¡Avanzar o morir!”.

Leide luchaba en el ala izquierda, la de occidente, con todas sus compañeras. Era Celena quien estaba al mando, pero Leide sabía que era a ella a quien seguían en combate. Riela, Yolari, Kamira la grande y Kamira la pequeña, o Kami la Loca, como la llamaban; Mukasi y sus siete hermanas, la menor con apenas doce años, que ya esgrimía una espada casi más larga que ella; Ezbenis la Yegua Salvaje y Skila, la Hermana del Fuego. Leide luchaba despreciando la muerte y sonriendo al peligro, y su arrojo las arrastraba. En más de una ocasión, Celena había discutido con ella. El talante temerario de Leide empujaba a sus compañeras, ignorando los riesgos. Celena era prudente y racional, una estratega nata. Por ello la reina le había dado el comando. Pero también era su mejor amiga, Leide lo sabía, y ambas conocían sus límites. Celena era consciente de que el ímpetu de Leide infundía coraje a sus compañeras, y le cedía el liderazgo en vanguardia. Leide sabía que, llegado el momento crítico, obedecería las órdenes de Celena. Las dos eran Damas Rojas, miembros del cuerpo de élite de la reina, y Bendiora había reflexionado largamente antes de situarlas en su ejército. Celena era el cerebro y su mano derecha. Pero Leide era la punta de la lanza. Allá donde estuviera, su tropa jamás retrocedería un palmo.

Pero aquel día fatídico, en que la Diosa Luna brillaba entera y su fiesta no era honrada con festines, sino con una batalla sangrienta, Leide rompería su promesa. Había jurado a Celena que siempre la seguiría y cumpliría sus órdenes en combate. La noche anterior, ambas se habían abrazado, bajo la pálida luz de la Diosa, y se habían intercambiado los brazaletes de plata, con sus símbolos sagrados. La cierva salvaje de Leide, el caballo alado de Celena. “Prométeme que no te arriesgarás inútilmente”. “Te lo prometo. No desobedeceré tus órdenes”. “Serás buena chica”. “Lo seré. Tú eres mi capitana”. Sus corazones habían latido al unísono, y sus ojos se hablaron sin palabras, como lo habían hecho tantas veces desde que ambas eran chiquillas, desde que las habían apartado de sus hogares para criarlas con las doncellas guerreras, con las guardianas de la frontera y, más tarde, con las temibles Damas Rojas, el cuerpo de élite de la reina Bendiora.

Los Eldegar se vieron rodeados y constreñidos por ambos flancos, pero eran miles y peleaban con furor. Leide se enjuagó el rostro ensangrentado y lanzó un vistazo alrededor, con mirada predadora. Luchaba sin casco, a diferencia de sus compañeras, afrontando al enemigo a rostro descubierto. Nadie la había logrado persuadir de utilizar su yelmo, que sólo lucía en contados festejos y desfiles triunfales. Leide necesitaba ver, oír y sentir. Necesitaba respirar el hálito de la refriega, sin cascos ni viseras. Era Celena quien le había enseñado a detenerse, en medio del combate, para ganar perspectiva sobre el campo de batalla. Y lo que vio la aguijoneó.

Los mejores hombres de Gerwulf se agrupaban entorno al rey, defendiéndolo encarnizadamente. Pero había otra fuerza compacta, que se desplazaba audaz, abriendo brecha entre las filas de amazonas y causando estragos entre las mujeres guerreras. Estaban a punto de romper el cerco en el extremo sur del valle. Varias Damas Rojas acudieron a cercarlos.

-¡A él! –oyó la voz potente de Gaidir-. ¡Al del casco alado! ¡Hay que derribarlo!

Leide lo miró. Era un jinete ágil y osado, escurridizo y veloz, que dirigía la feroz brigada sanguinaria. Llevaba la cabeza cubierta con un yelmo brillante, adornado con pequeñas alas. Volteaba su espada con ligereza y parecía volar sobre su caballo blanco. “Hermoso caballo”, pensó Leide, “y un amo capaz. Hay que cortarle las alas”. Espoleó su corcel y llegó junto a Celena.

- Vamos a por él –dijo, señalándolo-. Va a abrir nuestras filas.
Celena negó enérgicamente con la cabeza.
- Gaidir y las suyas lo acosan. ¡Hemos de cubrir este flanco! Recuerda que estamos defendiendo el camino. Si la ruta hacia Ankalys queda desprotegida, la ciudad quedará a su merced.

Leide se mordió los labios. Pero obedeció, hasta que vio que se rompía el cerco. Entonces no lo pensó dos veces. Gritando, azuzó a sus compañeras. Kamira la Pequeña y Yolari la secundaron, con Mukasi y sus hermanas. Kami la Loca gritaba, alborozada. Había ganado un caballo derribando a un oficial enemigo. Era un enorme semental oscuro, con una estrella en la frente, y la pequeña guerrera de cuerpo grácil como una chiquilla saltó a su grupa, tras arrojar al suelo la silla, enorme para ella. Embravecida, se unió a sus compañeras y avanzaron hacia la brecha.

Leide y sus compañeras lograron detener a los Eldegar que rompían las filas de las amazonas. El jinete alado se retiró con los suyos hacia el centro del campo. Entonces cabalgaron hacia el flanco oeste. Apenas habían contenido la avalancha, un grito de Kami hizo volverse a Leide.
- ¡Volvamos! Van a atacar a las nuestras.
Leide no se movió. Ella y Yolari asistían a Gaidir y a varias lanceras, exterminando a los enemigos que habían quebrado sus filas. No fue hasta un tiempo más tarde cuando la oyó.

La llamada silenciosa. Ella y Celena podían comunicarse con tan sólo el pensamiento. Volvió su mirada hacia poniente.

El jinete blanco se había lanzado sobre Celena. Sabía lo que hacía. Tras breve y feroz combate, la amazona cayó abatida y su unidad se cerró sobre ella para protegerla. Estaba herida, había que retirarla del campo de batalla. Una Dama Roja no podía dejarse morir. Aprovechando la confusión, el casco alado y sus compañeros se desplazaron hacia el camino. Leide se enjugó los ojos, empañados de sangre, y vio a Ezbenis y a Riela, con varias lanceras, llevándose el cuerpo inerte y ensangrentado de Celena.

Su aullido se perdió en el fragor del combate. Desoyendo a Mukasi y a Kamira, que la rodeaban, se lanzó ciegamente entre las filas contrarias, ignorando las espadas enemigas, sorteando caballos, cuerpos, lanzas y escudos. Fue a buscarlo. Él la esperaba. Pero cuando la vio acercarse, se desplazó de nuevo.

La reina, rodeada de sus capitanas, observaba la evolución del combate. Ardía en deseos de pelear, pero las Damas Rojas habían insistido en protegerla, formando un férreo círculo a su alrededor. Bendiora se dirigió a la capitana Yria, que estaba a su lado.
- Veo que Leide ya anda metida en sus escaramuzas. ¿La ves?
Yria asintió, frunciendo el ceño. Ella había sido su maestra, conocía bien a sus jóvenes guerreras. Lanzó una mirada a su discípula favorita, y también la más rebelde. Leide se distinguía de lejos por su figura airosa, la cabeza desnuda y su manojo de trenzas negras.
- Está persiguiendo al jinete alado. No deja de acosarlo, y él la rehuye.
- No lucha con su unidad, ¿no es cierto?
- Hace tiempo que la dejó, desde que cayó Celena... Leide siempre tiene que acabar luchando por su cuenta. ¿Quieres que la llame al orden, mi Reina?
Bendiora movió la cabeza.
- Va a por el hombre más peligroso... Si se sale con la suya, nos hará un favor a todas.
Yria apretó los labios.
- También podemos perder a una de nuestras mejores guerreras.
- ¿Tú crees?
- Ha visto cómo derribaba a su compañera. Lo matará, aunque le vaya la vida en ello.


Durante horas el combate siguió, hasta que el Sol declinó en el horizonte y una Luna sangrienta asomó sobre las torres de Ankalys, la capital de las amazonas, que despuntaban allá en el horizonte sur. Leide no cejaba en su empeño. Pero las oleadas del ejército se interponían, y el alado guerrero la esquivaba. Hasta que, por fin, se encontraron.

Quedaban ya pocos hombres en pie. Tampoco eran muchas las amazonas que seguían luchando. El rey Gerwulf resistía y Bendiora, rodeada de sus Damas Rojas, se erguía ante él, implacable. Yria y Gaidir llamaron a sus guerreras para reagrupar sus diezmadas fuerzas. Pero Leide ya no obedecía a capitana alguna. Ahora sólo oía una voz. La voz de la venganza en su interior. Y le pedía sangre.

Entablaron combate bajo los últimos rayos de sol poniente. Sus espadas chocaron, hiriendo el crepúsculo con llamaradas metálicas. Se acometieron como fieras en celo, ávidas de sangre. Pero él estaba herido. Un hilo carmesí fluía por su cota, manchándola como pétalos de una oscura amapola. Leide lo desarmó. El caballo blanco se encabritó. El guerrero desarmado tomó las riendas y, clavándole las espuelas, salió al galope hacia el bosque.
- ¡No huyas, canalla! ¡Maldito cobarde!
Leide espoleó su corcel y galopó tras él.

Penetró en la selva. Podía oír el trote apresurado entre el follaje. En un claro lo encontró. Él descabalgó y vaciló unos pasos. Leide podía ver la mancha, oscura y púrpura, tiñendo su malla. El guerrero se llevó la mano al cinturón y sacó una daga. Entonces ella también desmontó. Y se acercó a él, empuñando la espada.

Cuando la blandió en el aire, el guerrero saltó y desapareció entre los árboles. Leide soltó un juramento. Esquivo como un corzo salvaje, pensó, enfurecida. El ciervo era su animal, ¡le daría alcance! Y corrió de nuevo tras él.

Lo encontró al poco, tendido en el suelo, a pocos pasos del arroyo. Había tropezado, o tal vez se había desplomado, exánime. Leide se detuvo un instante. El guerrero llevaba la cabeza descubierta. Su casco yacía, unos pasos más allá, sobre la hierba. Se acercó a él y enarboló la espada. Entonces le vio el rostro.

-Vas a morir –susurró, amenazante. Pero, al mismo tiempo, algo extraño se removió en su interior.

Él la miraba fijamente a los ojos. Era un rostro agraciado, hubiera sido hermoso, de no estar contraído por el dolor y salpicado en sangre. El cabello color trigo, también manchado, se esparcía sobre la hierba. Murmuraba algo.

Leide se detuvo, con el arma en alto. “No te ensañes con el enemigo caído”, resonaban en ella las palabras de Yria, su maestra. “No te ensañes... Es hombre muerto”. Respiró hondo.

- ¿Qué dices?

El hombre gimió, intentó incorporarse y pronunció unas palabras ininteligibles. Leide se agachó junto a él, bajando el arma.

- Agua... dame agua... por favor...

Dejó caer la cabeza y cerró los ojos, exhausto. Leide posó su mano sobre sus sienes y luego tomó sus muñecas. Tenía pulso. Sus dedos enrojecidos pasaron por las yemas ásperas del guerrero.

“No te ensañes con el enemigo caído”. Pero, ¿podía dejarlo morir? Sin pensar lo que hacía, Leide tomó el casco alado, corrió junto al arroyo y lo llenó de agua.

Se arrodilló a su lado. Con un brazo, lo incorporó y lo sostuvo contra su pecho, mientras con el otro le acercaba el casco a los labios. Él sorbió, tosió, derramó el agua... y volvió a sorber, ansiosamente, hasta que vació el casco y dejó caer la cabeza de nuevo. Leide sintió el peso en su regazo. Los cabellos trigueños rozaron sus muslos.

“Está en mis manos”. Podía matarlo y culminar su venganza. Era un enemigo. Había abatido a innumerables amazonas. Había herido a Celena. Era un miserable Eldegar. Y ahora un malherido, un moribundo. Casi un hombre muerto. Más valía dejarlo allí. Pasto de los lobos. O llevar su cabeza ante la reina, como heroico trofeo.

Y, sin embargo, Leide no se movió. Su espada yacía sobre la hierba y ella permaneció largo tiempo arrodillada, contemplándolo, mientras la noche caía y la Luna se elevaba sobre el bosque.

El mensaje de un rostro durmiente, herido, indefenso. “Hermoso. Hermoso y roto”... Reposaba en sus brazos. Entonces lo sintió respirar. Dormía, casi apacible. En sus brazos. Como un niño, pensó Leide. Y su corazón comenzó a latir con fuerza. Latía en su seno y en sus manos, que se habían posado sobre el torso ensangrentado, tapando la herida. Latía en su vientre y entre sus caderas, cálido y poderoso.

De pronto, se deslizó de su lado y, dejándolo tendido en tierra, se puso en pie. Caminó unos pasos. “Debo volver”. La batalla había terminado. Debía regresar, junto a la reina, junto a las capitanas. La Luna asomó entre las ramas y un rayo argentado bañó con su luz el claro. La pulsera en su muñeca, centelleó, como un aviso. El caballo alado de Celena. Apartó sus ojos de él y volvió la mirada hacia el cielo.

La Diosa de la Luna. Era una Diosa implacable, sabia y poderosa. Debía matarlo. Era un enemigo. Y ella era una Dama Roja. Una guardiana de la frontera, una amazona. No había compasión para el adversario. Su reino, sus hermanas, su vida entera, dependían de la feroz defensa de las doncellas guerreras. No había lugar para la piedad. La misericordia era una grieta.

La Diosa de la Luna... Leide la miró sin temor. Tan bella, tan blanca. Desde niña había sido iniciada en sus misterios, con todas sus compañeras. Con Celena, también. Ella concedía la fuerza, ella insuflaba el coraje, ella inspiraba el pavor. Pero, aquella noche, Leide comenzaba a dudar de su Diosa. ¿Acaso la Diosa le mandaba matar?

Sentía su sangre correr, su cuerpo vibrar. La piel le quemaba. Sentía calor. Aquel calor conocido, que había despertado en su adolescencia, con su primer sangrado... Las Damas Rojas eran vírgenes. Decían las sacerdotisas que la virginidad mantenía indemne su coraje y acrecentaba su valor. Pero no eran ajenas al deseo. Y la Diosa de la Luna era también la madre de la vida y del placer. Suya era la fuerza poderosa que movía las mareas, el océano y la savia de la tierra. Aquella era una noche de luna llena. La Diosa brillaba y el cuerpo de Leide se estremecía, en la pleamar de la sangre. La Diosa regía los ciclos del tiempo, el pulso de la tierra, el crecer de las plantas. No era una diosa de muerte, sino de vida. La vida que debían defender... aun con la muerte. Se volvió hacia atrás y miró el cuerpo inerte, dormido. Blanca belleza, bajo el tenue velo de luz. ¿Debía matarlo? Sintió una punzada en el pecho. En aquel momento, algo le dijo que su Diosa le ordenaba otra cosa.

Volvió junto al guerrero, se sentó a su lado y lo tomó por las axilas, hasta recostarlo en su falda. Él no se resistió. Se movió levemente y entreabrió la boca. Leide no pensaba, no oía ni recordaba. Lo apretó contra sí. El combate quedaba lejos, muy lejos... Sólo el bosque permanecía, el aliento húmedo de los árboles, el cantar de los grillos y el gorjeo del arroyo. La luz plateada de la Luna. Y sus cuerpos. Se inclinó sobre él y lo besó en los labios.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Elizabet, ta felicito de nuevo por este gran relato; su toque épico acarició la fibra de mi corazón.
Te felicito por tu blog, amiga mía.

Montse de Paz dijo...

¡Gracias! Es gratificante saber que te ha emocionado. Es un tipo de relato que me gusta escribir.

Saludos,

Elisabet