martes, 30 de enero de 2007

Seducción

Don César, el cura, andaba preocupado. Veinte años contaba ya su hermana, la hermosa Artemisa, y aún andaba soltera y sin visos de casar. No es que le fuera una carga, pues como ama de cura la moza se había mostrado más que capaz, y llevaba su casa desde los quince como una gobernanta ejemplar. Pero Don César conocía a su hermana. Conocía, aún sin ella decirlo, los entresijos oscuros de aquel espíritu apasionado. Arisca y recatada, jamás había flirteado con muchacho alguno del pueblo. Tan sólo se explayaba en el baile... Ah, el baile. Y más de uno se había llevado un disgusto, o una buena pedrada, cuando había intentado acercarse a ella más de lo debido. Artemisa defendía su virginidad con feroz ahínco, y era la primera en devoción, ya fuera en misa, al Rosario o en procesión... Pero Don César la conocía, sí. Leía en sus ojos ansiosos, leía en su cuerpo turgente. Leía en lo que no se veía. Artemisa no era mujer para quedarse a vestir santos.

- Artemisa, hermana, deberías pensar en un buen y santo matrimonio...
Ella se sonrojaba y meneaba la cabeza, enérgica.
- No, hermano, aún no... ¿Con quién? Los mozos de este pueblo son todos unos frescos, y unos pelagatos...
- Pero, hermana. No seas así. No todos son tan malos. Están los dos chicos de la Prudencia, los de casa Pepe, el de la Rosarito, los hijos de Don Alejandro... Ahí hay donde elegir. Esos son buenos mozos.

Don César escrutaba el rostro de su hermana mientras iba pronunciando nombres. Artemisa volvía el rostro, tozuda. Los hijos de Don Alejandro no eran mala opción... Su padre era el rico del pueblo, que poseía él sólo más casas y tierras que el resto de vecinos juntos en el barrio de la Vereda, en las afueras. Hombretón robusto de cuerpo grande y corazón aún mayor, su genio subido y su habilidad para los negocios le habían hecho ganar dinero, honra y reputación. En su camada contaba nada menos que con doce hijos, a cuál mejor mozo, además de cinco hijas espigadas e inteligentes como las que más. Artemisa era muy amiga de la mayor, Elisa. Don Alejandro había enviudado relativamente joven. Su esposa había muerto tras legar a la tierra una generosa progenie y Elisa, al igual que la hermana del cura, se había convertido en el ama de aquel inmenso hogar que más bien semejaba una venta, siempre poblado de muchachos, jornaleros, viajantes, pastores, visitantes, vecinos y hasta pordioseros. Pues Don Alejandro, aunque celoso de sus propiedades y prudente administrador, era magnánimo con su mesa, donde siempre había lugar para cualquiera que acertara a pasar por su puerta, fuera rico o pobre, pariente o extraño. Sí, era la suya una buena familia, pensaba Don César, y, además, religiosa y de buena fe. Toda la familia acudía los domingos a misa, las muchachas solían ir a Rosario y siempre eran las primeras a la hora de organizar el mes de María y las procesiones de la Virgen. En cuanto a los varones, entre los doce había al menos un puñado de tres o cuatro, apuestos, fuertes y trabajadores, que bien podrían ser un buen partido para su belicosa hermana.

Algún rumor malicioso había corrido por el pueblo de que Artemisa andaba algo enamorada de Paco, el mayor de Don Alejandro, y Don César quería saber cuánto de cierto había en ello. Entre todos los hijos del patriarca, Paco o Paquito, como lo llamaban, era el que menos indicado parecía para su hermana, cavilaba el buen cura. Era Paco un joven delgado y bien parecido, de aspecto tímido y frágil. Don Alejandro lo había enviado a estudiar a la capital y había regresado con su flamante título de maestro. Inquieto, ávido lector, medio poeta, Paquito pasaba medio año dando clases en apartadas escuelitas rurales y regresaba en verano, para las faenas de la siega y la cosecha, al hogar paterno. No le hacía ascos a las duras faenas del campo, pero muchos en el pueblo lo miraban con esa mezcla de respeto y desconfianza que abrigan las gentes de campo hacia los de ciudad.

- No parece de pueblo –decían unos.
- El chico tiene letras, sí. Y muchas luces.
- En esto ha salido listo, como la madre, en paz descanse, pobrina.
- Y miradlo, con esos lentes... Parece un intelestual
- ¿Pos no escribe en el diario? El otro día el cura trajo uno de la ciudad, y salía un escrito suyo, yo lo vi.
- ¿Ah, sí? ¿Y de qué escribe?
- Pos no sé qué carallo de polística y de la arrebulución socialista, y de cosas así. Cosas de los de ciudad.
- Sí, sí, tiene luces, el rapaz, tiene...

Don César abrigaba sentimientos de simpatía hacia Paco. Era un joven cabal, cultivado, de buena conversación y trato afable. Pese a su cultura, no miraba a sus convecinos por encima del hombro. Desprendía un halo de ingenuo candor que lo hacía cercano y casi tierno. Era fácil querer a alguien así. Pero, no sabía por qué, algo le decía que un muchacho como él no podía encajar con el temperamento fogoso y primitivo de su hermana. Artemisa necesitaba un hombre amante, pensaba él... y un muro de contención. Y el frágil Paquito, decididamente, no se le antojaba el candidato adecuado.

Fuera lo que fuera lo que rondaba por el corazón de Artemisa, ella lo mantenía muy bien guardado. Elisa la pinchaba, cuando salían juntas, caminando por los prados, a la ermita de las Campas, o cuando se juntaban para ir a lavar al río.
- Ay, Artemisina, que se te van los ojos detrás de Paquito, que lo veo yo...
Ella se molestaba, entre risueña y enojada.
- ¡Quita p’allá! No seas majadera.
Las otras mozas se reían.
- Que sí, que sí, que yo te he visto mirar de lejos cuando se iba pa’l prao, con la guadaña al hombro, a segar.
- Pues no es mal mozo, ¿no?
- Ah, ¡pero qué celestinas sois! ¡Vosotras sí que mirabais...!
- Pues él sí que se ha fijado en ti.

Las comadres del pueblo, madres de las mozas, también lo comentaban.
- ¿Artemisina... con Paquito, el de Don Alejandro? ¡Quita!
- No pegan ni con cola de pez, tan diferentes los dos.
- Ella necesita un toro bravo, y a Paquito le gusta más manejar la pluma que la escopeta...
Y reían, a carcajadas, enzarzándose en comentarios veladamente procaces.

Un día, Artemisa fue a casa de Don Alejandro. La había enviado su hermano con un recado. Don Alejandro había encargado unas misas en memoria de su difunta esposa y había llevado a la iglesia, para la ocasión, varios manteles blancos bordados, que debían devolverle. Artemisa los había lavado, almidonado y planchado y, metiéndolos cuidadosamente en un capazo, partió camino de la Vereda, hasta la casona del magnate.

Era verano y todos andaban en la era, con las faenas de la siega. No había nadie en la casa. Artemisa cruzó el patio, el zaguán, la cocina, enorme y desierta, con sus pucheros y cacerolas silenciosos, y salió al prado por la puerta trasera. Allí había alguien. Las dos hermanas pequeñas correteaban entre las tomateras de la huerta. Y en medio del verde, guadaña en mano y con el torso desnudo, Paquito segaba la hierba.

Artemisa tragó saliva y dio unos pasos. Cuando el joven la vio, se detuvo y la miró. “Pues no está mal el mozo”, pensó Artemisa, mientras los ojos se le iban a la piel, blanquísima y fina, del torso delgado. Salpicada por cuatro pecas. Paquito había dejado la guadaña en pie, a su lado. Llevaba sus lentes, aquellas gafitas redondas y finas que jamás se quitaba, por lo visto. Y los bucles de su cabello, moreno y fino, se enredaban en zarcillos alborotados sobre su frente. Se enjugó el sudor con el dorso de la mano y avanzó hacia Artemisa.

- Buenos días, Artemisa –la saludó, cortés.
“Tan educado como un señorito con corbata”, pensó ella, riendo para sí. Pero el rostro de Artemisa era tremendamente serio y tenía las mejillas coloradas.
- Vengo de parte de mi hermano, Don César... A devolver los manteles del altar... ¿No está Elisa?
Paquito movió la cabeza y dirigió la mirada hacia un lugar distante.
- Está en la era, con papá y los demás. ¿Quieres que la llame?
- No, no te molestes... –Artemisa movió un pie y luego el otro pie, nerviosa. No podía apartar los ojos de las pequitas-. Ya... ya se lo dejaré ahí, mismo, en la mesa... Ya iré yo a avisarla...
- Como quieras.
Él la miraba, con media sonrisa curiosa, a través de aquellos lentes. Tenía los ojos claros y, ¡válgame Dios!, también salpicados de lunares, como su piel. Nunca los había mirado de tan cerca. Aquellos ojos... Ojos de ciervo, inocente y silvestre. Artemisa quería dar media vuelta. Pero, en vez de retroceder, dio un paso adelante.
- Se lo dejaré ahí, en la cocina. ¿Se lo dirás?
- Claro.
- Y... –Artemisa nunca había sido tímida ni había tenido dificultades para expresarse, de todos era conocido su proverbial desparpajo. Pero aquel día se sentía torpe como una mula hundida en un barrizal-... y, bueno. Pues dile a Don Alejandro... a tu padre..., sí, que muchas gracias. Que gracias de parte de Don César...

Paquito sonrió, mirándola a los ojos, y Artemisa sintió que el corazón le estallaba dentro. Estallaba y la sangre se expandía por su cuerpo, como las ondas del agua cuando cae una piedra. En oleadas calientes, turbadoras. Casi dolorosas. Placenteras. Se asustó y, ahora sí, dio un paso atrás. Pero no podía moverse más, ni apartar la mirada de él. Las mejillas le ardían. “Estoy segura de que me he puesto roja como un pimiento”, se dijo. Pero, por dignidad, no podía dejar traslucir miedo, ni vergüenza. “No estoy haciendo nada malo, ¿verdad? ¿Por qué voy a tener miedo?”. No se le ocurrió pensar que devorar con ojos anhelantes aquel cuerpo magro de piel color leche pudiera ser pecado alguno.

- Bueno. Me voy... Que paséis un buen día...
No sabía cómo despedirse. Él seguía contemplándola. Artemisa sostenía el capazo con un brazo, sobre la cadera, la camisa blanca con las mangas arremangadas y ceñida a la cintura, con el mandil sobre la amplia falda. El cabello crespo se le escapaba por debajo de la pañoleta, como un ala oscura. Y sus pómulos lucían como dos amapolas. Entonces Paquito se acercó más a ella. Y abriendo los labios, comenzó a hablar, con aquella voz tierna y quebrada, como un arrullo.

Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.


Artemisa se quedó clavada en tierra. ¿Pues no le estaba recitando un poema, así, de sopetón? Igual que un trovador de los de antaño... ante una linajuda dama. Artemisa contuvo el aliento. Paquito sonreía, ingenuo y seductor, como un niño que recita su primer poema, orgulloso.

Margarita, te voy a contar
un cuento...
Éste era un rey que tenía
un palacio de diamantes,
una tienda hecha del día
y un rebaño de elefantes...

Artemisa sonrió un poco. No estaba mal, el poema. Ella no entendía de esos melindres, pero sonaba bien. Ah, tenía que volver... ¿qué demonios hacía allí, en medio del prado, escuchando versos de boca de Paquito? Su trovador, con el torso desnudo y una mano apoyada en la guadaña, y las chiquillas jugando a perseguirse entre las berzas y las tomateras...

...un kiosco de malaquita,
un gran manto de tisú,
y una gentil princesita,
tan bonita, Margarita,
tan bonita como tú.


Se detuvo y la miró a los ojos. Artemisa casi dio un salto, del susto.

Silencio. La brisa montaraz silbó peinando las yerbas... y alborotando los rizos negros sobre las sienes de Paco.

- ¿Te ha gustado? Es uno de mis poemas favoritos... de Rubén Darío, ¿sabes?
Ella no tenía ni la más remota idea de quién podía ser aquel Rubén Darío, ¡pues vaya nombre raro el del señor! Ella no se llamaba Margarita, y ni siquiera el poema era invención suya, pensó. Pero, en sus labios, sonaba como si fuera dirigido exclusivamente a ella.
- Pues sí... Es bonito –musitó, azorada.

Paquito alargó una mano hacia ella. Una mano blanca y elegante. Mano de poeta. Y, sin embargo, la palma era fuerte y encallecida. El trabajo del campo dejaba su huella... La posó sobre la mano robusta y enrojecida de Artemisa.

Tan sólo fueron unos instantes. Como un roce de plumas. Los dedos largos de Paco se deslizaron sobre el dorso de la mano de Artemisa, suave, delicadamente. Ella se estremeció. Entonces Paco se apartó y sonrió de nuevo.
- Hasta luego, Artemisa. Ve a la era, allí encontrarás a mi hermana.
Ella asintió.
- Voy –dijo.

Dio media vuelta y se alejó corriendo. Llevaba el viento en los pies. Y su corazón echaba alas.

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