sábado, 9 de diciembre de 2006

el rayo

La casona era una masía en medio de un valle surcado por el río. Su origen se perdía en la oscura Edad Media, época de moros y conquistas. Mientras los condes de la comarca se enzarzaban con los cabecillas árabes por arañar un terruño tras otro, los campesinos –siempre los mismos –iban sacando de la enjuta tierra los dulces frutos, generación tras generación.

Era a principios de siglo pasado cuando la familia ocupó el caserío e instaló su molino. Padre, madre y cinco hijos, tres mancebos y dos guapas muchachas. Más dos jornaleros y el mozo que hacía de molinero.

Carmen era la menor de los hermanos. La más pequeña y la más grande, en estatura y en corazón. Bonita como una actriz de cine, alta y robusta como una joven Venus, su sonrisa dulce y su voz sólo revelaban un alma cándida y apasionada. Desde muy joven Dios tocó su corazón. Acudía a la escuela en el cercano pueblo, no perdía una sola catequesis y, ya adolescente, ayudaba en las misas dominicales y recorría todos los hogares del pueblo repartiendo folletos y revistas del apostolado de la oración. Era sencilla y alegre, como la risa del sol y el cantar incesante del arroyo. Todos la amaban y hasta los inveterados ateos le abrían sus puertas y recogían sus opúsculos, no tanto para rezar, como para ver un atisbo de su sonrisa.

Cuando sus amigas coloreaban sus labios con carmín y se moldeaban el pelo con tenacillas, soñando enamorados y románticos idilios, Carmen comenzó a soñar en otro amor. Un día lo anunció, ante toda su familia. Y la discordia brotó en el hogar.

“Quiero ser misionera”. Quiero marchar, un día, a cuidar de aquellos niños flaquitos, tan perdidos, tan hambrientos, de pan y de Dios.

Su padre se enfureció. Su madre lloraba. Los hermanos la miraban, inquietos y desconcertados. “Si te vas con los misioneros, perderemos una hija”, tronó el padre, entre dolido e indignado. “Tú eres nuestra, y te quedas aquí”.

Carmen calló. Se tragó las lágrimas y la decepción. Continuó siendo la buena hija, la amiga alegre, la vecina ejemplar. Pero en su corazón ya no era “suya”. Era la esposa de Dios.

Tenía dieciocho años cuando ocurrió. Era un día de abril. Todos habían marchado al pueblo, salvo Carmen y su hermana mayor, María. La casa estaba solitaria, tan sólo permanecía en ella el joven molinero, abajo, vigilando la muela que rodaba incesante. El padre había bajado a la ciudad cercana y lo esperaban al anochecer. Tronó y cayó la lluvia primaveral. Carmen y su hermana se asomaron a una ventana. “Ojalá papá llegue pronto. Con esta tormenta...” Carmen abrió los postigos, y respiró hondo. Una bocanada de viento y gotas frías roció su cara. Cerró los ojos. Y entonces el rayo cayó.

Cuando la hermana volvió en sí, gritó angustiada. A su lado yacía Carmen, hermosa, tendida en el suelo, como dormida. Tan sólo un borrón violeta en su sien, la única señal del mazazo del cielo. Aturdida por el chasquido y por la luz cegadora, María se asomó tambaleante a la escalera, llamando al molinero.

Un rapazuelo que ayudaba al pastor corrió a avisar al pueblo. Llamaron a un médico. Desde la centralita de teléfonos, alguien llamó a la ciudad para buscar al padre. Todo el pueblo se puso en pie, alarmado. Muchos acudieron al molino. En la casona, arrodillados al lado de la joven muerta, una muchacha pálida y temblorosa y un mozo con las manos manchadas de harina lloraban en silencio.

Se la llevó rayo. Alguien se persignó. Era demasiado buena. Un ángel que ya no pertenecía a este mundo. Si no era de Dios, no sería de nadie.

2 comentarios:

Martín Palma Melena dijo...

Hola, Elisabeth

Cuando sé de gente buena que fallece tan prematuramente, siempre me pregunto ¿por qué? Si lo que más necesita este mundo es precisamente a esas personas. Y entonces recuerdo una respuesta que en tales situaciones solían darme de pequeño y que de alguna forma me tranquilizaba: que Dios necesitaba en el cielo de muchos ángeles y que por eso se llevaba de inmediato a quienes ya estuvieran preparados… Bueno, ¿qué otra respuesta podía dársele a un niño sobre temas que no dejan de cuestionar incluso en la adultez?

Por otro lado, cuando tienes clara tu vocación y no puedes responder a ella, si bien la muerte jamás es una respuesta, se sentiría un vacío muy grande que sería no imposible pero sí difícil de sobrellevar.

Por alguna razón tu cuento me ha originado esos recuerdos y reflexiones… En fin, un texto es bueno cuando no te deja indiferente y te hace pensar…

Muchos saludos

Montse de Paz dijo...

Hola, Martín. Me alegra que este relato, uno de los primeros que escribí, te haya impactado. Está basado en hechos reales. He tenido la oportunidad de conocer a la hermana y a un hermano de Carmen, he vivido a temporadas en ese viejo molino... Esta historia la he conocido de boca de testigos oculares, prácticamente. Aún hoy mucha gente de esa comarca la recuerda.