sábado, 9 de diciembre de 2006

el fantasma

Este micro relato es algo diferente. Se inspira fielmente en el primer cuento que escribí, a los seis años. Es de mi “cosecha propia”, totalmente inventado. Recuerdo que lo compuse durante unas breves vacaciones en casa de una de mis cinco tías, con cuartillas blancas horadadas para archivar en un bloc. Hice todos los dibujos (me encantaba dibujar) y puse el texto en viñetas, como un cómic. ¡Aún hacía algunas faltas de ortografía...! Como poner “acia” sin hache, o “valla” en lugar de “vaya”... Lo conservo todavía, en una vieja carpeta, pues se salvó de una quema inmisericorde gracias a la intervención de mi hermana (siempre se lo agradeceré), que quiso conservar los pinitos de mi prehistoria literaria... Gracias, hermanita.

Uno

Érase una vez, en un reino muy lejano, una princesa de cabellos negros como la noche y ojos verdes como dos lagunas, con tez de rosa y corazón de cierva salvaje. Sus padres eran los reyes de aquel próspero reino, y vivían en un hermoso castillo que se miraba en las aguas cristalinas de un lago.

La princesa tenía ya edad casadera, pero rechazaba a todos sus pretendientes, y sus padres andaban algo mosqueados. Era bonita e inteligente, ¿sería tan difícil encontrarle un buen partido? ¿Qué se traía entre manos su veleidosa hija? Y, muy discretamente, encomendaron a su hermano el príncipe, un chico asustadizo, repelente y acusica, que la vigilara.

Un día, algo vino a perturbar la plácida vida de la corte regia. Un fantasma comenzó a merodear por el lugar. Lo vieron los criados por las cocinas, los palafreneros en las caballerizas y los guardianes que custodiaban las altas almenas de la muralla. Más tarde, fueron las doncellas y las damas, e incluso el trovador, que se llevó tal susto al verlo, que enmudeció de repente y dejó de cantar. El fantasma era blanco como una sábana, atravesaba paredes y arrastraba unos grilletes cuyo chirriar característico y siniestro precedía siempre su aparición. Toda la servidumbre de la corte se amedrentó, y el temor se adueñó del castillo. Curiosamente, los reyes y los príncipes eran los únicos a quienes jamás se aparecía el espectro.

La princesa se moría de curiosidad. ¡Ella no tenía miedo! Quería ver al fantasma con sus propios ojos. Y, más de una vez, durante la noche, se arriesgó a deambular por las murallas, por los oscuros pasadizos y por los desiertos salones, esperando verlo. Nada. Su hermano, que la vigilaba, tenía tanto miedo que sólo podía controlar sus salidas y entradas de la alcoba, pues la sola idea de toparse con un espíritu andante le hacía venir ganas de manchar los calzones. Pero, eso sí, acudió prontamente a informar a sus señores padres. Los cuales, con severidad y buen criterio, prohibieron a su hija pasearse por el castillo, sola y en camisón, durante las noches.

¿Una prohibición? Nada podía espolear más a la princesa. Por supuesto, continuó con sus periplos nocturnos, ignorando al miedica de su hermano, quien, de puro espanto, no podía impedir que se alejara de sus aposentos... ¡pues no iba él a perseguirla, por aquellos vericuetos oscuros y tenebrosos!

Hasta que, por fin, un día, la osada princesa vio colmado su deseo. Y lo vio.

Dos

Fue en las murallas. Cuando lo divisó, no sintió temor. Brillaba tenuemente, una sombra blanquecina como un tul fosforescente. Y no era una sábana informe, sino una silueta de hombre, alto y no poco agraciado, con una capa blanca que ondeaba en un viento espectral. Arrastrando sus grilletes, levantó un brazo y le indicó que lo siguiera. La princesa no se lo pensó dos veces. Y fue tras él.

El fantasma caminaba, o mejor dicho, volaba, sobre el parapeto. Descendió de un salto y la princesa tuvo que hacer carrerilla y correr hacia las escaleras, para llegar a su lado. Entonces la sombra se dirigió al portón del castillo, cerrado a cal y canto y, por supuesto, lo atravesó. Ella tuvo que correr de nuevo, buscando la pequeña puerta falsa para salir del recinto. Temió perderlo de vista... pero allí estaba, esperándola, junto al camino. Continuó avanzando hasta llegar a la orilla del lago, y ella lo siguió. Entonces el espectro se volvió levemente. La miró -¿la miró?- con aquellos ojos tristes y vacíos, llenos de noche. Y comenzó a hundirse lentamente en las aguas.

Ella tragó saliva. De pronto sentía frío, el camisón era muy ligero y el agua parecía helada... Pero tenía que averiguar algo más. Así que, muy decidida, se metió en el lago y continuó caminando.

El agua la cubría más y más. El lametón frío le llegó a la cintura, al pecho... luego al cuello y, por fin, ella sumergió la cabeza. Y continuó. Curiosamente, podía caminar bajo las aguas. Y allá lo vio, adentrándose en las profundidades, despidiendo su tenue luz blanca, en medio del corazón opalino del lago.

Nunca supo cómo ni cuándo, llegó a un lugar donde ya no había agua. De pronto, vio que había salido a la otra orilla del lago. Pero... ¿dónde estaba? ¿Era de día? Una luz extraña sin sol y un cielo de color perla se cernían sobre ella. Estaba en un monte desconocido. Varios añosos robles se desparramaban en un campo herboso, junto a unos riscos. ¿Dónde estaba el fantasma? La había conducido hasta allí... ¡y ahora había desaparecido!

Entonces lo vio de nuevo.

Tres

Esta vez, no brillaba, ni era transparente. Era un hombre, alto y joven, de tez pálida y bucles dorados. Con una cota de malla, una espada y envuelto en una larga capa, blanca y ondeante. ¡Qué guapo!, pensó ella. Con un hombre así, me casaría. Y se acercó a él.

–¿Quién eres? ¿Por qué acechas en mi palacio? ¿Cómo te llamas?
El fantasma sonrió con aquella tristeza helada. Y le contó su larga y azarosa historia.
–Fui un guerrero implacable y un amante herido –terminó–. Morí desesperado, y mi espíritu anda cautivo entre todos los cabos sueltos que dejé en vida. Sólo ansío liberarme y descansar en paz.
–¿Y no podrías volver a la vida? –preguntó ella, sonriendo picarona.
Él volvió a esbozar una sonrisa, triste, muy triste, y la tomó de las manos. Sus dedos eran suaves y fuertes, aunque gélidos. La princesa se estremeció. Pero no sentía frío. Una llama se había prendido en su corazón.
–Si te ayudo a liberarte... ¿podrías volver a vivir? Moriste joven, e injustamente.
–Es muy difícil... Casi imposible. Podrías hacer algo... pero no me atrevo a pedírtelo.
–¿Qué es? –inquirió ella, vehemente–. Dime qué debo hacer, y lo haré.
–¿Tendrás el valor?
–¿No he venido hasta aquí, siguiéndote? ¡No me conoces!
El fantasma retrocedió y, dando media vuelta, caminó hasta la cima del risco. Entonces se volvió hacia ella. La princesa se había acercado. Y vio el abismo, detrás. La cresta rocosa caía en el vacío, en un precipicio de cientos, miles de pies, sobre el lejano manto del bosque.
–¿Qué... qué vas a hacer? –preguntó ella, vacilante.
–Si me dejo caer, moriré para siempre, y podré descansar en paz –suspiró él–. Pero aún tengo otra oportunidad. Tú puedes salvarme... Entonces, podría volver a la vida.
–¿Qué debo hacer?
Él la volvió a mirar, con pesar e infinita ternura. Alargó las manos hacia ella y dio un pasito atrás. Estaba justo en el borde del abismo.
–Abrázame.

Y ella se avanzó, pero el joven guerrero se echó hacia atrás, y saltó en el aire. La princesa tomó una determinación. Sin pensarlo dos veces, se lanzó sobre él, aferrando su capa, sus brazos, su torso etéreo... y los dos cayeron.

Cayeron y cayeron, y ella no sentía más que el ulular del aire, y el roce de la capa, y algo más. Un cuerpo, sólido y cada vez más cálido, al que se abrazaba. Pero ninguno de los dos pesaba.

Oyó el chasquido de las ramas de los árboles, sintió los rasguños en la piel, el brutal impacto en el suelo. Y sus cuerpos liados rodaron y rodaron, hasta que el tronco de un árbol milenario los detuvo. Al cabo de unos instantes, aturdida, se incorporó. Apartó los bucles desgreñados de su rostro. ¡Estaban vivos! Él yacía tendido, bajo su peso. Levantó la cara y la miró, con leve sonrisa, como un niño que se acaba de despertar. Ella le palpó el pecho. Y dejó caer su cabeza sobre él, mientras el calor de su cuerpo la invadía y oía el bum, bum, del corazón latiendo contra su oreja. Y sus cabellos de noche y los bucles rubios como el día del guerrero se entremezclaron sobre su piel.


Todos en la corte estaban alarmados. ¡La princesa había desaparecido! Su hermano, una vez más, dio las últimas noticias. La había visto, desde la ventana, caminar sola, en camisón, hacia el lago. Los reyes, rotos de dolor, hicieron escudriñar todas las inmediaciones. Enviaron barqueros al lago y algunos osados se atrevieron a hurgar en las profundidades de las aguas con largas pértigas... Nada. Ni rastro.

Cuando ya desesperaban y la daban por muerta, la rebelde princesa regresó. ¡Y no volvía sola! El enojo y la desesperación dieron paso al alborozo y la corte se vistió de fiesta. Nadie quiso reparar en que regresaba con su camisón desgarrado, más de un chichón en los brazos y los cabellos revueltos... porque, además de reaparecer, la veleidosa princesa traía consigo a su flamante y futuro esposo.

Fin

1 comentario:

Anónimo dijo...

Impressionant la descripció.Molt fluida i enganxa molt. Et felicito

Oriol