jueves, 27 de septiembre de 2007

Notas a "La rosa de cuatro picos". Sobre los maragatos

"La rosa de cuatro picos" es una historia inspirada en los maragatos. Si buscáis en Google, encontraréis mucha información sobre ellos. Se trata de una antigua estirpe que habitaba una comarca del noroeste de España, en la provincia de León. Su origen es incierto. Según algunos autores, es árabe o morisco (de mauro-moro), según otros, es celta (por su localización geográfica y algunas costumbres peculiares). Circulan muchas y variopintas hipótesis entorno a su cultura. Lo cierto es que tenían sus tradiciones propias, practicaban la endogamia, es decir, se casaban entre ellos sin mezclarse con la gente de afuera, y muchos hombres se dedicaban al comercio o eran arrieros, pues la Maragatería era una tierra muy pobre, apta para el ganado y poco más.

Muchos maragatos emigraron a América y fundaron colonias, especialmente en Argentina y Uruguay. Se expandieron por la Patagonia (tal vez les recordaba su duro terruño...) Hay quien dice que el atuendo gaucho procede del traje típico maragato: bombachos o bragas, polainas, faja y sombrero de ala ancha. Creo que es en la ciudad de Carmen de Patagones donde a sus habitantes aún se les llama "maragatos".

Un aspecto que marcó la comarca de la Maragatería fue el Camino de Santiago, que desde León a Galicia atraviesa sus tierras. La Cruz de Fierro es un hito célebre, donde la costumbre es que los peregrinos dejen una piedra al pie del poste de la cruz. Actualmente el pueblecito de Foncebadón, donde se encuentra, está prácticamente deshabitado (creo que sólo tiene 2 habitantes censados) pero hay un albergue de peregrinos que, con el auge que el Camino ha cobrado en los últimos años, está muy frecuentado.

La capital de la Maragatería es Astorga, ciudad muy conocida por sus murallas romanas, su catedral, su palacio modernista (de Gaudí) y sus dulces, las "mantecadas". El origen de la ciudad es romano. En tiempos de Augusto, era la ciudad más importante de la mitad noroeste de España, y capital de una provincia romana. Su nombre era Asturica Augusta, derivado de las tribus celtas de los astures, que habitaban aquella región antes de ser prácticamente exterminadas por las legiones de Julio César.

Ponferrada es la capital de otra comarca singular, el Bierzo, un conjunto de valles muy fértiles entre Galicia y León. Es famosa por su castillo templario, que, si lo buscáis por Google, ya veréis que es de película.
El Cebreiro es el último pueblo leonés que se encuentra en el Camino, antes de pasar a Galicia. Situado en un lugar alto, entre montes, goza de una vista espléndida. Tiene una pequeña iglesia pre-románica recientemente restaurada. Las pallozas son las casas típicas de ese pueblo y de otros de la zona. Son circulares, de piedra, con techumbre de paja; algunas son conservadas como casa-museo y otras han sido habilitadas como albergue de peregrinos.

Los pueblos que menciono (Castrillo, Santa Colomba, El Val de San Lorenzo...) también son reales, y he intentado dibujar un cuadro lo más realista posible de su ambiente, durante el siglo XIX, más o menos.

Finalmente, explico el por qué del título y de esos versos desperdigados por el relato.

La rosa de cuatro picos es una expresión para designar las manchas de sangre que se formaban en el pañuelo que las ancianas de la tribu metían en la vagina de las novias, antes de su boda, para comprobar si eran vírgenes. No es original mía, sino que la tomo del acervo maragato. Esa costumbre, por otra parte, no es exclusiva de su cultura. Los gitanos también mantienen el rito del pañuelo y sé de buena fuente que aún se practica en España hoy día.

Los versos intercalados son tomados de una antiquísima canción popular maragata, La Peregrina, que narra los amores de una peregrina que va a Santiago y se pierde por el monte... En realidad, en la canción el que pena y llora es su amado, que sufre porque ella se va con otro. Pero al final, ella regresa a su lado y pide perdón a los pies del Santo. En este caso, he tomado los versos que me iban bien para acompañar las escenas, adaptándolos a la situación.

La rosa de cuatro picos

Desde el día en que tuvo su primer sangrado, Soledad supo que los años de la infancia habían quedado atrás.

No es que su infancia hubiera sido liviana y despreocupada. Como todas las niñas, apenas levantaban cuatro palmos, Soledad había aprendido el duro trabajo, en los campos y en el hogar. Sabía del azote del sol y del cierzo, sus pies conocían piedras y espinos, sus manos eran amigas del cayado de pastor, de la rueca y de la lana, de las duras trenzas de esparto, de las cáscaras crujientes, que a veces la hacían sangrar. Nada de eso cambiaría. Pero atrás quedaban los juegos, robando horas al tiempo; las canciones bailando en corro, saltar a la comba en la era, la rayuela y el escondite, hacer rabiar a los niños, persiguiéndose a matar…

Se miró en el espejo del armario de su abuela, aplastando el camisón contra su cuerpo. El azogue picado le devolvió la imagen blanca y alargada. El rostro pálido, el pelo trigueño y los oscuros ojos de terciopelo. Ya no era una niña. “Eres una mujer”. ¿Dónde estaba la mujer?, se preguntó, mordiéndose los labios. Se volvió de lado. Los senos apuntaban, audaces, provocadores. Y sus caderas se ensanchaban. Parecía un ánfora, de talle estrecho y bajo redondeado. Se preguntó si bastaba eso. Aún no tenía quince años. Dentro de aquel cuerpo de mujer todavía aleteaba una niña.

Y, sin embargo, nunca como aquel día se había sentido tan vieja.

Habían tenido invitados a comer. Doña Prudencia y su hijo, Don Nuño Cordero. Sus padres se habían esmerado, la comida se había revestido de solemnidad, igual que cuando venía Don Pedro, el cura, por Pascua o por Navidad. Don Nuño era un cuarentón fornido, alto y garboso, viudo y con tres hijos, y una nada desdeñable fortuna en su haber. Se había afincado en el Val de San Lorenzo y había abierto un telar. Ganaderos de toda la comarca le llevaban su lana, el negocio prosperaba y, se decía, sus mantas se vendían por toda España, incluso allende el mar. Soledad temía a Prudencia, mujer enjuta y severa, como estaca de roble, y miró con aprensión al imponente Don Nuño, su rostro moreno bien afeitado, sus calzas anchas, la rica armilla bordada, las polainas y las botas. Sentados a la mesa, mientras su madre servía el cocido, ella repartía el pan. Cuando llegó junto al huésped, sintió sus ojos escrutadores. El hombre la observó, como quien evalúa una cabeza de ganado, y ella se sintió desnuda. Bajó la mirada, modesta, reteniendo su temblor. Una moza recatada jamás debe levantar los ojos. Así la habían enseñado. Don Nuño hizo un gesto aprobador y la conversación entre él y su padre se animó. Charlas de arrieros y pastores, asuntos de hombres adultos. Pero Soledad no se engañaba. Detrás de las palabras dichas había otras ocultas, sobreentendidas. Bien sabía, de sobras, de qué trataban.

Aún le duraba el frío en la piel. Aquella noche, mientras se peinaba ante el espejo de su abuela, lloró. Silenciosa, no fueran a oírla. Cuando la abuela entró, ella ya estaba acostada, recogida como un caracol, bajo las mantas. La abuela se tendió a su lado y Soledad respiró su olor a leña quemada, a caldo y a rancio. Escuchó el murmullo de oraciones bajo el edredón. Luego, leve ronquido. Suspiró. Echaba de menos el otro lecho, la otra alcoba. La habitación de los niños y la enorme cama revuelta donde, cada noche, ella y sus hermanos peleaban por su territorio, tironeando la colcha, revolviendo las mantas. Echaba de menos los codazos, las uñas y dientes, las risas; las patadas de pie menudo, el olor a orina y a sudor de niño. Sobre todo eso. El olor de niñez.

* * *

-Madre, déjame ir, te lo ruego. Déjame hacer el Camino y besar al Santo. Quiero ofrecerle mi futuro matrimonio…
La madre movió la cabeza, dubitativa.
-No, hija, no. ¿A dónde vas a ir, tú sola? Además, empieza la primavera y hay mucha faena.
-Iré con los peregrinos. Ayer pasó un grupo, pronto vendrán otros. ¡Tan sólo serán veinte días! Madre, por favor…
-A ver qué dice la abuela.

La abuela era la autoridad en aquella casa de arrieros. En el campo mandaban los hombres, en el hogar la mujer. Sin inmutarse, y sin dejar de retorcer los copos de lana, la matriarca escuchó a su hija y a su nieta.

-Déjala ir –dijo, y su hija enarcó las cejas.
-¿Sí, madre?
La abuela levantó los ojos y los clavó en Soledad. Los abuelos entienden mejor a los nietos, había oído ella. Pero, aquel día, lo que vio en la mirada de la anciana fue distinto. Complicidad escondida, de mujer a mujer. ¿Acaso leía la abuela los entresijos de su corazón? ¿Podía adivinar su anhelo, su hambre de libertad? ¿Podía ver aquel nudo que la asfixiaba por dentro? ¿Podía vislumbrar su temor?
-Lo hablaré con Don Pedro –decidió la madre.

Soledad tembló. La palabra del cura era ley. Pero Don Pedro, para su sorpresa, vio con buenos ojos la petición de la muchacha. Las recibió a ambas, madre e hija, en la sacristía, de gruesas paredes encaladas, vetusta y helada como una tumba.

-Ayer estuve en Astorga. Conocí a un grupo de peregrinos que pasará por aquí, a lo sumo en dos días. Podría ir con ellos. Son gente honesta y viajará protegida. Es buena cosa, sí, que vaya a venerar al Santo. Que rece y medite en su vida, antes de convertirse en mujer casada.
La madre suspiró, resignada.
-Y tú, hija –añadió Don Pedro, tomándola de la barbilla y mirándola con atención-. Ofrece al Santo tu matrimonio y tu virtud de doncella. Reza por tus padres y por la familia de tu esposo. Y pide que haga de ti una mujer santa y piadosa.

Soledad asintió, bajando la vista hasta el suelo. Sintió los dedos fríos del cura bendiciéndola, rozando su coronilla. Besó su mano con respeto y reprimió su sonrisa. Pero dentro de su pecho volteaban las campanas.

* * *

El Camino. Días de sol, ancho horizonte. El mundo desplegado a su alrededor, los campos desnudos y pardos, moteados de encinas; las rocas albas, asomando como huesos en la vieja piel de la tierra adormecida, desperezándose bajo el sol de primavera. El cielo, tendido sobre ellos. Soledad besó a los suyos, tomó su bastón y su morral, y corrió hacia las afueras del pueblo. Sus zapatos repicaban en la calle empedrada, su manteo volaba. No miró atrás. No quería. Le apenaba dejar a los niños. Su hermano menor lloriqueaba. Su hermana la envidiaba, seguro. La madre agitó su pañuelo, la abuela murmuró sus bendiciones. Doña Prudencia también estaba allí, plantada como una estaca. No quería ver su cara ceñuda.

El Camino. Soledad se incorporó, alborozada, al grupo de peregrinos. Dejando atrás el pueblo, la sonrisa se adueñó de su rostro.

Iba la peregrina
con su esclavina,
con su cartera y su bordón;
lleva zapato blanco,
media de seda,
sombrero fino que es un primor.


Las mujeres del grupo la acogieron con cariño. Era la más joven del grupo, ellas la protegerían. En total, sumaban una veintena, todos adultos y, algunos de ellos, matrimonios. Pero Soledad se fijó especialmente en uno. En Gonzalo.

Fue saliendo de Santa Colomba de Somoza. El sol apretaba, habían llenado las calabazas de agua y reponían fuerzas, almorzando pan y cecina a la vera del camino. Soledad se sentó en un tapial de piedra y él se acercó, tendiéndole un botijo.

-Bebe, peregrinita, que peor que el hambre es la sed.

Ella aceptó, levantó el botijo y bebió. El hilo de agua le salpicó el rostro, antes de alcanzar la boca, y ambos rieron. Cuando le devolvió el botijo, él estaba sentado a su lado.

Sus miradas se enzarzaron como la hiedra en el roble. Ella aún tenía los labios mojados. Una ráfaga de viento le agitó un mechón rubio, escapado del pañuelo. Los rizos de Gonzalo eran negros. Negros y relucientes, como sus ojos.

Lleva rubio el cabello,
tan largo y bello,
que el alma en ello se me enredó;
En la su fina ceja,
de oro madeja,
su amor y el mío se aprisionó;

Pasaron Foncebadón y remontaron el monte Irago. Allí, junto a la vieja ermita, en la cima batida por los vientos, los peregrinos depositaron sus piedras a los pies de la Cruz de Fierro.

Soledad dejó su laja de pizarra, elevando los ojos. El poste se le antojó inmenso, irguiéndose en el azul. Arriba del todo, coronando el madero, pequeñita y negra, la cruz arañaba el cielo. “Aquí dejo mis faltas”, se dijo, para sí, y se arrodilló sobre la pirámide de piedras, depositadas siglo tras siglo por miles de peregrinos. “Una montaña de pecados, al pie de la cruz. ¿Llegará algún día al cielo?”

Descendió, con el corazón ligero. Una piedra juguetona rodó bajo sus pies y se alejó del montón. Gonzalo la esperaba, sonriente. Siempre sonreía. Ella le devolvió la sonrisa, limpia, libre.

-Dejamos atrás nuestras culpas –dijo ella. El sol danzaba bajo sus pestañas.
Gonzalo le tendió la mano.
-Dios perdona siempre –contestó, con su voz risueña. Y ella sintió que le brotaban alas.

De los ásperos montes maragatos, descendieron a los verdes valles bercianos. Pernoctaron en Ponferrada. Jamás había visto Soledad ciudad tan grande, tan bulliciosa. Había estado en Astorga, la capital de su comarca, y había contemplado, impresionada, la catedral grandiosa, las casonas nobiliarias, el Ayuntamiento. Ceñida por su muralla, Astorga era adusta y señorial. En cambio, Ponferrada era alegre como una feria, esparcida junto a las riberas del Sil. Gonzalo la llevó a ver el castillo y ella soñó, mientras admiraba las esbeltas torres, los muros desiertos, las almenas airosas que en otros tiempos habían contemplado la gloria de los señores templarios. El hablaba, desgranando leyendas, y ella correteaba como una niña, explorando las ruinas. De pronto, él la detuvo.

-¿Sabes, mi peregrina? Hoy, ahora, aquí… yo soy tu caballero, y tú eres mi dama. Mi dueña y señora.

Ella se sonrojó mientras él la tomaba de la mano, galante. La condujo hasta el muro y la reclinó contra la piedra. Soledad sintió su sombra y su aliento. La mano que quitaba el pañuelo, el pelo deslizándose. Y después sintió sus labios.

-¡No…! -se apartó-. Gonzalo, eso no está bien. Vamos, vámonos de aquí.

El se mordió los labios, contrariado, pero no rechistó. La siguió en silencio, mientras ella se anudaba la pañoleta en la nuca y corría hacia el puente, buscando el casco urbano, la seguridad reparadora de las calles, de las gentes, del ruido. Cuando se volvió a mirarlo, él no sonreía.

En los prados y flores
de mis amores,
a los pastores les pregunté
quién vio a una morenita
peregrinita,
que al alma irrita con su desdén.

Remontaron de nuevo los montes que los separaban de Galicia y se detuvieron a hacer noche en el Cebreiro. Allí oyeron misa, a la caída de la tarde, apretujados en la pequeña ermita, junto con muchos otros peregrinos. Los ecos de los cantos resonaban bajo la bóveda románica de piedra y a Soledad le faltó aire. Con la espalda apretada contra la pared, el pecho rozando los cuerpos extraños, se volvió hacia Gonzalo, de pie a su lado. Él la tomó de una mano y se la estrechó. Ella estaba fría, él ardía. Su calor la reconfortó.

Cuando salieron de la iglesia, en medio del jolgorio y el vocerío, el sol declinaba sobre los montes.

-¿Quieres venir conmigo? –le preguntó él.
-¿A dónde?
-Vamos al alto. Si está lo bastante claro, aún veremos el mar.

Ella no se hizo de rogar. Deseaba reconciliarse. Pero, sobre todo, y aún sin querer confesárselo, deseaba estar con él.

Dejaron abajo el pueblo y caminaron hacia la cima redondeada, abriéndose paso entre las urces. Las sombras invadían los valles pero allí, en la corona del monte, aún era de día. Gonzalo señaló con el dedo. Atrás, los fértiles valles del Bierzo, las grises montañas, los páramos maragatos. Ante ellos, la verde Galicia. Frondosa, dulce, brumosa. No se veía el mar. El sol se engalanaba en chales de oro y violeta.

Sobre ellos, sólo el cielo. Y el viento susurrando entre los brezos. Soledad se quitó el pañuelo. Abrió los brazos y respiró. Su último sorbo de infancia. O quizás de libertad. Gonzalo la observaba, inmóvil, mientras el aire le rizaba el rubio cabello, hinchaba el manteo como vela y jugaba a enroscarse en su cintura de niña.

…en la oscura maraña
de una montaña
mi peregrina se me perdió


-Soledad…

Soledad. Sí. Soledad inmensa del monte. Donde nadie los podía ver. Nadie, salvo Dios. Pero Dios, aquella tarde, se acostó con el sol poniente.

Se tendieron sobre la yerba. Ella contempló el cielo arrebolado, cayendo sobre sus cabezas. Y luego lo contempló a él. Gonzalo llenó el cielo.

Rieron un poco. Las ropas los aprisionaban. Ella se desabrochó un botón, él continuó. Los dedos hábiles abrían la camisa, rozaban la piel, apretaban su talle. Sintió el lametazo del viento frío y extendió las manos hacia Gonzalo. Se aferró a su faja, y la estiró. Forcejearon y rieron de nuevo, mientras la tela se desenrollaba. Gonzalo se despojó de la camisa, de un tirón, y se inclinó sobre ella. Soledad lo acarició, primero cauta. El torso era suave y firme como madero de nogal pulido. Palpitante. Lo enlazó contra sí. Y las manos de él descendieron, arremangando las medias, desatando los zapatos, ascendiendo por sus muslos, buscando el calor oculto bajo el manteo.

Su peso sobre ella. El cielo. Los rizos negros cosquilleando sobre su tez. “Dios mío, ¿qué estoy haciendo?”.

-Gonzalo…

El la besó.

Y ella derramó lágrimas, gimiendo por el dolor, incrustado en el deleite. Lágrimas por el gozo prohibido, por el deseo manchado, por la inocencia perdida. La cordura se hizo añicos, deshilachada en los matojos. Él oyó sus gemidos, y los creyó de placer. Se adentró más en ella, con ahínco. No vio su lágrima, como perla, deslizándose por su mejilla.

Aquella noche, los peregrinos que se alojaban en las pallozas esperaron, en vano, el regreso del alegre Gonzalo y la dulce mocita trigueña. Durmieron bajo el techo del cielo, alumbrados por los luceros, arrullados por el susurro de los brezos.

* * *

Al cabo de dos días, Gonzalo desapareció.

Nadie supo dónde había ido. A nadie dejó aviso. Los peregrinos apenas sabían nada de él. No conocían su origen, ni su familia. Lo habían acogido, como un compañero más, sin hacer preguntas vanas. Apenas llevaba equipaje, su morral y su bastón. Y su interminable alegría. “Se fue sin dejar rastro”. “Sinvergüenza, ¡gitano había de ser!”. “Ni siquiera dijo adiós”. Soledad escuchó, una y otra vez, las palabras hirientes, clavándose, como hachazos, en su interior.

Entrados en tierras gallegas, comenzó a llover. Los pies de los peregrinos chapoteaban en el fango y la marcha se hacía penosa, bajo el peso de la lluvia y las capas mojadas. Llovía sobre los prados, sobre los bosques frondosos, sobre los helechales. Y llovía dentro de ella. Sentía hielo en el alma. El resto del trayecto fue sendero de llanto y espinas.

Y mi pecho afligido,
preso y herido,
por esos montes suspiros dio
.

Apenas descendieron el monte do Gozo, el pequeño grupo se disolvió en la marea de peregrinos que se arremolinaban en los caminos para entrar en Santiago. El cielo aún era gris y Soledad no vivió la emoción de la llegada. Tenía el corazón yerto y había agotado el llanto. “Esa niña”, decían las peregrinas, compasivas, “esa niña perdió la sonrisa en el monte”.

La sombra del regreso la acechaba. La aguardaba algo aún peor. Volvería a su casa deshonrada. Nunca lo podría ocultar. Aunque sus labios callaran, aunque su vientre no engendrara el fruto de aquel amor fugaz, no podría escapar a la noche de de bodas. Y el deshonor de la familia sería pregonado a los cuatro vientos. ¡Su familia! Todos lo sufrirían. ¿Acaso la repudiarían? Ah, antes que eso, pensaba, más le valiera morir.

* * *

El Botafumeiro surcó el aire, sobrevolando sus cabezas. Con sordo zumbido, el gigantesco incensario pendido del techo basculó, recorriendo la nave del templo, de un extremo a otro. Se alejó, trazando un arco perfecto, y volvió. Soledad se estremeció, mientras el incienso se esparcía por el aire, mezclándose con el aliento y el sudor de miles de peregrinos.

Llegó a los pies del Santo y se arrodilló. El pedestal estaba gastado, como pica de lavadero, pulido bajo el peso de miles de rodillas. Besó los pies de piedra y elevó la mirada. El Santo parecía sonreír, beatífico, con su túnica, su bastón y su mitra, su hermosa barba y sus ojos enormes, contemplando la multitud a sus pies.

-Santiago peregrino, oh Santiño… ¿Qué puedo pedirte yo, que he perdido la virtud? Que Dios me perdone, si puede… Perdóname, y ayúdame…
Inclinó la frente sobre la piedra y lloró de nuevo. Los ojos le escocieron. Hacía días que se le habían secado.
-Oh Santiago, Santo Patrón… No permitas que mi familia caiga en la deshonra. Si es verdad que obras milagros… devuélvenos el honor.
Cuando levantó los ojos, el Santo seguía impávido, con los ojos de piedra perdidos en la hilera. Detrás de ella, una mujer la empujaba con rudeza.
-Anda, niña, aparta ya y deja pasar. Que no tienes todo el día…

Soledad obedeció, sorbiendo las lágrimas, y se incorporó. Entonces vio algo a los pies del Santo.

Era un pañuelo. Fino y planchado, con puntilla de encaje. Sin duda, alguna señora distinguida lo había perdido allí. Soledad parpadeó. No recordaba haberlo visto antes… Sin pensarlo dos veces, lo cogió y se lo metió en el refajo.

* * *

A su regreso, algo consolaba el corazón raído de Soledad. Al menos, se decía, al menos, no me he quedado embarazada. En el alto de Manzanal había sangrado de nuevo. Y decidió no pensar, esperar lo imposible, olvidar lo inolvidable, para enfrentarse, con pie firme, a su futuro.

Un futuro, lo sabía, en otro pueblo, lejos de los suyos, a la sombra del telar y del severo Don Nuño, el esposo que podía ser su padre, cuidando de una casa que hacía tres veces la suya y atendiendo a unos hijos, sus hijastros, que casi la igualaban en edad. Hilaría lana, organizaría la matanza y prepararía cocidos. Y un buen día su vientre se hincharía y comenzaría a parir hijos. Sus hijos… Se preguntó si llegaría a quererlos tanto como a sus hermanos pequeños.

La boda se iba a celebrar en Castrillo, el pueblo de la novia. Al anochecer, los mozos echaron el rastro de paja, como era la tradición, entre la casa del novio y la novia. Como Don Nuño no vivía allí, lo hicieron desde la casa de Doña Prudencia, la madre del futuro esposo. Soledad lo observó con reparo, forzándose a sonreír, entre sus primas y amigas, que la jaleaban. De una cosa se alegraba: de no vivir con su suegra. Confiaba, rezando para sus adentros, que la temible mujer no frecuentara su hogar, una vez estuvieran casados.

Pero aquella mañana fatídica, Doña Prudencia tenía el poder.

Al amanecer, la futura suegra se desplazó a casa de la novia. Soledad permanecía en su alcoba, ya peinada y aseada, en ropa interior. Su abuela y su madre la habían ayudado a ponerse las enaguas y a ajustarse el corpiño. Se miró en el espejo. Sentada en la cama, pálida como las prendas que la cubrían, sus ojos la agujereaban, como abismos sin fondo. La abuela le acarició el pelo, cariñosa. Su madre contenía la emoción. Sobre una silla, reposaban el rico manteo, el dengue bordado y cubierto de abalorios, el mandil, la toquilla. Lanzó una mirada a la enorme tiara, que habían llevado todas las mujeres de su familia, hasta seis generaciones atrás, y que su abuela había vuelto a decorar, con mimo, cosiendo perlas y cuentas de cristal. Nada se había escatimado para su atuendo de novia. Soledad aparentaba calma. Pero en su interior el miedo retumbaba, golpeando su pecho, atenazándola.

Tomó aliento. El corpiño le apretaba. Sobre el tocador, al lado de las joyas y junto a la tiara, yacía el pequeño pañuelo de encaje.

El pañuelo…

Doña Prudencia llegó, con su manteo negro, su dengue y su pañuelo de seda, tiesa y severa. Todos en la casa la recibieron con ceremonia, inclinándose a su paso como si de una diosa se tratara. La abuela y la madre la condujeron a la alcoba.

En el patio, parientes, vecinos y amigos se agolpaban, en bulliciosa multitud. En la calle sonaban ya los compases del tamborilero. El novio se acercaba, con su cortejo, y todos los chiquillos del pueblo correteaban detrás. En la sacristía, Don Pedro se colocaba la casulla y se atusaba el pelo ralo y canoso. El monaguillo preparaba el incienso y las viejas beatas ocupaban ya los reclinatorios a un lado de la iglesia. Las mozas del pueblo aguardaban, ataviadas con sus galas coloridas. Aquel día, el rojo y las lentejuelas, los bordados y el oro, habían desterrado el negro y el pardo deslucido. En el cielo, el sol jugaba con las nubes.

Soledad se tendió en el lecho y cerró los ojos, al tiempo que oía chirriar la puerta. Dos pasos enérgicos, cloc, cloc. Doña Prudencia. Cuatro más, suaves, cautelosos. Madre y la abuela. Entreabrió los párpados. Doña Prudencia se inclinó sobre ella y, de nuevo, se sintió como ganado sometido a examen.

-Déjame que te vea, niña –la voz de Doña Prudencia siempre sonaría así, estridente y rugosa, como el graznido de una urraca.

Incorporándose, la muchacha dejó que los dedos huesudos de su futura suegra apretaran sus pómulos, se posaran sobre su abdomen y estrujaran sus senos. Al cabo, Prudencia se apartó, asintiendo con la cabeza. “He pasado el examen”, pensó Soledad, “Soy lo bastante buena. Lo bastante mujer para su hijo. Pero pronto se dará cuenta de que…”

Tragó saliva, mientras Doña Prudencia sacaba su pañuelo blanco de hilo, almidonado, y lo extendía ante ella. Soledad sintió pánico. Ah, si pudiera volar… Romper el cristal de la ventana, saltar al vacío, huir lejos de allí… El pañuelo.

-Doña Prudencia, quisiera pedirle que utilice ese de ahí.
La mujer se detuvo, sorprendida. Soledad se oyó decir a sí misma, con audacia impensada, señalando el tocador:
-Es un pañuelo que traje de Santiago, expreso para la boda. Está bendecido por un canónigo, a los pies del Santo Patrón… Le ofrecí mi matrimonio al Santo y lo guardé para este día. Se lo ruego, úselo hoy.

Doña Prudencia frunció el ceño y murmuró algo entre dientes, mientras tomaba el pañuelo. Lo desdobló, lo palpó y, también debió juzgarlo lo bastante bueno. Soledad respiró cuando la vio besar el pañuelo. Lo creía bendecido, sí.

Meticulosamente, bajo la atenta mirada de las otras dos mujeres, Doña Prudencia dobló el pañuelo. Un doblez, dos, tres. El cuarto afilado, con el pico. Soledad se tendió de nuevo en el lecho y abrió las piernas. Su madre y su abuela, una a cada lado, le apartaron las enaguas, con delicadeza.

Soledad ahogó el gemido. El miembro de Gonzalo era duro y grande, pero suave. Había llegado a añorar su calidez, hiriente y dulce. El pañuelo era áspero, como rama seca. Le rascaba la piel, desgarrándole las entrañas. Cuando Prudencia lo estiró hacia fuera, se sintió violada.

La mujer desdobló el pañuelo, mientras Soledad se sentía morir. Esperaba el grito, esperaba el horror. No era virgen. Deshonrada. Su familia, mancillada. Cerró los ojos.

Silencio. Cuando los abrió de nuevo, le faltó aire.

A través de un velo de lágrimas, vio los rostros de su madre y su abuela, enternecidos, y la faz severa de Prudencia, asintiendo aprobadora, con el pañuelo abierto entre las manos. Sobre la fina batista Soledad vio cuatro pétalos de sangre.

Cinco noches

La primera

Los pasos resonaron sobre el mármol del pasillo. Largos, enérgicos, presurosos. “Shamir”, se dijo ella, cubriéndose la cabeza con el velo. Y se puso en pie, silenciosa como un gato. Casi podía sentir el temblor del suelo y el aire que desplazaba al caminar.

Los reconocía, antes de verlos, por sus pasos. La cadencia pesada del Primero, regular, segura. El paso sutil del Tercero, ligero y tenue a la vez. Las pisadas vigorosas del Cuarto. Y el trote danzarín del más joven, el Quinto. Éste era el Segundo, no se equivocaba. Raudo y potente, como un corcel al galope. Le salió al paso a la entrada del vestíbulo, recubierto de oro y mosaicos. ¿Dónde estaba Dayita?, se preguntó, con leve estremecimiento. A la hora de enfrentarse a Shamir, hubiera preferido no estar sola.

Él se detuvo y ella también lo hizo, parándose ante él. El príncipe no llevaba la cabeza cubierta, y lucía simples bombachos y un jubón abierto. Respiraba aceleradamente. No, jadeaba, le pareció a ella, tal vez venía de montar… ¿O era la premura? Podía oler el deseo rezumando en su piel.

-Vengo a ver a Amita.
Ella unió las manos e inclinó respetuosamente la cabeza. Qué inútil era el velo, pensó para sí, cuando la había visto desnuda en otras ocasiones. Pero ahora no era una sierva del amor. Era una centinela.
-La reina ha dicho que no se encuentra bien. Está indispuesta y no puede recibir a nadie esta noche. Lo siento, mi señor.

Shamir bufó, contrariado, y lanzó una mirada a la puerta de dos hojas. Dioses y criaturas se entrelazaban con guirnaldas y filigranas de madera dorada. El cerrojo estaba echado.

-Comprendo –dijo, sardónico.
Ella apenas se atrevió a mirarlo, y rezó en su interior para que no oyera. Que no oyera los suspiros, los requiebros, los gemidos. Ambos lo sabían. La reina Amita tenía cinco esposos, los bravos hermanos Padmayani, herederos de la estirpe más noble del reino, y a los cinco recibía en su lecho. No podía rechazar a ninguno y debía respetar la jerarquía entre ellos, otorgando su preferencia siempre a un hermano mayor por delante de los menores. Pero las doncellas de la reina sabían que su favorito era el cuarto. Y, contraviniendo las leyes sagradas del matrimonio real, esquivaba sus deberes y buscaba horas, días y excusas, para perderse en los brazos de aquel que robaba su corazón, Kabir, el predilecto.

Shamir no se movía y ella levantó la mirada. Sus ojos se cruzaron. Shamir era agraciado, pensó ella, aunque diferente a sus hermanos. Y su mente voló, en un instante. No era delicado como Devin, el Tercero, el más exquisito en las artes de amar. Ni poderoso como Asad, el Primero, fuerte como un león. Se parecía a Kabir el hermoso, sin ser tan tierno, y al delgado Ishayu, el joven Quinto, grácil como un guepardo. Pero era distinto. Amita a menudo bromeaba, cuando se confiaba a sus doncellas. “Shamir es un semental salvaje”, decía la reina, mientras compartía con ellas vasos de hidromiel y frutas dulces, reponiéndose de sus agotadoras sesiones amorosas. “Asad es un toro bravo. Pero acaba pronto y cae dormido como un oso perezoso”. Las doncellas reían. “Shamir es la furia desatada. Es como si un huracán me penetrara… Él abre mi cuerpo hasta el fondo, como una riada del monzón, despierta mi deseo y me prepara para las delicias que vienen después…” Y sonreía, maliciosa. Se sonreía a sí misma, rememorando las húmedas caricias del Tercero, Devin, los escarceos acrobáticos con Ishayu, el fuego incesante anidando en el cuerpo de Kabir. A veces invitaba a sus doncellas y tres mujeres compartían lecho con los cinco hombres que el destino había convertido en consortes de Amita y príncipes de su pueblo. Pero las centinelas sólo podían retozar y dar placer. Jamás debían dejarse penetrar por los esposos de la reina. Podían ofrecer su cuerpo, sumándose a sus juegos, pero no debían ofrecer su semilla. Los herederos del reino sólo podían ser engendrados en el vientre de Amita, la bendecida por los dioses, la hija única del glorioso Chidatma, forjador de un imperio.

Tragó saliva. Shamir sostenía la mirada. La estaba perforando con los ojos. Y bajó el rostro. Era, de todos, el que más temía. El que siempre evitaba, en las refriegas sobre el lecho real. El que la turbaba y la hacía temblar… como ahora. Sintió la piel erizada bajo el sari de seda azul.

-Mi señor… -musitó-. Debéis iros.
Él se acercó un paso, hasta casi rozarla.
-No.
Se acercó más. Frotó su rostro contra las mejillas suaves de la doncella, olfateando su piel. Y le quitó el velo.
-Mi señor…
Las manos encallecidas por la rienda y la espada se posaron en su cuello. Los alientos se mezclaron.
-No, mi señor… Os lo ruego…

Los labios de Shamir taparon su boca. La cerraron y la llenaron, mordiendo y paladeando, ansiosos. Y rápidamente las manos del príncipe se deslizaron por sus hombros, descubriendo sus senos, arrastrando el sari hacia su cintura.

Intentó protestar. No podía. Su mente se nublaba y su piel se derretía, como cera, mientras un relámpago estallaba entre sus piernas. El príncipe la arrastró hacia una de las dos columnas, mudas custodias del umbral. Ella intentó apartarle las manos. Entonces Shamir se las tomó, con violencia, y las apretó contra sus propias caderas.

-No… Mi señor, no…

Pero sus manos obedecieron otro mandato. Ávidas y asombrosamente veloces, despojaron al príncipe de sus pantalones, mientras el sari caía en el suelo, a sus pies. Él la tomó en brazos y la apretó contra el pilar. Y de nuevo los muslos de ella, enlazados a la cintura del hombre, siguieron otra voz desconocida e implacable. Cerró los ojos, con el cuerpo aprisionado entre el tallo de mármol y el torso humano, ahogando el quejido, deseando y al tiempo temiendo, queriendo en vano contener la culpa y el hambre de placer, que se entremezclaban dolorosamente en su mente, mientras su cuerpo se desbordaba y Shamir, el potro salvaje, el segundo rey consorte, la embestía hasta rasgar sus entrañas.

Cuando el príncipe salió de su cuerpo, ella se dejó deslizar por la columna. Pero él la sostuvo en pie. El mármol estaba mojado y su sexo aún palpitaba. Se agachó y recogió el sari.

-Mi señor…

El se puso rápidamente sus bombachos y la ayudó a vestirse. Le sujetó un extremo del sari, mientras ella ceñía la tela a su cintura y ascendía, cubriendo los senos, anudando ambas puntas junto al cuello. “Oh dioses”, pensó ella, aturdida. “Acabo de saciar a mi rey…” ¿Había obrado mal? Sólo sabía que había cometido un acto prohibido. Ambos lo habían cometido. Tomó aliento. Shamir le alisaba el cabello. Le quitó una aguja del pelo y se la colocó de nuevo, recogiendo la melena tras la oreja. Le acarició el rostro y la miró, sosteniéndole la barbilla con una mano.

-¿Cómo te llamas?

Ni siquiera recordaba su nombre, pensó ella, con tristeza. De repente, un abismo se abría en su interior y sintió ganas de llorar.

-Nilaruna, mi señor.
-Nilaruna… -susurró él-. La luz del amanecer.
Y ella pensó que jamás había oído susurrar al belicoso Segundo, ni jamás había creído posible en él pronunciar una palabra dulce.
-Has servido bien a tu rey –dijo él, con voz tenue.

Dio media vuelta y se alejó a paso ligero. Sus pisadas resonaron hasta el final del pasadizo, como el trote de un alazán de guerra.

Nilaruna se sentó en el poyo de ébano labrado. La fuente en el cercano patio cantaba. Nadie los había visto. Suspiró. Y, casi como un eco, la reina Amita lanzó un aullido de placer que atravesó las puertas doradas de su alcoba.

La segunda

Un pecado prohibido es secreto duro de guardar. Nilaruna sentía pesado el corazón, y ni tan sólo su furtiva visita al templo de la diosa Parvati, su ofrenda de flores, el incienso quemado y la ferviente plegaria, de rodillas ante la estatua de la deidad, pudieron aligerar su carga.

“Me ha poseído”, pensaba, y al instante se reprendía con furia. “Olvídalo. Olvídalo”. “No pronuncies las palabras siquiera”. Pero aquella voz resonaba, insistente, en su interior. “Me ha poseído. Y yo lo he deseado”.

Un peligro aún mayor que la culpa la acechaba. Al día siguiente, apenas anocheció, mientras Dayita y su compañera Tara custodiaban la cámara de la reina, Nilaruna se excusó, dijo que se sentía enferma y acudió a la anciana Uma.

Uma había sido la nodriza de la reina, y también de muchas de las doncellas. Aya, curandera, confidente y consejera, su corazón era depositario de todos los secretos de aquel palacio… O de casi todos.

-Dame un remedio, madre –pidió Nilaruna-. No debo quedarme embarazada.
Uma la miró escrutadora, sentada sobre su almohadón de lino.
-¿Qué has hecho, criatura?
-Ha sido con un soldado de la guardia –murmuró ella, bajando la voz, y mirando temerosa a su alrededor-. Él me acosó cuando iba al templo de Parvati. Me dejé llevar… era un hombre apuesto. Lo siento –bajó la cabeza, contrita-. Estoy muy avergonzada. La reina no debe saberlo…
Uma asintió, sin sonreír. Le dio una poción y unas hierbas.
-Tómatelo durante diez días, y no engendrarás hijo alguno. Pero… -añadió, clavándole sus ojos escrutadores- no pienses que esto te librará de tu imprudencia. Guarda tu cuerpo, como guardas tu lealtad. Eres una elegida, compartes el lecho de la reina. No lo olvides.

Nilaruna asintió, conteniendo su temblor, y se alejó apresuradamente. La mirada de Uma era serena, pero fría. ¿Podía adivinar algo?

Mientras se arrebujaba en su lecho, con el sabor de hierbas amargas aún en la boca, Nilaruna intentó conciliar el sueño, pensando, vana ilusión, que podría olvidar aquel día.

Al anochecer siguiente, los cinco reyes consorte se dirigieron a los aposentos de su esposa. Venían hablando y riendo entre ellos, ataviados con sus túnicas ligeras de lino y seda, y cuatro eunucos los seguían, cargados con bandejas de frutas y ampollas de dulce licor. Las doncellas los recibieron, inclinándose ante ellos, y Tara y Niraluna les abrieron las puertas del aposento real, de par en par. La reina esperaba en el lecho, sentada como una diosa, el cuerpo desnudo y ungido de aceite por sus diligentes sirvientas, los cabellos recogidos en caprichosas volutas y el sexo perfumado de sándalo y jazmín. Amita era bella, pensó para sí Nilaruna. Y sus doncellas, aún elegidas entre las jóvenes más hermosas, no podían igualarla. No podían competir sus cuerpos con las curvas perfectas de color canela, ni sus rostros con la faz oval y delicada, ni sus bocas con aquellos labios carnosos y redondos, como dos conchas de nácar rosa. Pero lo más extraordinario eran sus ojos. Ninguna mujer de la corte poseía aquella mirada incomparable. Pues los ojos de la reina eran verdes, verdes como las aguas del lejano mar, como la luz de la selva virgen. Nadie sabía de quién podía haber heredado Amita aquellos ojos, siendo su estirpe antiquísima y pura, y muchos decían que aquella mirada esmeralda era una señal de los dioses.

Aquella noche las sirvientas aguardaron afuera, pues su señora quería holgar con sus esposos a solas. Nilaruna quiso apartar la vista, pero no pudo. Sus ojos se encontraron con otros, y se estremeció. Shamir le lanzó una mirada furtiva, clavándole sus saetas de obsidiana. Ella contuvo el aliento, tan sólo fue un instante. Las puertas de oro se cerraron y el silencio se alojó en el vestíbulo. Las doncellas se sentaron en los poyos y compartieron con los eunucos un plato de dátiles y almendras. La noche cayó y el patio quedó en tinieblas. La fuente manaba y las gotas que caían del surtidor centelleaban bajo las estrellas. Dayita prendió dos candelas.

-¿Quién se queda en vela esta noche? –preguntó Tara.
-Me quedaré yo –se oyó decir Niraluna, y de nuevo sintió que su mente se enturbiaba y otra voz hablaba por ella.
-¿Seguro que quieres quedarte? ¿Te encuentras bien?
-Sí, gracias. Ayer pude descansar mucho… Podéis ir tranquilas.

Nilaruna oyó los pasos de sus compañeras, ligeros pies descalzos, hasta que se desvanecieron. Y se quedó a solas.

¿Por qué había elegido quedarse? ¿Por qué? Se adormeció, luchando contra sus recuerdos, mientras un calor doloroso oprimía sus senos y anidaba allí, bajo su vientre. Allí donde aún le dolía. Donde aún lo sentía.

La puerta se abrió y se cerró de golpe. Nilaruna se irguió en el banco y abrió los ojos. Era él.

¿Con qué excusa, con qué pretexto, había abandonado la alcoba? Iba desnudo, sus prendas arrugadas, liadas bajo un brazo. Nilaruna quiso desviar los ojos, para no mirar el cuerpo reluciente, aceitado y magro, las formas viriles, su miembro… Pero Shamir se acercó y alargó una mano hacia ella.

-Ven conmigo –susurró.

Ella movió la cabeza. “No… No, mi señor, no me pidas eso, ¡no!”

Él la tomó de la mano y la obligó a ponerse en pie. Ella lo siguió, cruzando el pasillo, hasta salir al patio porticado. El jardín crecía voluptuoso, estirando sus ramas y esparciendo sus hojas carnosas entorno al estanque de piedra. Las flores exhalaban su aliento en la noche. Nilaruna aspiró la fragancia de la madreselva y los jazmines.

Shamir dejó caer su ropa y se sentó en un banco de mármol, a horcajadas, apoyando la espalda en una columna de los pórticos. No la había soltado, y sostuvo sus manos mientras ella se detenía, plantada ante él.

-Desnúdate.
-Mi señor, no puedo… No debo...
-Sí puedes. Sí.

Sus manos la recorrieron, de cintura abajo. Ella obedeció y se despojó del sari. Aquel día llevaba el de color azafrán. La luna asomó sobre el atrio y aún pudo ver un destello anaranjado en el suelo, en el muñón de seda arrugada. Nilaruna se sentó en el regazo de Shamir, abrió las piernas y se recostó sobre su pecho, entregándose a sus brazos.

De nuevo la culpa se abatió sobre ella, y de nuevo la rechazó, con violencia, mientras se estremecía de gozo y su cuerpo buscaba el placer, frotándose ansiosamente contra el torso nervudo del segundo esposo de la reina.

Cuando ambos estuvieron ahítos, ella cayó sobre él, exhausta. Shamir le acarició la espalda y la besó.

La tercera

Por la mañana, tras su aseo y sus horas de acicalamiento y peinado, a manos de sus esclavas, la reina salía de sus aposentos y no regresaba a ellos hasta el anochecer. Durante el día, despachaba con sus ministros, se reunía con los consejeros, recibía embajadas e impartía justicia. El gran Chidatma no podía haber tenido más digno sucesor. Fuera del lecho, la fogosa Amita era fría como el hielo e implacable como la espada. Por eso la temían.

Nilaruna la temía. “Debo negarme”, se decía. “No puedo aceptarlo”. Mas, ¿por qué pensar que el Segundo volvería a requerirla, y no creer que aquello no había sido más que un capricho fugaz, destinado al olvido?

Intentó convencerse a sí misma. Era un delito, y el príncipe lo sabía tan bien como ella. No se repetiría.

Mientras colocaba flores, distribuyéndolas en los aposentos de Amita, entrelazando hábilmente los tallos para formar artísticos ramos, un ruido la sobresaltó. De nuevo estaba sola, y su pecho latió como tambor. Los pasos…

-Mi señor.

Movió la cabeza. No era la hora. La reina aún no estaba allí. La noche no tardaría en caer, pero el sol aún besaba, lánguidamente, los cortinajes de seda tornasolada que se agitaban con la brisa.
Sus ojos respondieron por él. “Lo sé”. No venía por ella. “Te quiero a ti”.

-¡No! Os lo ruego… ¡No podéis!
Él ignoró sus palabras. Tomándola de la cintura, le hizo dar la vuelta y la empujó hacia el lecho de Amita.

Las flores que aún llevaba en las manos cayeron, desparramadas, sobre el suelo. Las pisaron, mientras ella caía de bruces, extendiendo los brazos sobre el lecho. Aquel lecho sagrado y prohibido como un altar de los dioses… En un breve instante de lucidez, Nilaruna recordó. La voz de la reina resonó en sus oídos, coqueta. “Al Segundo y al Cuarto les gusta tomarme por atrás… En esto son muy parecidos. Como corceles desbocados”.

Shamir la desnudó a tirones y cabalgó, con ahínco, adentrándose en ella. Nilaruna ahogó los gemidos y las lágrimas sepultando el rostro en el blando colchón. Temía el dolor. Pero descubrió algo nuevo. Su cuerpo se cimbreó como fusta desatada al vuelo y un placer intenso y desconocido se expandió dentro de ella, como ondas de un estanque. Creyó enloquecer y se encontró a sí misma deseando que nunca acabara.

Pero Shamir acabó. Se retiró de ella, jadeando. Cuando Nilaruna se incorporó y lo miró a los ojos, él también la observaba.

-No debimos hacerlo –musitó ella. Una lágrima rodó por sus mejillas.
-Nadie lo sabrá –respondió él, y le secó la lágrima con los dedos.

Se apartó bruscamente, se ciñó la ropa y salió. Nilaruna cayó de rodillas y permaneció inmóvil, hasta que el último rayo de sol se extinguió y la penumbra carmesí del crepúsculo invadió la estancia. Entonces se puso en pie, se vistió apresuradamente y recogió las flores.

“Nadie lo sabrá”, se repitió. Respirando hondo, se irguió y se dispuso a alisar el lecho profanado. Intentó no pensar. No pensar y olvidar, de nuevo, el crimen imperdonable que acababa de cometer. Debió negarse. Debió gritar. Pero se trataba de un rey… ¿Podía hacerlo? Lo peor, se torturaba, lo peor es que ya no quería negarse.

La cuarta

Tenía la mente confusa. Pensaba obsesivamente en él, noche y día. Durante la jornada tenía que hacerse violencia a sí misma para olvidarlo, para concentrarse en su trabajo, para escuchar las voces de sus compañeras, sus charlas. Para escuchar a la reina y mirarla sin ruborizarse, sin delatar la culpa flagrante. Por las noches intentaba dormir, pero Shamir había invadido sus pensamientos y también su sueño. Daba vueltas en su lecho, ansiando que llegara el día. Y de día ansiaba la noche, el sueño que escapaba de ella, el olvido.

Era un delito, lo sabía. El primer día, quizás tan sólo había sido un consuelo. Despechado por el rechazo, Shamir había volcado en ella su apetito. Lo había saciado. La segunda vez fue peor. Había abandonado la alcoba regia, desdeñando a la reina, su esposa, para solazarse con la doncella. Pero la tercera era imperdonable. Su deseo no había podido esperar a la noche y había acudido a ella fuera de hora, fuera de lugar, fuera de toda cordura. Era ella a quien había buscado. ¿Era ella a quien deseaba?

Recordó los sabios dichos de la vieja Uma. “Los hombres son veleidosos e impredecibles… No lo olvidéis, muchachas. Su pasión es como el monzón. Devastadora durante tres lunas, muere con la última lluvia.”

¿Era realmente así? Tres noches… sólo habían sido tres veces. ¿Podía siquiera llamarlo pasión?
Aquella tarde, Nilaruna pretextó de nuevo sentirse indispuesta y se retiró temprano, excusándose ante la reina. Amita la miró con atención.

-Descansa, lucecita –le dijo, cariñosa. Así la solía llamar, aludiendo a su nombre-. Te veo desmejorada. Pídele un remedio a Uma.

La reina no sospechaba. Mejor así. Con ligero alivio, se refugió en su alcoba. Pero el sueño se negaba visitarla. Ni las hierbas de Uma podían adormecerla. Su cuerpo protestaba, hambriento. Le escocía el deseo. Se envolvió en sus propios brazos, y sus manos se movieron sobre su piel, hasta perderse entre los muslos. Con los dedos apretados sobre su flor húmeda, soñando caricias prohibidas, intentó sumirse en la inconsciencia.

Los cinco reyes partieron de caza tres días, a los montes. A su regreso, la reina requirió a todas sus doncellas para prepararles una digna recepción. Y de nuevo Nilaruna tuvo que enfrentarse a aquellos ojos. Los ojos negros y anhelantes del Segundo, que la taladraban. Y, de nuevo, fue ella quien se quedó en vela, custodiando la cámara real, mientras Dayita y Tara compartían los juegos amorosos de su señora.

Se estaban divirtiendo. Podía oír las risas, a través de la puerta de oro. Los dioses esculpidos también parecían sonreír. Se asfixiaba, y caminó hacia los pórticos. Salió al jardín y se recostó en una columna.

De nuevo oyó la puerta abrirse y cerrarse de golpe. Y, esta vez, Nilaruna no necesitó adivinarlo. Lo sabía.

Shamir la abrazó por la cintura y la llevó al borde del estanque.

Descendieron y caminaron por la alberca, mojándose hasta las rodillas. Él jugaba y ella rió, tenuemente, mientras chapoteaban. Entonces Shamir la arrastró consigo hasta el pilar de roca central, esculpido por el agua y el cincel, donde un Vishnú pacífico brotaba de la piedra, dejándose bañar por el surtidor que se derramaba desde la cima del pedestal. La empujó contra la estatua mientras la fuente la rociaba, empapándola. El sari se pegó a su cuerpo y Shamir la desnudó. El agua corría por su cuerpo y la lengua de él se deslizaba, bebiendo de sus labios, descendiendo por el cuello, sorbiendo los senos goteantes, lamiendo su abdomen, su ombligo, el vello empapado. Nilaruna se recostó sobre el vientre mojado del dios de piedra, ardiendo y temblando a la vez. Shamir se arrodilló ante ella y le separó las piernas. Un hilo de agua fluyó hacia su sexo y él hundió la cabeza entre sus muslos. Nilaruna se balanceó, agitándose su cuerpo como bandera flotando en el viento, mientras sus manos intentaban aferrarse y resbalaban por los brazos de piedra de Vishnú. Entonces él se detuvo.

Se incorporó, deslizando su cuerpo sobre el de ella. Nilaruna aún temblaba y abrió los ojos. Dos gotas titilaron sobre sus pestañas, en la pálida luz nocturna. Shamir la tomó en sus brazos y la poseyó.

Y mientras la atravesaba, vertiéndose en ella como torrente, Nilaruna gimió, y sus labios audaces fueron más lejos que ella misma.

-¡Más…!
Shamir se detuvo un instante y tomó aliento.
-Repítelo –susurró, con voz ronca.
-No… ¡No!
-Repítelo… repítelo. No has dicho eso. Quiero oírlo.
Ella volvió el rostro. Enloquecía. No importaba. Nada importaba ya. Tan sólo ellos. Tan sólo él. Él, dentro de ella. Él, llenándola, haciéndola estallar en pedazos, fundiéndola y recreándola de nuevo.
-Quiero más. Más, más… ¡Más!
Espoleado por sus palabras, la acometió con brío, una y otra vez.

Salió del estanque cogiéndola en brazos y la depositó en la orilla. Nilaruna se abrazó las rodillas y Shamir se sentó frente a ella. De nuevo le separó las piernas y enjugó el agua de su cuerpo, pasando los dedos por su piel, suave, lentamente. Escurrió sus cabellos empapados y, tomando su rostro entre las manos, la miró bajo la luz de la luna, sondeando los ojos negros. Ella quiso apartar la mirada, pero no pudo. Cuando se inclinó sobre ella, deseó que la poseyera de nuevo. Pero Shamir sólo la abrazó y la besó largamente, mientras las estrellas palidecían.

La quinta

Amita alargó su mano y le hizo levantar el rostro. Demacrada, con oscuros cercos bajo los ojos, Nilaruna había adelgazado visiblemente. Pero su mirada refulgía y su piel desprendía luz.

-¿Qué te ocurre, lucecita? Hace días que te observo, creo que tienes fiebre.
- No me encuentro bien, mi señora… Creo que tomé algo que me sentó mal.
La doncella bajó la mirada y Amita movió la cabeza.
-Ve a ver a Uma. Te lo ordeno. Debes cuidarte. Hasta que te encuentres mejor, te dispenso de velar por las noches. Descansa en tu alcoba, Dayita y Tara se ocuparán de tu trabajo.

Nilaruna asintió y salió, obedientemente, hacia las estancias de las mujeres, donde se alojaba Uma. Cuando hubo marchado, la reina miró a sus restantes doncellas.

-¿Qué tiene Nilaruna? Vosotras lo sabéis…

Los envenenamientos no eran raros en los palacios, y Amita lo sabía. Ya fuera por celos entre mujeres, o por deshacerse de una rival, de tanto en tanto alguna doncella o esclava caía inexplicablemente enferma y moría a los pocos días. Pero las centinelas de la alcoba real eran sagradas para la reina. Y Amita frunció el ceño. Quería a Nilaruna. Las quería a todas. Y detestaba pensar que alguien, a sus espaldas, quisiera librarse de ella.

Dayita se acercó a su señora, sonriendo confidente.
-Creo que está embarazada…
-¿Embarazada? ¿De quién?
-Señora, dicen que de algún soldado de la guardia… Me lo comentó Samil, quien, a su vez, lo ha sabido por Uma. Parece que Nilaruna fue a pedirle un remedio, hace pocos días.

La reina enarcó las cejas, más sorprendida que enojada. Era frecuente que las sirvientas y las mujeres de la corte tuvieran sus lances amorosos. Pero no las doncellas selectas de la reina. Cuando las eligió, Tara, Dayita y Nilaruna eran vírgenes. Y debían mantenerse así, hasta que obtuvieran su permiso para contraer matrimonio y su lugar fuera ocupado por otras muchachas, vírgenes también. Sin embargo, los deslices ocurrían y Amita hacía la vista gruesa, confiando que Uma podía proporcionar pronto remedio.

Nilaruna sabía que el rumor corría en palacio. Samil el eunuco, esparcidor de voces y susurros, se complacía aún más que las mujeres en desentrañar los secretos de la corte. Frecuentaba la amistad de Uma, concedía favores, mediaba en conflictos y guardaba celosamente su información, dispensándola en el momento adecuado y a los oídos oportunos. Así, el fiel y discreto eunuco, de palabras dulces y ademanes serenos, se convertía en uno de los hombres más poderosos del reino. Más poderoso, se decía, que los mismos hermanos Padmayani.

Esta vez, la doncella dejó que las voces corrieran. La historia que había relatado a Uma era su mejor escudo. Acató la orden de la reina y permaneció varios días confinada en su alcoba. Arrebujada en el lecho, buscó en vano el descanso. Aturdida por la adormidera, intentó desnudar su memoria. Tal vez si no la veía en varios días él la olvidaría. Pero ella no podía olvidar. Antes de caer inconsciente, lo único que recordaba era él. Y dormía agitada e inquieta, temerosa de sus propios sueños, temerosa de que algún suspiro, escapado de sus labios, pudiera delatar su amor oculto.

¿Era amor? No, no era amor. Era pasión. Era deseo. Era sed. Sólo eso. Y en cuanto hallara otra fuente, Shamir la olvidaría. Pero ella… Ella no podría. ¿O sí? ¿Podría mirarlo de nuevo, cuando acudiera a la reina, sin temblar como hoja tierna? ¿Podría borrar la culpa?

Se encaminó al templo de Parvati, con una guirnalda de flores y un puñado de incienso. Arrodillada, rezó. La tarde cayó y el crepúsculo la bañó de paz. El templo iba quedando desierto. Rezó por su reina. Rezó por él. Pidió serenidad para su espíritu. Rogó a la diosa que él la olvidara. “Aléjalo de mí”. Y entonces un pensamiento la hirió, abatiéndose sobre ella, como ave rapaz. ¿Quién, cuando él la olvidara, quién saciaría su sed?

Regresó al palacio, caminando encogida bajo el velo apretado, sintiendo frío.

Fue un mediodía, mientras cosía con las mujeres, en las estancias de Uma, cuando un chiquillo moreno de pies descalzos entró y se acercó a ella. Era el hijo de una de las esclavas del palacio y susurró unas palabras a su oído.

Nilaruna palideció y estrujó el paño de lino que tenía entre las manos. Asintió, en silencio, y miró al niño.

-Está bien. Dile que iré esta tarde, antes del anochecer.
El rapazuelo esperó, impaciente, hasta que Nilaruna sacó una moneda de cobre del pliegue de su sari y se la dio. El niño partió veloz.

Las otras mujeres la miraban, interrogantes. Ella tuvo que explicarse.
-Perdí un brazalete en el templo de Parvati. El guardián del templo lo ha encontrado y me avisa para que vaya a buscarlo.

Diez pares de ojos la miraban. Volaron los comentarios, murmullos y algunas muestras de simpatía antes de volver al trabajo, a los chismorreos y a los secretos a voces. Nilaruna se concentró en su labor. Apenas osó mirar a Uma, que la observaba, escrutadora. Era la única, estaba convencida, que no había creído una sola palabra.

Mentira. Se asombró de la facilidad con que las palabras habían fluido hasta su boca. Mentirosa. Falsa. Traidora. Pero en su mente no había lugar para lamentarlo, pues otro pensamiento la invadió, arrollando los reproches.


El sol declinaba tras la calima y el templo de Parvati parecía teñido en sangre. No había nadie, ni siquiera el monje guardián. Dos varillas de incienso humeaban ante la diosa. Nilaruna caminó, oyendo sus propios pasos, sobre el pavimento de mármol. Se arrodilló ante la estatua y esperó.

Los cascos de caballo resonaron fuera del templo. Ella se volvió, al tiempo que una sombra alargada la cubría.

-Ponte esto y sígueme.

Le tendió dos telas enrolladas y un cinto de piel. Él también iba cubierto. La cabeza bajo el turbante, envuelto en una capa, sus botas de cuero golpeaban el suelo. Nilaruna se ocultó bajo el manto de algodón grueso, y se cubrió la cabeza. Era el atuendo de los jinetes de la guardia real. Se ciñó la cintura y siguió al príncipe. Dos caballos esperaban, detrás del templo.

-¿Sabes montar?
-Sí, mi señor.
-Hazlo como un hombre –dijo él, y saltó sobre la grupa.

Ella obedeció. Durante unos instantes, recordó su breve infancia en aquella pequeña aldea, perdida en las faldas de los montes de nieves eternas. Su padre criaba caballos, con él había aprendido. Montó a horcajadas y estiró el manto, para cubrir sus piernas. Alcanzó los estribos con los pies descalzos y emprendió el galope, tras él.

Pocos minutos después, el monje del templo divisó a dos jinetes de la guardia real alejándose de la ciudad, hacia las praderas.

Cabalgaron hacia el sol poniente, buscando el horizonte desnudo. Allí donde el mar de hierba se extendía y se fundía con el cielo. Nilaruna dejó que el aire le descubriera el rostro y sintió su azote en la piel. De pronto, pensó que todo, todo cuanto había sucedido, valía la pena por haber podido cabalgar de nuevo. Las manos del viento revolvían su cabello. Bendita locura. Hermosa locura. ¡Ah, si fuera eterna! Eufórica, embriagada de aire y de luz, sonrió al infinito y se burló de sus miedos. El corcel devoraba el camino y su corazón exultaba.

Se detuvieron en medio de la nada. El sol se había ocultado. El cielo desnudo los cubría, cúpula inmensa de azul incendiado. La pradera se extendía a sus pies. Desmontaron y dejaron que los caballos se alejaran, paciendo en la hierba. Un lucero se prendió en lo alto, único y mudo testigo.

-Mi señor…
-No me llames mi señor. Llámame Shamir.
-Shamir.
La abrazó.
-Dioses, qué dulce suena en tu boca…
-Shamir –repitió ella.
-Desnúdame.

Él montó sobre ella, encendiendo su deseo, y después se tendió en el suelo de espaldas y la invitó a cabalgar sobre él.

-Sé que tienes sed… Bebe de mí, embriágate de mí.

Aquella noche, ella era la reina. Ella, la señora. Shamir contuvo su placer hasta que Nilaruna se sació de su piel. Entonces ella liberó su ímpetu y gritó, dando rienda suelta a su gozo. Lo aprisionó entre sus muslos y lo poseyó con furia desatada.

-Toma cuanto desees… tómalo.

Galoparon el uno en el otro, ligándose y desligándose como dos serpientes en celo, mientras la noche se adueñaba del mundo y el cielo se cubría de estrellas.

“Cinco noches… ¿Bastan cinco noches para amar? ¿Me ama él? Oh, dioses… Yo le amaré siempre. Siempre… siempre.”

Pasaron la noche enlazados, los cuerpos desnudos liados bajo el manto.

Nilaruna durmió profundamente por primera vez en muchos días. Se hundió en un letargo blanco, espeso, sin sueños. Sólo sentía un latido. Latido de dos corazones, a la par, y el miembro caliente de él, metido en sus entrañas. Calor placentero. Y silencio.

La despertó un soplo frío. Los grillos habían enmudecido y la noche callaba. La hora silente antes del alba.

Shamir se removió a su lado. Se deslizó de entre sus piernas y ella sintió el roce, deleitoso, y luego el vacío. Murmuró soñolienta.

-Mi luz… La luz de mi aurora –susurró él, besándole la frente.
Ella abrió los ojos y vio su silueta inclinada sobre su rostro. El cielo palidecía.
-Hemos de regresar.

Cabalgaron en silencio. Mecida por el trote del corcel, sentía la resaca del reciente placer. Tembló bajo el manto. El viento había cesado y la hierba exhalaba rocío.

Se despidieron junto al templo. Shamir había pensado en ella. Debía estar en palacio antes del amanecer para poder regresar a su alcoba y levantarse con las mujeres, sin despertar sospechas. El devolvería los corceles a las caballerizas. Le pidió el manto. Cuando se hubo desprendido de él, Nilaruna se sintió desnuda. Más que desnuda, en carne viva. Y sola.

Shamir la contempló desde lo alto de su caballo. La vio pequeña y frágil, el negro cabello revuelto y la mirada perdida. Descendió de un salto.

-Dímelo otra vez.
-Shamir –murmuró ella.
El la abrazó hasta hacerle daño. Y la besó, mordiéndole los labios.
-Mi luz –susurró, antes de soltarla.

Saltó de nuevo a lomos del caballo y se alejó al galope. Cuando fue una sombra lejana, Nilaruna emprendió el camino de vuelta. Largo, triste, gris.

Aquel día amaneció nublado. Nublado como el corazón de Nilaruna, la doncella que había arrebatado a su reina el amor del más fogoso de sus consortes. Nublado como los vientos de guerra que se abatieron sobre el reino. Nublado como el ceño de Amita, la esposa de cinco reyes, cuando tomó su decisión irrevocable, aquel mediodía, en el consejo de nobles.

-¿Quieren la guerra? ¡La tendrán! Armaremos nuestras tropas. Sabrán qué significa medir sus fuerzas con un imperio gobernado por una mujer.

Los cinco esposos de Amita abandonaron el palacio para dirigir la tropa y se instalaron en el campamento militar que, como monstruosa marea de hormigas, se extendió junto a la ciudad. Mensajeros fueron despachados para dar las nuevas al poderoso rival. La guerra fue declarada. Y el país se agitó, convulso, bajo el paso atronador del ejército.

Nilaruna regresó con sus compañeras. Encerró en su pecho, como perla, el recuerdo de cinco noches ardientes. Doblegó sus sentimientos y volvió a la dulce rutina, al ritmo cotidiano, al deber. La guerra sacudía el reino, mientras ella, tras los muros del palacio, reencontraba la paz.

No volvió a ver a Shamir hasta pasadas cinco lunas.

Censura

Estoy asustada. E indignada. He recibido un aviso… y creo que os lo debo comunicar. Tengo miedo, la verdad. Jamás pensé que escribir sería tan arriesgado.

Hace días he venido recibiendo extraños mensajes en mi buzón de correo. En inglés, de la CIA. ¡Nada menos! Los he desdeñado, no es la primera vez que me llegan mensajes de ese género. Te dicen algo así como que te han “pinchado” el e-mail y te están rastreando, porque han descubierto que frecuentas lugares web ilegales, o has hecho descargas sin licencia… Varias personas me han dicho que no son más que hoaxes o engañabobos. La verdad es que los envié directamente a la papelera y no hice caso.

Lo malo ha sido cuando he recibido esa llamada… Ha sido esta mañana. Aún me tiemblan las manos sobre el teclado, mientras escribo esto.

-¿Señorita Elisabet?
He parpadeado unos instantes, perpleja. Nadie entre mis amigos y conocidos sabe que “Elisabet” es mi nick en los foros virtuales… y ninguno de mis colegas de los foros sabe mi número de teléfono. Así que he pensado que debía ser un error.
-Perdone, me parece que se equivoca.
-No, no. Escuche, ¿no es usted Elisabet, tal como está registrada en Bibliotecas Virtuales, Sedice.com o en Ababolia?
Me he quedado sin palabras, con el corazón en la garganta. ¿Cómo pueden saberlo? La voz era masculina, correcta y neutral.
-¿De qué se trata? –he preguntado, con el tono más frío e indiferente que he podido. Cautelosa.
-Verá, señorita Elisabet… ¿O es señora? –el hombre de la voz ha esperado un instante en vano, no he respondido-. Verá. Desde hace un tiempo, estamos monitoreando el tráfico virtual que corre por diversos espacios muy concurridos. Pertenecemos a la policía cibernética. ¿Ha oído hablar de nosotros?
Una broma, he pensado. Una maldita broma.
-Oiga, si esto es una broma de mal gusto, voy a colgar.
-No. No, por favor. Le ruego que atienda. El asunto es grave, le afecta directamente a usted y a muchas más personas. De modo que le pido que me escuche con atención.
Ahora con el corazón entre los dientes, he tragado saliva.
-Mire, no sé ni cómo han dado ustedes con este teléfono, ni por qué me llaman. En realidad…
-En realidad, señorita Elisabet, sabemos que su nombre no es éste. Su verdadero nombres es… –y lo ha dicho-. Su documento de identidad es… Vive en… -ha dicho mi dirección con escalofriante exactitud-. Y tenemos su teléfono, como ve. ¿Se convence ahora de que ésta es una llamada seria?
Ahora sí que he tenido que agarrarme a los brazos de la silla.
-¿Cómo sé que esto no es un engaño? -me he resistido, aún.
Me ha parecido que la voz sonreía, comprensiva.
-Disculpe, me presentaré. Soy el agente Alvarez, del cuerpo de policía cibernética. Como puede suponer, Alvarez es también un nick… Lo hacemos por seguridad. Pero puede usted llamar a la Dirección General de Policía. Pida que le pasen con nuestro departamento y pregunte por mí… En seguida sabrán de quién se trata.
El capullo sabe que no llamaré. ¿O será cierto?
-Pero, ¿cuál es el motivo de su llamada? ¿Por qué me están vigilando?
-Verá, Elisabet. Tenemos su IP localizada –mierda, la IP… pueden ver todo, “todo” lo que hago en mi PC...-. También hemos intervenido sus cuentas de correo, tanto la personal como la de Hotmail. Seguimos a diario sus mensajes y todo cuanto cuelga en los diferentes blogs y portales a los cuales está subscrita. Hemos estado monitorizando sus posts en los foros. Un equipo de expertos ha analizado sus escritos, así como las respuestas que recibe y las intervenciones de otros participantes en los foros. Hacemos esto, Elisabet, cuando detectamos anomalías o ítems de riesgo.
-De… ¿riesgo?
-Es una forma de hablar. En nuestra jerga, los ítems de riesgo son aquel material y contenidos que, de forma explícita o implícita, hacen apología de la violencia, la pornografía, el terrorismo, el sexo u otras formas de delincuencia digital…
-Pero, ¡oiga! Yo… yo sólo participo en unos foros literarios. Soy una ciudadana honesta. Si tanto saben, sabrán que no tengo un solo antecedente penal… Nunca he visitado una página pornográfica, ¡lo juro! Ni me he descargado material de esa índole… Ni siquiera sé cómo descargar canciones, ni películas. ¡Jamás lo he hecho! Si en mi equipo hay algo sospechoso, puede ser por los dichosos popups, que se descargan solos, o algún virus, algún gusano…
De nuevo la voz ha sonreído. Maldita sea, ¿quiere ser amable, después de amilanarme de ese modo?
-No se trata de eso, Elisabet, sino de lo que usted escribe. Hemos detectado alarmantes indicios de contenido erótico, violento y sexista en sus escritos. Nuestra experta en delitos de género ha señalado varios aspectos muy delicados…
Entonces he saltado. De pronto, mi temor se ha convertido en indignación. ¿En qué siglo vivimos?
-Señor… Alvarez. Agente Alvarez. ¿Usted ha leído todo lo que la gente cuelga por ahí? ¿Se ha leído en serio mis escritos? ¡Eso es… es ridículo! Toda la literatura está llena de violencia, de sexo, de conflictos de género… ¿Dónde está la libertad de expresión? ¿Es que ahora van a implantar de nuevo la censura?
Él ha continuado, como si no me hubiera oído.
-Y no sólo eso. También existe un evidente riesgo de corrupción de menores…
-¿Qué? ¡Eso es una locura! ¿De qué me habla?
-Le hablo, Elisabet, de que en esos foros hay muchos participantes que son menores de edad. ¿No lo sabe? Hay chicos y chicas de doce, catorce, dieciséis años… Esos contenidos pueden afectar gravemente su integridad emocional.
Dios mío. No puede ser… Yo que siempre me he preocupado por la educación de los niños, de los jóvenes… ¿Cómo puede tacharme de corruptora de menores? Ese hombre me quiere hacer sentir culpable. Lo sé.
-Agente, usted no sabe lo precoces que son los adolescentes de hoy… Sí, claro que lo sabe. Están muy preparados, han visto mucho mundo y nada les escandaliza. ¡Nos dan cien vueltas a los adultos!
-Eso no quita que sean menores –ha respondido Alvarez, impertérrito.
-Pero, oiga… ¿Qué se supone que debo hacer? ¿No escribir? ¿Colgar cuentos de la abuelita, o canciones de cuna? ¿No se da cuenta de que la literatura…?
-Elisabet, lo siento, pero no puede utilizar la literatura para fines poco éticos y delictivos. Ahí acaba la libertad, como usted dice. Es lo que estoy intentando hacerle comprender.
¿Comprender? ¡Ahora sí que no comprendo nada!
-Agente, ¡usted no tiene ni idea! No confundamos las cosas. La literatura es eso… literatura. Me parece que es usted el que mezcla ficción y realidad.
-Ese es uno de los riesgos que tienen escritos como los suyos. Que los lectores puedan tomárselos al pie de la letra. ¿Comprende ahora por qué es tan peligroso que cuelgue en la red según qué relatos?
Mi temperatura ha ido en aumento. Creo que el agente Alvarez ha podido ver humo saliendo de su auricular.
-Mire. No sé a dónde quiere ir a parar. ¡Sigo sin entenderlo! Estamos en un mundo libre. Existe la libertad de expresión. La literatura, siempre, ¿me oye?, siempre, ha estado repleta de toda clase de aberraciones. Lea usted la Ilíada y la Odisea. Encontrará todo el machismo, el sexismo y la violencia gratuita que quiera… ¡y son obras cumbre de la literatura universal! Ya que me va de moral… ¡lea la Biblia! Le aseguro que no es un cuento de monjas para niños. Lea Shakespeare, lea Cervantes, lea cualquier clásico… La literatura es como la vida misma, feroz, engañosa, cruel, conflictiva y sangrienta… Pero es apasionante. Y es bella, ¿sabe? Es bella, y por eso nunca, ¡nunca! deja de enseñarnos cosas. ¡Me parece que no tiene ni idea de lo que habla! Es más, cada vez estoy más convencida de que esto tiene que ser una broma de pésimo gusto…
He tomado aliento. El agente ha vuelto a sonreír. Ahora lo he oído.
-Lamentablemente, no es así. No crea que no la comprendo, no… Pero, sintiéndolo mucho, debo avisarla –pausa-. Las normas de seguridad digital cada vez serán más estrictas. La estamos vigilando. No vamos a permitirle que siga publicando ciertos contenidos. En cuanto salte la alarma de riesgo, tenga por seguro que sus textos serán borrados automáticamente. Recibirá usted un aviso.
No puedo creérmelo. No puedo. De nuevo he sentido frío.
-Si reincide, volveremos a advertirla. A la tercera vez, sus cuentas de correo serán bloqueadas y usted no podrá acceder a Internet. Tendrá que pedir un permiso al juez. Recibirá en su casa la notificación oportuna. Y su actividad en la red será constantemente supervisada.
Me he quedado aturdida, como si me hubieran aporreado.
-Oiga… Me está diciendo…
-Le estoy diciendo que tenga cuidado con lo que publica. A partir de ahora, deberá evitar todo contenido que roce esos aspectos de riesgo. Usted puede escribir cuanto quiera… pero deberá imponerse unas restricciones.
-De acuerdo –mi voz ha salido pequeñita y delgada, como un hilo.
-No la volveré a molestar, señorita –me ha dicho Alvarez, ahora todo gentileza, como si se disculpara-. A menos que nos veamos obligados a ello. Era nuestro deber comunicárselo.
Ya. Ahora me viene de chico bueno. Después del sustazo.
-Bien… Gracias. Me doy por avisada.

Clic. He colgado, despacio.
De pronto, he sentido como si me hubieran chupado la sangre. Débil. Cansada. Muy triste.

Aún me tiemblan los dedos sobre el teclado.

Dios de la lluvia

Lo tengo comprobado. Nunca falla. El día que me decido a limpiar los cristales de mis ventanas, o a llevar el coche al túnel de lavado, sé que, invariablemente, al día siguiente caerá un chubasco monumental.

¿No os sucede lo mismo?

He hecho mis indagaciones y todo el mundo a quien le explico mi caso me responde que les ocurre igual.

Es curioso cómo las personas olvidamos estas cosas tan obvias a la hora de enfrentarnos a los grandes problemas vitales.

Este verano pasé las vacaciones en mi pueblo natal. Aldea apacible y bucólica, perdida en medio de la meseta castellana. Con su chopera, sus tierras de labradío, sus páramos desnudos, donde retozan las ovejas, y su campanar de espadaña. Tierra áspera engendradora de dura estirpe, azotada, como tantas otras, por la pertinaz sequía. Hasta su río, ironía del destino, lleva un nombre revelador: el río Sequillo. La mayor parte del año no es más que un lecho polvoriento de guijarros donde crecen algunos juncos escuálidos.

La sequía es algo atávico. Tanto, que a menudo pienso que, lejos de ser una maldición de lo cielos, más bien es el estado natural de esos parajes. Sequía y la eterna letanía quejumbrosa de los labradores. Qué le vamos a hacer. Un año más. Ay, Dios…

Pero, este año, la sequedad fue atroz. Sumada a un verano extraordinariamente caluroso, la amenaza de los cortes de agua se sumó a la constante alarma general, agravada por el bombardeo insistente de los medios de comunicación sobre el cambio climático.

Un día, la bombilla se encendió en mi mente. Comenté mi genial idea por la tarde, sentada con mis amigas de la infancia, bajo una sombrilla, mientras los niños correteaban por la calle, ajenos a la inclemencia del sol castellano.

-¿Nunca os ha ocurrido que, cuando limpiáis los cristales, al día siguiente llueve?
En seguida brotaron las afirmaciones vehementes y un cúmulo anécdotas caseras, sazonadas de barro, polvo y limpiacristales. A todas les había sucedido. Cuando se calmaron un poco, continué.
- Pues bien, ¿qué tal si nos ponemos de acuerdo, hacemos correr la voz, y todas las vecinas del pueblo limpiamos los cristales al mismo tiempo? Seguro que, al día siguiente, cae una tromba impresionante. ¡Se acabó la sequía!
Mis amigas se chotearon a gusto.
-¡Eso es peor que sacar a la Virgen para que llueva! –rió Charito.
-¿Cómo vas a poner de acuerdo a todas las mujeres del pueblo? –Esperanza se llevó las manos a la cabeza-. ¡Se te reirán a la cara!

El caso es que insistí y, finalmente, logré convencerlas. Por probar, ¡no había nada que perder! Soco, que era la secretaria del ayuntamiento, dijo que lo comunicaría en el pregón. Y, al día siguiente, los altavoces situados en el campanar atronaron el aire mañanero con este insólito anuncio:
“Se hace saber que, en vista de la gran sequía que asola nuestro pueblo, se ha decidido que mañana, día 12 de agosto, todas las personas que lo deseen están convocadas a limpiar los cristales de sus casas, a fin de propiciar una lluvia abundante. La limpieza general comenzará a las 10 de la mañana. Se invita a todos los vecinos y vecinas a participar de esta iniciativa solidariamente.”

A la incredulidad siguió el asombro. Y a la perplejidad, las burlas. Aquel día, tuve que aguantar murmullos, risitas, comentarios sardónicos y la vergüenza de mis propios hijos y de mi marido. “Mujer, es que tienes unas ideas de bombero…”, “Mamá, por favor, ¿a quién se le ocurre?”, “Mira, mira, ahora todos nos señalan”.

Sólo mis cuatro amigas incondicionales, Soco, Charito, Esperanza y Angelines, me apoyaron.
Pero, al día siguiente, un sutil efluvio de amoníaco perfumado se esparció por las calles del pueblo. Todas no, pero juraría que más de la mitad de las vecinas se puso a frotar sus cristales con ahínco.

Aguardamos.

El sol seguía sonriente su curso por el inclemente firmamento, de ese azul rabioso que sólo he visto meseta adentro. Por la tarde llevamos a los niños a la piscina del pueblo más cercano. Al caer la noche, nos reunimos un buen grupo, los amigos y vecinos de siempre, sacando las sillas a la calle, para tomar el relente y conversar hasta las tantas. Las estrellas relucían, gruesas como puños, y parecían guiñarnos el ojo, burlonas. Ni una nube.

A la mañana siguiente amaneció igual. Las miradas condescendientes y los susurros a mi espalda ya comenzaban a escocerme cuando, hacia las tres de la tarde, una brisita picarona barrió el polvo de la calle. En el comedor de la vieja casona familiar, bajo el ventilador de aspas, mi cuñado se dio un manotazo al hombro, por enésima vez.

-¡Joder, con las moscas! Qué pesadas andan. ¿No habéis enchufado el aparato ese?
-Pues claro –contestó mi prima, de mala gana-. Le cambié la pastilla al fogoeléctric esta mañana. Será el calor…

Yo dirigí la vista a la raya de luz que asomaba bajo la persiana bajada. Mmmm. Las abuelas sabían bien que, cuando las moscas están pesadas, el aire viene cargado…

Nos despertó de súbito, en medio de la siesta. Diría que medio pueblo saltó de sus camas y sofás, sobresaltado. El trueno retumbó como una bomba y se oyeron voces, acompañadas del chasquido de varias puertas y persianas. A los pocos segundos, las gotas de agua tamborileaban en el polvo. Y, apenas un minuto más tarde, cayó la lluvia.

No, no era lluvia lo que caía. ¡Era el diluvio! Un edredón de nubes cubría el cielo y el agua se abatió, como una manta líquida, espesa y metálica, arreciando contra la tierra.

La luz se cortó. Nos quedamos sin línea de teléfono. Salí a la calle, alborozada, y no tardé en reunirme con mis amigas. Bailamos como locas, chapoteamos en el barro, bebimos cataratas de lluvia y dejamos que aquella ducha de proporciones bíblicas nos empapara el cabello y las ropas, que en instantes se nos pegaron a la piel. Perdimos las chancletas, las gomas del pelo y hasta el decoro, ignorando las ceñudas caras que nos miraban a través de los cristales… Cristales que, por supuesto, habría que volver a limpiar.

“Están locas”. “¡Locas!” Por unos instantes, no nos importó la lluvia de críticas que se nos venía encima. Lo importante era la otra, la LLUVIA. Y nos reímos a carcajadas, cantando y chillando como poseídas, mientras el cielo escurría las nubes y se vaciaba sobre la aldea.

A los dos días, salimos en el periódico comarcal. “Inesperado diluvio arrasa la localidad de Villalba de Solera. Inundaciones en las casas. El pueblo se queda sin luz. La carretera, cortada. Se espera restablecer el tránsito durante el día de hoy. El río Sequillo se desborda de su cauce…”
Aún ahora recogemos cubos de agua y rascamos manchas de humedad de las paredes. El gobierno autonómico ha comenzado a pagar indemnizaciones… Pero los expertos también dicen, y lo creo, que la lluvia salvó la tierra. Los árboles reverdecen y la hierba crece por doquier. La próxima cosecha de Villalba de Solera será espléndida.

* * *

Ayer recibí un sobre de Angelines, que siempre me envía por correo un ejemplar de la prensa comarcal. “Lo de este verano aún trae cola”, me dice en su breve carta. Me sonrío leyendo: “La inexplicable tromba de agua que ha afectado el municipio de Villalba de Solera ha llamado la atención de físicos y meteorólogos. Un equipo de expertos se ha desplazado hacia el pueblo para estudiar el fenómeno. Se piensa que, de documentarse otros casos similares, podríamos hallarnos ante un nuevo fenómeno, causado, posiblemente, por los efectos del cambio climático…”

¡Qué cambio climático ni qué narices! No sé si ir a hablar con esos “expertos” de laboratorio… El único secreto es un trapo de algodón y una botella de Cristasol.

Piropos

Que paletas, barrenderos, basureros o mozos de almacén le silben o le echen los tejos a una cuando va tan tranquila por la calle, es algo muy común, trance por el que casi toda mujer ha pasado alguna vez. Que, llegada cierta edad, te sigan piropeando chavales a quienes podrías muy bien decir: “Chiquillo, ¡que puedo ser tu madre!”, pues aún resulta gracioso. Pero que tu paso despierte tal conmoción que llegue a provocar un accidente… eso ya es trágico.

Cuando oí el claxon y vi pasar el camión, raudo y rozando el bordillo, mientras caminaba por la acera, volví la cara, contrariada. Un brazo se agitaba y una cabeza de rizos alborotados lanzaba sus trinos al vuelo. Ya no recuerdo qué me gritó. Sí recuerdo, perfectamente, el espantoso “CRASH” que siguió, a los pocos segundos, cien metros de calle más allá. Al estruendo siguieron los cristales rotos, los gritos de los peatones y el revuelo. “Santo cielo”. El camión de limpieza urbana se había salido de su carril y había arrollado un turismo, que circulaba por el contrario. Sólo recuerdo que corrí, con una inexplicable sensación de culpabilidad, sacando inconscientemente el móvil del bolso. Mi llamada fue la primera que sonó en comisaría, y también en urgencias. A los dos minutos, las sirenas acuchillaban el aire y un coche de policía y dos ambulancias bloqueaban la calle.

Nadie se explicaba el accidente. “Una distracción”. Las palabras sonaban y me retumbaban adentro, como acusadores martillos de un juez. Una distracción…

Me sentí culpable. Culpable por ser guapa, culpable por querer ser guapa, por empeñarme en llevar ropa favorecedora, por mis tacones, por mi maquillaje, por mi melena, por… Maldita sea, por ser mujer. Por ser hembra de curvas tentadoras y mortalmente peligrosas. Maldita sea. Ellos, estoy segura, no se sienten culpables de ser unos jodidos faunos con incontinencia verbal.
Quise reparar mi falta. Y al día siguiente fui al hospital. Pregunté en recepción, cargada con mi enorme bolsa de Interflora. Me indicaron. Ante los atónitos familiares y amigos, pasé por tres habitaciones de la planta de accidentados, saludando brevemente y depositando mis ramos de flores y las cajitas de bombones sobre las mesillas. “Lo siento mucho”, musitaba. “Espero que se recupere pronto”. Luego me iba, apresurada, excusándome. “Estuve allí cuando el accidente, ¿saben?”, expliqué a dos madres y a una novia perpleja. “Quería saber cómo se encuentran”.

El primero era el conductor. Hombre de mi edad, más o menos, barrigón cervecero y pelo rapado, tatuaje en el hombro y dos piercings en la oreja. Era el que había salido mejor parado. Brazo roto y contusiones. El segundo que vi era el conductor del turismo. Joven, aunque apenas pude verlo, llevaba la cara vendada. Era el más grave. El último era el alegre, de los pelos alborotados. El del piropo. El de la novia. Ella era monísima. Una muñeca Bratz hecha carne, de senos perfectos y cinturilla de avispa. “Joder”, pensé, “¿Y con esa novia necesitabas echarme los tejos?”. El chico me miró y creo que algo debió removerse en su memoria. De no ser porque me fui apresuradamente, aún creo que me hubiera lanzado un requiebro, el muy capullo.

Descendí las escaleras, con la conciencia más ligera. “A ti”, pensé, “aún te estuvo bien”.

Las cosas tienen patitas

Las cosas tienen patitas. ¿No lo creéis? Se van solas, sí. Tiene patitas ese bolígrafo especial, que escribe mejor que ninguno, el libro que busco, porque lo necesito hoy; el CD que ahora me apetecer oír, y que desapareció misteriosamente de su estante; patitas tienen los vídeos, los sacacorchos, el abrebotellas, aquel jersey que hoy, precisamente, quería ponerme, y que me combinaba tan bien con los jeans; piececitos veloces tienen los calcetines, siempre jugando a esconderse de su pareja, los mecheros -¿Dónde coño lo metí, si tengo lo menos media docena? ¡Cuando más lo necesitas, no aparece ninguno!-. Y las llaves. ¡Ah, las llaves! Entre todos los adminículos caseros, son ellas las campeonas olímpicas, pues sus patas maratonianas las hacen esfumarse como por arte de magia para acabar sepultadas en las profundidades de bolsos, cajones o esos bonitos cestitos de “dejar las cosas”… Por supuesto, echan a correr cuando más se las necesita y nunca, nunca, aparecen dónde fueron dejadas.

Y, ¿qué decir de los papeles? Los papeles no tienen patitas, no, ¡tienen alas! Vuelan de bandejas, carpetas y archivos. Esquivan la presión de pisapapeles y lupas y se zafan de la pica feroz de los taladros. Los papeles no corren, ¡vuelan! Y los muy bellacos sólo se dignan a reaparecer cuando ya nos hemos resignado a su pérdida y no sirven más que para planear, en último vuelo rasante, hacia la papelera.

Las cosas tienen patitas, sí. Y sólo conozco un remedio para encontrarlas cuando huyen por piernas. Es drástico pero infalible: poner la casa patas arriba.

martes, 4 de septiembre de 2007

Añoro el fuego

Añoro el fuego. Añoro la guerra. Añoro la tempestad.

Mis días se deslizan como gotas de rocío. Como cuentas de collar, que enlaza doce lunas. Iguales, serenos, transparentes.

He regresado al hogar. A la paz, al sosiego. Mis días transcurren en calma, ordenados. Me refugio en el trabajo. Me refugio en el saber. Pero me falta aire.

Vengo a caminar junto al mar. Me descalzo y piso la arena blanca. Esa arena que contempló tus juegos infantiles, tus primeros escarceos con el mar… Esa arena que ve acostarse el sol sobre las aguas. La que me vio nacer contemplaba su nacimiento. Y ya lo ves. Yo anidé en tu tierra, y tú te fuiste lejos de ella.

Regresaste. A tu nueva patria. A tu hogar. A ella… y a ese chiquillo de ojos negros, que tal vez nunca sabrá que no fue hijo del amor.

Camino y dejo que las olas me laven los pies. Mis ojos se pierden en ellas. ¡Ojalá me pudieran lavar la memoria!

Mi vida es serena. Regresé a mi lugar. Al calor de la leña, al refugio del bosque amado, del camino hollado una y mil veces, a mi maestra, a mi hogar.

Pero dentro de mí ruge el recuerdo. Y no puedo olvidar. No puedo… ¡y no quiero!

No quiero, porque vivo de él. De él me alimento, de él respiro, en él me hundo, por él muero…
Añoro los años turbulentos. Años de guerra, de incerteza, de pasión. Añoro la miel y la hiel que me diste a saborear a tu lado. Nunca rechacé el dolor. Pagué gustosa el precio. Aún cuando sabía que no me pertenecías. Ni yo a ti.

Desde el primer día en que me hendiste, desbordando tu vacío sobre mí, abriste un abismo en mis entrañas. Ya nada puede llenarlo. Sólo tú.

Sentada en una roca, intento rogar a los cielos… Lleváoslo lejos, lejos de mí. Lleváoslo, o traedlo de nuevo.

Añoro el fuego de tu piel. Añoro tus manos, tu boca, tu aliento… el peso de tu cuerpo sobre mí. Ansío ese amor roto, sí, quebrado como una caña, despedazado y sangrante. Pero, aún y así, amor. Lo he querido, aún roto, aún desgajado. Porque es tuyo.

El viento me despeina, y enloquezco por volver a enredar mis dedos en tus cabellos. El mar brama, y arrastra mis lamentos sin respuesta. No lloro, grito. Las olas se llevan tu nombre. Tengo sed.

Ese fuego que ardía entre nosotros, ese fuego, era mi hogar. Regresé, pero aún sigo allí. Aún busco calor en el rescoldo de esa hoguera, enterrada en mi fantasía. ¿Lo buscas tú? Ese fuego que nos daba vida, y luz.

¿Era paz lo que buscaba? Ahora no. Ansío la guerra de nuevo, ansío la tormenta desatada que nos perdía a los dos, el ciclón voraz.

Ahora el fuego sigue en mí, latente. Ya no me da calor. Siento frío. Mis días son oscuros, sin color. Pero el fuego sigue. No puedo matarlo. No quiero.

Ya no me da luz. Me quema.

Perucho, Xan y la bruja Rosalía

Andaban Perucho Correcaminos y Xan el Tonto de aldea en aldea, ora trabajando, ora gastándose su escaso peculio en las ferias de pueblo que encontraban. Perucho sabía que esa suerte de vida regalada no iba a durar, y que en cuanto arreciaran los vientos de otoño se acabaría su buena racha. Pero no estaban hechos el espíritu libre del zagal ni el minúsculo cerebro de Xan para vivir como diligentes y previsoras hormigas y, mientras la fortuna les sonriera, se dedicaban a medrar al sol, como felices cigarras tañendo su violín.

En ésas andaban, cuando Perucho oyó decir a un buhonero que la bruja Rosalía andaba por aquella comarca, de viaje. Perucho siempre había querido conocer a la afamada meiga. Así, se informó de su paradero y, ni corto ni perezoso, fue a buscar a Xan, que se estaba dando un atracón de morcilla y lacón bajo un entoldado, después de haber ganado todas las competiciones de fuerza y todas las peleas que se le presentaron.

-Nos vamos, pedazo tarugo –le dijo, tirándole del brazo, enorme como tres piernas-. Vamos, engulle ese bocado y andando.

Xan rezongó un poco, pero siguió dócilmente al muchacho. Pues si había algo aún más fuerte que su insaciable apetito era la ciega fidelidad al único ser de este mundo que se había dignado a ser su amigo.

Gigantón y rapazuelo emprendieron la marcha por el serpenteante camino entre montes, hasta llegar a la villa donde, les habían dicho, se alojaba la bruja Rosalía.

Suele pensarse que las brujas son viejas lunáticas, feas, arrugadas y espantosas. Arpías temibles que amedrentan a los pobres y honrados vecinos con sus conjuros y maleficios, o locas desgreñadas que corren por el bosque apareándose con bestias y árboles. Pero la bruja Rosalía no era así, y todos lo sabían. Era joven –relativamente-, hermosa, rubia y de ojos azules. Además, era una bruja buena, pues se dedicaba a ayudar a sus congéneres, yendo de pueblo en pueblo, con su ristra de remedios herbales, sus potingues curativos y sus artes inigualables como componedora de huesos y sanadora. Tenía, como toda bruja, su escoba, con la que barría malos conjuros, espantaba trasgos y atraía la prosperidad a los hogares; su sombrero picudo que utilizaba para cubrirse cuando llovía y su vara mágica para oler el agua de la tierra y del cielo. Y, cosa más extraña para una meiga, también tenía un marido. Sí, la bruja Rosalía estaba casada. Su esposo era un hombre discreto, hortelano de profesión. Tenía buena fama en su lugar y se dedicaba a cultivar con mimo los parterres de berzas y cebollas, los manzanos, el peral y el plantel de yerbas fragantes que utilizaba su mujer. Algunas veces, como en esta ocasión, si la bruja debía desplazarse lejos, la acompañaba.

Cuando Perucho y Xan la encontraron, la bruja Rosalía y su esposo se albergaban en una posada, situada en el centro de una próspera población. Perucho entró en el salón comedor, se atusó el mechón rebelde, se alisó la ropa y se presentó muy formal ante ellos.

-Perucho Correcaminos, para servirles a Dios y a ustedes –dijo, ensayando sus modales más corteses-. Tenía muchas ganas de conocerla, Doña Rosalía.
Se inclinó con desparpajo y luego miró a su compañero.
-… y éste es Xan –añadió Perucho, señalándolo. Xan había enmudecido y miraba, boquiabierto, a la bruja Rosalía.

Marido y mujer saludaron afables al chiquillo y al mocetón y les invitaron a compartir su mesa. Huelga decir que Xan aceptó encantado sin dilación. Perucho tomó asiento junto a la bruja, sin perder detalle de cuanto acaecía a su alrededor.

Ocupaban una mesa, en una esquina del comedor. Varios forasteros frecuentaban el mesón, pero Rosalía y su esposo se mantenían aparte. Y algo vio Perucho que nublaba los ojos claros de la hermosa meiga. Rosalía y su esposo no ocultaban su preocupación.

-Nos han robado –confesó la bruja, mirando a Perucho a los ojos.
-Vaya… lo siento mucho, señora –dijo Perucho, con aire compungido, a la vez que intentaba olvidar las ocasiones en que él mismo había ejercido como un pillo ladronzuelo-. Pero, ¿cómo es posible?

Rosalía sonrió, comprensiva. ¿Cómo se podía robar a una bruja? ¿No habían servido sus poderes para detener a los cacos? Adivinando lo que pensaba Perucho, continuó.

-Pues así es. Me han robado mi escoba, que tenía guardada en mi habitación, mientras estaba fuera, visitando enfermos. Y, ¿sabes lo que eso significa? Pues que alguien tiene mucho poder en sus manos, sin saber utilizarlo. Puede ser hasta peligroso. No puedo marchar de aquí hasta encontrarla. Una bruja… ¡no puede trabajar sin su escoba!
-¿No podéis fabricar otra? –preguntó Perucho.
-Ah, ¡eso es fácil de decir! No se trata de una escoba cualquiera. Está hecha de brezo y urces, regados con lluvia de abril y cortados en luna llena, de la falda umbría del monte. Y tienen que ser crecidos en tierra pizarrosa, que de otras no vale. Y, lo más importante, ha de recibir el hechizo de otra meiga, antes de ser tuya. Yo la heredé de mi anciana maestra, que me enseñó… Como ves, Perucho, ¡no es tan sencillo! Es una pérdida irreparable.

Perucho y Xan se miraron. El fortachón no tenía entendederas largas, pero leía en un periquete el pensamiento de su amigo. Y ambos asintieron.

-Os ayudaremos a encontrar la escoba –dijo Perucho.
-Les daremos su merecido –aseveró Xan.
Rosalía sonrió de nuevo, agradecida, pero su marido meneó la cabeza con desaliento.
-Pero, ¿cómo? Este pueblo es muy grande. No podemos ir pregonando que nos han robado la escoba… ¿Adónde iría a parar la reputación de mi esposa? Tampoco podemos registrar casa por casa.
Perucho se mordió los labios. El era muy capaz de tal hazaña. Pero se abstuvo de replicar y pensó algo diferente.
-¡Ya está! Tengo una idea. Si la escoba está en manos de algún habitante de este pueblo, la encontraremos.

Perucho bajó la voz y todos escucharon su plan.

* * *

Al día siguiente, todo el mundo supo que la bruja Rosalía y su marido tenían dos ayudantes: Perucho Correcaminos y Xan el Fuerte. La bruja se instaló en la plaza para ofrecer, como de costumbre, sus remedios y consejos. Su esposo se ocupaba de la bolsa y los donativos, así como de hacer recados y compras, Perucho la ayudaba a confeccionar ramilletes de yerbas, le alargaba un tarro de ungüento, o la acompañaba cuando tenía que ir a ver a algún enfermo aquejado de gota o reuma. Xan cargaba con los remedios, los cubría con sus espaldas de toro apacible y seguía a la bruja como sombra, comiéndosela con los ojos.

Cuando los buenos aldeanos se acostumbraron a ver a la bruja Rosalía acompañada de sus dos fieles ayudantes, Perucho puso en marcha la segunda parte de su plan. Subió al monte con Xan y atroparon la mayor cantidad de brezo y urce que pudieron. Se pasaron una tarde con el marido de la bruja componiendo ramos, hasta pasar de la centena. Al día siguiente, consiguieron una carretilla, la cargaron de los brezos, y se pusieron a recorrer el pueblo, Xan arrastrando el carretón, Perucho voceando.

-¡Vecinooooooos! Atencióóóóón. Se hace saber que, esta tarde, en la plaza mayor, la bruja Rosalía va a ofrecer, a todo el que lo desee, escobones mágicos, encantados por sus propias manos. ¡No se pierdan la ocasióóóón! ¡Escobas mágicas! Barren miserias, piojos y el mal de ojo. ¡Alejan a los trasgos y atraen la buena fortuna! ¡Escobas de la bruja Rosalíaaaaaa!

Ni que decir tiene que la noticia corrió por el pueblo y por sus alrededores como reguero de pólvora. A la tarde, un gentío se aglomeró en la plaza, formando una enroscada cola ante el puesto de la bruja. Rosalía dispensaba sus escobillas, con una sonrisa hechicera y un sabio consejo, Xan la custodiaba, conteniendo a la multitud que se arremolinaba entorno al puesto, y disuadiendo con gruñidos y puños las manos largas que intentaban pispar un manojo de brezo. El marido sostenía un cestillo, que pronto se llenó de monedas tintineantes. Perucho deambulaba por la plaza, entre los corros de gente, pillando conversaciones y examinando a cada aldeano, de pies a cabeza.

Por supuesto, también los había escépticos, y ésos eran los que más interesaban a Perucho. Pronto los identificó, un grupo algo apartado de caras ceñudas y miradas desconfiadas.

-Esa mujer nos va a sacar hasta la sangre.
-¿Cómo va una bruja a regalar escobas mágicas? Pa’ mí que es un engañabobos como cualquier otro.
-Ya no saben qué más hacer, pa’ rascarnos los cuartos.
-Pos mi mujer, ya la ves –decía uno de los aldeanos, un hombre atezado y cejijunto, de vientre poderoso-. Ahí está, haciendo cola como los borregos. No sé yo para qué quiere una escoba mágica, si no sabe recitar ni un padrenuestro. ¿Cómo va a aprenderse esos conjuros?
-Pos ya ves la mía –refunfuñó otro, de nariz aguileña y dientes de mastín-. Ahí anda, también. Dice que así echa pa’fuera los males de ojo que le tira la Eufemia, que no la mira bien. ¡Majaderías!
-En mi casa no hacen falta esas zarandajas –gruñó otro hombre, de rostro huidizo. Y, al poco, se apartó discretamente, sin apenas saludar, y se fue.

Perucho le puso el ojo encima apenas lo oyó. Y lo siguió de inmediato, cuidando de no ser visto.

* * *

La casona se levantaba hacia el final de una calle, embarrada y pedregosa como la que más. El hombre desapareció tras la puerta adintelada y Perucho se detuvo. Tenía que pensar un plan. Respiró hondo y echó una ojeada al caserón y a la tapia del prado.

Como de costumbre, sus piernas fueron más ágiles que el cerebro. En un santiamén, Perucho se había encaramado al muro y lo saltó. Una vez en el prado, todo fue más fácil. No le costó un minuto llegar hasta la puerta trasera de la casa, que estaba abierta. Pero antes de entrar, se detuvo de nuevo y escuchó. Salían voces de la casa, y no tardó en ver de dónde. Una ventana se abría a pocos palmos de la puerta, a buen seguro la de la cocina, a juzgar por el humo y el olorcillo de guisote de puchero que llegó hasta sus narices. Agazapado bajo la ventana, y conteniendo el aliento, Perucho escuchó.

-¡Pos no andan ofreciendo escobas mágicas ni ná! No sé yo pa’ qué nos molestamos en coger ésa, si ahora las están regalando.
-Quita p’allá, bobo. La nuestra es la mejor. ¿Qué te crees? Esas serán de saldo, pero la verdadera, la buena, es la nuestra.

No necesitó oír más Perucho. Cautelosamente, se irguió hasta quedar de puntillas, pegado al muro, asomó la punta de la nariz sobre el vano de la ventana y acertó a ver una panorámica de la cocina. El escobón de la bruja descansaba en un rincón, apoyado en la pared. La mujer se enjugó las manos en el delantal y fue a coger la escoba.

-Esta, nadie nos la quitará. Más vale que la escondas, pa’ que no la vea nadie.
-Y, ¿dónde, mujer? Ya está bien ahí…
-¡No seas cernícalo! Métela ahí, bajo el escaño. Y pon unos leños delante… Eso es. Que nadie ande metiendo las narices ni preguntando.

* * *

Aquella noche, dos sombras furtivas se deslizaron por la tapia del prado. Una pequeña y grácil. La otra enorme como una montaña, sombra de ogro.

Saltaron el tapial de piedra y corrieron por el prado. Los grillos hacían cri-cric y la luna curioseaba tras las nubes. Al llegar junto a la puerta trasera, Perucho detuvo a su compañero.

-Ssssst. Ahora voy a probar si la puerta abre –susurró-. Si no, entraremos por la ventana.

Como era de esperar, los dueños de la casa habían echado el cerrojo. De modo que Xan se agachó, se encaramó Perucho a sus hombros y en menos que canta un gallo alcanzó la ventana de la cocina. No le costó abrirla y escabullirse adentro, donde saltó, con tiento, esquivando los fogones. Entonces se asomó afuera.

-Ahora te toca a ti –siseó-. Mete tripa, o no pasarás.

El pobre Xan forcejeó con el marco de la ventana para pasar su enorme humanidad por el exiguo hueco. Tanto, que el ruido no tardó en alarmar al habitante más despejado de la casa. El gato.

-¡Marramauuuu! ¡Miau! ¡Miauuuuu!

En un instante, la casa entera se sacudió el sueño. El gato maullaba, un perro comenzó a ladrar, el gallo cacareaba y las ovejas balaban en el establo. Un estropicio de cristales rotos, cacerolas rodando y cuerpos cayendo puso en pie a los alarmados dueños.

La mujer salió de la cama, en camisón, y agarró lo primero que encontró, una banqueta. El marido fue detrás, abrochándose los calzones. Cuando llegaron a la cocina, se detuvieron, atónitos.

A la luz de la luna, que asomaba por la ventana, vieron la sombra de un gigante recuperándose de su caída, en medio de las ollas y los pedazos de loza rota. El gato, con el lomo arqueado, resoplaba, plantándole cara. Y un pequeño trasgo veloz como saeta se lanzaba bajo el escaño, removiendo los troncos de leña.

-¡Ladrones! –chilló la mujer-. ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
El hombre dio media vuelta y salió corriendo.
-¿A dónde vas, hijoputa? –le espetó ella, agarrándolo del cogote-. ¡No me dejes sola con esos criminales! ¡Socorroooo! ¡Ladroneeeees!
-Iba a buscar ayuda, mujer –balbuceó el hombre, tembloroso-. ¿No ves que tú sola no puedes…?
-¡No! ¡Sola no! ¡Pos no faltaría más! Tú te quedas aquí, pa’ defenderme. ¡Grita fuerte, carallo!
Mientra el hombre vociferaba y Xan se reponía del coscorrón, sacudiéndose de encima restos de cocido y de vajilla rota, la mujer se plantó de un salto ante el escaño. Ni corta ni perezosa, agarró a Perucho por la pierna.
-¡Sal de ahí, cabrón! ¿Pos no va a coger la escoba, el facineroso? ¿Cómo demonios lo sabe, el muy…?

Perucho pataleó desesperadamente, intentando zafarse de las garras afiladas de aquella mujer que, de no conocer a la bruja Rosalía, bien hubiera confundido con un egregio miembro del clan de las meigas. Tenía la escoba bien aferrada pero, de pronto, sintió que una fuerza superior lo arrastraba, haciéndole morder el embaldosado del suelo, hasta el centro de la estancia.

-¡Ah! ¡Te pillé! ¡Ahí tenemos al ladrón!
Perucho sacudió la cabeza, aturdido, mientras se ponía en pie, tambaleante, sin dejar de asir la escoba.
-¡Suelta eso que has robado! ¡Dámelo ahora mismo!

Perucho agarró con más fuerza la escoba. No estaba dispuesto a ceder. La esgrimió como sable y trabó los pies en el suelo, preparado para defenderse, si era necesario, a escobazos.

Y entonces, ¡oh prodigio! Una luz hiriente como el rayo los cegó. Se oyó un tremendo chasquido y una vaharada de azufre salió despedida hacia el techo. El escobón de la bruja Rosalía emitió mil destellos, como si todas sus ramas de brezo se tornaran incandescentes. Marido, mujer, Xan y Perucho permanecieron clavados en el suelo, sobrecogidos. El gato pegó un bufido y salió despavorido, como alma que lleva el diablo.

Cuando los vecinos acudieron a la casa, alarmados por los gritos de auxilio, se encontraron con una escena insólita. La cocina llena de humo, el suelo sembrado de cacharros rotos y los dos cónyuges inmóviles y aturdidos, la una de pie con una banqueta en las manos, el otro clavado en el escaño. A las preguntas, la mujer reaccionó, diciendo que se les había chamuscado un paño que se secaba junto al fuego, y que todo había sido un mal susto. Los vecinos salieron al poco, refunfuñando.

-Pos, ¿pa’ qué demonio gritaban?
-A mí me da mala espina. Tanto roto po’l suelo…
-Eso es que la Pruden le da demasiado al aguardiente, y se han peleado los dos. ¡Manda carallo! ¿Y pa’ eso llaman?
-Pos no sé yo… ¿No visteis cómo olía? Que me joroben si eso no era sulfuro.
-¿No decían “al ladrón”? ¿Dónde están los cacos?

Los cacos ya andaban lejos. Corrían, protegidos por la noche, hacia la posada del pueblo, con su preciado botín.

* * *

El verano avanzaba, y la bruja Rosalía y su marido decidieron continuar su periplo por los montes. Perucho y Xan, habiendo oído que se necesitaban mozos para la vendimia, resolvieron marchar hacia los llanos. Y así fue como, días después, se despidieron a las afueras del pueblo.
Xan casi lloraba, y a punto estuvo de derretirse como flan cuando la bruja Rosalía le echó las manos al cuello y le estampó un beso en la mejilla, redonda y tierna como una hogaza. Perucho le besó la mano, como había oído decir que hacían los caballeros. Y, por primera vez en mucho tiempo, sintió un nudito en la garganta. Algo parecido a una pena dulce… sentimiento muy enterrado en su corazón de trotamundos sin hogar.

Entonces ella se dirigió a los dos amigos.

-Como gratitud por todo lo que habéis hecho, y por recuperar mi escoba, quiero haceros un regalo.
Arrancó dos ramilletes de brezo de su escobón y dio uno a cada cual. Perucho y Xan enarcaron las cejas y los tomaron, con respeto.
-¿Nos ayudarán a conseguir todos nuestros deseos? –preguntó Perucho.
El rostro de la bruja resplandeció con su sonrisa más bella, y sus ojos azules chispearon.
-Os ayudarán a no olvidar nunca vuestros sueños. Si los perseguís, un día los alcanzaréis.
Xan miraba embobado y se rascó la cabezona. Perucho apretó los labios.
-¿Seguro que sí?
-Tú quieres ser rico –le dijo la meiga-. Y quieres muchas más cosas que revolotean por esa cabecita. Conseguirás lo que te propongas, si luchas por ello. En cuanto a Xan…
Miró al forzudo. Se le caía la baba, contemplándola, tan hermosa.
- …Xan no necesita nada. Ya lo tiene todo.