miércoles, 23 de enero de 2008

La venganza

La derrota

La guerra entre las dos superpotencias tuvo un rápido final, con la clamorosa victoria de la REA –República de Estados Aliados– sobre su único y tenaz rival, el Imperio Nagasori. Dos bombas biológicas de última tecnología hicieron estallar las principales bases del ejército enemigo y en pocas horas, la radiación programada exterminaba a tres cuartas partes de su población. La rendición no se hizo esperar y Nagasori pasó a formar parte de la pléyade de estados satélite de la ahora única potencia hegemónica del planeta.

El Gran Mandatario de Nagasori se suicidó ante los últimos supervivientes de su cúpula militar. Y, en medio de la confusión y la desmoralización de un pueblo diezmado, su segundo ascendió al poder. Era un personaje gris, con escaso don de gentes y nula capacidad oratoria, que había crecido a la sombra de un líder carismático, tan aclamado como temido. Pero todos lo siguieron sin dudar, atraídos por su fría serenidad y su capacidad innata para la organización.

Lo primero que hizo el nuevo Mandatario fue destinar los menguados efectivos militares que se habían salvado a la emergencia humanitaria y a la reconstrucción del país. A continuación, reunió a un nuevo cuerpo de Consejeros, designados tras honda meditación. A los Consejeros incorporó un joven inquieto, su ayudante, a quien se propuso enseñarle el arte de gobernar con la idea, en el futuro, de convertirlo en su sucesor. Este joven fue conocido como el Discípulo.

Tras abrir la sesión y permitir que los Consejeros se desahogaran, formulando sus quejas y lamentos ante la debacle nacional, el Mandatario se puso en pie, acalló a todos con la mirada y tomó la palabra.

-Señores –dijo, con su voz inexpresiva- podemos considerarnos afortunados. Debéis saber que la derrota es el primer peldaño hacia la victoria. Y el nuestro, como habéis comprobado, ha sido muy elevado.

Los hombres

El Mandatario puso a sus Consejeros a trabajar. Era prioritario levantar la moral del país y para ello nada mejor que dar dos cosas a sus habitantes: ocupación y motivaciones. Desenterró viejos lemas y compuso otros nuevos, que se multiplicaron por todo el país en pancartas, muros, edificios públicos y paneles televisivos. “El trabajo te hace feliz”. El país comenzó a hervir en la fiebre reconstructora. “El ocio es el opio del pueblo”. Era preciso, también, combatir el desaliento ante las estrecheces y ensalzar la austeridad: “Vales por lo que haces, no por lo que tienes”. Las escuelas y las universidades recibieron un impulso especial. “El saber te hace libre”.

Su predecesor había sido poco amigo de las prácticas religiosas. Preguntado por los Consejeros, el Mandatario reflexionó.
-Es sabido que las personas con creencias religiosas muestran una mayor resistencia ante las adversidades –dijo-. No fomentaremos la religión, pero tampoco será perseguida. En estos momentos, nos resulta útil.
Así mismo, se preocupó de forma casi obsesiva por alentar los vínculos sociales y familiares. “El individualismo te destruye” y “La comunidad te fortalece” fueron sus últimos lemas.

En pocos años, Nagasori pasó de potencia derrotada a un dinámico estado que resurgía con fuerza de sus cenizas y comenzaba a despuntar en los mercados internacionales, con sus productos de bajo precio y notable calidad.

Entonces, el Mandatario reunió a sus Consejeros.
-Ha llegado el momento de iniciar nuestro desquite –dijo, con su frialdad acostumbrada-. Será un camino lento y gradual, pero seguro. Nuestro Consejero Hiziro, aquí presente, ha diseñado una campaña perfecta destinada a nuestro primer objetivo.

Las llamaban “Alas”. Se trataba de un nuevo modelo de aeronave, pequeña, pensada para vuelos cortos con un solo piloto, sin acompañante. Poseían un diseño elegante, carrocería ultraligera y potentísimo motor. Los ingenieros de Nagasori consiguieron abaratar los costes de fabricación hasta cotas inusitadas, y no tardaron en invadir el mercado mundial. Las Alas hicieron furor. Por supuesto, los primeros clientes fueron los jóvenes adinerados de la poderosa REA. Pero su bajo precio y su infinita variedad de diseños y modelos pronto las convirtieron en un vehículo popular que se extendió como plaga por todo los países.

-Con las Alas les brindamos emoción, libertad, poder, fuerza… -explicaba el Consejero Hiziro a sus compañeros-. El sueño de todo hombre: volar como un pájaro. Casi hecho realidad. Sólo que… los sueños tienen su precio.

En el Ministerio del Exterior se abrió una pequeña división cuya finalidad era desconocida por casi todos los empleados del edificio. Tan sólo trabajaban en ella tres personas y se instalaron en un discreto despacho del sótano, sin ventanas, aislado y extremadamente sobrio. A los funcionarios les llamó la atención, en cambio, la instalación de los mejores equipos telemáticos que jamás habían visto, una potente línea de comunicación vía satélite y dos líneas de teléfono seguras y protegidas. Una conectaba directamente con el Ministerio de Economía. La otra, con el Ejército. Los tres funcionarios asignados a aquel despacho pasaban tan desapercibidos como podían, y apenas se comunicaban con el resto de personal del Ministerio. Cuando fueron preguntados sobre su cometido, se limitaron a responder que trabajaban para el “Departamento de la Lista”.

Cuando las Alas se expandieron por todos los países, el Departamento de la Lista comenzó a trabajar de firme. Datos de ventas, estadísticas, cifras… Otra plaga comenzó a avanzar, negra y ominosa. Las Alas eran vehículos excesivamente frágiles para la enorme velocidad y capacidad de maniobra que poseían. Y sus pilotos no se limitaban a utilizarlas como medios de desplazamiento. Un nuevo género de diversión, y nuevas competiciones aéreas, cundieron por todo el mundo. La emoción de poder volar se incrementaba exponencialmente si se le añadía otro factor: el riesgo.

El Mandatario volvió a reunir a sus Consejeros.

-El Departamento de la Lista nos ha pasado datos recientes. Según las últimas estadísticas, la cifra de muertos por accidentes asciende a seis millones, y el ritmo crece. Si continúa la progresión actual, en cinco años habremos saldado la deuda.
Los consejeros asintieron, gravemente. El Discípulo pidió la palabra.
-No obstante, será una parte de la deuda, solamente. Aún falta el resto.
-Efectivamente –repuso el Mandatario-. Nuestro próximo objetivo será fácil.

Los niños

-El Consejero Mikami, doctor en psicología y ciencias de la mente, junto con mi Discípulo, se ha ocupado del siguiente público diana –explicó el Mandatario, e invitó al consejero a hablar.
-Será muy fácil –el aludido se puso en pie, era el más anciano de los Consejeros y hablaba con voz suave y profunda-. Emplearemos técnicas que ya usaron nuestros antepasados, con éxito. Sólo que esta vez reforzaremos el componente subliminal. Nuestros estudios sobre las adicciones y los impulsos más arraigados en el subconsciente nos han ayudado a encontrar los argumentos y las imágenes más efectivos.

Los juegos digitales eran una realidad ampliamente difundida en todo el mundo, pero las nuevas ediciones de juegos multimedia de Nagasori arrasaron el mercado del ocio infantil y juvenil. Millones de niños comenzaron a vivir literalmente conectados a sus pequeñas computadoras portátiles, sacrificando horas de escuela, ocio y descanso. Los mundos virtuales se adueñaron de los hogares y los espacios públicos de recreo. Y, con esta nueva invasión, creció otra oleada amenazadora, que convulsionó a las sociedades de los estados libres.

El Departamento de la Lista pasó nuevos reportes y estudios al Mandatario y a su gabinete de Consejeros.

-Se están levantando movimientos sociales contra nuestros productos –explicó el Consejero Soyoku, experto en economía-. Asociaciones de madres y de maestros en todo el mundo achacan a nuestros juegos la creciente oleada de violencia escolar, casos de depresión, asesinato y suicidio entre niños y adolescentes.
Tras unos instantes de silencio, el Mandatario habló, dirigiéndose al Consejero Fujiko, responsable de comunicaciones.
-Bien. ¿Qué dice el último informe de la Lista?
-Un millón de muertes. Escaso.
-Suficiente –repuso el Mandatario-. Vendrán más. Esos niños serán adolescentes en pocos años. Y luego adultos. Toda una generación marcada.
-Una generación de adultos incapaces de trabajar, de mantener relaciones estables y de responsabilizarse de su propia vida –añadió Mikami-, será un lastre social incalculable y derivará en otros problemas.
-De todos modos –insistió Soyoku-, no podemos desdeñar a los movimientos opositores.
-¿Son realmente importantes? –inquirió el Mandatario.
-Grupos de mujeres e intelectuales –repuso Fujiko-. Son minorías poco significativas. Están bien considerados socialmente, pero nadie les hace caso. ¿Qué pueden hacer cuatro pensadores antipáticos ante una masa de críos y adultos ávidos de diversión fácil?
El Mandatario esbozó una de sus leves y rarísimas sonrisas.
-Esa es la gran debilidad de nuestro enemigo… -dijo el Consejero Mikami, su voz sonora llenando la sala-. Y sus gobernantes no son mejores que esas masas aborregadas, con el vientre lleno y el cerebro vacío. Son tan estúpidos que aún no han comprendido lo que hace siglos ya sabían nuestros antepasados, cuando se inauguró la era de la comunicación digital: que el verdadero poder no está en su dinero, ni siquiera en sus armas, sino en la mente.

Las mujeres

Un tema preocupaba aún al Mandatario, al tiempo que el imperio de Nagasori se hacía con un lugar cada vez más preeminente entre las potencias satélite de la República de Estados Aliados. Reunió a sus consejeros y pidió asesoramiento a la única mujer entre ellos, Toki.

-¿Qué punto débil podemos encontrar entre las mujeres de los estados libres?
Toki sonrió mientras sus ojos negros centelleaban.
-Es muy fácil –dijo-. Podemos darles todo lo que desean. Además, económicamente será un negocio perfecto.

La belleza. La eterna juventud. Los cosméticos naturales con fórmulas milenarias de Nagasori comenzaron a abrirse camino en los mercados de los estados libres. A diferencia de las Alas y los juegos, los productos de belleza no debían ser competitivos en sus precios, sino más caros. “En cuestiones de salud y belleza, precio elevado equivale a calidad”, explicó Toki al consejo. “Nadie en el mundo libre escatima su dinero por un bien tan codiciado”.

Tal como había predicho la consejera, los beneficios de las ventas fueron ingentes. A los productos, les siguieron las terapias, las sesiones de trabajo mental, la gimnasia, la música y las dinámicas grupales para potenciar la salud, la belleza y la autoestima. Un batallón de sanadores, terapeutas psíquicos, entrenadores y consejeros se desplazó desde Nagasori para establecerse como profesionales de la salud en las repúblicas libres.

-Con un mínimo de constancia –explicaba Mikami, ayudante de Toki en esta campaña- estas terapias crean una adicción física y psicológica tan sutil, que las pacientes no son conscientes de ella. En cambio, no pueden renunciar a sus tratamientos, y siempre ansían probar nuevos productos y técnicas.
-Son un mercado seguro, pues –aprobó Soyoku, el ecónomo.
-Son víctimas seguras –lo corrigió el Discípulo, mirando a su maestro.

Los productos se comercializaban en atractivos envases, con aromas y texturas cuidadosamente estudiados y manuales de uso redactados e ilustrados con suma pulcritud. En las etiquetas se facilitaba información sobre sus ingredientes e incluso se avisaba sobre posibles efectos secundarios en caso de abuso. “Puede provocar trastornos cardiovasculares”. La letra menuda no mencionaba, sin embargo, otros efectos colaterales.

-Su consumo a medio y largo plazo provoca infertilidad –explicó Toki a los Consejeros-. Las hormonas que contienen esterilizarán a generaciones de mujeres sin ellas saberlo.
-De todos modos –añadió el Discípulo, con sonrisa desdeñosa- esto también las favorecerá. Las mujeres de los estados libres no desean criar hijos.

Fue este efecto colateral de los cosméticos el que inspiró a Toki una línea nueva para ampliar su campaña. Durante semanas, reunió información exhaustiva y datos que le facilitó el Departamento de la Lista. En la siguiente reunión del consejo expuso su idea ante el Mandatario y el resto de Consejeros.

-En los estados libres hay un valor que no ha dejado de estar en alza durante décadas. Es uno de los productos más rentables y, para los ciudadanos, prácticamente una obsesión. Me refiero al sexo.
Los Consejeros se miraron y el Mandatario animó a Toki a seguir.
-En cambio, estudios de fuentes totalmente fiables demuestran que al menos dos tercios de la población femenina de estos países carece de una vida sexual satisfactoria. La mayoría de mujeres no experimentan el orgasmo en sus relaciones y, debido a la fuerte presión social, se ven obligadas a fingir, con lo cual su vida íntima resulta altamente frustrante.
Toki se detuvo unos instantes. El mandatario la miró sin ocultar una brizna de curiosidad. Después de tantos años trabajando a su lado, la Consejera aún podía sorprenderlo.
-Bien, demos a las mujeres de los estados libres lo que tanto anhelan –continuó Toki-. Diseñemos los mejores afrodisíacos. Démosles el sexo que quieren, placer sin límites, orgasmos múltiples y sensaciones que jamás han soñado experimentar. Este, sin duda, será nuestro producto estrella.
El joven Discípulo apenas pudo reprimir una carcajada, que rápidamente contuvo, bajo la mirada censuradora de su maestro.
-Será nuestra arma maestra –susurró, mirando a Toki de soslayo.

Y así fue.

Como las anteriores, los elixires amorosos, las cremas y los aceites eróticos también tenían efectos secundarios. Pero, esta vez, se omitió toda alusión en el etiquetado.

El Departamento de la Lista arrojaba nuevas estadísticas a diario.

-Son ya veinte millones –dijo Toki en el consejo-. Y el número aumenta día a día.
-Veinte millones de adictas –murmuró Soyoku-. La cifra ha superado en mucho las de las otras campañas. Lástima que los resultados sean a largo plazo…
-Pero serán devastadores –aseguró Toki, con firmeza-. Una mujer adicta, enloquecida por el sexo, significa la disolución de su familia. Muchas quedarán estériles. El efecto de nuestras “armas” es multiplicador. Las sociedades de los estados libres se desmoronarán por dentro, simplemente.

El Mandatario observó a Toki, su busto erguido y su rostro terso e inexpresivo. Y no pudo evitar un levísimo estremecimiento.

El Desquite

La popularidad del Imperio Nagasori crecía sin cesar. Sus productos, altamente valorados, invadían los mercados. Sus filmes, sus juegos, su música y su cultura estaban de rabiosa moda. El Mandatario había comenzado a prodigar sus viajes al extranjero, firmando tratados comerciales y acuerdos amistosos con los estados libres. Especialmente cuidó sus relaciones diplomáticas con la poderosa REA, con cuyos presidentes mantenía un trato cada vez más fluido y cordial. Invitó a un par de ellos a visitar su país, y se embarcó en la ardua tarea de redactar un tratado de cooperación militar. Este fue uno de sus logros más elogiados por los Consejeros.

-Sabiendo que somos sus aliados, dejarán de ejercer un control riguroso sobre nuestras maniobras y sobre nuestra industria bélica –explicó el Consejero Suzaku, que era a la vez general del ejército-. Podremos desplegar nuestras fuerzas a la par que las suyas, e incluso conocer sus movimientos, sin sospechas por su parte. Pero lo que ignoran –añadió, con sonrisa sibilina- es que estamos superando su tecnología armamentística. Gracias a nuestro programa de innovación y mejora continua, nuestras armas pronto dejarán atrás las suyas, en eficacia y en sigilo. Nuestros misiles son prácticamente indetectables. Cuando quieran darse cuenta, los tendrán sobre sus cabezas.

El Mandatario era anciano. Muy anciano. Su Discípulo hacía años que había dejado de ser joven, y participaba en el Consejo como un miembro más. En el gobierno y en la calle, se murmuraba sobre la vejez de su líder, y las conjeturas acerca de su sucesor despertaban animadas discusiones. Pero el Mandatario, gracias a su parca alimentación y a los suaves ejercicios que practicaba a diario, se mantenía activo y con una indiscutible claridad mental. Muchos eran los que decían que no quería morir sin ver culminada su revancha. “El Desquite”, como era designado en círculos militares cerrados, se había convertido en asunto de interés nacional. El Imperio aguardaba su hora, como tigre agazapado. Y el Mandatario aguardaba, impasible y sereno, meditando sus decisiones mientras nivelaba la grava de su pequeño jardín, rastrillo en mano y la mirada fija en las pequeñas piedras blancas, salpicadas de pétalos de ciruelo en flor.

Fue en aquel jardín donde mantuvo una conversación a solas con su Discípulo, que éste jamás olvidaría.

-Nuestro país ha cambiado mucho –le dijo el Mandatario-. Ya no es el pueblo empobrecido de la postguerra. Hemos presentado una batalla silenciosa a nuestro enemigo y la estamos venciendo. Pero no debemos olvidar que esas mismas armas se pueden volver contra nosotros.
-¿Qué quieres decir, maestro? –inquirió el Discípulo-. ¿Hablas de traidores entre los nuestros?
-No me refiero a esto –replicó el Mandatario-. Mira a tu alrededor. Nuestra sociedad se parece cada vez más a la de los estados libres. Vivimos inmersos en el bienestar y corremos el riesgo de caer como ellos, adictos a nuestros propios productos. Víctimas de nuestras propias armas.
-¿Cómo evitarlo? –preguntó el Discípulo-. Nadie desea regresar a la penuria.
-Esa será tu gran misión, el día que me sucedas en el gobierno –dijo el Mandatario-. Deberás rescatar los viejos lemas y fortalecer nuestros principios. Recuerda bien esto: aquello que te curó, es lo que te mantendrá sano.
El Discípulo asintió, en silencio.
-Cuando sea el momento –añadió el Mandatario, mirándolo fijamente a los ojos- sabrás lo que debes hacer.

Y, por fin, llegó el día.

El Mandatario reunió a sus Consejeros y a la cúpula militar en la sala blanca y desnuda, la misma que había acogido tantas reuniones, desde los años duros de la postguerra y el inicio del Desquite.

-Ha llegado la hora –dijo, escuetamente-. El general Suzaku y mi Discípulo, que actuará como mi delegado directo en esta operación, os explicarán en detalle el plan.
El general se puso en pie y habló a sus oyentes.
-La poderosa República de Estados Aliados se hunde. Las crisis sociales y económicas, la caída demográfica, la corrupción del gobierno y la violencia sin control han minado a nuestro enemigo hasta límites antes no alcanzados. Su último presidente ha demostrado una total incapacidad para conciliar sus intereses con los demás países. No cuenta con otro aliado más firme que nosotros. Por tanto, es el momento en que debemos desplegar nuestras fuerzas.

Tras proyectar un mapa del planeta sobre la pared, el militar y el Discípulo fueron explicando, con la ayuda de un programa de simulación digital, la estrategia diseñada.

-Cuando el último misil sea lanzado –acabó el Discípulo, abarcando con su mirada a todos los presentes- podremos decir que el mundo entero estará en manos de nuestro Imperio.

Un silencio pesado siguió a sus palabras. El Mandatario observó a sus Consejeros, ancianos como él, a la implacable Toki, a los militares, ávidos de entrar en acción. El general Suzaku se adelantó, ceremoniosamente.

-Señor –dijo, inclinándose ante el Mandatario-. Este gran momento es, sin duda, el mejor fruto de vuestro trabajo. Será vuestra gran victoria.
El Mandatario movió la cabeza.
-Nuestro enemigo ya ha sido derrotado –respondió, calmadamente-. Lleva la destrucción inscrita en sus mismas entrañas, desde hace mucho tiempo. Nosotros sólo le hemos proporcionado las armas.

La silla del obispo

Con los pies embutidos en las galochas, chapoteando en la paja hedionda y escobilla en mano, Perucho contuvo el aliento y, por primera vez en mucho tiempo, maldijo su suerte.

Y no porque le fuera mal dada por la fortuna, no, la singular circunstancia en la que se hallaba. Más bien era una consecuencia irremediable de su regalada existencia durante los últimos tres meses.

Tres lunas atrás, el galopín aventurero había entrado a servir con Don Ramón, otro cura de entre el puñado de amos que conoció. Este era un prelado orondo y acomodado, tan amante de los placeres de la vida terrena como de las promesas de la eterna. Habíase ganado la simpatía y el favor de todo el pueblo por su carácter humoroso y campechano, su labia florida y su humanidad desbordante.

Don Ramón tenía formas peculiares de conquistar almas para la causa divina, y por ello no reparaba en frecuentar asiduamente la taberna –su segunda parroquia, como él la llamaba-, o en organizar sonadas batidas de corzo por el monte, reuniendo a mozos y señores de toda la comarca en alegres partidas de caza.

Durante el tiempo que Perucho sirvió en su casa, la vida se sucedió como una fiesta continua. Don Ramón ya tenía una mayordoma, doña Claudia, que se ocupaba de los menesteres más fatigosos de la casa rectoral. Mujer avinagrada y flaca, tiesa como una vara, doña Claudia era el contrapunto exacto de su pomposo amo, con quien mantenía no pocas y ruidosas disputas. Mas Don Ramón la conservaba a su vera, pues la buena señora era eficiente como la que más cocinando, cosiendo y fregando, y era mucha la faena por hacer en aquella santa casa. Perucho era su monaguillo, su “secretario” –aunque no sabía escribir- y su acompañante de correrías. Día sí y día también el buen párroco recibía huéspedes en la rectoría, cuando no acudía invitado a otros lares ajenos. Y en toda ocasión, el zagal acompañaba a su amo, compartiendo montura y mesa con él, pues Don Ramón era hombre afectuoso y de carácter llano, poco amigo de melindres y ceremonias, y pronto le tomó cariño al muchacho.

En pocas semanas, Perucho mudó su aspecto de forma notoria, hasta el punto de precisar ropa nueva, pues creció un palmo de estatura, ganando no menos de diez libras de peso.

La intensa vida social de Don Ramón y su floreciente parroquia, con abundante y generosa feligresía, no pasaron desapercibidas ante la diócesis. Y así fue cómo una noche, compartiendo cena con el sacristán, Perucho y un par de feligreses, el buen cura les anunció solemnemente la noticia.

-El señor obispo vendrá a visitarnos. El domingo que viene, concelebrará misa en la parroquia, y luego se quedará a comer en el pueblo. Por supuesto, lo he invitado a la rectoría.
A Doña Claudia, que servía la mesa, le faltó tiempo para echar el grito en el cielo.
-¡Y, por supuesto, no podía haber avisado antes, el monseñor obispo ese! ¿Este domingo, dice? ¡Y no se le ocurre otra cosa que invitarlo a su casa! ¡Dios santo! ¿Sabe usted la faena que me llevará? ¡No hay tiempo!
-Vamos, vamos, Claudia –Don Ramón sonrió, condescendiente-. ¡No será para tanto! Dios proveerá de tiempo y de cuanto haga falta. Todos te ayudaremos. ¿No es verdad, Perucho?
Perucho asintió vehemente.
-¡Sí! Él me ayudará… -bufó la Claudia-. ¡Otro inútil que no trabaja lo que come! ¡Santa Virgen! Más valdrá que se aleje de la cocina, ¡y de la casa! ¡Me lo pondrá todo patas arriba!
Perucho se encogió de hombros. Bien sabía que no era santo de su devoción, y sus incursiones furtivas a la despensa sacaban de quicio a la pobre señora. Los otros dos parroquianos, el Pepe y el Quico, se miraron entre sí, burlones.
-Claudia –la reprendió Don Ramón, benevolente-, no seas injusta con el rapaz. ¿No ves que es sólo un chico? No te preocupes, ya le daré yo trabajo en la iglesia, no te estorbará.
-Más le vale –gruñó Claudia, y se alejó aprisa, los brazos en jarras y el mandil azotando su gruesa falda de paño.
-Bueno, muchachos –agregó Don Ramón-. Hemos de preparar una buena recepción a nuestro obispo. ¡Será un acontecimiento extraordinario! Hace mucho que un obispo no visita este pueblo… ¿No es verdad?
Ni Pepe ni Quico ni el sacristán, y todos pasaban de los cuarenta y muchos, recordaban una sola visita episcopal a la aldea.
-Este pueblo está dejao de la mano de Dios –dijo Pepe-. Aquí no vienen ni los gitanos…
-… sólo los “deputaos” esos –continuó Quico-, cuando vienen a pedir votos, ¡los muy cabrones!
Don Ramón sonrió afable.
-Pues ahora, Dios se ha dignado a mirar sonriente a este pueblo, y nos envía a uno de sus insignes ministros, el señor obispo. Así que hemos de brindarle una recepción digna de un rey, para que siempre se acuerde de su visita y quiera repetirla, Dios mediante, en el futuro.

Todo el pueblo se puso en pie y, en pocas horas, el vecindario se volcó en preparar la venida del señor obispo. Las calles fueron barridas, las mujeres sacaron flores a los balcones, se arregló el caño de la fuente, atascado y roto desde hacía años… La parroquia sufrió el asalto de un batallón de feligresas devotas, que dejaron baldosas, suelos y altares relucientes como patenas, amén de atestar de flores los jarrones, cambiar todos los velones por cirios nuevos y poner los mejores paños, planchados con almidón e inmaculados.

En casa de Don Ramón tampoco hubo descanso. El buen cura era hombre detallista y había previsto todo cuanto el señor obispo pudiera necesitar. Le arreglaron el mejor dormitorio, en caso que quisiera reposar o dormir la siesta, con jofaina de porcelana fina y sábanas nuevas de hilo. Claudia preparó el servicio del banquete con esmero: mantelerías, cubiertos de plata, vajilla nueva. El carpintero del pueblo arregló un viejo sillón de brazos, sacado del coro de la iglesia, para que monseñor pudiera asentar sus sacras posaderas, y Claudia cosió un cojín forrado de terciopelo púrpura. Durante dos días, Perucho merodeó ansioso, acechando la cocina, con la boca hecha agua bajo los tentadores efluvios de guisos, empanadas y caldos que amenazaban con invadir la casa entera. Aunque no tuvo mucha ocasión de distraerse, porque Don Ramón parecía atacado del mal de San Vito, y no cesaba de dar órdenes, mandar recados o acudir a este o a aquél, con alguna nueva idea que se le había ocurrido para mejor agasajar al obispo.

Pero había un detalle, un solo detalle, que Don Ramón no había resuelto, y que le daba mal dormir. Así, el viernes por la noche, se reunió en la taberna con Perucho y sus dos buenos consejeros, Pepe y Quico, y les confió su inquietud.

-Hemos pensado en todo menos en una cosa… ¡y es casi la más importante!
-¿Qué es? –preguntó Perucho, muerto de curiosidad.
-Pues… ¿Cómo decirlo? Hemos pensado en su llegada, en la iglesia, en la mesa, el comedor, en las viandas… Pero, ¿qué ocurre después de comer, cuando uno ya está lleno y…?
Don Ramón se dio unas palmaditas en el vientre, mientras Pepe y Quico abrían mucho los ojos, asintiendo.
-¡Coño! Pos sí, es lo más importante…
Perucho los miró, sin comprender.
-¿Qué es lo más importante? –preguntó, inocentemente.
Ni Pepe ni Quico acertaron a pronunciar la palabra. Don Ramón miró al rapaz, comprensivo.
-Pues hacer de vientre, hijo mío, defecar… Y ¿cómo vamos a dejar que nuestro obispo vaya al corral, con sus vestimentas y sus zapatos… ¡Ah, eso no es digno! ¡Hemos de pensar algo!

Surgieron varias ideas, a cual más inverosímil o enojosa para poner en práctica. Hasta que, finalmente, fue Quico quien dio con la solución.

-Hagamos un bujero en el techo del corral, que dé a un cuarto retirado. Arriba, clavamos un cajón de madera en el suelo, con otro bujero que dé abajo. Y asentamos al señor obispo allí, con todo regalo.
Pepe aplaudió la idea.
-¡Esos lujos ni en la capital! Carajo, ¿de ánde sacaste esa idea?
Quico se ufanaba, y Don Ramón convino en que la solución era inmejorable.
-Y, pa’ hacerlo más refinao –añadió Quico-, que alguien se meta abajo, con una escobilla, y cuando monseñor descargue, que pase el cepillo po’l hueco y lo friegue.
De nuevo Don Ramón aplaudió la idea, mientras Quico jaleaba a su amigo. Perucho también reía a carcajadas. Reía alborozado imaginando el brillante ingenio… hasta que algo lo acalló de súbito.
-¿Y quién se mete ahí abajo?
-Pos… No sé. Cualquiera se pone.
Silencio sepulcral. Perucho tragó saliva, mientras las miradas se cruzaban entre unos y otros, vacilantes, para acabar posándose sobre su persona.
-Perucho, hijo… -comenzó Don Ramón.

Y allí estaba. Metido en el oscuro corral, oyendo resoplar a la mula y cloquear a las gallinas, que parecían mofarse de él, calzado con las madreñas y el cepillo, aguardando la hora fatal… Él, que había ejercido como digno monaguillo en la fastuosa misa solemne. Él, que había acompañado, engalanado con su chaleco y sus polainas nuevas, a su amo el cura y a monseñor el obispo, por su paseo en procesión por el pueblo. Él, que había esparcido la fragancia divina, a golpe de incensario, alrededor del altar. El que había ayudado a doña Claudia a acomodar a su ilustre huésped, su séquito y los invitados del pueblo a la mesa… Poco había podido disfrutar del pantagruélico banquete, y lo poco que había engullido fue aprisa, de pie en la cocina, mientras Claudia se afanaba con bandejas y fuentes para servir a los comensales. Tampoco le había aprovechado mucho, se lamentaba, mientras sentía su estómago inquieto, revolviéndose en la penumbra. El penoso cometido le había quitado el apetito y apenas pudo catar la torta del postre. Antes de enfrentarse a su destino, Perucho se asomó por la puerta entornada y contempló el salón comedor, saturado de voces, humo y olores, entre el clinc clinc de los cubiertos y las copas y el muelle sonido de treinta bocas masticando a dos carrillos los suculentos estofados de Claudia. Perucho observó al obispo. Era un hombre enorme y cuadrado, aún más corpulento que Don Ramón, y más alto. En la iglesia se había mostrado severo y distante, pero en el ubérrimo comedor del párroco, tal vez por arte del guiso, del buen pan, o del mejor vino, monseñor comenzó a charlar por los codos, sin dejar de comer con buen apetito. Perucho apretó los dientes, intentando no pensar en su misión.

Don Ramón lo vio, asomando la nariz pecosa por la puerta entornada, y le hizo una señal. Obediente, Perucho cogió su escobilla y descendió a los infiernos.

Por fin oyó unos pasos en el techo. Perucho aguardó, vigilante, y se apostó en su lugar. Echó un vistazo hacia arriba y no tardó en ver una sombra tapar la luz del agujero. “Ya está”, pensó. “Ahora, la descarga”.

Tras la última andanada, Perucho estiró el brazo, esgrimió su cepillo y lo pasó cuidadosamente por el orificio. Lo sacudió un poco y se retiró inmediatamente.

“Coño”, oyó decir, al tiempo que la luz volvía a asomar por el agujero. Perucho se sonrió. Sin duda, el obispo había quedado impresionado.

En el piso superior, monseñor se incorporó, atónito. Había juzgado prematuramente aquel pueblo perdido en las montañas como lugar primitivo y atrasado… ¿Pues no tenían retrete, con mecanismo de limpieza incorporado? Intrigado, se arrodilló junto al poyo de madera, apoyó las manos a ambos lados y aplicó el rostro a la apertura circular. Tenía que averiguar cómo funcionaba, para instalar un artilugio semejante en su palacio episcopal.

Perucho vio que la sombra tapaba otra vez el hueco del improvisado retrete. “No habrá quedado lo bastante limpio”, pensó. Y, ni corto ni perezoso, volvió a pasar el cepillo por el agujero. Esta vez lo hizo concienzudamente, una repasada de ida y otra de vuelta.

Tal como vaticinara Don Ramón, el señor obispo jamás olvidaría su visita a aquel pueblo.